Capítulo XV
ARGARITA no se había equivocado: la cólera acumulada en el fondo del corazón de Catalina por aquella comedia cuya intriga adivinaba sin tener el poder de cambiar en nada el desenlace, necesitó descargarse sobre alguien. En lugar de volver a su habitación, la reina madre subió directamente a la de su dama de honor.
La señora de Sauve esperaba dos visitas; deseaba la de Enrique y temía la de la reina madre. Tendida en el lecho a medio vestir, mientras Dariole vigilaba en la antecámara, oyó girar una llave en la cerradura y luego unos pasos lentos que se aproximaban y que hubieran parecido pesados a no ser tan mullida la alfombra. No reconoció el modo de andar, ligero y apresurado, de Enrique; temió que impidieran a Dariole entrar a advertirla y, con la cabeza apoyada en una mano, aguardó con la mirada y el oído alerta.
Se levantaron las cortinas y la joven vio aparecer a Catalina de Médicis. La reina parecía tranquila; pero la señora de Sauve, habituada desde hacía dos años a estudiar aquel semblante, comprendió cuántas sombrías preocupaciones y quizá crueles venganzas se ocultaban bajo tan aparente calma.
Al ver a Catalina, la señora de Sauve quiso levantarse de la cama, pero la reina le ordenó con un gesto que no lo hiciera, de modo que la pobre Carlota permaneció clavada en su sitio reuniendo interiormente todas las fuerzas de su alma para hacer frente a la tormenta que se preparaba en silencio.
—¿Enviasteis la llave al rey de Navarra? —preguntó Catalina sin que el tono de su voz revelara la más mínima alteración. Tan sólo sus labios se pusieron lívidos al pronunciar estas palabras.
—Sí, señora… —respondió Carlota, con una voz que en vano intentaba parecer tan serena como la de Catalina.
—¿Y le habéis visto?
—¿A quién? —preguntó la señora de Sauve.
—Al rey de Navarra.
—No, señora; pero como le estoy esperando, al oír girar la llave en la cerradura supuse que era él quien venía.
Al oír esta respuesta, que indicaba una perfecta confianza o un supremo disimulo por parte de la señora de Sauve, Catalina no pudo contener un ligero estremecimiento. Su mano carnosa y corta se crispó.
—Sin embargo, Carlota, sabías perfectamente —dijo con su sonrisa malévola— que el rey de Navarra no vendría esta noche.
—¿Yo, señora? ¿Cómo podía saberlo? —exclamó Carlota con un acento de sorpresa perfectamente imitado.
—Sí, tú lo sabías.
—Para no venir —repuso la joven estremeciéndose ante la sola suposición— tiene que haber muerto.
Lo que daba valor a Carlota para mentir de esta manera era la certidumbre de una terrible venganza en el caso de que su pequeña traición fuera descubierta.
—¿No escribiste al rey de Navarra, Carlota mía? —preguntó Catalina con sonrisa cruel y silenciosa.
—No, señora —respondió Carlota con un admirable acento de ingenuidad—. Creo que Vuestra Majestad no me ordenó tal cosa.
Hubo un momento de silencio durante el cual la reina miró a la señora de Sauve como mira la serpiente al pajarito que quiere fascinar.
—Te crees bella y te crees hábil, ¿no es cierto? —dijo entonces Catalina.
—No, señora —respondió Carlota—; sólo sé que Vuestra Majestad ha sido a veces demasiado indulgente para conmigo cuando se trataba de mi belleza o mi habilidad.
—Pues lo engañabas si lo creíste —dijo Catalina animándose— y yo mentía si os lo dije, porque no eres sino una tonta y una fea al lado de mi hija Margot.
—¡Oh! ¡Eso es verdad! —dijo Carlota—. No intentaré negarlo, y a vos menos que a nadie.
—Por eso —continuó Catalina—, el rey de Navarra prefiere a mi hija y eso no es ni lo que tú querías ni lo que habíamos convenido.
—¡Ay, señora! —exclamó Carlota, rompiendo a llorar sin tener que fingir en lo más mínimo—. Si eso es cierto, soy muy desdichada…
—Lo es —dijo Catalina clavando sus ojos como dos puñales en el corazón de la señora de Sauve.
—Pero ¿qué motivos tenéis para creer…? —preguntó Carlota.
—¡Baja a la habitación de la reina de Navarra, pasa, y encontrarás allí a la amante!
—¡Oh! —exclamó la señora de Sauve.
Catalina se encogió de hombros.
—¿Eres celosa, por ventura? —preguntó la reina madre.
—¿Yo? —dijo la señora de Sauve apelando a todas sus fuerzas, que estaban a punto de abandonarla.
—Sí, tú; tengo curiosidad por saber cómo son los celos de una francesa.
—¿Pero cómo quiere Vuestra Majestad que esté celosa? ¡Cómo no sea por amor propio! Yo no amo al rey de Navarra nada más que porque así lo exige el buen servicio de Vuestra Majestad.
Catalina la observó un momento con mirada pensativa.
—Después de todo, puede ser verdad lo que me dices —murmuró.
—Vuestra Majestad lee en mi corazón.
—¿Y ese corazón me es fiel?
—Ordenad, señora, y podréis juzgar.
—Ya que lo sacrificas a mi servicio, Carlota, es necesario que sigas enamorada del rey de Navarra y muy celosa sobre todo; celosa como una italiana.
—¿Y cómo son los celos de las italianas, señora?
—Ya os lo diré —contestó Catalina, y después de mover dos o tres veces la cabeza de arriba abajo, salió de la habitación tan lenta y silenciosamente como había entrado.
Carlota, turbada por las claras miradas de aquellos ojos dilatados como los de un gato o los de una pantera, sin que por ello perdieran nada de su profundidad, la dejó salir sin pronunciar una sola palabra, conteniendo la respiración hasta que oyó el ruido de la puerta al cerrarse y Dariole fue a decirle que la terrible aparición se había desvanecido.
—Dariole —le dijo entonces—, trae un sillón junto a mi cama y estate aquí toda la noche, por favor, pues no me atrevo a quedarme sola.
Dariole obedeció, pero la señora de Sauve, a pesar de la compañía de su doncella, que permaneció a su lado, a pesar de la luz de un velador que ordenó que se quedara encendida para mayor tranquilidad, no pudo conciliar el sueño hasta el amanecer; tanto resonaba en su oído el acento de la voz de Catalina.
Aunque tampoco se durmió hasta que empezaba a clarear el día, Margarita se despertó al primer toque de trompetas, al primer ladrido de los perros. Se levantó y vistióse con un traje aparentemente sencillo, pero lleno de coqueterías. Llamó a sus damas, hizo entrar en su antecámara a los gentiles hombres del servicio ordinario del rey de Navarra y, abriendo la puerta que encerraba en el mismo cuarto a Enrique y a La Mole, dio los buenos días con afectuosa mirada a este último y llamó a su esposo:
—Vamos, señor —dijo—; no es suficiente haber hecho creer a mi madre lo que no es cierto. Es conveniente, además, que toda vuestra corte se entere de la perfecta armonía que reina entre nosotros. Pero tranquilizaos —añadió riendo— y recordad bien mis palabras, que en estas circunstancias son casi solemnes: esta será la última vez que someta a Vuestra Majestad a una prueba tan cruel.
El rey de Navarra sonrió y dio orden de que hiciesen entrar a sus caballeros.
En el preciso momento de recibir sus saludos, aparentó darse cuenta de que había dejado su capa encima de la cama de la reina. Les pidió excusas por recibirles de aquel modo, cogió la capa de manos de Margarita muy ruborizada, y la prendió sobre sus hombros. Luego, volviéndose hacia ellos, les pidió noticias de la ciudad y de la corte.
Margarita observaba de reojo el imperceptible asombro que produjo a los caballeros la inesperada intimidad entre el rey y la reina de Navarra, cuando entró un oficial seguido de tres o cuatro gentiles hombres anunciando al duque de Alençon.
Para que el duque se decidiera a venir, Guillonne no tuvo más que decirle que el rey había pasado la noche en la alcoba de su esposa.
Francisco entró con tanta precipitación, que estuvo a punto de atropellar a los que le precedían. Su primera mirada fue para Enrique; Margarita sólo obtuvo la segunda. Enrique le respondió con un ceremonioso saludo. Margarita mostró un semblante en el que se expresaba la más perfecta serenidad.
Con otra mirada vaga, pero escrutadora, el duque abarcó toda la estancia. Vio la cama en desorden, la huella de dos cabezas en la almohada y el sombrero del rey abandonado sobre una silla. Se puso pálido; pero, sobreponiéndose inmediatamente, dijo:
—Hermano Enrique, ¿vendréis esta mañana a jugar a la pelota con el rey?
—¿Es el rey quién me hace el honor de invitarme o se trata de una atención vuestra, hermano mío?
—No, el rey no me dijo nada —prosiguió el duque un poco cohibido—, ¿pero no sois de los asiduos a su partida cotidiana?
Enrique sonrió: habían pasado tantos y tan graves sucesos desde la última partida que jugara con el rey, que nada tendría de extraño que Carlos IX hubiese cambiado a sus habituales compañeros de juego.
—Venid —repuso el duque.
—Ya voy, hermano —dijo Enrique sonriendo.
—¿Ya os marcháis? —preguntó Margarita.
—Sí, hermana.
—¿Tenéis mucha prisa?
—Bastante.
—¿Y si os pidiera unos minutos?
Semejante petición era tan rara en boca de Margarita, que su hermano la miró ruborizándose y palideciendo sucesivamente.
«¿Qué irá a decirle?», pensó Enrique, no menos asombrado que el duque de Alençon.
Como si hubiese adivinado el pensamiento de su esposo, Margarita volvióse hacia él:
—Señor —le dijo con encantadora sonrisa—, podéis reuniros con Su Majestad si queréis, porque el secreto que he revelado a mi hermano ya lo conocéis. Como os negasteis al ruego que a propósito de este secreto os hice ayer, no quisiera fatigar por segunda vez a Vuestra Majestad repitiendo ante sus oídos un deseo que le ha parecido desagradable.
—¿De qué se trata? —preguntó Francisco mirando a los dos con curiosidad.
—¡Ah! —exclamó Enrique enrojeciendo de despecho—. Ya sé lo que queréis decir, señora, y en verdad lamento no ser libre. Pero si no puedo dar al señor de La Mole una hospitalidad, puesto que la que le diera no habría de ofrecerle garantía, no puedo por menos de recomendar a mi hermano de Alençon a la persona por quien os interesáis. Quizás —agregó para reforzar aún más las palabras que acabamos de subrayar— mi hermano encuentre el medio de hacer que el señor de La Mole permanezca aquí, al lado vuestro…, que sería lo mejor, ¿no es cierto, señora?
«Entre los dos harán lo que ninguno es capaz de hacer solo, se dijo Margarita».
Después de haber dicho a Enrique: «A vos, señor, corresponde explicar a mi hermano la razón de nuestro interés por el señor de La Mole, abrió la puerta del gabinete a hizo salir al joven herido».
Enrique, cogido en la trampa, contó en dos palabras al duque de Alençon, semiprotestante para llevar la contraria, así como Enrique era semicatólico por conveniencia, la llegada de La Mole a París y de qué dramática manera fue herido el joven cuando le llevaba una importante carta del señor de Auriac.
Cuando el duque volvió la cabeza, La Mole, que había salido del gabinete, se hallaba de pie frente a él.
Francisco, al verlo tan bello y pálido, doblemente seductor por su belleza y por su palidez, sintió nacer una nueva zozobra en el fondo de su alma. Margarita le atacaba al mismo tiempo por el lado de los celos y del amor propio.
—Hermano —le dijo—, respondo de que este joven gentilhombre será útil a quien sepa emplearlo. Si lo aceptáis a vuestro servicio, tendrá en vos un amo poderoso y vos en él un devoto servidor. En estos tiempos es preciso seleccionar bien a quienes nos rodean, sobre todo —añadió bajando la voz de manera que sólo el duque de Alençon pudiese oírla— cuando se es ambicioso y se tiene la desgracia de ser el tercero de los príncipes de Francia.
Y Margarita se llevó un dedo a los labios como para indicarle que, aunque le daba esta muestra de franqueza, reservaba todavía una parte importante de su pensamiento.
—Además —continuó—, es posible que, contrariamente a lo que opina Enrique, no os parezca muy adecuado el que este joven habite tan cerca de mi alcoba.
—Hermana mía —replicó rápidamente Francisco—, si el señor de La Mole está conforme, se hallará instalado dentro de media hora en mi departamento, donde nada tendrá que temer. Si me profesa afecto, yo sabré corresponderle.
Mentía al decir esto, puesto que en el fondo detestaba ya a La Mole.
«Bien, bien…, no me había equivocado —pensó Margarita al ver arrugarse el entrecejo del rey de Navarra—. Ya veo que para sacar partido de ellos es necesario enfrentarles. —Luego, completando su pensamiento, añadió—: Vamos, vamos, ¡bien, Margarita!, como diría Enriqueta».
Media hora más tarde, en efecto, La Mole, eficazmente catequizado por Margarita, besaba la extremidad del vestido de la reina y subía, con bastante agilidad para estar herido, la escalera que conducía al departamento del duque de Alençon.
Transcurrieron dos o tres días durante los cuales pareció cada vez más consolidada la buena armonía entre Enrique y su esposa. El bearnés obtuvo la dispensa de no abjurar públicamente, pero hubo de renunciar a su religión ante el confesor del rey y todas las mañanas oía la misa que se celebraba en el Louvre. Por las noches se dirigía ostensiblemente hacia las habitaciones de su mujer, entraba por la puerta principal, conversaba con ella un rato y luego salía por la puerta secreta, subiendo a las habitaciones de la señora de Sauve, quien no dejó de participarle la visita que le hiciera Catalina y el peligro indudable que le amenazaba. Informado por ambos lados, Enrique desconfiaba cada vez más de la reina madre, con tanta mayor razón cuanto que el semblante de su suegra comenzaba insensiblemente a volverse amable. Una mañana, Enrique la vio hasta sonreír con complacencia. Este día, con gran disgusto, tuvo que decidirse a no comer más que huevos cocidos que él mismo se mandó preparar y a no beber otra cosa que no fuera el agua sacada del Sena en su presencia. La matanza continuaba, aunque había disminuido su frenesí. El número de hugonotes era ya muy pequeño; la mayor parte había muerto, muchos se escaparon y algunos estaban ocultos.
De vez en cuando se oía una gran algazara en algún barrio: tratábase de que se había descubierto a un hugonote. La ejecución podía ser entonces pública o privada, según que el infeliz se viese acorralado en un lugar sin salida o pudiese huir. En este último caso, el acontecimiento era festejado por todo el vecindario. Los católicos, en lugar de apaciguarse al ver desaparecer a sus enemigos, se volvían cada vez más feroces. Y mientras menos enemigos quedaban, más se encarnizaban contra sus desdichadas víctimas.
Carlos IX gozaba extraordinariamente cazando hugonotes, y luego, cuando no pudo hacerlo en persona, se deleitaba con las noticias de las cacerías efectuadas por los demás.
Un día, al volver de jugar al croquet, que, junto con el juego de pelota y la caza, era su deporte favorito, entró en la habitación de su madre con el semblante alegre y seguido de sus habituales cortesanos.
—Madre —dijo abrazando a la florentina, quien al ver su expresión jovial trataba de adivinar la causa—, traigo buenas noticias, ¡por mil demonios! ¿Sabéis una cosa? El ilustre esqueleto del señor almirante, que ya creíamos perdido, ha sido hallado.
—¡Ah! —exclamó Catalina.
—¡Sí, gracias a Dios! Habréis pensado como yo, seguramente, que los perros se habían dado un banquete con él, ¿verdad? Pero no fue así. Mi pueblo, mi buen pueblo, ha tenido la ocurrencia de colgarlo del garfio de Montfaucon.
Du haut en bas Gaspar on a jeté,
et puis de bas en haut on l’a monté[12]
—¿Y qué? —dijo Catalina.
—Mi buena madre —repuso Carlos IX—, siempre he tenido deseos, desde que murió, de ver de nuevo a ese buen hombre. Hace buen tiempo; hoy todo me parece recién florecido. El aire está lleno de vida y de perfumes. Me siento mejor que nunca. Si queréis, madre, montaremos a caballo a iremos a Montfaucon.
—Lo haría con mucho gusto, hijo mío —dijo Catalina—, si no tuviera una entrevista a la que no quiero faltar. Además, para visitar a una persona de la importancia del señor almirante es mejor convidar a toda la corte. Los espectadores tendrán oportunidad de hacer curiosas observaciones. Veremos quién viene y quién se queda.
—Tenéis razón, madre, lo dejaremos para mañana. Invitad, pues, por vuestra parte y yo haré lo mismo por la mía, o mejor dicho, no invitemos a nadie. Digamos solamente dónde nos proponemos ir, así cada uno hará lo que prefiera. Adiós, madre mía, voy a tocar el cuerno de caza.
—Abusáis de vuestras fuerzas, Carlos. Ambroise Paré os lo repite sin cesar y tiene razón: es un ejercicio demasiado fuerte para vos.
—¡Bah! ¡Bah! ¡Bah! —dijo Carlos—. Quisiera estar seguro de que no moriré de otra cosa. Enterraré a todos los de mi familia, incluso a Enrique, que deberá sucedernos algún día, según pretende Nostradamus.
Catalina frunció el ceño.
—Hijo mío —dijo—, desconfiad sobre todo de las cosas que os parecen más imposibles y, entre tanto, cuidaos.
—Tocaré solamente dos o tres aires de caza para entretener a mis perros, que se mueren de fastidio los pobres. Debí soltarlos contra los hugonotes. Acaso se hubieran divertido.
Y Carlos IX salió de la habitación de su madre, entró en su sala de armas, descolgó un cuerno de caza y se puso a soplar con un vigor que hubiera honrado al propio Rolando. Resultaba imposible comprender cómo de aquel cuerpo débil y enfermizo y de aquellos labios pálidos pudiese salir un soplido tan potente.
Catalina aguardaba en efecto a alguien, tal como se lo había dicho a su hijo. Un momento después de salir el rey, entró una de sus damas de honor y le habló en voz baja. La reina sonrió, se puso de pie, saludó a los cortesanos que la acompañaban y siguió a la mensajera.
El florentino Renato, el mismo a quien el rey de Navarra hiciera una acogida tan diplomática la noche de san Bartolomé, la aguardaba en el oratorio.
—¿Sois vos, Renato? —le dijo Catalina—. Os esperaba con impaciencia.
Renato hizo una reverencia.
—¿Recibisteis el mensaje que os escribí ayer?
—Tuve ese honor, señora.
—¿Habéis repetido, como os ordené, la prueba del horóscopo sacado por Ruggieri y que concuerda tan bien con la profecía de Nostradamus, según la cual reinarán mis tres hijos…? Las cosas se han modificado en estos últimos días, Renato, y pensé que era probable que el destino se mostrara menos amenazador.
—Señora —respondió Renato meneando la cabeza—, Vuestra Majestad no ignora que las cosas no modifican el destino, sino que, por el contrario, es este el que gobierna las cosas.
—Pero de todos modos ¿no habréis dejado de repetir el sacrificio?
—En absoluto; lo repetí, señora, porque mi primera obligación es obedeceros.
—¿Y cuál fue el resultado?
—El mismo de siempre, señora.
—¿Qué? ¿El cordero negro lanzó otra vez los tres gritos?
—Sí, señora.
—Anuncian tres crueles muertes en mi familia —murmuró Catalina.
—¡Ay! —respondió Renato.
—¿Y después?
—Después, señora, encontré en las entrañas del animal aquella rara disposición del hígado que notamos en los dos primeros y que se inclina en sentido inverso.
—Cambio de dinastía, siempre, siempre, siempre —murmuró Catalina entre dientes—. Sin embargo, es preciso luchar contra esto, Renato —añadió.
Renato movió la cabeza.
—Ya le dije a Vuestra Majestad que el destino es quien gobierna.
—¿Estás seguro?
—Sí, señora.
—¿Recuerdas el horóscopo de Juana de Albret?
—Sí, señora.
—Repítemelo, porque lo he olvidado.
—Vives Honorata —dijo Renato—, morieris reformidata, regina amplificabere.
—Que significa, según creo: «Vivirás con honores». ¡Y la pobre carecía de lo más necesario! «Morirás temida». Y nos hemos burlado de ella. «Serás más grande de lo que fuiste como reina». Y resulta que ha muerto y su grandeza reposa en una tumba sobre la cual nos olvidamos hasta de grabar su nombre.
—Señora, Vuestra Majestad traduce mal el vives Honorata. La reina de Navarra vivió con honores, en efecto, puesto que gozó del amor de sus hijos y del respeto de sus partidarios, sentimientos tanto más sinceros cuanto más pobre fue la que los inspiraba.
—Sí —dijo Catalina—, os concedo el «Vivirás con honores», pero ¿cómo explicáis el morieris reformidata?
—Nada más fácil: «Morirás temida».
—¿Y es que acaso murió así?
—Tan temida, señora, que no hubiese muerto si Vuestra Majestad no le hubiera tenido miedo. Por último: «Como reina lo engrandecerás o serás más grande de lo que fuiste como reina», es también la verdad, señora, porque en lugar de su perecedera corona tiene quizá como reina y mártir la corona del Cielo; por otra parte, ¿quién puede saber qué reserva el porvenir a su dinastía sobre la tierra?
Catalina era supersticiosa en sumo grado.
Tal vez la atemorizó más la sangre fría del perfumista que la persistencia de los augurios. Y como para ella un mal paso no era más que una ocasión de salir audazmente del aprieto, dijo bruscamente al florentino, sin más transición que el silencioso trabajo de su mente:
—¿Han llegado perfumes de Italia?
—Sí, señora.
—Me enviaréis un cofrecito surtido.
—¿De cuáles?
—De los últimos, de aquellos…
Catalina se detuvo.
—¿De aquellos que agradaban tanto a la reina de Navarra? —preguntó Renato—. No necesito prepararlos, ¿verdad, señora? Vuestra Majestad posee ahora tanta habilidad como yo.
—¿Te parece? —dijo Catalina—. Lo importante es que den resultado.
—¿No tiene otra cosa que ordenarme Vuestra Majestad? —preguntó el perfumista.
—No, no —contestó Catalina pensativa—, creo que no. Si ocurriera alguna novedad en los sacrificios, avisadme. A propósito, dejemos los corderos y probemos con gallinas.
—¡Ay, señora! Mucho me temo que cambiando la víctima no podremos cambiar los presagios.
—Haced lo que os he dicho.
Renato saludó y salió.
Catalina permaneció un rato sentada, meditabunda. Luego se levantó y fue a su cuarto, donde la esperaban sus camareras, a las que anunció, para el día siguiente, la peregrinación a Montfaucon.
La noticia de semejante gira circuló aquella noche por el palacio y la ciudad. Las damas hicieron preparar sus más elegantes vestidos; los caballeros, sus armas y corceles de gala. Los comerciantes cerraron sus tiendas y talleres y el populacho dio muerte aquí y allá a algunos hugonotes reservados para cuando llegara la ocasión con el fin de ofrecer un acompañamiento digno al cadáver del almirante.
Hubo gran agitación durante toda la tarde.
La Mole había pasado el día más triste de su vida después de tres o cuatro que no fueron menos sombríos.
El duque de Alençon, cumpliendo los deseos de Margarita, lo había instalado en sus habitaciones, pero no volvió a verlo. Se sentía de repente como un pobre niño abandonado, privado de los tiernos y delicados cuidados de dos mujeres, en particular de una cuyo recuerdo invadía continuamente sus pensamientos. Es verdad que había tenido noticias suyas por intermedio del cirujano Ambroise Paré, que fue a verlo de su parte; pero tales noticias, transmitidas por un hombre de cincuenta años que ignoraba o fingía ignorar el interés que sentía La Mole por el menor detalle que se refiriera a Margarita, fueron incompletas e insuficientes. También es cierto que Guillonne fue a verlo una vez, en su propio nombre, por supuesto, para saber cómo seguía. Aquella visita hizo el efecto de un rayo de sol en una celda y La Mole se quedó como deslumbrado en espera de una segunda aparición que no volvió a presentarse, aun cuando habían transcurrido ya dos días desde la primera.
Por eso, en cuanto llegó a oídos del convaleciente la noticia de la espléndida reunión de toda la corte, transmitió al señor de Alençon su deseo de que le permitiera acompañarle.
El duque, sin averiguar siquiera si La Mole se hallaba en estado de soportar semejante fatiga, respondió solamente:
—¡Magnífico! ¡Que le den uno de mis caballos!
Esto era cuanto La Mole deseaba. Cuando el maestro Ambroise Paré fue a curarle como de costumbre, el herido le expuso la necesidad que tenía de montar a caballo y le rogó que le vendara cuidadosamente. Por lo demás, las dos heridas se habían cerrado y sólo la del hombro le hacía sufrir aún. Ambas presentaban un color rojizo como deben tenerlo las heridas que están en vías de cicatrizarse. El médico las cubrió con una tela adhesiva que se usaba mucho en aquella época para estos casos y aseguró a La Mole que nada le ocurriría siempre que evitara agitarse demasiado durante la excursión.
La Mole rebosaba júbilo. Sin contar cierta debilidad causada por la pérdida de sangre y un leve mareo consecuencia de esta, se sentía perfectamente. Además, Margarita participaría seguramente en la peregrinación y volvería a verla. Al pensar en el enorme bien que le hiciera la presencia de Guillonne, no podía dudar de la eficacia curativa que le reportaría la presencia de su amada.
Empleó, pues, una parte del dinero que había traído de su casa, en comprar el más hermoso jubón de raso blanco y la capa más ricamente bordada que pudo procurarle el sastre de moda, quien también se encargó de proveerlo de unas botas de cuero perfumado que se usaban en aquel entonces. Todo el ajuar le fue enviado por la mañana, sólo media hora más tarde del plazo convenido, de modo que no tuvo motivos de queja. Se vistió rápidamente, contempló su figura en un espejo, encontrándose tan bien vestido, peinado y perfumado, como para estar satisfecho de sí mismo. Dio unas rápidas vueltas por su habitación convenciéndose de que, salvo algunos dolores bastante agudos, el bienestar moral podría acallar las incomodidades físicas.
Una capa de color cereza, de su invención, y cortada algo más larga de lo que se estilaba entonces, le sentaba particularmente bien.
Mientras se desarrollaba esta escena en el Louvre, otra del mismo género tenía lugar en el palacio de Guisa. Un gentilhombre de elevada estatura y cabellos rojizos examinaba frente al espejo una cicatriz encarnada que le atravesaba desagradablemente el rostro. Peinaba y perfumaba sus bigotes; tras esto extendió sobre la malhadada herida, que se obstinaba en reaparecer, todos los cosméticos conocidos a la sazón.
La cubrió con una triple capa de blanco y bermellón, pero, como su aplicación le pareciera insuficiente, ocurriósele una idea: el ardiente sol del mes de agosto incendiaba el patio con sus rayos; descendió, pues, al patio y quitándose el sombrero cerró los ojos y echó hacia atrás la cabeza. Así se estuvo paseando durante diez minutos, expuesto voluntariamente a esta abrasadora llama que caía a torrentes del cielo.
Al cabo de los diez minutos, y gracias a una insolación de primer orden, el caballero tenía el rostro tan encendido que ya la cicatriz desentonaba pareciendo amarilla en comparación al resto de la cara. Nuestro amigo no parecía por eso menos satisfecho de aquella especie de arco iris que trató de armonizar lo mejor que pudo con el resto de la cara mediante una capa de bermellón. Después se vistió con un magnífico traje que un sastre había llevado a su habitación sin que él lo pidiera. Así adornado, perfumado y armado de pies a cabeza, descendió por segunda vez al patio y se puso a acariciar a un gran caballo negro cuya hermosura no hubiera tenido igual a no ser por una ligera cicatriz que, semejante a la de su amo, le había hecho, en una de las últimas batallas civiles, el sable de un reitre.
Tan satisfecho de su caballo como de sí mismo, el caballero, que nuestros lectores habrán reconocido sin duda, montó un cuarto de hora antes que nadie y atronó el patio del palacio de Guisa con los relinchos de su corcel, a los que respondía con «Voto al diablo» pronunciados en todos los tonos, a medida que lo dominaba. Al cabo de un momento, el caballo, completamente domado, dio muestras, por su docilidad y obediencia, de reconocer el legítimo dominio de su jinete. Pero la victoria (y esto era quizá lo que pretendía nuestro caballero) no se obtuvo sin ruido, el cual hizo salir a la ventana a una dama que sonrió con mucha amabilidad y a quien nuestro domador saludó respetuosamente.
Cinco minutos después, la señora de Nevers preguntó a su mayordomo:
—¿Han servido un buen almuerzo al señor conde Annibal de Coconnas?
—Sí, señora —respondió el mayordomo—. Y esta mañana ha comido con más apetito que de costumbre.
—Está bien —dijo la duquesa.
Y volviéndose hacia su primer gentilhombre:
—Señor de Arguzon —dijo—, vamos al Louvre y no descuidéis por favor al conde Annibal de Coconnas, pues todavía se encuentra débil a causa de sus heridas y no quisiera por nada del mundo que le ocurriese alguna desgracia; haría reír a los hugonotes, que le guardan rencor desde la venturosa noche de san Bartolomé.
Y montando a caballo, la señora de Nevers se dirigió radiante de felicidad hacia el Louvre, punto general de reunión.
Eran las dos de la tarde cuando una fila de jinetes, resplandecientes de oro, alhajas y lujosos vestidos, apareció por la calle de Saint-Denis y desembocó por la esquina del cementerio de los Inocentes, avanzando bajo el sol entre las dos filas de casas sombrías como un inmenso reptil de resplandecientes anillos.