Capítulo XXII

SIRE —dijo Renato—, vengo a hablaros de una cosa que me preocupa hace tiempo.

—¿De perfumes? —preguntó sonriendo Enrique.

—¡Pues sí… de perfumes! —respondió Renato con un singular gesto de asentimiento.

—Hablad, os escucho —dijo Enrique—; es un tema que siempre me ha interesado.

Renato le miró tratando de leer, pese a sus palabras, en su mente impenetrable; pero viendo que era empresa inútil continuó:

—Acaba de llegar de Florencia, Sire, un amigo mío que se dedica a la astrología.

—Sí —interrumpió Enrique—, ya sé que es una pasión florentina.

—Junto con los primeros sabios del mundo ha hecho el horóscopo de los principales señores de Europa.

—¡Ah! ¡Ah! —dijo Enrique.

—Y como la Casa de Borbón está a la cabeza de las más encumbradas, puesto que desciende del conde de Clermont, quinto hijo de San Luis, ya supondrá Vuestra Majestad que no le han olvidado.

Enrique escuchaba cada vez con mayor atención.

—¿Y recordáis ese horóscopo? —dijo el rey de Navarra con una sonrisa que pretendía ser indiferente.

—¡Oh! —respondió Renato moviendo la cabeza—. Vuestro horóscopo no es de los que se olvidan.

—¿De veras? —preguntó el rey con gesto irónico.

—Sí, señor; según ese horóscopo, Vuestra Majestad está llamado a cumplir uno de los más brillantes destinos.

Los ojos del joven príncipe se animaron con un brillo involuntario que se extinguió en seguida, dejando paso a la más completa indiferencia.

—Todos esos oráculos italianos son halagadores —dijo Enrique— y quien dice halagador dice embustero. ¿No hubo acaso algunos que me predijeron que mandaría ejércitos?

Y se echó a reír. Pero un observador menos ocupado de sí mismo que Renato hubiera reconocido que tal risa era forzada.

—Sire —repuso fríamente Renato—, el horóscopo anuncia algo mejor.

—¿Dice que a la cabeza de esos ejércitos ganaré batallas?

—Mejor todavía, señor.

—Entonces —dijo Enrique—, dirá que voy a ser conquistador.

—Sire, vos seréis rey.

—¡Vaya! ¡Por Dios! —exclamó Enrique, reprimiendo los viejos latidos de su corazón—. ¿Acaso no lo soy ya?

—Sire, mi amigo sabe lo que se dice; no sólo seréis rey, sino que reinaréis.

—Entonces —siguió Enrique con su mismo tono burlón— vuestro amigo necesita diez escudos de oro, ¿no es cierto?; puesto que semejante profecía es bastante ambiciosa, sobre todo en estos tiempos. Pero como no soy rico, le daré a vuestro amigo cinco ahora y el resto cuando la profecía se haya cumplido.

—Sire —dijo la señora de Sauve—, no os olvidéis de que os comprometisteis con Dariole y no hagáis demasiadas promesas.

—Señora —contestó Enrique—, espero que cuando llegue el momento me tratarán como rey y todos estarán muy satisfechos si cumplo solamente la mitad de lo que he prometido.

—Continúo, señor —dijo Renato.

—¿Cómo? ¿Aún queda algo? Bueno, si soy emperador, daré el doble.

—Sire, mi amigo vino de Florencia con el horóscopo, que repetido en París volvió a dar el mismo resultado, y me confió un secreto.

—¿Un secreto que interesa a Su Majestad? —preguntó ansiosamente Carlota.

—Yo así lo creo —dijo el florentino.

«Busca las palabras —pensó Enrique sin ayudar a Renato a salir del apuro—, parece que el asunto es difícil de decir».

—Hablad entonces —dijo la señora de Sauve—. ¿De qué se trata?

—Se trata —respondió el florentino, pesando una a una sus palabras— de todos esos rumores de envenenamiento que circulan hace tiempo por la corte.

Una leve dilatación de la nariz de Enrique fue el único indicio de su creciente atención ante el inesperado giro que tomaba la conversación.

—¿Y vuestro amigo el florentino —preguntó el rey— sabe algo acerca de esos envenenamientos?

—Sí, señor.

—¿Y cómo me confiáis un secreto que no os pertenece, sobre todo cuando es un secreto tan importante? —dijo Enrique en el tono más natural que pudo.

—Ese amigo tiene que pedir un consejo a Vuestra Majestad.

—¿A mí?

—¿Qué tiene eso de extraño, Sire? Recordad a aquel viejo soldado de Actio que, para resolver un pleito, pidió consejo a Augusto.

—Augusto era abogado, Renato, y yo no lo soy.

—Sire, cuando me confió mi amigo ese secreto, Vuestra Majestad era todavía el jefe del partido calvinista y el señor de Condé el segundo jefe.

—Continuad.

—Este amigo confiaba en que usaríais vuestra omnipotente influencia para que el príncipe de Condé no le fuese hostil.

—Explicadme eso, Renato, si queréis que os entienda —dijo Enrique sin manifestar la menor alteración en su fisonomía ni en su voz.

—Sire, Vuestra Majestad comprenderá a la primera palabra. Mi amigo conoce todos los detalles de la tentativa de envenenamiento llevada a cabo contra monseñor el príncipe de Condé.

—¿Han tratado de envenenar al príncipe de Condé? —preguntó Enrique con un asombro perfectamente simulado—. ¡Será posible! ¿Cuándo?

Renato miró fijamente al rey y respondió con estas palabras:

—Hace ocho días, Majestad.

—¿Algún enemigo? —interrogó el rey.

—Sí —respondió Renato—, un enemigo al que Vuestra Majestad conoce y que él conoce a Vuestra Majestad.

—En efecto —dijo Enrique—, creo haber oído hablar de eso, pero ignoro los detalles que quiere revelarme vuestro amigo; decídmelos.

—Pues bien, ofrecieron una manzana perfumada al príncipe de Condé. Su médico, que por suerte estaba allí cuando se la llevaron, la cogió de manos del mensajero y la olió para probar su aroma y sus virtudes.

Dos días después una hinchazón gangrenosa del rostro, un envenenamiento de la sangre, una llaga que le consumía la cara, fueron el precio de su lealtad y el resultado de su imprudencia.

—Desgraciadamente —respondió Enrique—, como soy ya medio católico, he perdido toda mi influencia sobre el señor de Condé; vuestro amigo hará mal en dirigirse a mí.

—Vuestra Majestad no sólo podía ser útil a mi amigo por su influencia sobre el señor de Condé, sino también sobre su hermano el príncipe de Porcian.

—¡Ah! —dijo Carlota—. ¿Sabéis, Renato, que vuestras historias dan bastante miedo? Solicitáis audiencia en mala ocasión. Es tarde y vuestra conversación es lúgubre. En realidad valen más vuestros perfumes.

Y Carlota alargó de nuevo la mano hacia la cajita de carmín.

—Señora —dijo Renato—, antes de probarla como vais a hacerlo, escuchad de qué artes se valen los malos para producir crueles efectos.

—Decididamente, Renato —dijo la baronesa—, estáis fúnebre esta noche.

Enrique frunció el ceño, pero comprendió que Renato se proponía llegar a un fin ignorado y resolvió sostener aquella conversación que despertaba en él tan dolorosos recuerdos.

—¿Y conocéis también los detalles del envenenamiento del príncipe de Porcian? —preguntó.

—Sí —dijo—, sabía que todas las noches dejaban una lamparita encendida junto a su lecho; envenenaron el aceite y murió asfixiado por las emanaciones.

Enrique sintió que se crispaban sus dedos, húmedos de sudor.

—Así, pues —murmuró—, ¿aquel a quien llamáis amigo vuestro no sólo conoce los detalles del envenenamiento, sino que también conoce a su autor?

—Sí, y por eso quisiera saber de vos si ejercéis sobre su hermano, el otro príncipe de Porcian, bastante influencia como para hacer que perdone al asesino.

—Por desgracia —respondió Enrique—, como soy todavía medio hugonote no tengo la menor influencia sobre el príncipe de Porcian: haría mal vuestro amigo dirigiéndose a mí. Os lo aseguro.

—¿Pero qué pensáis de los propósitos del señor Condé y del príncipe de Porcian?

—¿Cómo queréis que sepa cuáles son sus propósitos? Dios no me ha dado el privilegio de leer en los corazones.

—Vuestra Majestad puede interrogarse a sí mismo —dijo el florentino calmosamente—. ¿No hay en la vida de Vuestra Majestad algún suceso tan sombrío que pueda servir de ejemplo a la clemencia, tan doloroso que sea una piedra de toque para la generosidad?

Estas palabras fueron pronunciadas con tal acento que hasta la misma Carlota se estremeció; era una alusión tan directa, tan a las claras, que la joven hubo de volverse para ocultar su rubor y para, no tropezar con la mirada de Enrique.

Este hizo un supremo esfuerzo para dominarse; desarrugó su frente que durante las palabras del florentino se había cargado de amenazas, y trocando el noble dolor filial que le embargaba por una fingida meditación dijo:

—¿En mi vida? ¿Un acontecimiento triste?… No, Renato, no. Sólo recuerdo de mi juventud la locura y la despreocupación mezcladas con las más o menos crueles necesidades que imponen las exigencias de la naturaleza y la voluntad de Dios.

Renato se contuvo a su vez, dividiendo su atención entre Enrique y Carlota, como si quisiera excitar a uno y detener a la otra, pues la señora de Sauve había vuelto a ponerse frente al espejo para ocultar el disgusto que le producía aquella conversación y acababa de coger en sus manos la caja de carmín.

—Pero, en una palabra, Sire, si vos fuerais hermano del príncipe de Porcian o el hijo del príncipe de Condé y hubiesen envenenado a vuestro hermano o asesinado a vuestro padre…

Carlota dio un ligero grito y acercó de nuevo la pomada a sus labios.

Renato advirtió el movimiento, pero por esta vez no la detuvo con palabras ni con gestos sino que se limitó a exclamar:

—¡En nombre del Cielo, responded! Señor, si estuvierais en su lugar, ¿qué haríais?

Enrique se quedó pensativo, enjugó con mano temblorosa su frente, por la que rodaban algunas gotas de sudor frío, y levantándose majestuosamente respondió en medio del silencio que mantenía en suspenso la respiración de Renato y de Carlota:

—Si me hallara en su lugar y estuviese seguro de ser rey, es decir, de representar a Dios en la tierra, haría lo mismo que Dios: perdonaría.

—¡Señora —exclamó Renato arrancando la cajita de carmín de manos de la señora de Sauve—, entregadme esa caja!; veo que el mensajero se equivocó al traerla. Mañana os enviaré otra.