Capítulo III
OMO ya se lo hiciera notar el duque a los dos jóvenes, el más profundo silencio reinaba en el Louvre.
Margarita y la señora de Nevers habían ido a la calle Tizon. Coconnas y La Mole siguieron sus huellas. El rey Carlos y Enrique paseaban por la ciudad. El duque de Alençon permanecía en su cuarto en espera de los acontecimientos que le había anunciado la reina madre. Por último, Catalina se había acostado, y la señora de Sauve, sentada a su cabecera, leía ciertos cuentos italianos que le hacían mucha gracia a la buena reina.
Hacía mucho tiempo que Catalina no estaba de tan buen humor. Después de haber cenado con apetito acompañada de sus damas, tras consultar a su médico y de revisar las cuentas del día, había ordenado que se rezara una plegaria por el buen éxito de cierta importante empresa de la que, según dijo, dependía la felicidad de sus hijos. Era costumbre de Catalina y también costumbre en Florencia, la de hacer decir en ciertas circunstancias plegarias y misas cuyo objeto sólo Dios y ella sabían.
Por último, mandó llamar a Renato y eligió varias novedades entre sus papeles perfumados y rico surtido de cosméticos.
—Que vayan a enterarse —dijo Catalina— si mi hija la reina de Navarra está en su habitación, y si es así, que le rueguen que venga a hacerme compañía.
Salió el paje a quien fue dada esta orden y un instante después volvió en compañía de Guillonne.
—He llamado a la señora y no a la doncella —dijo la reina.
—Señora —dijo Guillonne—, he creído que debía venir en persona para manifestar a Vuestra Majestad que la reina de Navarra ha salido con su amiga la duquesa de Nevers…
—¡Ha salido a estas horas! —dijo Catalina, frunciendo el ceño—. ¿Dónde puede haber ido?
—A una sesión de alquimia —respondió Guillonne— que tendrá lugar en el palacio de Guisa, en el pabellón habitado por la señora de Nevers.
—¿Y cuándo volverá? —preguntó la reina madre.
—La sesión se prolongará hasta muy entrada la noche, de modo que es muy probable que Su Majestad se quede en casa de su amiga hasta mañana.
—¡Qué feliz es la reina de Navarra! —Murmuró Catalina—. Tiene amigas y es reina; lleva una corona, la llaman Vuestra Majestad y no tiene súbditos. ¡Dichosa ella!
Después de esta ocurrencia, que hizo sonreír interiormente a quienes la oyeron, añadió:
—Por lo demás, ya que ha salido, decidme: ¿cuándo salió?
—Hará una media hora, señora.
—Tanto mejor; retiraos.
Guillonne saludó y se fue.
—Continuad vuestra lectura, Carlota —dijo la reina.
La señora de Sauve prosiguió.
Al cabo de diez minutos, Catalina la interrumpió.
—¡Ah, a propósito! —dijo—. Que despidan a los guardias de la galería.
Era la señal que esperaba Maurevel.
Ejecutaron la orden de la reina madre y la señora de Sauve reanudó su lectura.
Llevaría leyendo aproximadamente un cuarto de hora sin interrupción, cuando un grito agudo, prolongado y terrible llegó hasta la alcoba regia y erizó los cabellos de los presentes.
Inmediatamente se oyó un pistoletazo.
—¿Qué es esto —dilo Catalina—, por qué no seguís leyendo, Carlota?
—¿No habéis oído, señora? —preguntó la joven palideciendo.
—¿El qué? —dijo Catalina.
—Ese grito.
—Y ese pistoletazo —añadió el capitán de guardia.
—¿Un grito y un pistoletazo? —dijo Catalina—. No he oído nada… Por lo demás, no es nada extraordinario en el Louvre oír un grito y un pistoletazo. Leed, leed, Carlota.
—Pero escuchad, señora —dijo esta, mientras el señor de Nancey permanecía de pie con la mano en la empuñadura de su espada, no atreviéndose a salir sin permiso de la reina—, escuchad, se oyen pasos e imprecaciones.
—¿Voy a informarme, señora? —dijo este último.
—En absoluto, señor, quedaos aquí —dijo Catalina incorporándose como para dar mayor fuerza a su orden—. ¿Quién me protegería en caso de peligro? Deben de ser algunos suizos borrachos que se estarán peleando.
La calma de la reina, en oposición al nerviosismo que dominaba a todos los presentes, producía un contraste tan notable, que la señora de Sauve, por muy tímida que fuese, clavó una mirada interrogadora sobre Catalina.
—¡Pero, señora —exclamó—, se diría que están matando a alguien!
—¿Y a quién queréis que maten?
—Pues al rey de Navarra, señora; el ruido procede del lado de sus habitaciones.
—¡No seas tonta! —murmuró la reina, cuyos labios, a pesar del dominio que ejercía sobre sí misma, comenzaban a temblar de un modo extraño como si estuviese orando entre dientes—. ¡La muy tonta ve en todas partes a su rey de Navarra!
—¡Dios mío, Dios mío! —dijo la señora de Sauve, dejándose caer en el sillón.
—Vaya, se acabó —dijo Catalina—. Capitán —añadió dirigiéndose al señor de Nancey—, espero que si hubo escándalo en el palacio, mañana castigaréis severamente a los culpables. Seguid vuestra lectura, Carlota.
Catalina cayó sobre su almohada y permaneció inmóvil. Quienes estaban presentes notaron que gruesas gotas de sudor corrían por su rostro.
La señora de Sauve obedeció la orden formal, pero sus ojos y su voz funcionaban maquinalmente. Su pensamiento errante la advertía que un peligro terrible amenazaba la cabeza de un ser querido. Después de algunos minutos de lucha, se hallaba tan oprimida entre la emoción y la etiqueta, que su voz dejó de ser inteligible, el libro cayó de sus manos, y se desmayó.
De pronto se oyó un ruido más fuerte. Un pesado y presuroso andar retumbó en el corredor y dos tiros hicieron vibrar los cristales. Catalina, asombrada de que aquella lucha se prolongase más de lo previsto, se levantó, rígida, pálida, con los ojos dilatados… En el momento en que el capitán de su guardia iba a salir, le detuvo, diciendo:
—Quédense todos aquí; yo misma iré a ver qué sucede.
He aquí lo que pasaba o, mejor dicho, lo que había pasado:
De Mouy había recibido por la mañana de manos de Orthon la llave enviada por Enrique. En el interior de esta llave, que estaba hueca, encontró un papel enrollado que pudo sacar gracias a una aguja.
En él leyó el santo y seña para entrar en el Louvre aquella noche.
Además, Orthon le había transmitido verbalmente las palabras de Enrique invitando a De Mouy para que fuera a verle al palacio a las diez.
A las nueve y media, De Mouy se hallaba cubierto con una armadura, cuya resistencia había tenido ocasión de probar más de una vez; abrochóse sobre ella un jubón de seda, ciñóse su espada, colocó sus pistolas en el cinto y cubrió todo con la famosa capa color cereza de La Mole.
Ya hemos visto cómo mucho antes de volver a su habitación, Enrique juzgó conveniente hacer una visita a Margarita y cómo llegó por la escalera secreta a tiempo de tropezar con La Mole en el dormitorio de su esposa y de ocupar su puesto en el comedor ante los ojos del rey.
Precisamente en aquel instante, y gracias al santo y seña enviado por Enrique, y sobre todo a la famosa capa color cereza, De Mouy entraba en el Louvre.
El joven subió directamente al aposento del rey de Navarra imitando lo mejor posible, como de costumbre, los andares de La Mole. En la antecámara encontró a Orthon, que le aguardaba.
—Señor De Mouy —le dijo el montañés—, el rey ha salido, pero me ordenó que os pasara a su alcoba y que os dijera que le esperaseis allí. Si tarda demasiado, ya sabéis que su cama está a vuestra disposición.
De Mouy entró sin pedir más explicaciones, puesto que lo que acababa de decirle Orthon era lo mismo que le habían dicho aquella misma mañana.
Para ganar tiempo, De Mouy cogió una pluma y, acercándose a un excelente mapa de Francia que colgaba de la pared, se puso a contar y a distribuir las etapas de París a Pau.
Aquella tarea le entretuvo un cuarto de hora, y una vez concluida, De Mouy no supo qué hacer.
Dio dos o tres vueltas por el cuarto, se frotó los ojos, bostezó, se sentó, se levantó y volvió a sentarse. Por fin, aprovechando la invitación de Enrique, excusado además por las leyes de familiaridad que regían entre los príncipes y sus servidores, puso sobre la mesilla de noche sus pistolas y una lamparilla, se tendió sobre el amplio lecho de oscuras colgaduras que decoraban el fondo de la habitación, colocó su espada desnuda a lo largo de su pierna y, seguro de no ser sorprendido, ya que un criado velaba en la pieza contigua, se dejó vencer por un pesado sueño. Sus ronquidos resonaron entre los pliegues del baldaquino[29]. De Mouy roncaba como un verdadero soldado y, en este terreno, hubiera podido rivalizar con el mismo rey de Navarra.
Fue entonces cuando seis hombres, espada en mano y puñal al cinto, se deslizaron silenciosamente por el corredor que se comunicaba con los aposentos de Catalina por una pequeña puerta y con los de Enrique por otra grande.
El que iba delante, además de su espada desnuda y de su puñal fuerte como un cuchillo de caza, llevaba sus fieles pistolas colgadas del cinturón con broches de plata. Este hombre era Maurevel.
Al llegar a la puerta de Enrique se detuvo.
—¿Os habéis asegurado bien de que los centinelas del corredor han desaparecido? —preguntó al que parecía mandar la pequeña tropa.
—Ni uno solo está en su puesto —respondió el teniente.
—Está bien —dijo Maurevel—. Ahora sólo nos queda averiguar una cosa, y es si el que buscamos está en su aposento.
—Pero —dijo el teniente cogiendo la mano que Maurevel apoyaba en el picaporte de la puerta—, mi capitán, esta habitación es la del rey de Navarra.
—¿Quién os dice lo contrario? —respondió Maurevel.
Los esbirros se miraron sorprendidos y el teniente dio un paso atrás.
—¡Eh! —dijo el teniente—. ¿Hay que detener a alguien a estas horas en el Louvre y en el departamento del rey de Navarra?
—¿Qué responderíais entonces —dijo Maurevel si os dijese que a quien vais a detener es al propio rey de Navarra?
—Diría, capitán, que el asunto es grave y que, sin una orden firmada de puño y letra por Carlos IX…
—Leed —dijo Maurevel.
Y sacando de su jubón la orden que le había entregado Catalina, se la dio al teniente.
—¿Estáis listo?
—Lo estoy.
—¿Y vosotros? —continuó Maurevel dirigiéndose a los otros cinco.
Los aludidos se inclinaron respetuosamente.
—Entonces, escuchadme, señores —dijo Maurevel—. He aquí el plan: dos de vosotros se quedarán en esta puerta, otros dos en la puerta de la alcoba y los dos restantes entrarán conmigo.
—¿Y después? —preguntó el teniente.
—Fijaos bien en esto: tenemos orden de impedir que el prisionero pida auxilio, grite o se resista; cualquier infracción de esta orden puede costarle la vida.
—Vamos, vamos, esto quiere decir que hay carta blanca —advirtió el teniente al hombre que había sido designado junto con él para llegar hasta la alcoba del rey.
—Del todo —dijo Maurevel.
—¡Pobre diablo de rey de Navarra! —dijo uno de los hombres—. Estaba escrito allá arriba que no escaparía.
—Y aquí abajo también —dijo Maurevel, cogiendo de manos del teniente la orden de Catalina guardándosela en su pecho.
Maurevel introdujo en la cerradura la llave que le entregara la reina madre y, dejando apostados dos hombres en la puerta exterior, tal y como había sido convenido, entró con los otros cuatro en la antecámara.
—¡Ah, ah! —dijo Maurevel al oír la ruidosa respiración del hombre que dormía, cuyos ronquidos llegaban hasta él—. Me parece que encontraremos aquí a quien buscamos.
Orthon, creyendo que llegaba su amo, se dirigió a su encuentro, hallándose ante cinco hombres armados que ocupaban la primera habitación.
Al ver el siniestro semblante de Maurevel, a quien llamaban «el asesino del rey», el fiel servidor retrocedió y, deteniéndose en la segunda puerta, preguntó:
—¿Quién sois? ¿Qué queréis?
—En nombre del rey —respondió Maurevel—, ¿dónde está tu amo?
—¿Mi amo?
—Sí, el rey de Navarra.
—El rey de Navarra no está en su habitación —dijo Orthon defendiendo como nunca la puerta—, de modo que no podéis entrar.
—¡Pretextos! ¡Mentiras! —gritó Maurevel—. ¡Vamos, atrás!… Los bearneses son testarudos; Orthon gruñó como un mastín de las montañas y dijo sin dejarse intimidar:
—No entraréis, el rey está ausente.
Y se aferraba a la puerta.
Maurevel hizo un gesto; los cuatro hombres se apoderaron del obstinado guardián, le arrancaron del picaporte al que se agarraba, y como abriera la boca para gritar, Maurevel le puso la mano sobre sus labios.
Orthon mordió furiosamente al asesino, que retiró la mano lanzando un grito sordo y golpeó con el pomo de su espada la cabeza del criado. Orthon se tambaleó y cayó gritando:
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!
Su voz se apagó; se había desmayado.
Los asesinos saltaron sobre su cuerpo; dos de ellos se quedaron de guardia en aquella segunda puerta y los otros dos entraron en el dormitorio guiados por Maurevel.
A la luz de la lamparilla que estaba encendida, distinguieron el lecho. Las cortinas estaban echadas.
—¡Oh! —dijo el teniente—. Me parece que ya no ronca.
—¡A él!
Al oír aquella voz, un grito ronco, que más parecía el rugido de león que acento humano, partió de detrás de las cortinas, que se abrieron con violencia, y un hombre, armado de una coraza y con la frente cubierta por uno de esos cascos que tapaban la cabeza hasta los ojos, apareció sentado en la cama con dos pistolas en las manos y la espada en las rodillas.
Apenas vio Maurevel su rostro reconoció a De Mouy; los cabellos se le erizaron, se puso horriblemente pálido, su boca se llenó de espuma y, como si estuviese ante un espectro, dio un paso atrás. El hombre de la coraza se levantó de pronto y avanzó un paso igual al que Maurevel había retrocedido, de suerte que el amenazado parecía amenazar y el asesino huir.
—¡Ah, bandido! —dijo De Mouy con voz sorda—. Vienes a matarme como mataste a mi padre.
Dos de los esbirros que habían entrado con Maurevel en la alcoba del rey fueron los únicos que oyeron estas atroces palabras; pero al mismo tiempo que fueron pronunciadas, la pistola apuntó a la altura de la frente de Maurevel. Este se puso de rodillas en el momento en que De Mouy apoyaba el dedo en el gatillo; salió la bala y uno de los hombres que estaba detrás y que con este movimiento había quedado al descubierto, cayó herido en el corazón. Maurevel respondió inmediatamente, pero la bala fue a estrellarse contra la coraza de De Mouy.
Entonces De Mouy, tomando impulso y midiendo la distancia, de un revés de su larga espada, hundió el cráneo del segundo esbirro y volviéndose a Maurevel cruzó la espada con la suya.
La lucha fue terrible, pero breve. A la cuarta estocada, Maurevel sintió en la garganta el frío del acero; lanzó un grito ahogado, cayó de espaldas y en su caída derribó la lamparilla. Todo quedó a oscuras.
De Mouy, aprovechándose de las tinieblas, vigoroso y ágil como un héroe de Homero, se lanzó agachando la cabeza hacia la antecámara. Atropelló a uno de los guardias, rechazó a otro, pasó como un relámpago entre los dos esbirros que custodiaban la puerta exterior, se libró de dos balazos y desde aquel momento pudo decirse que se había salvado, pues disponía aún de una pistola cargada, sin contar con la espada, que tan terribles golpes repartía.
De Mouy dudó un instante sobre lo que debía hacer: si refugiarse en el aposento del señor de Alençon, cuya puerta le pareció que acababa de abrirse, o si salir del Louvre. Se decidió por esto último; reanudó su carrera, saltó diez peldaños de una vez, llegó a la puerta, pronunció el santo y seña y la traspuso gritando:
—¡Id allá, que están matando por orden del rey!
Aprovechándose de la estupefacción que estas palabras, unidas al ruido de los pistoletazos, provocaron en los centinelas, salió a la carrera y desapareció por la calle de Coq sin haber recibido un rasguño.
En aquel mismo momento fue cuando Catalina, deteniendo al capitán de su guardia, le había dicho:
—Quedaos aquí, yo misma iré a ver qué es lo que sucede.
—Pero, señora —respondió el capitán—, el peligro que podría correr Vuestra Majestad me obliga absolutamente a seguiros.
—Quedaos, señor —dijo Catalina en un tono más imperioso todavía que la vez primera—: Quedaos. Hay en torno a los reyes una protección más poderosa que la espada del hombre.
El capitán obedeció.
Catalina cogió una vela, se calzó unas zapatillas de terciopelo, salió de su alcoba, llegó al corredor, donde aún se notaba el humo de los disparos, y avanzó fría e impasible hacia las habitaciones del rey de Navarra.
Todo se hallaba de nuevo en silencio.
Catalina llegó a la puerta, franqueó el umbral y vio en la antecámara a Orthon desmayado.
—¡Ah! —dijo—, este es el criado, más allá estará su amo.
Y pasó a la otra habitación.
Allí su pie tropezó con un cadáver; acercó la vela, se trataba del guardia que fue muerto de un golpe en la cabeza.
Tres pasos más allá y exhalando su último suspiro yacía el teniente herido por una bala.
Por último, junto al lecho, se hallaba un hombre con el rostro pálido como el de un muerto, perdiendo sangre por una doble herida. Tenía atravesado el cuello, a pesar de lo cual, apoyándose en sus manos crispadas, trataba de incorporarse.
Era Maurevel.
Un escalofrío hizo estremecerse a Catalina; vio la cama vacía, miró hacia todos los rincones de la habitación y buscó en vano, entre aquellos tres hombres que yacían en un charco de sangre, el cadáver que anhelaba.
Maurevel reconoció a Catalina; sus ojos se abrieron desmesuradamente a hizo un gesto desesperado.
—Decidme, ¿dónde está? —preguntó ella a media voz—. ¿Qué ha sido de él? ¿Le habéis dejado escapar, desdichado?
Maurevel intentó articular algunas palabras, pero únicamente salió de su garganta un soplo ininteligible; una espuma rojiza asomó a sus labios y el herido sacudió la cabeza en señal de impotencia y de dolor.
—¡Hablad de una vez! —gritó Catalina—. ¡Hablad, aunque sólo sea para decirme una palabra!
Maurevel mostró su herida y dejó escapar de nuevo algunos sonidos inarticulados, hizo un esfuerzo que dio como resultado un ronco estertor y se desmayó.
Catalina miró a su alrededor; se hallaba rodeada de cadáveres y de moribundos; la habitación parecía un mar de sangre y un silencio de muerte envolvía la escena.
Por una vez más dirigió la palabra a Maurevel sin que este diera señales de vida. Estaba mudo e inmóvil. Un papel asomaba por su jubón: era la orden de arresto firmada por el rey. Catalina la cogió guardándola en su pecho.
En aquel momento, la reina madre oyó un ligero ruido a su espalda; volvióse y vio de pie en la puerta al duque de Alençon, quien, atraído por el escándalo, se hallaba fascinado ante el espectáculo que se ofrecía a sus ojos.
—¿Vos aquí? —exclamó Catalina.
—Sí, señora, ¿qué es lo que pasa, Dios mío?
—Volved a vuestras habitaciones, Francisco; pronto sabréis lo que sucede.
Alençon no estaba tan ajeno de lo que había sucedido como creía Catalina.
Al resonar los primeros pasos en el corredor se puso en guardia. Al ver que entraban unos hombres en el departamento del rey de Navarra relacionó este hecho con las palabras que le dijera su madre, y adivinando lo que iba a ocurrir se felicitó de ver a un amigo tan peligroso destruido por una mano más fuerte que la suya.
Pronto las detonaciones y los pasos rápidos del fugitivo llamaron su atención y reconoció en el espacio luminoso proyectado por la abertura de la puerta de la escalera, y al tiempo de desaparecer, una capa roja que le era demasiado familiar.
—¡De Mouy! —exclamó—. ¡De Mouy en las habitaciones de mi cuñado el bearnés! Pero no; ¡es imposible! ¿Será acaso el señor de La Mole?
Sintióse inquieto. Recordó que aquel joven le había sido recomendado por la misma Margarita y, queriendo cerciorarse de si en efecto se trataba de él, subió rápidamente a la habitación de sus dos gentiles hombres. Estaba vacía, pero en un rincón encontró colgada la famosa capa color cereza. Sus dudas se disiparon; no se trataba de La Mole, sino de De Mouy.
Con la frente pálida, temblando ante la idea de que el hugonote pudiera ser descubierto y traicionara el secreto de la conspiración, se precipitó hacia la puerta de entrada del Louvre. Allí supo que el caballero de la capa cereza había escapado sano y salvo dando gritos de que en el interior del palacio estaban matando por orden del rey.
—«Se ha equivocado —se dijo Alençon—, es por orden expresa de la reina madre».
Y volviendo al teatro de los sucesos, encontró a Catalina vagando como una hiena entre los muertos.
Obedeciendo la indicación que le hizo su madre, el joven volvió a su cuarto, afectando calma y sumisión a pesar de las ideas tumultuosas que conturbaban su mente.
Catalina, desesperada al ver frustrada aquella nueva tentativa, llamó a su capitán de guardias, hizo retirar los cadáveres, ordenó que condujeran a Maurevel a su casa, ya que no estaba más que herido, y recomendó que no despertaran al rey.
—¡Oh! —murmuró al entrar en su aposento con la cabeza inclinada hacia el pecho—. ¡Por esta vez también se ha librado! Está visto que la mano de Dios protege a este hombre. ¡Reinará! ¡Reinará!
Antes de abrir la puerta de su alcoba se pasó la mano por la frente y adoptó una sonrisa falsa.
—¿Qué sucedía, señora? —preguntaron todos, menos la señora de Sauve, que se hallaba demasiado asustada para hacer preguntas.
—Nada —respondió Catalina—, sólo ruido y nada más.
—¡Oh! —exclamó de pronto la señora de Sauve, señalando con el dedo el paso de Catalina—. ¡Vuestra Majestad dice que no ha pasado nada y sus pies dejan una huella de sangre en la alfombra!