Capítulo VI

CUANDO Catalina creyó que ya todo había terminado en la alcoba del rey de Navarra, que ya habían sacado a los guardias muertos y que Maurevel había sido transportado a su casa, despidió a sus damas, pues ya era cerca de medianoche, y trató de dormir. Pero la sacudida había sido demasiado violenta y la decepción muy grande. Aquel Enrique, detestado, que escapaba continuamente a sus emboscadas casi siempre mortales, parecía estar protegido por alguna fuerza invisible que Catalina se obstinaba en llamar azar, aunque en el fondo de su corazón una voz le dijera que el verdadero nombre de semejante fuerza era el de destino. La idea de que el rumor de su nueva tentativa, al extenderse por el Louvre y fuera del Louvre, iba a dar a Enrique y a los hugonotes todavía mayor confianza en el porvenir, la exasperaba, y si en aquel momento el azar, contra el que con tan mala suerte luchaba, la hubiese puesto ante su enemigo, no cabe duda de que con aquel puñalito florentino que llevaba a la cintura hubiera roto el fatal influjo que tan favorable le era al rey de Navarra.

Las horas de la noche, tan lentas para quien espera y vela, dieron unas tras otras sin que Catalina lograra pegar ojo. Todo un mundo de nuevos proyectos cruzó, durante aquellas horas de la noche, por su mente poblada de visiones. Por fin, al amanecer, se levantó, se vistió sin ayuda de nadie y se dirigió a las habitaciones de Carlos IX.

Los centinelas, acostumbrados a verla entrar y salir a cualquier hora del día o de la noche en el departamento del rey, la dejaron pasar. Atravesó, pues, la antecámara y llegó hasta la sala de armas. Al llegar allí encontró a la nodriza de Carlos, que se hallaba despierta.

—¿Dónde está mi hijo? —dijo la reina.

—Ha prohibido terminantemente que se entre en su alcoba antes de las ocho, señora.

—Esa prohibición no reza conmigo, nodriza.

—Reza con todo el mundo, Majestad.

Catalina sonrió.

—Sí, ya sé —dijo la mujer— que nadie tiene aquí derecho a oponerse a los deseos de Vuestra Majestad. Le suplico, pues, que oiga el ruego de una pobre mujer y no siga adelante.

—Nodriza, es preciso que hable con mi hijo.

—Señora, no abriré la puerta como no sea con una orden formal de Vuestra Majestad.

—¡Abrid! —dijo Catalina—. ¡Os lo ordeno!

Al oír esta voz, más respetada y sobre todo más temida que la del mismo Carlos, la nodriza entregó la llave a Catalina, pero esta no la necesitaba. La reina madre sacó de su bolsillo la llave correspondiente y abrió con toda facilidad la puerta de la habitación de su hijo.

El cuarto estaba vacío y la cama de Carlos intacta. Su galgo Acteón, echado sobre una piel de oso que había a los pies de la cama, se levantó y vino a lamer las manos de marfil de Catalina.

—¡Ah! —dijo la reina—. ¿Ha salido? No importa; le esperaré.

Y se sentó, pensativa y sombría, junto a la ventana que daba al patio y desde la cual podía verse la entrada principal del Louvre.

Llevaba allí dos horas, inmóvil y pálida como una estatua de mármol, cuando vio entrar a un grupo de caballeros entre los que reconoció a Carlos y a Enrique de Navarra.

Entonces comprendió todo. Carlos, en lugar de discutir con ella a propósito de la detención de su cuñado, se lo había llevado consigo y le había salvado.

—¡Ciego, ciego, más que ciego! —murmuró.

Un instante después resonaron unos pasos en la habitación contigua, que era la sala de armas.

—Pero, señor —decía Enrique—, ahora que estamos de regreso en el Louvre decidme: ¿por qué me hicisteis salir y cuál es el favor que os tengo que agradecer?

—No, aún no —respondió Carlos riendo—. Quizá lo sepas algún día, pero por el momento es un misterio. Quiero que sepas solamente que por causa tuya tendré seguramente una enconada discusión con mi madre.

Al terminar estas palabras, Carlos descorrió un tapiz y se encontró frente a frente con Catalina.

Detrás de él y por encima de su hombro aparecía la cara pálida a inquieta del bearnés.

—¡Ah! ¿Estáis aquí, señora? —dijo Carlos IX frunciendo el ceño.

—Sí, hijo mío; tengo que hablaros.

—¿A mí?

—A vos solamente.

—Vamos, vamos —dijo Carlos volviéndose hacia su cuñado—, ya que no hay modo de librarse, cuanto antes será mejor.

—Os dejo, señor —dijo Enrique.

—Sí, sí, dejadnos —respondió Carlos—, y ya que eres católico ve a oír misa en mi nombre; yo me quedo al sermón.

Enrique saludó y salió.

—¡Pardiez, señora! —dijo tratando de tomar a broma el asunto—. Me esperáis para reñirme, ¿no es cierto? He cometido el sacrilegio de hacer fracasar vuestro pequeño proyecto. ¡Ja, ja! ¡Por los clavos de Cristo! No podía dejar arrestar y llevar a La Bastilla al hombre que acababa de salvarme la vida. Tampoco quería discutir con vos; soy un buen hijo. Y, además —agregó en voz baja—, el buen Dios castiga a los hijos que se pelean con su madre: sirva de ejemplo mi hermano Francisco II. Perdonadme, pues, y confesad que la broma tuvo su gracia.

—Señor —contestó Catalina—, Vuestra Majestad se engaña; no se trata de ninguna broma.

—¡Vaya, vaya! ¡Qué me lleve el diablo si no termináis por creer que sí lo es!

—Señor, por culpa vuestra se ha frustrado un plan que nos hubiera permitido hacer un importante descubrimiento.

—¡Bah!… ¡Un plan! ¿Qué puede importaros un plan frustrado a vos, madre mía? Discurriréis otros veinte, y en esos os prometo secundaros.

—Ahora, por mucho que me secundéis, será demasiado tarde, porque ya se ha enterado y estará en guardia.

—Veamos —dijo el rey—, acabemos de una vez. ¿Qué tenéis contra Enrique?

—Tengo que es un conspirador.

—Sí, ya comprendo, es vuestra eterna queja. Pero ¿acaso no conspira todo el mundo, mucho o poco, en esta encantadora residencia real que se llama el Louvre?

—Pero él conspira más que nadie y es tanto más peligroso cuanto que nadie sospecha de su persona.

—¡Ni que fuera el Lorenzino! —exclamó Carlos.

—Oídme —dijo Catalina ensombreciéndose al escuchar este nombre, que le recordaba uno de los episodios más sangrientos de la historia florentina—, hay un medio de probar que estoy por completo equivocada.

—¿Cuál es, madre mía?

—Preguntadle a Enrique quién estaba anoche en su habitación.

—¿Anoche… en su habitación?

—Sí, y si os lo dice…

—¿Qué?

—… Estoy dispuesta a reconocer que me he equivocado.

—Pero si fuera una mujer, no podríamos exigir…

—¿Una mujer? —Sí.

—¿Una mujer y ha matado a dos de vuestros guardias y ha herido mortalmente al señor de Maurevel?

—¡Oh! —dijo el rey—. Esto se pone serio. ¿Decís que ha corrido la sangre?

—Tres hombres quedaron tendidos en el suelo.

—¿Y dónde está el causante?

—Se escapó sano y salvo.

—¡Por Belcebú! —exclamó Carlos—. Sin duda es muy valiente y creo que tenéis razón, madre mía: quiero conocerle.

—Ya os he dicho que no sabréis cuál es su nombre, como no sea por Enrique.

—O por vos, madre. Ese hombre no habrá huido sin dejar algún rastro, sin que nadie haya visto algún detalle de su indumentaria.

—Tan sólo una capa color cereza muy elegante…

—¡Ah, una capa color cereza! —exclamó Carlos—. No conozco en la corte más que una que sea llamativa.

—¡Precisamente! —dijo Catalina.

—¿Y qué?

—¿Y qué? Esperadme aquí, hijo mío, voy a ver si mis órdenes han sido cumplidas.

Salió Catalina y Carlos quedóse solo paseando distraídamente de un extremo a otro de la habitación, silbando un aire de caza, una mano en el pecho y la otra colgando, de modo que cada vez que se paraba sentía sobre ella el cosquilleo de la lengua del galgo.

En cuanto a Enrique, había salido del cuarto de su cuñado sumamente inquieto. En lugar de seguir el camino de costumbre, subió por la escalerilla secreta que ya hemos mencionado más de una vez y que conducía al segundo piso. Apenas había subido cuatro peldaños cuando vio aparecer una sombra en el primer descansillo. Se detuvo, llevándose la mano al cinto. Pero, inmediatamente, distinguió el cuerpo de una mujer, y una encantadora voz cuyo timbre le era muy familiar le dijo mientras su dueña le cogía de la mano:

—¡Dios sea loado, señor! Estáis sano y salvo. Pasé mucho miedo por vos, pero sin duda Dios ha oído mis ruegos.

—¿Qué ha sucedido? —dijo Enrique.

—Lo sabréis al llegar a vuestra alcoba. No os inquietéis por Orthon; yo le recogí.

Y la joven siguió rápidamente escaleras abajo como si se hubiera cruzado por casualidad con Enrique.

—¡Qué extraño! —se dijo este—. ¿Qué habrá pasado? ¿Y qué será lo que le haya ocurrido a Orthon?

Por desgracia, la pregunta no podía llegar a oídos de la señora de Sauve, pues la señora de Sauve estaba ya bien lejos.

En lo alto de la escalera, Enrique vio de pronto aparecer otra sombra; pero esta vez se trataba de la de un hombre.

—Silencio —dijo la sombra.

—¡Ah! ¿Sois vos, Francisco?

—No me llaméis por mi nombre.

—¿Qué ha ocurrido?

—Entrad en vuestra alcoba y lo sabréis; luego deslizaos por el corredor, mirad bien a todos lados para convenceros de que nadie os espía y venid a mi cuarto; la puerta estará entornada.

Y desapareció por la escalera como esos fantasmas de teatro que desaparecen por una trampa.

—¡Por Dios! —murmuró el bearnés—. Continúa el enigma, pero ya que la solución está en mi cuarto, vayamos allá y nos enteraremos.

Enrique continuó su camino, no sin cierta emoción. Tenía sensibilidad y desde joven era supersticioso. Todo se reflejaba claramente en aquel alma de superficie lisa como un espejo, y cuanto acababa de oír presagiaba una desgracia.

Al llegar a la puerta de su departamento, escuchó. No se oía ningún ruido. Por lo demás, no había nada que temer, puesto que Carlota fue quien le había aconsejado que se dirigiera a su alcoba. Lanzó una rápida ojeada por la antecámara; estaba vacía, pero nada podía indicarle aún qué era lo que había sucedido.

—«Efectivamente —se dijo—, no está Orthon».

Y pasó a la otra pieza.

Allí se lo explicó todo.

A pesar de los cubos de agua que habían echado, inmensas manchas rojizas cubrían el suelo; un mueble estaba roto, las cortinas del lecho rasgadas a punta de espada, un espejo de Venecia hecho añicos por una bala y la huella de una mano sangrienta podía verse sobre la pared. Todo ello revelaba que aquella silenciosa alcoba había sido testigo de una lucha a muerte.

Enrique contempló con iracundos ojos los diferentes detalles, se pasó la mano por la frente húmeda de sudor y murmuró:

—¡Ah! Ahora comprendo el favor que me ha hecho el rey; han venido a asesinarme… Pero… ¿Y De Mouy? ¿Qué habrán hecho de De Mouy? ¡Ah, miserables! ¿Le habrán matado?

Tan ansioso estaba de saber lo ocurrido como el duque de Alençon de explicárselo. Enrique, después de echar una última mirada por la habitación, salió, llegó al corredor, se aseguró de que estaba desierto y, empujando la puerta entornada que cerró con cuidado tras de sí, se precipitó en el cuarto del duque de Alençon.

El duque le esperaba en la antecámara. Cogió rápidamente la mano de Enrique y, llevándose un dedo a los labios, le condujo hasta un gabinete en forma de torreón, completamente aislado y libre por lo tanto de toda tentativa de espionaje.

—¡Ah, hermano mío! —le dijo—. ¡Qué espantosa noche!

—¿Qué es lo que ha sucedido? —le preguntó Enrique.

—Quisieron arrestaros.

—¿A mí?

—Sí, a vos.

—¿Y con qué motivo?

—No lo sé. ¿Dónde estabais?

—El rey me llevó anoche a pasear en su compañía por la ciudad.

—Luego, él lo sabía —dijo Alençon—. Pero si vos no estabais, ¿quién era el que se hallaba allí?

—¿Había alguien en mi alcoba? —preguntó Enrique como si lo ignorase.

—Sí, un hombre. Cuando oí ruido me apresuré a socorreros, pero era ya demasiado tarde.

—¿Y detuvieron al hombre? —preguntó Enrique con ansiedad.

—No, se escapó después de haber herido gravemente a Maurevel y de matar a dos guardias.

—¡Bravo, De Mouy! —exclamó Enrique.

—¿Conque era De Mouy? —preguntó rápidamente Alençon.

Enrique comprendió que había cometido una falta.

—Al menos, lo presumo —contestó—, porque le había citado para ponerme de acuerdo con él respecto a vuestra huida y decirle que os había concedido todos mis derechos al trono de Navarra.

—Entonces, si se averigua esto —dijo Alençon palideciendo—, estamos perdidos.

—Y se sabrá, porque Maurevel no es mudó.

—Maurevel tiene atravesada la garganta por una estocada y he sabido por el cirujano que le atiende que antes de ocho días no podrá pronunciar una sola palabra.

—¡Ocho días! Es más de lo que necesita De Mouy para ponerse completamente a salvo.

—Además —dijo Alençon—, puede haber sido otro que no sea De Mouy.

—¿Vos lo creéis?

—Sí, el hombre desapareció a toda velocidad y no pudo verse más que su capa color cereza.

—En efecto —afirmó—, una capa color cereza es más propia de un galán que de un soldado. Nadie reconocería a De Mouy dentro de una capa de semejante color.

—Desde luego. Si se sospechase de alguien —insinuó Alençon—, sería más bien… —Y se detuvo.

—Del señor de La Mole —dijo Enrique.

—En efecto, puesto que yo mismo, que le vi huir, dudé un instante.

—¡Dudasteis! ¡Ya lo creo que pudo haber sido el señor de La Mole!

—¿Él no sabe nada? —preguntó Alençon.

—Nada absolutamente, o, por lo menos, nada de interés.

—Hermano mío —dijo el duque—, ahora sí que creo que era él.

—¡Diablo! —exclamó Enrique—. Si en efecto era él, se va a llevar un disgusto la reina, que tanto se interesa por su persona.

—¿Se interesa, decís? —le preguntó Alençon pasmado.

—Sin duda. ¿No recordáis, Francisco, que fue vuestra hermana quién os lo recomendó?

—Sí —dijo el duque con voz sorda—. Por eso quisiera favorecerle, y la prueba la tenéis en que, temiendo que su capa colorada le comprometiera, subí a su cuarto y la traje aquí.

—¡Oh! —exclamó Enrique—. Habéis sido doblemente prudente, y ahora no sólo apostaría, sino que juraría que era él.

—¿Ante la justicia, incluso?

—A fe mía que sí —respondió Enrique—. Habría ido a llevarme algún recado de parte de Margarita.

—Si estuviese seguro de que me apoyaríais con vuestro testimonio —dijo Alençon—, casi estaría dispuesto a acusarle.

—Si le acusáis —dijo Enrique—, ya comprenderéis, hermano mío, que no os desmentiré.

—Pero ¿y la reina? —preguntó Alençon.

—¡Ah! Es cierto.

—Será preciso conocer su opinión.

—Yo me encargo de ello.

—¡Pardiez, hermano! Haría mal en desmentirnos, pues el joven en cuestión se encontraría con una flamante reputación de valiente sin costarle muy caro, ya que la iba a adquirir a crédito. Es verdad que posiblemente cobrase al mismo tiempo el interés y el capital.

—¡Qué queréis! —dijo Enrique—. En este bajo mundo nada se consigue de balde.

Y despidiéndose con una sonrisa, asomó cautelosamente la cabeza por el corredor, y, al ver que no había nadie, se deslizó rápidamente y desapareció por la escalera secreta que conducía a las habitaciones de Margarita.

La reina de Navarra no estaba más tranquila que su esposo. La expedición nocturna dirigida contra ella y la duquesa de Nevers por el rey, el duque de Anjou, el duque de Guisa y Enrique de Navarra, a quien había reconocido, la inquietaba sobremanera. Sin duda no había ninguna prueba capaz de comprometerla, pues el portero, puesto en libertad por La Mole y Coconnas, afirmó que guardaría silencio. Pero cuatro señores de la alcurnia de los que aquellos dos simples gentiles hombres mantuvieron a raya no se habrían desviado de su camino por casualidad. Margarita regresó pues, cuando amanecía, luego de haber pasado el resto de la noche en casa de la señora de Nevers. Se acostó en seguida, pero no pudo dormir, ya que el menor ruido la sobresaltaba.

A pesar de su angustia, oyó que llamaban a la puerta secreta y, después de enviar a Guillonne para que se enterase de quién era, la mandó abrir.

Enrique se detuvo en el umbral de la puerta. Nada en él delataba al marido burlado, su habitual sonrisa vagaba por sus labios finos y ningún músculo de su rostro traicionaba las terribles emociones que acababa de experimentar.

Pareció interrogar con la vista a Margarita para saber si le permitía conversar a solas con ella. Margarita comprendió la mirada de su marido a hizo señas a Guillonne de que se alejara.

—Señora —dijo entonces Enrique—, sé cuán ligada estáis a vuestros amigos y por eso temo que no sea buena la noticia que os voy a dar.

—¿Qué sucede, señor? —preguntó Margarita.

—Que uno de nuestros más queridos servidores se halla en una situación muy comprometida.

—¿Quién?

—Nuestro buen conde de La Mole.

—¡El conde La Mole! ¿Y a causa de qué? —A causa de la aventura de anoche.

Margarita enrojeció, pese a su dominio sobre sí misma. Y haciendo un esfuerzo preguntó:

—¿De qué aventura?

—¿Cómo? —preguntó Enrique—. ¿No habéis oído todo el jaleo que se armó anoche en el Louvre? —No, señor.

—Os felicito —dijo Enrique con sencillez encantadora—; eso prueba que tenéis un sueño excelente.

—¿Qué pasó?

—Que nuestra buena madre dio orden al señor de Maurevel y a seis de sus guardias para que me arrestasen.

—¿A vos, señor? —Sí, a mí.

—¿Y por qué razón?

—¡Ah! ¿Quién puede saber las razones de un espíritu tan profundo como el de nuestra madre? Las respeto, pero las ignoro.

—¿Y vos no estabais en vuestras habitaciones?

—No, por pura casualidad, es cierto, pero no estaba. Lo habéis adivinado. Anoche me invitó el rey a que lo acompañase, pero si yo no estaba en mi cuarto, estaba en cambio otra persona.

—¿Quién era?

—Por lo visto, el conde La Mole.

—¡El conde La Mole! —exclamó Margarita asombrada.

—¡Y por Dios que estuvo valiente el pequeño provenzal! ¿Sabéis que hirió a Maurevel y que mató a dos de sus guardias? —¡Imposible!

—¿Cómo? ¿Dudáis de su valor, señora?

—No, digo que el señor de La Mole no podía estar en vuestro cuarto.

—¿Por qué?

—Pues porque… estaba en otra parte —replicó azorada Margarita.

—¡Ah! Si puede probarlo, eso es otra cosa; dirá dónde estuvo y asunto concluido.

—¿Dónde estuvo? —preguntó alarmada Margarita.

—Naturalmente. No terminará el día sin que sea detenido e interrogado. Y como por desgracia hay pruebas…

—¿Qué pruebas?

—El hombre que supo defenderse tan a la desesperada tenía una capa color cereza.

—Pero La Mole no es el único que tiene una capa de semejante color. Yo sé de otro…

—Y yo también. Pero ved lo que ocurrirá: si el señor de La Mole no era quien estaba en mi cuarto, tendrá que serlo otro, y este otro habrá de ser dueño de una capa igual a la suya. Ahora, ¿sabéis ya quién es este hombre? —¡Cielos!

—Ahí está la cuestión. Vuestra inquietud me demuestra que os dais cuenta de la dificultad. Conversemos, si os place, como dos personas que tratan del bien más codiciado del mundo…: un trono, el bien más precioso… de la vida. Si De Mouy es arrestado, ya podemos darnos por perdidos.

—Sí, comprendo.

—Mientras que el señor de La Mole no compromete a nadie, a no ser que le de por inventar alguna historia y empiece, por ejemplo, a decir que estuvo en compañía de algunas damas.

—Señor —dijo Margarita—, si tenéis algún temor respecto a eso, podéis estar tranquilo… Nada dirá…

—¿Cómo? —preguntó Enrique—. ¿No dirá nada aunque la muerte sea el precio de su silencio?

—Aunque así sea.

—¿Estáis segura?

—Os respondo de ello.

—Entonces más vale así —repuso Enrique levantándose.

—¿Os retiráis, señor? —preguntó ansiosamente Margarita.

—Sí, por cierto; esto es todo cuanto tenía que deciros.

—¿Y adónde vais?…

—A ver de qué manera podemos salir del mal paso en que ese demonio de hombre de la capa color cereza nos ha metido.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Pobre muchacho! —exclamó dolorosamente Margarita, retorciéndose las manos.

—Verdaderamente —dijo Enrique al marcharse—, este querido señor de La Mole es un excelente servidor.