Capítulo XVIII

DURANTE algún tiempo los dos jóvenes guardaron el secreto encerrado en su pecho, hasta que un día de mutuas expansiones, en que su único pensamiento asomó a sus labios, quedó sellada definitivamente su amistad con aquella prueba de absoluta confianza sin la cual no hubiera existido jamás.

Estaban perdidamente enamorados: uno de una princesa, otro de una reina.

Resultaba sobremanera desagradable para los dos amantes la enorme distancia que los separaba del objeto amado. Sin embargo, la esperanza es un sentimiento tan profundamente arraigado en el corazón del hombre que, pese a la locura de su fundamento, supieron conservarla.

Por lo demás, cada uno de ellos, a medida que recobraba la salud, cuidaba su aspecto exterior con más atención. Cualquier hombre, por muy indiferente que sea a los atractivos físicos, tiene en determinadas circunstancias conversaciones mudas con su espejo, signos de inteligencia, después de los cuales casi siempre se aparta de su confidente muy satisfecho de la entrevista. Nuestros dos jóvenes no eran de aquellos a quienes el espejo pudiera desilusionar. La Mole, delgado, pálido y elegante, poseía el encanto de la distinción; Coconnas, vigoroso, bien formado, tenía los atractivos de la fortaleza. Más aún, la enfermedad constituyó para él una ventaja: había adelgazado y empalidecido. La famosa cicatriz que tanto le diera que hacer por su semejanza con un arco iris había desaparecido, anunciando probablemente, como el fenómeno postdiluviano, una larga serie de días hermosos y de noches serenas.

Los dos heridos seguían siendo objeto de las más delicadas atenciones: el día que pudieron levantarse halló cada cual una bata sobré el sillón más próximo a su cama; el día que pudieron vestirse, un traje completo. Además, en el bolsillo de cada jubón había una bolsa bien provista que aceptaron, por supuesto, con el propósito de devolverla a su debido tiempo al protector desconocido que velaba por ellos.

Este protector desconocido no podía ser de ningún modo el príncipe en cuya habitación se alojaban, porque no sólo no había subido nunca a verlos, sino que tampoco se había dignado interesarse por su estado.

Una vaga esperanza decía en secreto a cada corazón que el desconocido protector era la mujer amada.

Nada de extraño, pues, que los dos heridos esperaran con impaciencia el momento de salir a la calle. La Mole, más fuerte, y restablecido antes que su compañero, ya podía haberlo hecho; pero una especie de tácito acuerdo le ligaba a la suerte de su amigo. Habían convenido en consagrar su primera salida a hacer tres visitas.

La primera, al desconocido doctor cuyo milagroso brebaje mejoró tan notablemente el inflamado pecho de Coconnas.

La segunda, a la posada del difunto maese La Hurière, donde habían dejado las maletas y los caballos.

La tercera, al florentino Renato, el cual, uniendo a su título de perfumista el de mago, vendía no sólo cosméticos y venenos, sino que componía filtros y pronunciaba oráculos.

Por fin, después de más de dos meses de convalecencia y de reclusión, llegó tan ansiado día.

Hemos dicho reclusión, porque es la palabra que conviene emplear, ya que en su impaciencia varias veces intentaron adelantar este día; un centinela apostado en la puerta les impidió el paso manifestándoles que no podían salir más que con el exeat[15] de Ambroise Paré.

Cuando el hábil cirujano hubo reconocido que los dos enfermos, si no del todo curados, se hallaban en vías de recuperar su salud, dio este exeat, y a eso de las dos de la tarde de uno de esos hermosos días de otoño con que París obsequia a veces a sus admirados habitantes que ya han hecho provisión de paciencia para pasar el invierno, los dos amigos, cogidos del brazo y sosteniéndose mutuamente, pusieron los pies fuera del Louvre.

La Mole, que había encontrado con gran alegría sobre un sillón la famosa capa color cereza que doblara con tanto cuidado antes del duelo, se había constituido en guía de Coconnas, mientras este se dejaba llevar sin resistencia y hasta sin reflexionar. Sabía que su amigo le conduciría hasta la casa del desconocido doctor cuya poción, sin patentar aún, le había curado en una sola noche, en tanto que todas las drogas de Ambroise Paré le habían estado matando lentamente. Hizo dos partes del dinero de su bolsa, es decir, de las doscientas libras, y destinó cien para recompensar al Esculapio anónimo, a quien debía su curación. Coconnas no temía la muerte, pero estaba muy satisfecho de vivir, y, como puede verse, se disponía a recompensar generosamente a su salvador.

La Mole se encaminó por la calle de Astruce, luego por la de Saint-Honoré y la de Prouvelles y pronto llegó a la plaza des Halles. Cerca de la antigua fuente, en el lugar que hoy se llama Carreau des Halles, se elevaba una construcción octogonal de mampostería coronada por una torre de madera que terminaba en un tejado puntiagudo, sobre el cual giraba rechinando una veleta. Esta torre de madera tenía ocho huecos atravesados, de modo semejante a como atraviesa los escudos de armas el fasce heráldico[16], por una especie de rueda de madera que se abría por la mitad con el fin de apresar entre sus radios la cabeza y las manos del condenado o de los condenados que eran expuestos en uno o en varios de los huecos.

Esta extraña construcción, sin semejanza alguna con los edificios que la rodeaban, se llamaba la picota.

Una casa informe, jorobada, vieja, tuerta y coja, con el techo manchado de musgo, como la piel de un leproso, había brotado semejante a un hongo al pie de esta especie de torre.

Era la casa del verdugo.

Un hombre estaba expuesto al público y sacaba la lengua a los transeúntes; era uno de los ladrones que ejercían su oficio junto a la horca de Montfaucon y que, por casualidad, fue cogido en el ejercicio de su función.

Coconnas creyó que su amigo le llevaba para que presenciase tan curioso espectáculo y se mezcló a la turba de aficionados que respondía a las muecas del reo con gritos y silbidos.

Como era cruel por naturaleza, la escena le divirtió mucho, aunque hubiera preferido que en vez de gritos y silbidos arrojaran piedras al insolente ladrón, que se atrevía a sacar la lengua a los nobles señores que le hacían el honor de visitarle.

Cuando la torre giró sobre su base para que otra parte de la plaza pudiera gozar de la vista del condenado y la multitud siguió el movimiento de aquella, Coconnas quiso hacer lo mismo, pero La Mole le detuvo diciéndole en voz baja:

—No hemos venido aquí para ver semejante cosa.

—¿A qué hemos venido entonces?

—Ya lo verás —respondió La Mole.

Los dos amigos se tuteaban desde el día siguiente a la famosa noche en que Coconnas quiso dar una puñalada en el vientre al provenzal.

Y La Mole le condujo hasta una ventanita que tenía la casa contigua a la torre y en la que estaba asomado un hombre.

—¡Ah! ¿Sois vos, señores? —dijo el hombre, quitándose el gorro color sangre de toro y dejando al descubierto su cabeza, cuyos negros y espesos cabellos le caían hasta las cejas—. Sed bien venidos.

—¿Quién es este hombre? —preguntó Coconnas tratando de recordar, pues le parecía haber visto aquella cara durante la fiebre.

—Tu salvador, querido amigo —dijo La Mole—. El que lo llevó al Louvre aquella refrescante bebida que tanto bien te hizo.

—¡Oh! —exclamó Coconnas—. En ese caso, mi amigo…

Y le tendió la mano.

Pero el hombre, en lugar de corresponder a este gesto con otro parecido, se incorporó echándose hacia atrás para dejar entre él y los dos amigos sitio sobrado para su rotundo vientre.

—Señor —le dijo a Coconnas—, gracias por el honor que queréis hacerme, pero es probable que si supierais quién soy no me lo haríais.

—A fe mía —repuso Coconnas—, os juro que aunque fueseis el diablo os estaría muy agradecido porque, a no ser por vos, a estas horas sin duda estaría muerto.

—No soy precisamente el diablo —respondió el hombre del gorro colorado—. Aunque muchos preferirían a veces ver al diablo antes que verme a mí.

—¿Quién sois entonces? —preguntó Coconnas.

—Señor —respondió el hombre—, soy maese Caboche, verdugo del distrito de París…

—¡Ah! —exclamó Coconnas retirando su mano.

—¿Lo veis? —dijo maese Caboche.

—¡No! ¡Os daré la mano aunque el diablo me lleve! Dádmela.

—¿De verdad?

—Y muy apretada.

—Aquí está.

—Apretad más…, más aún… así.

Coconnas sacó del bolsillo el puñado de oro que tenía preparado para su médico anónimo y lo depositó en la mano del verdugo.

—Hubiera preferido vuestra mano sola —dijo maese Caboche moviendo la cabeza—, porque oro no me falta; en cambio hay muy pocas manos que estrechen la mía. Pero ¡qué importa! Que Dios os bendiga, caballero.

—Así pues, amigo —dijo Coconnas examinando con curiosidad al verdugo—, ¿sois vos quién da tormento, quién apalea, descuartiza, corta cabezas y rompe huesos? Tengo un gran placer en conoceros.

—Señor —dijo maese Caboche—, yo no me ocupo de todo eso personalmente. Así como vosotros los caballeros tenéis lacayos que hacen lo que no queréis hacer, yo tengo ayudantes que realizan los trabajos pesados y despachan a los pobres diablos. Sólo cuando se trata de algún gentilhombre como vos o vuestro compañero, por ejemplo, entonces es otra cosa, y es para mí un honor intervenir en todos los detalles de la ejecución, desde el primero hasta el último, es decir, desde el interrogatorio hasta la decapitación.

Coconnas sintió a pesar suyo que un escalofrío recorría sus venas, como si el cepo apresara sus piernas y el filo del hacha rozara su cuello. La Mole, sin darse cuenta de la causa, experimentó la misma sensación.

Pero el piamontés pudo vencer la emoción que le avergonzaba y se despidió de maese Caboche con una broma final:

—Pues bien —le dijo—, os cojo la palabra para cuando me llegue el turno de subir a la horca de Enguerrando de Marigny o al patíbulo del señor de Nemours. Seréis el único que me toque.

—Os lo prometo.

—Aquí tenéis mi mano en prueba de que acepto vuestra promesa.

Y tendió al verdugo una mano que este tocó tímidamente con la suya, aunque era bien visible su deseo de estrecharla.

A este simple contacto, Coconnas palideció ligeramente, aunque sin perder la sonrisa de sus labios, mientras que La Mole, bastante molesto y viendo que la muchedumbre se acercaba hacia ellos siguiendo el movimiento giratorio de la torrecilla, le tiró de la capa.

Coconnas, que sentía en su interior tantos deseos como su compañero de poner fin a esta escena en que por inclinación natural de su carácter había ido más allá de lo debido, saludó con la cabeza y se alejó.

—¡Vaya! —dijo La Mole cuando llegaron a la Cruz del Traidor—. Reconozco que aquí se respira mejor que en la plaza des Halles.

—Lo reconozco —declaró Coconnas—, pero no por eso estoy menos satisfecho de haber conocido a maese Caboche. Es bueno tener amigos en todas partes.

—Incluso en la posada de A la Belle Etoile —añadió La Mole riendo.

—¡Oh! Lo que es el pobre maese La Hurière —dijo Coconnas— está muerto y bien muerto. Vi la llama del arcabuz, oí el tiro, que resonó como si hubiese dado en la campana mayor de Nuestra Señora, y le dejé tendido en el arroyo manando sangre por la nariz y la boca. Suponiendo que sea un amigo, es un amigo que tenemos en el otro mundo.

Charlando de este modo entraron los dos jóvenes por la calle de l’Arbre-Sec y se encaminaron hacia el anuncio de A la Belle Etoile, que seguía balanceándose en el mismo sitio, presentando siempre al viajero su horno gastronómico y su apetitosa leyenda.

Coconnas y La Mole esperaban encontrar la casa entregada a la desesperación, la viuda de luto y los marmitones[17] con un crespón en el brazo; pero, con gran asombro suyo, la hallaron en plena actividad. La señora de La Hurière estaba rebosante de alegría, y los pinches más contentos que nunca.

—¡Oh, la infiel! —exclamó La Mole—. ¿Se habrá vuelto a casar?

Y dirigiéndose a la nueva Artemisa, dijo:

—Señora, somos dos gentiles hombres amigos de vuestro pobre marido. Dejamos aquí dos caballos y dos maletas que venimos a buscar.

—Caballeros —dijo la dueña de la casa después de intentar en vano reconocer sus rostros—, como no tengo el honor de conoceros, si no os parece mal voy a llamar a mi marido… Gregorio, llama a tu amo.

Gregorio pasó de la primera cocina, que era el pandemónium general, a la segunda, que era el laboratorio donde se confeccionaban los platos que maese La Hurière, en vida, juzgaba dignos de ser preparados por sus sabias manos.

—Que el diablo me lleve —murmuró Coconnas—, si no me da pena ver esta casa tan alegre cuando debía estar tan triste. ¡Pobre La Hurière!

—Quiso matarme —dijo La Mole—, pero le perdono de todo corazón.

Apenas había pronunciado estas palabras cuando apareció un hombre llevando una cacerola en cuyo fondo se doraban unas cebollas que removía con una cuchara de madera.

La Mole y Coconnas dieron un grito de sorpresa.

Al oírlo, el hombre levantó la cabeza y respondiendo con otro grito semejante, dejó caer la olla quedándose con la cuchara en la mano.

In nomine Patris —dijo el hombre agitando su cuchara a manera de hisopo—, et Filii, et Spiritus Sancti

—¡Maese La Hurière! —exclamaron los dos Jóvenes.

—¡Señores de Coconnas y de La Mole! —dijo La Hurière.

—¿No estabais muerto? —preguntó Coconnas.

—¿Estáis vivos? —dijo La Hurière.

—Sin embargo —prosiguió Coconnas—, os vi caer y oí el ruido de la bala que os rompió no sé qué cosa. Os dejé tendido en el arroyo perdiendo sangre por la nariz, la boca y hasta por los ojos.

—Todo eso es tan cierto como el Evangelio, señor. Pero el ruido que oísteis fue el de la bala al chocar contra mi casco, donde felizmente se estrelló; verdad es que el golpe no dejó de ser fuerte y la prueba —agregó La Hurière quitándose el gorro y mostrando su cabeza pelada como una rodilla— aquí la tenéis: no me ha quedado ni un solo pelo.

Los dos jóvenes se echaron a reír al ver aquella cabeza grotesca.

—¡Ah! ¿Os reís? —dijo el posadero un poco más tranquilo—. ¿No venís entonces con malas intenciones?

—Y vos, maese La Hurière, ¿os habéis curado de vuestras inclinaciones belicosas?

—Sí, por cierto; y ahora…

—¿Ahora qué?

—He hecho la promesa de no ocuparme de otro fuego que no sea el de mi cocina.

—¡Bravo! Eso es ser prudente —añadió el piamontés—. Y hablando de otra cosa, nosotros dejamos en vuestra cuadra dos caballos y en vuestras habitaciones dos maletas.

—¡Diablos! —dijo el posadero mientras se rascaba una oreja.

—¿Qué ocurre?

—¿Dos caballos, decís?

—Sí, en la cuadra.

—¿Y dos maletas?

—Sí, en las habitaciones.

—Es que… vosotros me creísteis muerto, ¿no?

—Exacto.

—Y sin embargo os equivocasteis… También pude equivocarme yo.

—¿Creyéndonos muertos? Es muy natural.

—¡Ah! Pero es el caso… que como moríais ab-intestato[18]… —continuó maese La Hurière.

—Sigue.

—Creí, y ahora veo que estaba equivocado…

—¿Qué creísteis? Acabad.

—Que os podía heredar.

—¡Ah! ¡Ah! —exclamaron los dos jóvenes.

—Pero no por eso estoy menos satisfecho de veros con vida…

—¿De modo que habéis vendido nuestros caballos? —dijo Coconnas.

—¡Ay de mí!

—¿Y nuestras maletas? —interrogó La Mole.

—¡Oh! ¡Las maletas, no! —exclamó La Hurière—. Solamente lo que había dentro de ellas.

—Dime La Mole —dijo Coconnas— ¿no lo parece que es un rematado pillo? Si le destripáramos…

Esta amenaza pareció surtir un gran efecto sobre La Hurière, que arriesgó estas palabras:

—Pero, señores, creo que podríamos arreglarnos.

—Oye —dijo La Mole—, yo soy quien tiene más motivo de queja contra ti.

—Es verdad, señor conde, porque me acuerdo que en un momento de locura tuve la audacia de amenazaros.

—Sí, con una bala que me pasó rozando la cabeza.

—¿Lo creéis así?

—Estoy seguro.

—Si estáis seguro, señor de La Mole —dijo La Hurière recogiendo su cacerola con aire inocente—, no seré yo, que soy vuestro humilde servidor, quien os desmienta.

—Por mi parte no te reclamo nada.

—¿Cómo, señor mío?

—A no ser…

—¡Ay, ay! —dijo La Hurière.

—Que me des de comer a mí y a mis amigos cada vez que venga.

—¡Cómo no! —gritó el posadero encantado—. Estoy a vuestras órdenes, señor conde, a vuestras órdenes.

—Entonces, ¿es cosa hecha?

—Y de todo corazón. Y vos, señor Coconnas —continuó el posadero—, ¿os adherís al convenio?

—Sí, pero, como mi amigo, con una pequeña condición.

—¿Cuál?

—Que devolváis al señor de La Mole los cincuenta escudos de oro que le debo y que os confié.

—¿A mí, señor? ¿Cuándo?

—Un cuarto de hora antes de que vendieseis mi caballo y mi maleta.

La Hurière hizo un gesto de resignación.

—¡Ah! ¡Ya comprendo! —dijo.

Y acercándose a un armario sacó uno tras otro los cincuenta escudos y se los entregó a La Mole.

—¡Está bien! —dijo el gentilhombre—. Servidnos una tortilla. Los cincuenta escudos serán para Gregorio.

—¡Oh! —exclamó La Hurière—. En verdad que tenéis un corazón de príncipe y podréis contar conmigo vivo o muerto.

—En ese caso —dijo Coconnas—, preparadnos la tortilla y no ahorréis manteca ni tocino.

Y mirando el reloj, agregó:

—A fe mía, La Mole, que tienes razón. Nos faltan todavía tres horas de espera y tanto da pasarlas aquí como en otra parte. Sin contar con que, si no me equivoco, estamos a mitad de camino del puente de Saint-Michel.

Los dos jóvenes volvieron a ocupar la mesa que en la piececita del fondo tenía la famosa noche del 24 de agosto de 1572, durante la cual Coconnas propuso a La Mole que se jugaran la primera querida que tuviesen.

Confesemos, para hacer honor a la moral de los dos caballeros, que ninguno de ellos tuvo ahora la idea de hacer a su compañero semejante proposición.