Capítulo X

AL salir del oratorio, donde acababa de contar a Enrique de Anjou todo lo ocurrido, Catalina encontró a Renato en su habitación.

Era la primera vez que se veían la reina y el astrólogo desde la visita que hizo Catalina a la tienda del puente de Saint-Michel.

Le había escrito la víspera y Renato traía personalmente la respuesta.

—¿Le habéis visto? —dijo la reina.

—Sí.

—¿Cómo sigue? —Un poco mejor.

—¿Puede hablar?

—No, la espada le atravesó la laringe.

—¡No os dije que en ese caso le hicierais escribir!

—Lo intenté; reunió todas sus fuerzas, pero su mano no pudo trazar más que dos letras casi ilegibles y luego se desmayó. Ha perdido mucha sangre por la herida de la yugular y se ha quedado muy débil.

—¿Visteis esas letras? —Helas aquí.

Renato sacó un papel del bolsillo y se lo entregó a Catalina, que lo desdobló ansiosamente.

—Una M y una 0… —dijo—. ¿Será realmente La Mole y toda esta comedia de Margarita el medio de desviar las sospechas?

—Señora —dijo Renato—, si me atreviera a emitir mi parecer en una cuestión en la que Vuestra Majestad parece vacilar, diría que creo al señor de La Mole demasiado enamorado para ocuparse seriamente de cuestiones políticas.

—¿De veras?

—Sí, y sobre todo, demasiado enamorado de la reina de Navarra para servir con fidelidad al rey, pues no hay verdadero amor sin celos.

—¿Creéis que está tan enamorado? —Estoy seguro.

—¿Ha recurrido a vos? —Sí.

—¿Os pidió algún filtro o brebaje?

—No. Nos limitamos a la figurita de cera.

—¿La que tiene el corazón atravesado?

—La misma.

—¿Existe todavía?

—Sí.

—¿Está en vuestra casa? —En mi casa está.

—Sería curioso —dijo Catalina— que esos procedimientos cabalísticos tuviesen realmente el efecto que se les atribuye.

—Vuestra Majestad puede saberlo mejor que yo.

—¿Ama la reina de Navarra al señor de La Mole?

—Le ama hasta el punto de perderse por él. Ayer le salvó de la muerte arriesgando su honor y su vida, ya veis, señora, y sin embargo, seguís dudando.

—¿Dudando? ¿De qué? —De la ciencia.

—Es que también la ciencia me ha traicionado —dijo Catalina mirando fijamente a Renato, quien sostuvo de forma admirable aquella mirada.

—¿En qué ocasión?

—¡Oh! Ya sabéis a lo que me refiero; a menos que sea el sabio y no la ciencia.

—No sé lo que queréis decir, señora —respondió el florentino.

—Renato, ¿han perdido su fragancia vuestros perfumes?

—No, señora, cuando los empleo yo; pero es posible que al pasar por manos ajenas… Catalina sonrió y meneó la cabeza.

—Vuestro carmín hace maravillas, Renato —dijo—, y la señora de Sauve tiene los labios más frescos y más rojos que nunca.

—No hay que felicitar por esto a mi pasta de carmín, señora, puesto que la baronesa de Sauve, usando del derecho que a ser caprichosa tiene toda mujer bonita, no ha vuelto a hablarme de ella, y yo, por mi parte, después de la recomendación que me hiciera Vuestra Majestad, creí mejor no enviársela. Los estuches están, pues, en mi casa tal como los dejasteis, excepto uno que ha desaparecido sin que se sepa quién lo ha cogido ni qué uso ha podido darle.

—Está bien, Renato —dijo Catalina—, quizá volvamos a hablar de esto más tarde; mientras tanto, hablemos de otra cosa.

—Os escucho, señora.

—¿Cómo se puede apreciar la duración probable de la vida de una persona?

—Hay que saber ante todo el día de su nacimiento, la edad que tiene y bajo qué signo vio la luz primera.

—¿Y qué más?

—Se precisa sangre suya y un mechón de sus cabellos.

—¿Me diréis la época probable de su muerte si os traigo sangre suya, un mechón de su pelo y si os digo bajo qué signo ha nacido, la edad y el día en que vino al mundo?

—Sí, aproximadamente.

—Perfecto. Ya tengo los cabellos, la sangre me la procuraré.

—¿Esa persona nació de día o de noche?

—Alas cinco y veintitrés minutos de la tarde.

—Estad mañana a las cinco en mi casa; la experiencia debe hacerse a la misma hora del nacimiento.

—De acuerdo; iremos.

Renato saludó y salió sin notar aparentemente la expresión iremos que indicaba que Catalina, contra su costumbre, no iría sola.

Al día siguiente, muy temprano, Catalina fue a la alcoba de su hijo Carlos. Había mandado preguntar por él a medianoche y le respondieron que Ambroise Paré se hallaba junto al rey, dispuesto a sangrarle en el caso de que continuara la misma agitación nerviosa.

Estremeciéndose todavía en sueños y blanco por la pérdida de sangre, Carlos dormía apoyado en el hombro de la nodriza, quien, sentada a la cabecera del lecho, llevaba tres horas sin cambiar de postura por no turbar el reposo de su querido niño.

De vez en cuando aparecía entre los labios del enfermo una ligera espuma, que la nodriza enjugaba en un fino pañuelo de batista bordado. Sobre la almohada había otro pañuelo con grandes manchas de sangre.

Catalina tuvo por un instante la idea de apoderarse de este pañuelo, pero pensó que aquella sangre mezclada con saliva no tendría quizá la misma eficacia. Preguntó a la nodriza si el médico no había sangrado a su hijo como anunciara, a lo que esta respondió que sí y que la sangría había sido tan abundante que Carlos se había desmayado dos veces.

La reina madre, que como todas las princesas de aquella época poseía algunas nociones de medicina, quiso ver la sangre; nada más fácil, pues el médico recomendó que se conservara para estudiar sus reacciones.

Estaba en una vasija, en el gabinete contiguo al dormitorio. Catalina fue a examinarla, llenando de paso un frasquito que traía a propósito. A poco volvió, ocultándose las manos en los bolsillos, pues las puntas de sus dedos hubieran delatado la profanación que acababa de cometer.

En el momento en que pisaba el umbral de la alcoba, Carlos abrió los ojos y advirtió la presencia de su madre. Recordando entonces, como después de un sueño, todas sus ideas rencorosas, dijo:

—¡Ah! ¿Sois vos, señora? Pues bien, anunciad a vuestro hijo predilecto, a vuestro querido Enrique de Anjou, que será mañana.

—Mi querido Carlos —dijo Catalina—, será cuando queráis. Tranquilizaos y dormid.

Como si hubiera cedido a este consejo, Carlos cerró efectivamente los ojos. Catalina, que le había dicho aquellas palabras como quien consuela a un niño o a un enfermo, salió de la habitación. En cuanto Carlos oyó cerrar la puerta se incorporó en la cama y con una voz ahogada por los accesos que todavía sufría gritó:

—¡Mi canciller! ¡Los sellos! ¡La corte!… ¡Que me traigan todo!

La nodriza colocó tiernamente la cabeza del rey donde estaba y trató de cantarle algo, como cuando era niño, para que se durmiera.

—No, no, nodriza, no dormiré más. Llamad a mi gente; quiero trabajar esta mañana.

Cuando Carlos hablaba así era preciso obedecer.

Hasta la misma nodriza, pese a los privilegios que le otorgaba el rey, no hubiera osado oponerse a sus órdenes. Se hizo venir a quienes el rey llamaba, y la ceremonia, ya que no para el día siguiente, fue fijada para cinco días después.

Mientras tanto, a la hora convenida, es decir, a las cinco, la reina madre y el duque de Anjou se dirigieron a casa de Renato, que ya les esperaba y había preparado todo lo necesario para la misteriosa consulta.

En la habitación de la derecha, es decir, en la destinada a los sacrificios, enrojecía sobre un brasero encendido una hoja de acero destinada a revelar por los caprichosos arabescos que se dibujaran sobre ella el destino de la persona cuyo oráculo se hacía. Encima del altar estaba preparado el libro de la suerte, y durante la noche, que había sido muy clara, Renato había podido estudiar la marcha y la posición de las constelaciones.

Enrique de Anjou fue el primero en entrar; llevaba peluca, y mientras una careta cubría su rostro, una gran capa disimulaba su figura.

Su madre llegó en seguida, y a no ser porque ya sabía que su hijo la aguardaba allí, no hubiera podido reconocerle. Catalina se quitó el antifaz, pero el duque de Anjou permaneció enmascarado.

—¿Hicisteis anoche las observaciones? —preguntó Catalina.

—Sí, señora, y la respuesta de los astros ya me ha permitido conocer el pasado. La persona que me consultáis tiene, como todas las nacidas bajo el signo de Cáncer, el corazón ardiente y un orgullo sin igual. Es poderoso, ha vivido cerca de un cuarto de siglo y hasta ahora le deparó el Cielo gloria y riqueza. ¿Es cierto esto, señora?

—Tal vez —dijo Catalina.

—¿Tenéis los cabellos y la sangre?

—Aquí están.

Catalina entregó al nigromante un rizo de cabellos de un rubio leonado y un frasquito de sangre.

Renato cogió la botella, la sacudió para mezclar bien la fibrina con la serosidad y dejó caer sobre el enrojecido acero una gota de aquella sangre, que hirvió inmediatamente y se extendió formando fantásticos dibujos.

—¡Oh, señora! —exclamó Renato—. Le veo retorcerse víctima de atroces dolores. ¿Oís cómo gime y pide auxilio? ¿Veis como todo se vuelve sangre en torno suyo? ¿Veis, en fin, cómo junto a su lecho de muerte se libran grandes combates? Mirad, aquí están las lanzas, aquellas son las espadas.

—¿Y esto durará mucho? —preguntó Catalina, presa de una indecible emoción y sujetando la mano de Enrique de Anjou, que, muerto de curiosidad, se inclinaba sobre el brasero.

Renato se acercó al altar y dijo una frase cabalística con tal convicción y ardor, que se le hincharon las venas de sus sienes y su cuerpo se agitó en convulsiones y estremecimientos nerviosos, como los que sufrían las antiguas pitonisas en el trípode y que se prolongaban hasta su lecho de muerte.

Por fin se levantó y dijo que todo estaba dispuesto; cogió con una mano el frasco de sangre lleno aún en sus tres cuartas partes y con la otra el mechón de pelo. Luego, indicando a Catalina que abriera el libro al azar y se fijara en lo primero que vieran sus ojos, vertió sobre la lámina de acero el resto de la sangre y arrojó en el brasero todos los cabellos pronunciando al mismo tiempo unas palabras cabalísticas en hebreo que ni él mismo comprendía.

El duque de Anjou y Catalina vieron inmediatamente que sobre la lámina de acero se extendía una figura blanca que parecía un cadáver envuelto en su sudario.

Otra figura que semejaba la de una mujer se inclinaba sobre la primera.

Simultáneamente ardieron los cabellos produciendo una sola llamarada, luminosa, rápida y puntiaguda como una lengua.

—¡Un año! —exclamó Renato—. Transcurrido apenas un año, ese hombre habrá muerto y sólo una mujer le llorará. Pero no, más allá, al extremo de la hoja hay otra mujer que parece tener un niño en brazos.

Catalina miró a su hijo y, a pesar de ser madre, pareció preguntarle quiénes podrían ser aquellas mujeres. En cuanto Renato concluyó de interpretar los signos, la lámina de acero volvióse blanca. Todo se había borrado gradualmente.

Catalina abrió entonces el libro al azar y leyó, con una voz cuya alteración no pudo disimular a pesar de su empeño, el siguiente párrafo: «Así pereció aquel a quien temían; muy pronto, demasiado pronto, por falta de prudencia».

Un profundo silencio reinó durante algún tiempo alrededor del brasero.

—Y para aquel que tú sabes —preguntó Catalina—, ¿cuáles son los signos de este mes?

—Florecientes como siempre, señora. A menos que alguien pueda vencer al destino en una lucha titánica, el porvenir pertenece sin duda a ese hombre. No obstante…

—No obstante, ¿qué?

—Una de las estrellas que componen su pléyade permaneció durante mis observaciones cubierta por una nube negra.

—¡Ah! —exclamó Catalina—. ¡Una nube negra!… ¿Habrá entonces alguna esperanza?

—¿De quién habláis, señora? —preguntó el duque de Anjou.

Catalina llevó a su hijo lejos del resplandor del brasero y le habló en voz baja.

Durante este tiempo, Renato se arrodilló, y a la luz de la llama, vertiendo en su mano la última gota de sangre que había quedado en el frasco, dijo:

—¡Extraña contradicción que prueba cuán poco sólidos son los testimonios simples que practican los hombres vulgares! Para cualquier otro, para un médico, para un sabio, para el mismo Ambroise Paré, esta es una sangre tan pura, tan fecunda, tan llena de ácidos y jugos animales que promete largos años de vida al cuerpo del que proviene y, sin embargo, todo este vigor debe desaparecer pronto y toda esta vida se extinguirá antes de que transcurra un año.

Catalina y Enrique de Anjou se hallaban vueltos hacia él y escuchando.

Los ojos del príncipe brillaban a través de su careta.

—¡Ah! —continuó Renato—. A los sabios corrientes sólo les pertenece el presente, mientras que a nosotros nos pertenecen el pasado y el porvenir.

—¿De modo que seguís creyendo que morirá dentro de un año? —preguntó Catalina.

—Tan cierto es lo que digo, como que los tres que estamos aquí yaceremos algún día en una fosa.

—Sin embargo, decíais que la sangre era pura y fecunda; ¿no opinabais antes que una sangre así prometía una larga existencia?

—Sí, si la cosas siguieran su curso natural. Pero es posible que un accidente…

—¡Ah! ¿Oís? —dijo Catalina a Enrique—. Un accidente…

—¡Ay de mí! —repuso este—. Razón de más para quedarme.

—¡Oh! No penséis en eso, es imposible.

—Gracias —dijo el joven, dirigiéndose hacia Renato y cambiando el timbre de su voz—, gracias; toma esta bolsa.

—Venid, conde —dijo Catalina, dando adrede a su hijo un título que alejara toda sospecha.

Dicho esto, se fueron.

—¡Ya veis, madre mía! —dijo Enrique—. ¡Un accidente!… Y si este accidente se produce, yo no estaré aquí, estaré a cuatrocientas leguas de vos.

—Cuatrocientas leguas se recorren en ocho días, hijo mío.

—Sí, pero quién sabe si aquellas gentes me dejarán volver. ¡Que no pueda quedarme, madre mía!

—¿Quién sabe —dijo Catalina— si el accidente a que se refiere Renato no es el que mantiene desde ayer al rey en su lecho de dolor? Escuchad; volved solo al palacio; yo voy a pasar por la puertecita del claustro de los Agustinos, allí me aguarda mi séquito. Marchaos, Enrique, y tratad de no irritar a vuestro hermano si vais a verle.