Capítulo XXV

COCONNAS no se había equivocado. La dama que detuvo al caballero de la capa color cereza era efectivamente la reina de Navarra, y el caballero en cuestión presumo que el lector ya habrá adivinado que no era otro que el valiente De Mouy.

Al reconocer a la reina de Navarra, el joven hugonote comprendió que se trataba de alguna confusión, pero, temiendo que un grito de Margarita lo traicionase, no se atrevió a decir nada. Prefirió, pues, dejarse conducir a las habitaciones interiores, para una vez allí decir a su hermosa guía:

—Silencio por silencio, señora.

En efecto, Margarita había oprimido tiernamente el brazo de aquel a quien en la penumbra tomó por La Mole y acercándose a su oído le había dicho en latín:

Sola sum; introito, carissime[24].

De Mouy se dejó llevar sin responder; pero, no bien se cerró la puerta tras él y penetró en la antecámara, mejor iluminada que la escalera, Margarita descubrió que no era La Mole.

El grito de asombro que temiera el prudente hugonote escapó en aquel momento de los labios de Margarita, pero felizmente ya no había por qué temer:

—¡Señor De Mouy! —dijo retrocediendo un paso.

—Yo mismo, Señora, y suplico a Vuestra Majestad que me permita continuar libremente mi camino sin comunicar a nadie mi presencia en el Louvre.

—¡Oh!, señor De Mouy —repitió Margarita—. ¡Me había equivocado!

—Sí —dijo De Mouy—, ya comprendo. Vuestra Majestad me ha tomado por el rey de Navarra; tengo la misma pluma blanca y hasta muchos, por halagarme, dicen que tenemos el mismo aire.

Margarita miró fijamente a su interlocutor.

—¿Sabéis latín, señor De Mouy? —preguntó.

—En otro tiempo sabía —dijo el joven—, pero lo he olvidado.

Margarita sonrió.

—Señor De Mouy —dijo—, podéis estar seguro de mi discreción. Sin embargo, como creo saber el nombre de la persona a quien buscáis en el Louvre, os ofrezco mis servicios para que lleguéis sin tropiezos a su presencia.

—Perdonadme, señora —dijo De Mouy—, creo que os equivocáis y que, por el contrario, ignoráis completamente…

—¿Cómo? —exclamó Margarita—. ¿No buscáis al rey de Navarra?

—¡Ay! Señora —repuso De Mouy—, lamento tener que suplicaros que ocultéis mi presencia en el Louvre a Su Majestad el rey vuestro esposo.

—Escuchad, señor De Mouy —añadió Margarita sorprendida—, hasta ahora os había considerado como uno de los jefes más fieles del partido hugonote, como uno de los partidarios más fieles del rey, mi esposo; ¿me he equivocado?

—No, señora, porque hasta esta mañana fui todo lo que acabáis de decir.

—¿Y por qué causa habéis cambiado?

—Señora —dijo De Mouy inclinándose—, os ruego que me dispenséis de contestar y concededme la gracia de aceptar mis respetos.

Y De Mouy, con una actitud respetuosa, pero decidida, dio algunos pasos en dirección a la puerta por donde había entrado.

Margarita le detuvo.

—Sin embargo, señor —dijo—, si yo me atreviera a pediros una pequeña explicación… ¡Creo que mi palabra es de fiar!

—Señora —respondió De Mouy—, debo callar y podéis creer que hay un motivo muy serio para que no os haya contestado ya.

—No obstante, señor…

Vuestra Majestad puede perderme, señora, pero no puede exigirme que traicione a mis nuevos amigos.

—Pero ¿y los antiguos no tienen también ciertos derechos?

—Los que se han mantenido fieles, sí; los que no sólo nos han abandonado, sino que se han abandonado ellos mismos, no.

Margarita, inquieta y pensativa, iba sin duda a responder con otra pregunta cuando entró de pronto Guillonne en la habitación.

—¡El rey de Navarra! —gritó.

—¿Por dónde viene?

—Por el pasadizo secreto.

—Haced salir a este caballero por la otra puerta.

—Imposible, señora. ¿Oís?

—¿,Llaman?

—Sí, están golpeando en la puerta por la que queréis que haga salir a este caballero.

—¿Quién llama?

—No sé.

—Id a ver quién es y volved a decírmelo.

—Señora —dijo De Mouy—, ¿me atreveré a advertir a Vuestra Majestad que si el rey de Navarra me ve aquí a estas horas y con este traje estoy perdido?

Margarita tomó de un brazo a De Mouy y conduciéndolo hacia el famoso gabinete:

—Entrad aquí, señor —dijo—, estaréis tan bien oculto y sobre todo tan seguro como en vuestra propia casa, puesto que estáis bajo mi palabra.

De Mouy obedeció apresuradamente, y apenas hubo cerrado la puerta tras él cuando apareció Enrique.

Esta vez Margarita no tuvo que disimular la turbación; parecía sombría y el amor estaba a cien leguas de su pensamiento.

Enrique entró con aquella minuciosa desconfianza que hasta en los momentos de menos peligro le hacía observar los menores detalles. Con mayor razón debía ser profundamente observador en las circunstancias en que se encontraba. Así, pues, no tardó en advertir la nube que oscurecía la frente de Margarita.

—¿Estabais ocupada, señora? —preguntó.

—¿Yo? Claro que sí. Sire, meditaba.

—Tenéis razón, señora, la meditación os hace atractiva; pero yo, al contrario que vos, que buscáis la soledad, bajé expresamente para participaros mis deseos.

Margarita hizo al rey un signo de bienvenida e, indicándole un sillón, tomó asiento en una silla de ébano tallada, fina y sólida como si fuera de acero. Reinó entre ambos un instante de silencio hasta que lo rompió Enrique diciendo:

—Recuerdo, señora, que mis sueños para el porvenir tienen algo en común con los vuestros. Separados como esposos, deseamos, sin embargo, unir nuestra suerte.

—Así es, Sire.

—Creo haber comprendido también que en todos los planes de elevación común que pudiera concebir encontraría en vos no sólo una aliada fiel, sino activa.

—En efecto, Sire, y no espero más que una cosa: que al poner vos lo antes posible manos a la obra, me deis pronto la oportunidad de hacer lo mismo.

—Me alegro de hallaros en tan buena disposición, señora, y supongo que ni por un solo instante habréis dudado que perdiese de vista el plan cuya realidad decidí el mismo día en que, gracias a vuestra valiente intervención, recobré la esperanza de salvar mi vida.

—Señor, creo que vuestra despreocupación no es más que una mascara y confío en vuestro genio tanto como en los augurios de los astrólogos.

—¿Qué diríais, pues, señora, si alguien viniese a estorbar nuestros propósitos y amenazara reduciros a vos y a mí a una situación de segundo plano?

—Diría que estoy dispuesta a luchar con vos, ya sea en la sombra o abiertamente, contra quienquiera que fuese.

—Señora —continuó Enrique—, ¿podéis entrar a cualquier hora en la habitación de vuestro hermano el duque de Alençon? Merecéis su confianza y él siente hacia vos un gran afecto. ¿Me atreveré a pediros que averigüéis si en este momento está conferenciando secretamente con alguien?

Margarita se estremeció.

—¿Con quién, señor? —preguntó.

—Con De Mouy.

—¿Y para qué lo queréis saber? —inquirió Margarita, tratando de disimular su emoción.

—Porque si es así ya podemos despedirnos de todos nuestros proyectos, o de los míos al menos.

—Sire, hablad en voz baja —advirtió Margarita haciendo a la vez una señal con los ojos y la boca a indicando con el dedo al gabinete.

—¡Oh! —dijo Enrique—, ¿otra vez está ocupado? Realmente, tan a menudo está habitado este gabinete que se va haciendo inhabitable vuestro departamento.

Margarita sonrió.

—¿Es siempre por lo menos el señor de La Mole? —preguntó Enrique.

—No, Sire, es el señor De Mouy.

—¿Él? —exclamó Enrique con sorpresa mezclada de júbilo—. ¿No está entonces con el duque de Alençon? ¡Oh! Hacedle pasar, quiero hablarle.

Margarita corrió a abrir la puerta del gabinete, y cogiendo a De Mouy de la mano le llevó sin más preámbulos ante el rey de Navarra.

—¡Ah, señora! —dijo el joven hugonote con un acento de reproche más triste que amargo—. Me traicionáis a pesar de vuestra promesa; esto no está bien. ¿Qué diríais si me vengara diciendo…?

—No os tomaréis esa venganza, De Mouy —interrumpió Enrique estrechando la mano del joven—, o por lo menos me escucharéis antes. Señora —continuó dirigiéndose a la reina—, tratad, os lo ruego, de que nadie nos oiga.

Apenas acababa de decir esto Enrique cuando Guillonne entró muy sofocada y dijo algunas palabras al oído de Margarita que la hicieron saltar de su asiento. Mientras ella corría a la antecámara con su doncella, Enrique, sin preocuparse de indagar la causa que la hacía salir fuera de la habitación, examinaba el lecho, los rincones, los tapices y tanteaba con el dedo las paredes. En cuanto al señor De Mouy, alarmado con todos aquellos preámbulos, se aseguraba de que su espada salía con facilidad de la vaina.

Al salir Margarita de su alcoba, pasó a la antecámara, donde se encontró a La Mole, quien, sin hacer caso a las súplicas de Guillonne, quería entrar a viva fuerza en el cuarto de Margarita.

Coconnas estaba tras él dispuesto a empujarle si avanzaba o a proteger su retirada.

—¡Ah! ¡Sois vos, señor de La Mole! —exclamó la reina—; pero ¿qué os pasa que estáis tan pálido y tembloroso?

—Señora —dijo Guillonne—, el señor de La Mole golpeaba de tal manera la puerta que, a pesar de las órdenes de Vuestra Majestad, me vi obligada a abrir.

—¿Qué es eso? —preguntó la reina con severidad—. ¿Es cierto lo que oigo, señor?

—Señora, quería avisar a Vuestra Majestad que un extraño, un desconocido, un ladrón quizá, se ha introducido en vuestro departamento con mi capa y mi sombrero.

—¡Pero estáis loco, señor! —dijo Margarita—. Tenéis la capa sobre los hombros y Dios me perdone si no lleváis también el sombrero en la cabeza a pesar de que estáis hablando con una reina.

—¡Oh! Perdón, señora, perdón —exclamó La Mole descubriéndose inmediatamente—. Dios es testigo de que no es respeto lo que me falta.

—No; es la fe, ¿no es cierto? —dijo la reina.

—¡Qué queréis! —exclamó el joven—. Cuando un hombre se introduce en la habitación de Vuestra Majestad usurpando mi traje y quién sabe si mi nombre…

—¡Un hombre! —dijo Margarita oprimiendo dulcemente el brazo del pobre enamorado—. ¡Un hombre!… Sois modesto, señor de La Mole. Aproximad la cabeza a esta abertura y veréis dos.

Y Margarita abrió, en efecto, la cortina de terciopelo bordada de oro, de modo que La Mole pudo reconocer a Enrique conversando con el hombre de la capa encarnada. Coconnas, más curioso que si fuera el propio interesado, miró también y reconoció a De Mouy. Ambos se quedaron estupefactos.

—Ahora que os habéis convencido —dijo Margarita—, quedaos en la puerta de mis habitaciones, y por vuestra vida, mi querido La Mole, no dejéis entrar a nadie. Si alguien se acerca, avisadme.

La Mole, dócil y obediente como un niño, salió, dirigiendo una mirada a Coconnas, que a su vez le estaba mirando, y ambos se encontraron fuera sin haberse repuesto aún del asombro.

—¡De Mouy! —exclamó Coconnas.

—¡Enrique! —murmuró La Mole.

—¡De Mouy con tu capa color cereza, tu pluma blanca y tu brazo como un balancín!

—¡Ah, sí! Pero —dijo La Mole— desde el momento que no se trata de amor, se trata seguramente de algún complot.

—¡Voto al diablo! Ya estamos enredados en la política —dijo Coconnas refunfuñando—. Felizmente no veo metida en todo esto a la señora de Nevers.

Margarita volvió a ocupar su asiento junto a los dos interlocutores; su ausencia no había durado más que un minuto.

Minuto que supo aprovechar muy bien. Guillonne de vigía en el pasadizo secreto, y los dos caballeros de guardia en la puerta principal, le daban absoluta seguridad.

—Señora —dijo Enrique—, ¿creéis que es posible que por un medio cualquiera nos escuchen o nos oigan?

—Señor —dijo Margarita—, esta habitación está acolchada y un doble artesonado apaga los sonidos.

—Confío en vos —respondió Enrique sonriendo.

Y dirigiéndose a De Mouy:

—Veamos —dijo el rey en voz baja, como si a pesar de las afirmaciones de Margarita no se hubiese disipado del todo su temor—. ¿Qué vinisteis a hacer aquí?

—¿Aquí? —preguntó De Mouy.

—Sí, aquí, a esta habitación —repitió Enrique.

—No venía aquí —interrumpió Margarita—, le he traído yo.

—¿Entonces sabíais que…?

—Lo adiviné todo.

—Ya veis, De Mouy, que es posible adivinar.

—El señor De Mouy —continuó Margarita— estuvo esta mañana con el duque Francisco en el cuarto de dos de sus gentiles hombres.

—Ya veis que todo se sabe —repitió Enrique.

—En efecto —dijo De Mouy.

—Estaba seguro —continuó Enrique— de que el señor de Alençon os tiraría el anzuelo.

—Por vuestra culpa, Sire. ¿Por qué rechazasteis con tanta obstinación lo que venía a ofreceros?

—¿Lo rechazasteis? —exclamó Margarita—. ¿Entonces era cierto lo que yo presentía?

—Señora —dijo Enrique, moviendo la cabeza—, y tú, mi bravo De Mouy, realmente me hacéis reír con vuestras exclamaciones. ¡Qué! Un hombre entra en mi alcoba, me habla de un trono, de una rebelión, de un levantamiento, a mí, a Enrique, que soy un príncipe tolerado a condición de que lleve la frente baja, un hugonote perdonado siempre que haga el papel de católico, ¿y pensáis que voy a aceptar cuando tales proposiciones me son formuladas en una habitación que no es acolchada y carece de doble artesonado? ¡Por Dios! ¡O sois niños o estáis locos!

—Pero, Sire, ¿Vuestra Majestad no hubiera podido darme alguna esperanza si no con palabras, al menos con un gesto o con una señal?

—¿Qué os dijo mi cuñado, De Mouy? —preguntó Enrique.

—¡Oh, Sire!, ese secreto no me pertenece.

—¡Vaya por Dios! —dijo Enrique con cierta impaciencia al tener que tratar con un hombre que comprendía tan mal sus palabras—. No os pregunto cuáles fueron las proposiciones que os hizo; os pregunto solamente si escuchaba, si nos oyó.

—Sí escuchaba, Sire, y ha oído todo.

—Escuchaba y ha oído, vos mismo lo decís, De Mouy. ¡Pobre conspirador! Si yo hubiese dicho una palabra estabais perdido. Aunque no sabía que estuviese oyéndonos lo sospechaba, y si no él, habría sido cualquier otro: el duque de Anjou, Carlos IX, la reina madre. No conocéis las paredes del Louvre, amigo mío; por ellas se dice que las paredes oyen. Y conociéndolas ¿iba yo a hablar? Vamos, vamos. De Mouy, poco honor hacéis al sentido común del rey de Navarra y me asombra que juzgándole tan mal hayáis venido a ofrecerle una corona.

—Pero, Sire —replicó De Mouy—, ¿no podíais antes que rechazar esa corona hacerme una seña? Yo no hubiera creído que estaba todo perdido.

—¡Voto a bríos! —exclamó Enrique—. Si escuchaba, lo mismo podía estar mirando y nos hubiéramos perdido por una seña igual que por una palabra. Mirad, De Mouy —continuó el rey mirando a su alrededor—, aun ahora, aquí, tan cerca de vos que nuestras palabras no saldrán del círculo de estas tres sillas, ahora todavía tengo miedo de ser oído cuando digo: De Mouy, repetidme las proposiciones.

—¡Sire —exclamó De Mouy desesperado—, ahora estoy comprometido con el duque de Alençon!

Margarita hizo con sus bellas manos un gesto de despecho.

—Entonces ¿es demasiado tarde? —dijo.

—Al contrario —murmuró Enrique—, y ved cómo hasta en esto es visible la protección divina. Conservad vuestro compromiso, De Mouy, porque el duque Francisco será la salvación de todos nosotros. ¿Creéis que el rey de Navarra podría garantizar tu cabeza? ¡Al contrario, desdichado! A la menor sospecha os matarían a todos. Pero un príncipe de Francia es distinto. Conseguid pruebas, De Mouy, pedid garantías, pues sois tan ingenuo que os habréis comprometido de corazón conformándote con una palabra.

—¡Oh, Sire! Creed que fue la desesperación de vuestro abandono la que me arrojó en brazos del duque y también el temor de ser traicionado por él, ya que conocía nuestros secretos.

—Apoderaos tú del suyo. De Mouy, esto depende de ti. ¿Qué es lo que desea? ¿Ser rey de Navarra? Prometedle la corona. ¿Qué pretende? ¿Abandonar la corte? Ofrecedle los medios de huir, trabaja para él como si lo hicieras para mí; dirige el escudo para que pare los golpes que puedan asestarnos. Cuando haga falta huir, huiremos juntos; cuando se trate de combatir y de reinar, me quedaré solo.

—Desconfiad del duque —dijo Margarita—, tiene un carácter sombrío y penetrante, incapaz de sentir odio ni amistad, siempre dispuesto a tratar a sus amigos como enemigos y a sus enemigos como amigos.

—¿Y dónde os espera, De Mouy? —preguntó Enrique.

—En la habitación de esos dos gentiles hombres.

—¿Hasta qué hora?

—Hasta la medianoche.

—Todavía no han dado las once —dijo Enrique—, nada se ha perdido; id en seguida.

—Tenemos vuestra palabra, señor —dijo Margarita.

—Vamos, señora —dijo Enrique, con aquella confianza que tan bien sabía mostrar ante algunas personas y en ciertas ocasiones—, tratándose del señor De Mouy, esas cosas ni siquiera se piensan.

—Tenéis razón, Sire —respondió el joven—, pero yo necesito contar con la vuestra para decirles a los jefes que me la habéis dado. No sois católico, ¿verdad?

Enrique se encogió de hombros.

—¿No renunciáis a la soberanía de Navarra?

—No renuncio a ninguna soberanía. De Mouy, únicamente me reservo el derecho de elegir la mejor, es decir, la que más me convenga a mí y a vosotros.

—Y si entre tanto detuvieran a Vuestra Majestad, ¿prometéis no revelar nada aun en el caso de que, violando vuestras reglas prerrogativas, os aplicaran tortura?

—De Mouy, lo juro por Dios.

—Una palabra más, Sire; ¿cómo podré veros de nuevo?

—Mañana tendréis una llave de mi aposento; entraréis en él cuantas veces sea necesario y a las horas que queráis. El duque de Alençon responderá de vuestra presencia en el Louvre. Mientras tanto, subid por la escalera secreta, yo os guiaré. Al mismo tiempo, la reina hará entrar aquí al caballero de la capa roja igual a la vuestra que estaba ahora mismo en la antecámara. Es preciso que no haya la menor diferencia entre vos y ese caballero y que nadie sepa que tenéis un doble. ¿No es así, De Mouy? ¿No es así, señora?

—Sí —dijo la reina sin turbarse—, porque al fin y al cabo, el señor de La Mole está al servicio de mi hermano, el duque Francisco.

—Haced lo posible para ganarlo a nuestra causa, señora —dijo Enrique con toda seriedad—. No ahorréis oro ni promesas; pongo todos mis tesoros a su disposición.

—Entonces —dijo Margarita con una de esas sonrisas que sólo se ven en las mujeres de Boccaccio—, ya que ese es vuestro deseo, haré lo posible por complaceros.

—Muy bien, señora; y vos, De Mouy, volved con el duque y tendedle bien el lazo.