Capítulo V
la mitad de la calle de Geoffroy-Lasnier viene a desembocar la de Garnier-sur-l’Eau y, al final de esta, cruza la de las Barras.
Allí, dando algunos pasos hacia la calle de la Mortellerie, se encuentra a mano derecha una casita aislada en el centro de un jardín rodeado de altas paredes, en las que se abre una sola puerta de acceso.
Carlos sacó una llave de su bolsillo, abrió la puerta y, haciendo pasar a Enrique y al lacayo portador de la antorcha, volvió a cerrarla.
Había una sola ventanita iluminada. Carlos se la enseñó a Enrique sonriendo.
—No comprendo, señor —dijo este.
—Ya comprenderás, Enriquito.
El rey de Navarra miró asombrado a Carlos. Su voz y su semblante tenían una expresión de dulzura tan inusitada en él, que Enrique no le reconocía.
—Enriquito, lo dije que cuando salía del Louvre salía del infierno. Cuando entro aquí, entro en el paraíso.
—Señor —dijo Enrique—, es para mí una dicha el que Vuestra Majestad me haya creído digno de hacer con ella el viaje al Cielo.
—El camino es estrecho —dijo el rey mientras subía por una escalerita—, pero así no falta nada a la comparación.
—¿Y cuál es el ángel que guarda la entrada de vuestro edén?
—Ya verás —respondió Carlos IX, y haciendo señas a Enrique de que le siguiera sin hacer ruido, empujó una puerta, después otra y deteniéndose en el umbral dijo—: Mira.
Se acercó Enrique y contempló uno de los cuadros más encantadores que viera en su vida. Una mujer de unos diecinueve años dormía con la cabeza apoyada sobre la cuna de un niño, también dormido, cuyos pies cogía entre sus manos como para besarlos, mientras sus largos cabellos rubios y ondulados caían como una gran cascada de oro. Se hubiera dicho un cuadro de Albano representando a la Virgen y al Niño Jesús.
—¡Oh, señor! —dijo el rey de Navarra—. ¿Quién es esta encantadora criatura?
—El ángel de mi paraíso, Enriquito; la única persona que me ama por mí mismo.
Enrique sonrió.
—Sí, por mí mismo —insistió Carlos—, puesto que me quiso antes de saber que era rey.
—¿Y desde que lo sabe?
—Desde que lo sabe —respondió Carlos con un suspiro que probaba que su sangrienta corona le resultaba a veces demasiado pesada—, desde que lo sabe me sigue amando; puedes juzgar.
Se acercó el rey muy despacio a la joven durmiente y, sobre su mejilla en flor, dio un beso tan suave como el roce de la abeja sobre el lirio.
Sin embargo, la despertó.
—¡Carlos! —murmuró abriendo los ojos.
—Ya ves —dijo el rey—, me llama Carlos; la reina dice «señor».
—¡Oh! —exclamó la muchacha—. ¿No estáis solo, rey mío?
—No, mi buena María. He querido traerte otro rey más feliz que yo, puesto que no tiene corona, pero también más desdichado, puesto que no tiene una María Touchet. Dios compensa a todos.
—¿Es el rey de Navarra? —preguntó María.
—El mismo, hija mía. Acércate, Enriquito.
El rey de Navarra obedeció y Carlos le cogió la mano derecha.
—Mira esta mano, María —dijo—, es la mano de un buen hermano y de un leal amigo. Sin esta mano…
—¿Qué?
—… Sin esta mano, María, nuestro hijo no tendría hoy padre.
María dio un grito, cayó de rodillas, cogió la mano de Enrique y la besó.
—Está bien, María —dijo Carlos.
—¿Y qué habéis hecho para agradecérselo, señor?
—Le he pagado con la misma moneda.
Enrique miró a Carlos con asombro.
—Algún día sabrás lo que quiero decir, Enriquito. Mientras tanto, ven a ver.
Y se acercó a la cuna donde seguía durmiendo el niño.
—Si esta rolliza criatura durmiera en el Louvre en lugar de dormir aquí, en esta casita de la calle de las Barras —dijo—, muchas cosas cambiarían en el presente y tal vez en el porvenir[30].
—Señor —dijo María—, si no le disgusta a Vuestra Majestad prefiero que duerma aquí; duerme mejor.
—Entonces no turbemos su sueño —dijo el rey—. ¡Es tan bueno dormir cuando no se tienen malos sueños!
—Pasemos —dijo María extendiendo la mano hacia una de las puertas que daban paso al comedor.
—Sí, tienes razón —dijo Carlos—, cenemos.
—Mi querido Carlos —dijo María—, diréis al rey vuestro hermano que me excuse, ¿no es cierto?
—¿Por qué?
—Porque he despedido a los criados, señor —continuó María dirigiéndose al rey de Navarra—. Sabréis que Carlos no quiere ser servido más que por mí.
—¡Por Dios que lo creo! —dijo Enrique.
Los dos hombres pasaron al comedor, mientras María, inquieta y cuidadosa, tapaba con una manta al pequeño Carlos que, gracias a su tranquilo sueño de niño, tan envidiado por su padre, no se había despertado.
—No hay más que dos cubiertos —dijo el rey cuando María estuvo con ellos.
—Dejad que yo misma sirva a Vuestras Majestades —dijo María.
—Vaya, tú me traes la desgracia, Enriquito —dijo Carlos.
—¿Por qué, señor?
—¿No oyes?
—¡Perdón, Carlos, perdón! —exclamó María.
—Te perdono, pero siéntate aquí entre los dos.
—Obedezco.
Puso otro cubierto, se sentó entre los dos reyes y les sirvió.
—¿No es cierto, Enriquito, que es bueno tener un sitio en el mundo dónde se pueda comer y beber sin necesidad de que alguien pruebe antes los manjares y los vinos?
—Señor —dijo Enrique sonriendo—, creedme que aprecio más que nadie vuestra felicidad.
—Pues para que se prolongue, Enriquito, aconsejad a María que no se ocupe de política y, sobre todo, que no tenga relaciones con mi madre.
—En efecto, la reina Catalina ama tan apasionadamente a Vuestra Majestad, que podría sentirse celosa de cualquier otro amor —respondió Enrique encontrando, gracias a este subterfugio, el modo de librarse de la peligrosa confianza del rey.
—María —dijo el rey—, lo presento a uno de los hombres más listos y espirituales que conozco. En la Corte, y esto no es poco, se ha ganado todas las voluntades. Pero quizá sea yo el único que ha sabido comprenderle.
—Señor —dijo Enrique—, exageráis.
—Nada exagero, Enriquito —replicó el rey—. Además, ya lo conocerán algún día.
Volviéndose luego hacia la joven añadió:
—Sobre todo, sabe hacer anagramas muy ingeniosos. Dile que haga el de tu nombre y te aseguro que lo hará.
—¡Oh! ¿Qué queréis que encuentre en el nombre de una pobre muchacha como yo? ¿Qué idea ingeniosa puede salir de ese conjunto de letras con que el azar ha escrito María Touchet?
—¡Oh! El anagrama de ese nombre, señor —dijo Enrique—, es demasiado fácil y no tiene gran mérito el hallarlo.
—¡Ah! ¡Ah! Ya está hecho. ¿Lo ves, María?
Enrique sacó del bolsillo de su jubón un libro de notas, arrancó una hoja y debajo del nombre «Marie Touchet» escribió «Je charme tout[31]».
Luego entregó el papel a la joven.
—¡Realmente —exclamó esta— parece imposible!
—¿Qué es lo que dice? —preguntó Carlos.
—Señor, no me atrevo a repetirlo.
—Señor —dijo Enrique—, en el nombre de «Marie Touchet» dice letra por letra, cambiando la «i» por la «j», como se acostumbra: «Je charme tout».
—¡Efectivamente! —exclamó Carlos—, letra por letra. Quiero que esta sea tu divisa, ¿oyes, María? Nunca hubo divisa tan merecida. Gracias, Enriquito. María, te la regalaré escrita con diamantes.
La cena concluía; en el reloj de Nôtre-Dame daban las dos.
—Ahora —dijo Carlos—, y en justa correspondencia, le vas a dar a Enrique un sillón en el que pueda dormir hasta que sea de día; pero bien lejos de nosotros, porque ronca de un modo que da miedo. Si te levantas antes que yo, despiértame, porque tenemos que estar a las seis de la mañana en La Bastilla. Buenas noches, Enriquito, arréglate como puedas, pero —agregó acercándose al rey de Navarra y poniéndole una mano en el hombro— por tu vida, ¿oyes?, por tu vida, Enrique, no salgas de aquí sin mí, y sobre todo no vuelvas al Louvre.
Enrique había supuesto muchas cosas a través de aquellas alusiones para no obedecer semejante recomendación.
Carlos IX entró en su alcoba, y Enrique, el duro montañés, se acomodó en un sillón donde pronto hizo honor a su fama y justificó la previsión del rey.
En cuanto se hizo de día fue despertado por Carlos. Como se había acostado vestido, su tocado no fue largo. El rey estaba alegre y risueño como jamás se le vio en el Louvre. Las horas que pasaba en aquella casita de la calle de las Barras eran para él sus horas luminosas.
Los dos volvieron a pasar por el dormitorio.
La joven dormía en su lecho y el niño en su cuna. Ambos sonreían en sueños.
Carlos los miró un instante con ternura infinita. Luego, volviéndose hacia el rey de Navarra, le dijo:
—Enriquito, si alguna vez llegas a saber el servicio que te he hecho esta noche y me ocurriese alguna desgracia, acuérdate de este niño que ahora duerme en su cuna.
Y besando con ternura a la madre y al hijo en la frente, sin dar tiempo a que Enrique le preguntase nada, añadió:
—Adiós, ángeles míos.
Y salió. Enrique le seguía pensativo.
Dos caballos, cuyas riendas sujetaban los gentiles hombres a quienes Carlos IX había citado junto a La Bastilla, les esperaban.
Carlos hizo señas a Enrique de que montara uno de ellos, hizo él lo mismo y, saliendo por el jardín de la Ballesta, siguió por los arrabales.
—¿Adónde vamos? —preguntó Enrique.
—Vamos a ver si el duque de Anjou ha vuelto solamente por la señora de Condé y si es tan amante como ambicioso, que lo dudo.
Enrique no comprendió las intenciones del rey, pero le siguió sin replicar.
Al llegar al Marais, y al abrigo de las empalizadas, descubrieron lo que entonces se llamaba barrio de Saint-Laurent.
Carlos señaló a Enrique a través de la bruma gris de la mañana a unos hombres envueltos en amplias capas y con gorros de piel que se acercaban a caballo precediendo a un coche pesadamente cargado.
A medida que avanzaban, los hombres fueron adquiriendo formas precisas y entonces pudo distinguir a otro hombre, también a caballo, con la frente oculta bajo el ala de un sombrero a la francesa, que conversaba con ellos.
—¡Ah! ¡Ya me lo suponía! —dijo Carlos con una sonrisa.
—¡Eh, señor! —advirtió Enrique—. Si no me equivoco, ese caballero de la capa oscura es el duque de Anjou.
—Él mismo —respondió Carlos IX—; apártate un poco, Enriquito, no quiero que nos vea.
—¿Pero quiénes son esos hombres de capas grises y gorros de piel, y qué llevan en ese coche? —preguntó Enrique.
—Esos hombres —afirmó Carlos— son los embajadores polacos y en ese coche llevan una corona. Ahora —continuó poniendo su caballo al galope y encaminándose hacia la puerta del Templeven—, Enriquito; ya he visto todo lo que quería ver.