Capítulo XXIX
ESDE las siete de la mañana se desbordaba la multitud por las calles y plazuelas de los alrededores del patíbulo.
A las diez avanzó lentamente por la calle de Saint Antoine un carricoche que venía de Vincennes y que era el mismo en el que los dos amigos fueron conducidos al Louvre después de su duelo. A su paso, los espectadores apretujados, parecían estatuas de ojos quietos y labios entreabiertos.
Aquel día, la reina madre obsequiaba con un espectáculo desgarrador a todo el pueblo de París.
En el carricoche venían tendidos sobre algunas briznas de hierba dos jóvenes con la cabeza descubierta y vestidos de negro. Coconnas sostenía sobre sus rodillas a La Mole, cuya cabeza sobresalía por encima de los travesaños del vehículo y cuyos ojos erraban de un lado a otro.
La muchedumbre, con tal de ver hasta el fondo del carruaje, se empujaba, se levantaba en vilo, se subía a los tejados, trepaba por los salientes de los muros y sólo parecía satisfecha cuando contemplaba por entero aquellos dos cuerpos que salían del tormento para encaminarse al patíbulo.
Había circulado el rumor de que La Mole moriría sin haber confesado uno solo de los hechos que se le imputaban, mientras que, por el contrario, se aseguraba que Coconnas, no habiendo podido soportar el dolor, lo había revelado todo.
Por eso se oía gritar por todas partes:
—¡Mirad, mirad al rubio! Es el que ha hablado, el que ha dicho todo; es un cobarde y tiene la culpa de que maten a su amigo. El otro, en cambio, es un valiente y no ha dicho nada.
Los dos jóvenes oían claramente, el uno las alabanzas y el otro las injurias, que acompañaban su marcha fúnebre. Mientras La Mole estrechaba las manos de su amigo, un sublime desdén se pintaba en el rostro del piamontés, quien, desde lo alto del inmundo carricoche, contemplaba al populacho estúpido cual si le mirase desde un carro triunfal.
El infortunio había consumado su obra celestial; había ennoblecido el semblante de Coconnas. Faltaba que la muerte divinizara su alma.
—¿Llegaremos pronto? —preguntó La Mole—. No puedo más, amigo mío, creo que voy a desmayarme.
—Espera, espera, La Mole, vamos a pasar por delante de las calles Tizon y de Cloche-Percée; mira un momento.
—¡Oh! ¡Levántame, levántame para que vea por última vez esa bendita casa!
Coconnas dio con su mano un golpecito en el hombro del verdugo, que iba sentado en el pescante, guiando el caballo.
—Maestro —le dijo—, haznos el favor de parar un instante frente a la calle Tizon.
Caboche hizo un gesto afirmativo con la cabeza y, al llegar al sitio indicado, detuvo el carricoche.
La Mole, ayudado por Coconnas, se incorporó con esfuerzo, miró con los ojos velados por las lágrimas aquella casita silenciosa, muda y cerrada como una tumba, y, suspirando profundamente, dijo en voz baja:
—¡Adiós, juventud, amor y vida!…
Luego dejó caer la cabeza sobre el pecho.
—¡Animo! —le dijo Coconnas—. Tal vez volvamos a encontrar todo eso allá arriba.
—¿Tú crees?
—Lo creo, porque me lo ha dicho el sacerdote y porque no me faltan esperanzas de que así sea. Pero no te desmayes, amigo mío, estos miserables que nos miran se reirían de nosotros.
Caboche oyó las últimas palabras y, fustigando con una mano al caballo tendió con la otra, y sin que nadie pudiese verlo, a Coconnas una esponjita empapada en un revulsivo tan violento que La Mole, luego de aspirar su olor y frotarse con ella las sienes, se sintió fresco y reanimado.
—¡Ah! —dijo—. Me siento resucitar.
Y besó el relicario que colgaba de su cuello.
Al llegar a la esquina de la calle y dar la vuelta al hermoso edificio mandado construir por Enrique II, vieron el patíbulo que se alzaba dominando todas las cabezas sobre una plataforma desnuda y sangrienta.
—Amigo —dijo La Mole—, quisiera morir el primero.
Coconnas dio por segunda vez un golpecito en el hombro del verdugo.
—Buen hombre —dijo Coconnas—, si como me dijiste deseas complacerme…
—Os lo dije y os lo repito.
—Pues bien; mi amigo ha sufrido más que yo; por consiguiente, tiene menos fuerzas…
—¿Y qué?
—Me ha dicho que padecería demasiado si me viera morir primero. Además, si yo muero antes, nadie le podría acompañar al patíbulo.
—Está bien, está bien —contestó Caboche, enjugándose una lágrima con el dorso de la mano—, tranquilizaos; haré lo que me pedís.
—Y de un solo golpe, ¿no es así? —preguntó en voz baja el piamontés.
—De uno solo.
—Está bien; si acaso tuvierais que repetirlo, que sea conmigo.
El carricoche se detuvo; habían llegado. Coconnas se puso el sombrero.
Un rumor parecido al de las olas del mar hirió los oídos de La Mole. Pretendió ponerse de pie, pero le faltaron las fuerzas; fue necesario que Coconnas y Caboche le sostuvieran entre sus brazos.
La plaza estaba sembrada de cabezas. Las escaleras del ayuntamiento parecían las gradas de un anfiteatro lleno de espectadores. Por todas las ventanas se veían caras animadas, cuyos ojos despedían chispas.
Cuando se vio que el hermoso joven, incapaz de sostenerse en pie sobre sus piernas rotas, hacía un supremo esfuerzo para subir por sí solo al cadalso, se elevó un inmenso clamor, como un grito de desolación universal. Los hombres rugían, mientras las mujeres daban lastimeros quejidos.
—Era uno de los cortesanos más importantes —decían los hombres—, y no era en Saint-Jean-en-Greve donde debía morir, sino en Pré-aux-Clercs.
—¡Qué hermoso es! ¡Qué pálido está! —decían las mujeres—. Es el que no quiso hablar.
—Amigo mío —dijo La Mole—, no puedo sostenerme, ¡cógeme!
—Espera —dijo Coconnas.
Hizo una seña al verdugo para que se apartase, se inclinó, cogió a La Mole en brazos como si fuera un niño y subió sin vacilar, cargado con su fardo, la escalera de la plataforma. Al dejarle sobre ella, lo hizo entre los gritos frenéticos y los aplausos de la multitud.
Coconnas se quitó el sombrero y saludó.
Luego tiró el sombrero a sus pies.
—Mira por todos lados —le dijo La Mole—, ¿no la ves?
Coconnas giró una mirada circular por toda la plaza y, al llegar a un punto se detuvo, extendió la mano, sin apartar los ojos de donde los tenía clavados, para tocar en el hombro a su amigo.
—Mira —le dijo—, mira hacia allá. ¿No ves quién hay en la ventana de aquella torrecilla?
Con la otra mano le mostraba a La Mole el pequeño monumento que aún existe hoy entre las calles Vannerie y Mouton, como resto de pasados siglos.
En el hueco de la ventana podía verse la silueta de dos mujeres, apoyada una contra la otra.
—¡Ah! —suspiró La Mole—. Sólo una cosa temía y era morir sin volver a verla. Ahora ya puedo morir tranquilo.
Sin apartar los ojos de la ventanita se llevó a los labios el relicario y lo cubrió de besos.
Coconnas saludó a las dos damas con la misma gracia que si se hubiera hallado en un salón.
En respuesta a los ademanes de los caballeros, ellas agitaron en el aire sus pañuelos impregnados de lágrimas.
A su vez, Caboche advirtió a Coconnas tocándole con un dedo en el hombro y dirigiéndole una mirada muy significativa.
—Sí —dijo el piamontés, y volviéndose hacia La Mole—: Abrázame y muere como un valiente. Esto no será difícil para ti, puesto que lo eres.
—¡Ah! —respondió La Mole—. ¡No tendrá ningún mérito mi valor ante la muerte! ¡Sufro tanto!…
Al aproximarse el sacerdote presentando un crucifijo a La Mole, este le enseñó el relicario que tenía en la mano.
—No importa —dijo el religioso—, encomendaos de todos modos al que sufrió lo que vos vais a sufrir.
La Mole besó los pies del Cristo.
—Recomendadme —dijo— a las plegarias de las monjas de la bendita Santa Virgen.
—Date prisa, La Mole —dijo Coconnas—, me haces tanto daño, que me siento desfallecer.
—Ya estoy dispuesto —dijo La Mole.
—¿Podréis mantener bien erguida la cabeza? —preguntó Caboche, preparando su espada a espaldas de La Mole, que se hallaba arrodillado.
—Creo que sí —respondió este.
—Entonces todo marchará perfectamente.
—Pero no olvidéis lo que os he pedido. Este relicario os abrirá las puertas.
—Perded cuidado. Ahora, tratad de mantener la cabeza erguida.
La Mole enderezó el cuello y volviendo los ojos hacia la torrecilla:
—Adiós, Margarita —dijo—, bendita se…
No pudo terminar. De un revés de su espada rápida y brillante como el rayo, Caboche hizo caer de un solo tajo la cabeza, que fue rodando hasta los pies de Coconnas.
El cuerpo se deslizó suavemente como si se acostara.
Un grito inmenso compuesto de mil gritos distintos resonó entonces en los ámbitos de la plaza. Entre las voces de las mujeres le pareció a Coconnas reconocer un acento más doloroso que todos los demás.
—Gracias, digno amigo, gracias —dijo Coconnas, tendiendo por tercera vez la mano al verdugo.
—Hijo mío —le dijo el sacerdote a Coconnas—, ¿no tenéis nada que confiar a Dios?
—No, padre —respondió el piamontés—, todo lo que podía decirle ya os lo dije ayer a vos.
Y dirigiéndose a Caboche:
—Vamos, verdugo, mi íntimo amigo —le dijo—, hazme otro favor aún.
Antes de arrodillarse paseó por la multitud una mirada tan tranquila y serena que un murmullo de admiración acarició sus oídos y halagó su orgullo. Cogiendo entonces entre sus manos la cabeza de su amigo y besando sus labios violáceos, miró por última vez hacia la torrecilla. Se arrodilló sin soltar aquella cabeza tan querida y dijo:
—¡A mí!
No había acabado de pronunciar estas palabras cuando Caboche hizo volar su cabeza.
Al dar este golpe un temblor convulsivo se apoderó del hombre.
—¡Ya era hora de que esto terminase! ¡Pobre muchacho!
Dicho esto, arrancó de las manos crispadas de La Mole el relicario de oro y extendió rápidamente su capa sobre los tristes despojos que el carrito debía conducir a su casa.
Habiendo concluido el espectáculo, la muchedumbre se dispersó.