Capítulo XIII

DE regreso al Louvre, la reina de Navarra halló a Guillonne presa de una gran zozobra. Durante su ausencia, la señora de Sauve había ido a entregarle la llave que le diera la reina madre y que correspondía a la habitación donde estaba encerrado Enrique. Por la causa que fuese, lo evidente era que la reina madre necesitaba que el bearnés pasara aquella noche con la señora de Sauve.

Margarita cogió la llave y le dio vueltas y más vueltas entre sus dedos. Se hizo repetir minuciosamente las palabras pronunciadas por la baronesa y, sospesándolas mentalmente letra por letra, creyó adivinar los proyectos de su madre. Tomó una pluma y tinta y escribió en una hoja de papel:

En lugar de ir esta noche a la habitación de la señora de Sauve, venid a la de la reina de Navarra.

MARGARITA

Luego enrolló el papel, lo introdujo en el hueco de la llave y ordenó a Guillonne que, en cuanto oscureciera, fuese a deslizarla por debajo de la puerta del prisionero.

Una vez hecho esto, Margarita pensó en el herido. Cerró todas las puertas, entró en el gabinete, y con gran asombro suyo encontró a La Mole vestido con las mismas ropas que usaba el día anterior, rotas y manchadas de sangre.

Al verla trató de ponerse en pie; pero, débil aún, no pudo sostenerse y cayó sobre el sofá, que se había transformado en lecho.

—¿Qué ocurre, señor? —preguntó Margarita—. ¿Y por qué cumplís tan mal las prescripciones de vuestro médico? ¡Os recomendé reposo y en lugar de obedecerme hacéis todo lo contrario!

—¡Oh, señora, no es culpa mía! —dijo Guillonne—. Rogué y supliqué al señor conde que no hiciera tales locuras, pero me ha declarado que nada podría detenerlo por más tiempo en el Louvre.

—¡Abandonar el Louvre! —dijo Margarita, mirando con asombro al joven, que bajó la vista—. ¡Pero eso es imposible! No podéis caminar, estáis pálido y sin fuerzas, vuestras rodillas tiemblan. Esta mañana la herida del hombro sangraba todavía.

—Señora —respondió el caballero—, del mismo modo que os agradecí profundamente el haberme dado asilo anoche, os suplico que me permitáis marcharme ahora.

—Pero —dijo Margarita asombrada—, no sé cómo calificar tan descabellada resolución: es peor que la ingratitud.

—¡Oh, señora! —exclamó La Mole juntando las manos—. Creedme. Lejos de ser ingrato, hay en mi corazón un sentimiento de gratitud que durará toda la vida.

—Entonces no durará mucho tiempo —dijo Margarita conmovida por este tono que no permitía dudar de la sinceridad de las palabras—. Porque se abrirán vuestras heridas y moriréis a causa de la pérdida de sangre o seréis reconocido como hugonote y no andaréis cien pasos sin que os maten.

—Sin embargo, es preciso que abandone el Louvre —murmuró La Mole.

—¡Es preciso! —dijo Margarita mirándole con sus ojos claros y profundos.

Luego, palideciendo ligeramente, continuó:

—¡Ah!, sí, ya comprendo, perdonadme, señor. Hay sin duda fuera del Louvre una persona a quien vuestra ausencia inquieta cruelmente. Es justa, señor de La Mole, vuestra actitud, es natural y yo me hago cargo. ¿Cómo no lo habéis dicho en seguida y cómo no se me ha ocurrido a mí pensarlo? Cuando se ejerce la hospitalidad, se tiene el deber de respetar los afectos del huésped, así como de curar sus heridas y ocuparse tanto de su alma como de su cuerpo.

—¡Ay, señora! —respondió La Mole—. Os equivocáis de un modo singular. Estoy casi solo en el mundo y completamente solo en París, donde nadie me conoce. Mi agresor fue el primer hombre con quien hablé en la ciudad y Vuestra Majestad es la primera mujer que me ha dirigido la palabra.

—Entonces —dijo Margarita sorprendida—, ¿por qué insistís en partir?

—Porque anoche Vuestra Majestad no descansó ni un momento y esta noche…

Margarita se ruborizó.

—Guillonne —dijo—, ya oscurece; creó que es hora de que vayas a llevar la llave.

La doncella sonrió y se retiró.

—Pero —continuó Margarita— si estáis solo en París y sin amigos, ¿cómo os las arreglaréis?

—Señora, pronto tendré muchos amigos; porque cuando huía de mis perseguidores, pensé en mi madre, que era católica; me pareció verla deslizarse delante de mí en dirección al Louvre con una cruz en la mano, e hice la promesa de convertirme a la religión de mi madre si Dios me conservaba la vida. Dios hizo algo más que conservarme la vida, señora: me envió a uno de sus ángeles para hacerme amar la existencia.

—Pero no podréis andar; antes de dar cien pasos caeréis desvanecido.

—Señora, estuve ensayando hoy en el gabinete; aún ando despacio y con dolores, es cierto, pero necesito llegar hasta la plaza del Louvre; una vez allí, sucederá lo que Dios quiera.

Margarita apoyó la cabeza en una mano y reflexionó profundamente.

—¿Y el rey de Navarra? —preguntó con intención—. Ya no me habláis de él. ¿Es que habéis perdido el deseo de entrar a su servicio al cambiar de religión?

—Señora —respondió La Mole, poniéndose pálido—, acabáis de mencionar la verdadera causa de mi marcha. Sé que el rey de Navarra corre los mayores peligros y que todo el prestigio de Vuestra Majestad, como princesa de Francia, apenas bastará para salvar su cabeza.

—¿Cómo? —preguntó Margarita—. ¿Qué queréis decir y de qué peligros me habláis?

—Señora —dijo La Mole—, desde este gabinete donde estoy se oye todo.

—Es cierto —murmuró Margarita para sí—, ya me lo dijo el señor de Guisa.

Y en voz alta agregó:

—¿Qué habéis oído?

—En primer lugar la conversación que tuvo Vuestra Majestad con su hermano.

—¿Con Francisco? —preguntó Margarita ruborizándose.

—Sí, con el duque de Alençon, señora; y luego, después que vos salisteis, la de la señorita Guillonne con la señora de Sauve.

—¿Y son esas dos conversaciones las que…?

—Sí, señora. Hace apenas ocho días que os habéis casado. Amáis a vuestro esposo. Él vendrá, como vinieron el duque de Alençon y la señora de Sauve. Os revelarán sus secretos. Y yo no debo oírlos, sería portarme como un indiscreto… Y yo no puedo…, no debo, ¡sobre todo, no quiero serlo!

Por el tono en que pronunció La Mole estas últimas palabras, por el temblor de su voz y la turbación que mostraba su rostro, Margarita comprendió súbitamente lo que le ocurría.

—¡Ah! —dijo—. ¿Habéis oído desde este gabinete lo que se ha dicho en la alcoba hasta este momento?

—Sí, señora.

Estas palabras salieron de sus labios como un suspiro.

—¿Y queréis marcharos hoy mismo para no escuchar más?

—En este preciso instante, si Vuestra Majestad me lo permite.…

—¡Pobre criatura! —dijo Margarita con un singular acento de piedad.

Asombrado al oír una respuesta tan dulce, cuando esperaba una brusca contestación, La Mole alzó tímidamente la cabeza. Su mirada se encontró con la de Margarita, y el joven se sintió atraído, como por una fuerza magnética, por la profunda mirada de la reina.

—¿Os sentís incapaz entonces de guardar un secreto, señor de La Mole? —dijo dulcemente Margarita, que, inclinada sobre el respaldo de su asiento, oculta a medias por la sombra de un tapiz, gozaba de la dicha de leer en aquella alma permaneciendo ella impenetrable.

—Señora —dijo La Mole—, mi naturaleza es miserable y desconfío de mí mismo; la felicidad ajena me hace daño.

—¿La felicidad de quién? —dijo Margarita sonriendo—. ¡Ah! Sí, la felicidad del rey de Navarra. ¡Pobre Enrique!

—¡Ya veis que es dichoso, señora! —exclamó vivamente La Mole.

—¿Dichoso…?

—Sí, puesto que Vuestra Majestad le compadece.

Margarita arrugó la seda de su limosnera y deshilachó los cordones de oro.

—¿De modo que os negáis a ver al rey de Navarra? —preguntó—. ¿Estáis completamente decidido?

—Temo importunar a Su Majestad en este momento.

—¿Y a mi hermano el duque de Alençon?

—¡Oh, señora! —exclamó La Mole—. ¡Al señor duque de Alençon, no; menos todavía al duque que al rey de Navarra!

—¿Por qué? —preguntó Margarita, conmovida hasta el punto de temblarle la voz.

—Porque siendo ya muy mal hugonote para servir fielmente a Su Majestad el rey de Navarra, no soy todavía lo bastante buen católico para ser amigo del señor de Alençon y del señor de Guisa.

Esta vez fue Margarita quien bajó los ojos y sintió vibrar su corazón; no hubiera sabido decir si las palabras del señor de La Mole eran para ella acariciadoras o dolorosas.

Guillonne entró en aquel momento. Margarita la interrogó con la mirada y, en la misma forma, respondió la sirvienta de modo afirmativo. Había logrado hacer llegar la llave a manos del rey de Navarra.

Margarita volvió sus ojos hacia La Mole, que permanecía ante ella indeciso, con la cabeza inclinada sobre el pecho y pálido como un hombre que sufre en cuerpo y alma.

—El señor de La Mole es orgulloso —dijo ella—, y no me atrevo a hacerle una proposición que rechazará sin duda.

El caballero se levantó, dio un paso hacia Margarita y quiso inclinarse ante ella para demostrarle que estaba a sus órdenes; pero un dolor profundo, agudo, intenso, hizo saltar lágrimas de sus ojos, y, sintiendo que se iba a caer, se acercó a un tapiz, donde se apoyó.

—Ya veis —gritó Margarita corriendo hacia él y sosteniéndole en sus brazos—, ya veis, señor, cómo tenéis necesidad de mí.

Un movimiento apenas visible agitó los labios de La Mole.

—¡Oh, sí! —murmuró—. ¡Cómo del aire que respiro, como de la luz que veo!

En aquel momento se oyeron tres golpes. Llamaban a la puerta de la habitación de Margarita.

—¿Oís, señora? —preguntó Guillonne aterrada.

—¡Ya! —murmuró Margarita.

—¿Voy a abrir?

—Espera. Quizá sea el rey de Navarra.

—¡Oh, señora! —exclamó La Mole reanimado al escuchar las palabras que la reina había pronunciado en voz tan baja como para que solamente Guillonne pudiera oírlas—. Señora, os lo suplico de rodillas, dejadme salir vivo o muerto. Tened piedad de mí. ¡Oh! No me contestáis. Está bien, hablaré, y cuando haya hablado espero que me echaréis.

—¡Oh! ¡Callaos, desdichado! —dijo Margarita, que experimentaba un placer infinito al escuchar los reproches del joven—. Callaos, pues.

—Señora —prosiguió La Mole, que no encontraba sin duda en el acento de Margarita el esperado rigor—. Señora, os lo repito, se oye todo desde este gabinete. No me hagáis morir de un suplicio que los más crueles verdugos no se han atrevido a inventar.

—¡Silencio! ¡Silencio! —dijo Margarita.

—¡Oh, señora! No tenéis, piedad, no queréis escuchar ni comprender, pero sabed al menos que os amo…

—Silencio, pues, os repito… —interrumpió Margarita apoyando su mano cálida y perfumada sobre la boca del joven, que, tomándola entre las suyas, la besó.

—Pero… —murmuró La Mole.

—Callaos, criatura. ¿Qué clase de rebelde es este que no quiere obedecer a su reina?

Luego, saliendo del gabinete, cuya puerta cerró y, apoyándose contra la pared para amortiguar con mano temblorosa los latidos de su corazón:

—Abre, Guillonne —dijo.

Guillonne salió de la habitación y un instante después la cabeza fina, espiritual y un poco inquieta del rey de Navarra apareció al levantarse un tapiz.

—¿Me llamasteis vos, señora? —preguntó el rey de Navarra a Margarita.

—Sí, señor. ¿Recibió Vuestra Majestad mi mensaje?

—Y no sin cierta sorpresa, lo confieso —dijo Enrique, mirando a su alrededor con una desconfianza que no tardó en desvanecerse.

—Y no sin cierta inquietud, ¿verdad, señor? —añadió Margarita.

—También lo confieso, señora. Sin embargo, aunque estoy rodeado de encarnizados enemigos y de amigos que son aún más peligrosos, recordé que una noche vi brillar en vuestros ojos el sentimiento de la generosidad. Era la noche de nuestra boda; otro día vi brillar la estrella del valor, y ese día, ayer, era el fijado para mi muerte.

—¿Y, sin embargo… señor? —dijo Margarita sonriendo mientras Enrique pretendía leer hasta el fondo de su corazón.

—Pues bien, señora; pensando en todo esto me dije en cuanto leí vuestro mensaje en el que me ordenabais venir: «Sin amigos, sin armas, prisionero, el rey de Navarra no tiene más que una manera de morir con honor, con una muerte que figure en la Historia, y es morir traicionado por su esposa». Y he venido.

—Señor —respondió Margarita—, cambiaréis de lenguaje en cuanto sepáis que todo lo que ocurre en este momento es obra de una persona que os ama… y a la que amáis.

Enrique retrocedió al oír estas palabras y sus ojos grises y penetrantes bajo sus negras cejas interrogaron a la reina con curiosidad.

—¡Oh! Tranquilizaos, señor —dijo la reina sonriendo—. No tengo la pretensión de haceros creer que esa persona sea yo.

—Pero, no obstante, señora —repuso Enrique—, vos me habéis enviado esta llave; y esta letra es vuestra.

—Confieso que es mi letra, y no niego haberos enviado ese papel. Pero en cuanto a la llave es otra cosa. Conformaos con saber que ha pasado por las manos de cuatro mujeres antes de llegar a las vuestras.

—¡De cuatro mujeres! —exclamó Enrique asombrado.

—Sí, de cuatro mujeres —contestó Margarita—. Por las de la reina madre, por las de la señora de Sauve, por las de Guillonne y por las mías.

Enrique se puso a meditar sobre este enigma.

—Hablemos razonablemente, señor —dijo Margarita—, y sobre todo, con franqueza. ¿Es verdad, según dicen hoy públicos rumores, que Vuestra Majestad consiente en abjurar?

—Esos rumores engañan, señora, porque todavía no he dado mi consentimiento.

—Pero ya os habéis decidido, sin embargo.

—Es decir, reflexiono. ¿Qué queréis? Cuando uno tiene veinte años y es casi rey, hay cosas, ¡por Dios!, que bien valen una misa.

—La vida, entre otras cosas, ¿no es cierto?

Enrique no pudo reprimir una ligera sonrisa.

—No me decís todo vuestro pensamiento, señor —dijo Margarita.

—Tengo ciertas reservas para con mis aliados, señora; porque, como sabéis, no somos más que simples aliados; si fueseis a la vez mi aliada… y…

—¿Y vuestra esposa, Sire?

—Sí, mi esposa.

—¿Entonces?

—Entonces tal vez sería distinto; y quizá tendría interés en seguir siendo rey de los hugonotes, como me dicen… Ahora tengo que contentarme con vivir.

Margarita contempló a Enrique de un modo tan singular que hubiera infundido sospechas a un espíritu menos sutil que el del rey de Navarra.

—¿Y estáis seguro al menos de obtener ese resultado?

—Casi. Ya sabéis que en este mundo, señora, uno nunca puede estar completamente seguro de nada.

—¿Es cierto —agregó Margarita— que Vuestra Majestad, que ha dado muestras de tanta moderación y profesa tanto desinterés, después de renunciar a su corona y a su religión, renunciará probablemente, por lo menos así se espera, a su alianza con una princesa de Francia?

Encerraban tan profundo significado estas palabras, que Enrique se estremeció a pesar suyo. Pero, dominando su emoción, contestó con la rapidez de un relámpago:

—Dignaos recordar, señora, que en estos momentos no tengo libre albedrío. Haré, pues, lo que me ordene el rey de Francia. En cuanto a mí, si me consultaran con respecto a esta cuestión, en la que se juega nada menos que mi trono, mi honor y mi vida, antes que afianzar mi porvenir en los derechos que me da nuestro forzado matrimonio, preferiría retirarme como cazador a un castillo o como penitente a un convento.

Aquella tranquila resignación, aquel renunciamiento a las cosas del mundo, asustaron a Margarita. Pensó que quizá la ruptura del matrimonio habría sido convenida entre Carlos IX, Catalina y el rey de Navarra. Pero ¿por qué no la tomarían a ella también como víctima? ¿Acaso porque era hermana de uno e hija de la otra? La experiencia le había enseñado que esa no era una razón para confiar en su seguridad. La ambición mordió, pues, el corazón de esta mujer, o mejor dicho de esta joven reina situada demasiado por encima de las vulgares flaquezas para dejarse llevar por el amor propio: en toda mujer, aun mediocre, cuando ama, el amor no conoce miserias, porque el amor verdadero es también una ambición.

—Vuestra Majestad —dijo Margarita con cierto irónico desdén— parece no tener gran confianza en la estrella que brilla en la frente de cada rey.

—¡Ah! —repuso Enrique—. En vano busco la mía en este momento; no puedo verla, porque está oculta entre las nubes de la tormenta que se ciernen sobre mi cabeza.

—¿Y si el aliento de una mujer disipase esa tormenta y volviera esa estrella más brillante que nunca?

—Es muy difícil —dijo Enrique.

—¿Negáis, señor, la existencia de esa mujer?

—No, niego solamente su poder.

—¿Querréis decir su voluntad?

—He dicho su poder, y lo repito. La mujer no es realmente poderosa sino cuando el amor y el interés existen en ella en igual proporción; si sólo le preocupa uno de estos dos sentimientos, es vulnerable como Aquiles. Ahora bien, si no me equivoco, no puedo contar con el amor de esa mujer.

Margarita se quedó callada.

—Oídme —continuó Enrique—. Al dar el último toque la campana de Saint-Germain d’Auxerre, debisteis pensar en recuperar vuestra libertad, que utilizaron como prenda para destruir a mis partidarios. Yo tuve que pensar en salvar la vida. Era lo más urgente… Perdemos Navarra, es cierto; pero Navarra es poca cosa comparada con la libertad que recobráis de poder hablar en voz alta en vuestra habitación, cosa a la que no os atrevíais cuando alguien os escuchaba desde ese gabinete.

A pesar de hallarse sumamente preocupada por la entrevista, Margarita no pudo reprimir una sonrisa.

El rey de Navarra, por su parte, se había levantado para volver a su cuarto; hacía ya un rato que dieran las once y todo el mundo dormía o parecía dormir en el palacio.

Enrique avanzó tres pasos en dirección a la puerta; luego, deteniéndose de pronto como si recordara entonces las circunstancias que lo habían llevado a las habitaciones de la reina, dijo:

—A propósito, señora, ¿no teníais algo que comunicarme o no queríais más que ofrecerme la oportunidad de agradeceros de nuevo el momento de tregua que vuestra presencia en la sala de armas del rey me dio anoche? En verdad, señora, llegasteis a tiempo, no puedo negarlo. Descendisteis al lugar de la escena como una antigua divinidad, justo en el momento de salvarme.

—¡Desdichado! —exclamó Margarita con voz sorda y cogiendo el brazo de su marido—. ¿Cómo no veis que, por el contrario, no está nada salvado, ni vuestra libertad, ni vuestra corona, ni vuestra vida?… ¡Ciego! ¡Loco! ¡Pobre loco! ¿No visteis en mi carta otra cosa que una cita? ¿Habéis creído que Margarita, ofendida por vuestra frialdad, deseaba una reparación?

—Señora —dijo Enrique asombrado—, confieso…

Margarita se encogió de hombros con una expresión imposible de describir.

En aquel mismo instante se oyó un ruido extraño como si alguien arañara nerviosa y apresuradamente en la puerta secreta.

Margarita acercó al rey a la puerta y le dijo:

—Escuchad.

—La reina madre sale de sus habitaciones —murmuró una voz entrecortada por el miedo y la angustia en la que Enrique reconoció al momento a la señora de Sauve.

—¿Hacia dónde se dirige? —preguntó Margarita.

—Hacia las habitaciones de Vuestra Majestad.

Y en seguida el roce de un vestido de seda indicó que la señora de Sauve huía.

—¡Oh! ¡Oh! —exclamó Enrique.

—Estaba segura de esto —dijo Margarita.

—Yo lo temía —añadió Enrique—. Y aquí tenéis la prueba.

Entonces, con un gesto rápido, abrió su jubón de terciopelo negro y Margarita vio brillar sobre su pecho una fina cota de malla de acero y un largo puñal de Milán que relampagueó en su mano como una víbora al sol.

—¡No se trata aquí de aceros ni de corazas! —gritó Margarita—. Vamos, señor, guardad esa daga. Viene la reina madre, es cierto, pero viene sola.

—Sin embargo…

—¡Es ella, ya la oigo, silencio!

Y acercándose al oído de Enrique le dijo en voz baja algunas palabras que el joven rey escuchó con atención y asombro.

Inmediatamente se ocultó entre las cortinas de la cama.

Margarita saltó, con la agilidad de una pantera, hasta el gabinete donde La Mole esperaba sobresaltado, abrió la puerta, buscó al joven y apretándole la mano en la oscuridad:

—¡Silencio! —le dijo, aproximándose tanto a su rostro que él sintió su aliento tibio y perfumado—. ¡Silencio!

Luego, volviendo a su alcoba y cerrando de nuevo la puerta, desordenó su cabellera, cortó rápidamente con un puñal todos los lazos de su vestido y se tendió en el lecho.

La llave giraba ya en la cerradura. Catalina tenía llaves para todas las puertas del Louvre.

—¿Quién es? —gritó Margarita, mientras Catalina dejaba guardando la puerta a cuatro caballeros que la acompañaban.

Como asustada por aquella brusca irrupción en su dormitorio, Margarita saltó de la cama, salió de entre las cortinas cubierta por un blanco camisón y, reconociendo a Catalina, se acercó a besarle la mano con una sorpresa tan bien simulada que engañó a la misma florentina.