Capítulo XIII

EN cuanto partió Enrique de Anjou, se diría que la paz y la felicidad habían vuelto a reinar en el Louvre, en medio de aquella familia de Atridas[39].

Carlos, olvidando su melancolía, recobraba su vigorosa salud. Salía a cazar con Enrique, o hablaba de caza con él los días que no podía salir. Tan sólo una cosa le reprochaba a su cuñado: su indiferencia por la caza de halcones. Le aseguraba que sería un príncipe perfecto si supiese adiestrar halcones y gerifaltes, como adiestraba perros perdigueros y sabuesos.

Catalina volvió a ser buena madre; tierna con Carlos y Francisco, amable con Enrique y Margarita, cariñosa con la señora de Nevers y la señora de Sauve. Con el pretexto de que había sido herido cumpliendo una orden suya, extremó su bondad hasta el punto de ir a visitar dos veces a Maurevel, convaleciente en su casa de la calle de los Cerezos.

Margarita continuaba haciendo el amor a la española.

Todas las noches abría su balcón y correspondía a La Mole por señas y por escrito; en cada una de sus cartas, el joven recordaba a la reina que le había prometido, aunque sólo fuera por unos instantes, y como recompensa a su exilio, estar a su lado en la calle de Cloche-Percée.

Únicamente una persona estaba sola y sin pareja en aquel palacio que volvía a ser tranquilo y apacible.

Esta persona era nuestro amigo el conde Annibal de Coconnas.

Cierto que ya era algo saber que La Mole vivía; también era bastante seguir siendo el preferido de la señora de Nevers, la más risueña y extravagante de todas las mujeres. Pero toda la felicidad que le proporcionaban las visitas a la hermosa duquesa, toda la tranquilidad de espíritu que debía a Margarita por haberle facilitado noticias acerca de la suerte de su común amigo, no valían para el piamontés tanto como una hora pasada con La Mole en casa de maese La Hurière, frente a una botella de vino dulce, o bien durante una de aquellas excursiones nocturnas por los rincones de París, en los que un honrado caballero podía recibir agravios a su pellejo, a su bolsa o a su traje.

La señora de Nevers, preciso es confesarlo para vergüenza de la humanidad, soportaba muy mal aquella rivalidad con La Mole. No es que detestara al provenzal, al contrario; arrastrada por ese instinto irresistible que hace que toda mujer sea coqueta a su pesar con el amante de otra, sobre todo cuando esta otra es su amiga, no había dejado de deslumbrar a La Mole con los centelleos de sus ojos de esmeralda. Coconnas hubiese podido envidiar los francos apretones de manos y las amabilidades concedidas por la duquesa a su amigo, durante los días caprichosos en que el astro del piamontés parecía palidecer en el cielo de su amada.

Pero Coconnas, que hubiera degollado a quince personas por una sola mirada de los ojos de su dama, sentía tan pocos celos de La Mole, que a menudo, a raíz de ciertas inconsecuencias de la duquesa, le había hecho al oído ciertos ofrecimientos que ruborizaron al provenzal.

Resultó de este estado de cosas que Enriqueta, a quien la ausencia de La Mole privaba de todas las ventajas que le daba la compañía de Coconnas, es decir, de su inagotable gracia, de sus insaciables caprichos de placer, fue un día a ver a Margarita para suplicarle que le devolviera ese tercero obligado, sin el cual el espíritu y el corazón de Coconnas desfallecían día por día.

Margarita, siempre complaciente y apremiada por los ruegos de La Mole y los deseos de su propio corazón, dio una cita para el día siguiente a Enriqueta en la casa de las dos puertas, con intención de tratar allí todas aquellas cuestiones en una conversación que nadie podría interrumpir.

Coconnas recibió de mala gana el aviso de Enriqueta citándole para las nueve y media en la calle Tizon. No por eso dejó de encaminarse al lugar señalado, donde halló a la duquesa enfadada por haber llegado la primera.

—Vaya, señor —le dijo—, es de mala educación hacer esperar…, no diré a una princesa, sino simplemente a una mujer.

—¡Oh! ¡Esperad! —dijo Coconnas—. Esta es una expresión muy vuestra. Apostaría, por el contrario, que nos hemos anticipado.

—Yo, desde luego.

—¡Bah! Yo también; apenas serán las diez.

—Pero mi carta decía a las nueve y media.

—Por eso salí del Louvre a las nueve, pues, dicho sea de paso, estoy de servicio con el duque de Alençon y tendré que dejaros dentro de una hora.

—Y eso os encanta, ¿verdad?

—No a fe mía, puesto que el señor de Alençon es un amo muy malhumorado y quisquilloso, y para que me regañen, prefiero unos lindos labios como los vuestros que no una boca torcida como la suya.

—Vamos, esto ya está un poco mejor —dijo la duquesa—. Dijisteis que habíais salido a las nueve del Louvre, ¿no?

—Sí, por cierto. ¡Dios mío!, con la intención de venir directamente aquí, cuando en la esquina de la calle de Grenelle veo a un hombre que se parece a La Mole.

—¡Ya estamos con La Mole!

—¡Siempre! Con vuestro permiso o sin él.

—Grosero.

—Bien —replicó Coconnas—, comencemos nuestras galanterías.

—No, acabad antes vuestro relato.

—Que conste que yo no quería contaros nada; habéis sido vos quien, al preguntarme por qué había llegado tarde…

—¡Claro! ¿Acaso debo ser yo quien llegue primero?

—Sin duda; vos no tenéis que buscar a nadie.

—Sois bastante pesado; pero, en fin, continuad. En la esquina de la calle de Grenelle habéis visto a un hombre parecido a La Mole. Pero ¿de qué está manchado vuestro jubón? ¿De sangre?

—Será que alguno me haya salpicado al caer.

—¿Os habéis batido?

—¡Ya lo creo!

—¿Por vuestro dichoso La Mole?

—¿Por quién queréis que me bata? ¿Por una mujer quizás?

—¡Gracias!

—Seguí, pues, a ese hombre que cometía la imprudencia de parecerse a mi amigo. Le alcancé en la calle de las Conchas, me adelanté y le vi a la luz del farol de una tienda. No era él.

—Bien, estaba en su derecho.

—Sí, pero le sentó mal que le mirase. «Señor, le dije, sois un fatuo al pretender pareceros de lejos a mi amigo el señor de La Mole, que es un cumplido caballero, mientras que vos se ve a la legua que no sois más que un bribón». Al oír esto echó mano a la espada y yo le imité. Al tercer pase el mal educado cayó salpicándome.

—¿Y le socorristeis por lo menos?

—Iba a hacerlo cuando pasó un jinete y esta vez os aseguro que sí era La Mole. Desgraciadamente, el caballo corría al galope. Eché a correr tras él y las gentes que se habían reunido para verme batir salieron corriendo detrás de mí. Luego, como hubiesen podido tomarme por un ladrón al verme seguido de toda aquella chusma que vociferaba a mis espaldas, me vi obligado a dar media vuelta para ponerla en fuga, lo que me hizo perder algún tiempo. Entre tanto, el jinete desapareció. Continué en su búsqueda, interrogué, di el color de su caballo, pero todo fue inútil, nadie le había visto. En fin, cansado de aquello, me vine aquí.

—¡Cansado de aquello! ¡Qué amable! —dijo la duquesa.

—Escuchad, querida amiga —dijo Coconnas inclinándose indolentemente en un sillón—, sé que vais a regañarme aún a causa del pobre La Mole, pero os advierto que estáis equivocada; la amistad… ¡Oh! ¡Ya quisiera yo tener su ingenio o su sabiduría para hallar alguna comparación que os hiciera comprender mi pensamiento!… La amistad es una estrella, mientras que el amor…, el amor…, pues bien, ¡ya está aquí la comparación!: el amor no es más que una lamparilla. Me diréis que hay varias clases.

—¿De amores?

—No, de lamparillas, y que dentro de esa clasificación hay algunas preferibles; la rosada, por ejemplo, es la mejor, pero por rosada que sea la lamparilla, se consume, mientras que la estrella brilla siempre. Me responderéis que cuando la lamparilla se gasta se puede utilizar otra.

—Señor Coconnas, sois un fatuo.

—¡Ay!

—Señor Coconnas, sois un impertinente.

—¡Ay! ¡Ay!

—Señor Coconnas, sois un majadero.

—Señora, os advierto que vais a hacerme sentir tres veces más la ausencia de La Mole.

—¡Ya no me amáis!

—Al contrario, duquesa, estáis equivocada; os idolatro. Pero puedo amaros, adoraros, idolatraros, y en mis ratos perdidos hacer el elogio de La Mole.

—¿Llamáis entonces ratos perdidos a los que estáis junto a mí?

—¿Qué queréis? El pobre La Mole está siempre presente en mi memoria.

—Le preferís a mí, esto es indigno. Mirad, Annibal, os detesto. Atreveos a ser franco y decidme que le preferís. Pero os prevengo, Annibal, que, si preferís cualquier cosa en el mundo antes que yo…

—¡Enriqueta, la más hermosa de las duquesas! Por vuestra propia tranquilidad, creedme, no me hagáis preguntas indiscretas. Os amo más que a todas las mujeres, pero amo a La Mole más que a todos los hombres.

—¡Bien contestado! —dijo de pronto una voz extraña.

Y al levantarse un tapiz de damasco que ocultaba una puerta secreta entre los dos departamentos, pudo verse a La Mole que, con el recuadro de la puerta al fondo, parecía un hermoso retrato del Tiziano en su marco dorado.

—¡La Mole! —gritó Coconnas sin prestar atención a Margarita y sin tomarse la molestia de agradecerle la sorpresa que le había proporcionado—. ¡La Mole, amigo mío, mi querido La Mole!…

Y se precipitó en los brazos de su amigo, tirando patas arriba el sillón en que estaba sentado y una mesa que encontró en su camino.

La Mole le devolvió efusivamente los abrazos, hecho lo cual dijo a la duquesa de Nevers:

—Perdonadme, señora, si mi nombre ha podido turbar la dicha de tan encantadora pareja; es cierto —añadió mirando con indecible ternura a Margarita— que no dependía de mí el veros antes.

—Ya ves, Enriqueta, que he cumplido mi palabra; aquí le tienes.

—¿De modo que sólo a los ruegos de la duquesa debo mi felicidad? —preguntó La Mole.

—Únicamente a eso —replicó Margarita.

Luego, volviéndose hacia La Mole, continuó:

—Amigo mío, os permito que no creáis una palabra de lo que digo.

Entre tanto, Coconnas, que había estrechado diez veces a su amigo entre sus brazos, que había dado veinte vueltas a su alrededor y había acercado un candelabro a su rostro para contemplarle a su gusto, fue a arrodillarse ante Margarita y le besó el borde del vestido.

—¡Ah! Perfectamente —dijo la duquesa de Nevers—, ahora por lo menos os pareceré soportable.

—¡Voto al diablo! —exclamó Coconnas—. ¡Me parecéis adorable como siempre! Sólo que ahora os lo diré con mayor entusiasmo, y ojalá hubiera aquí treinta polacos, sármatas y otros bárbaros hiperbóreos para obligarles a confesar que sois la reina de las bellas.

—¡Eh! Poco a poco, Coconnas —dijo La Mole—. ¿Dónde dejáis a Margarita?

—¡Pues no me desdigo! —exclamó Coconnas con aquel su acento burlón que le era tan peculiar—. Enriqueta es la reina de las bellas y Margarita la más bella de las reinas.

Nada le importaba al piamontés lo que hacía ni lo que pudiese decir, embargado como estaba por la alegría de ver de nuevo a su amigo, para quien solamente tenía ojos.

—Vamos, vamos, reina mía —dijo la señora de Nevers— venid y dejemos a estos perfectos amigos conversar una hora solos; tienen mil cosas que decirse que interrumpirían nuestro coloquio. Es duro para nosotras, pero es el único remedio que puede devolver la salud a Annibal. Hacedlo por mí, reina, ya que tengo la flaqueza de amar a ese tarambana, como dice su amigo La Mole.

Margarita deslizó algunas palabras al oído de La Mole, quien, por deseoso que estuviera de ver a su amigo, hubiera deseado que no fuera tan exigente su amistad. Mientras tanto, el piamontés intentaba, a fuerza de protestas de cariño, que surgiera una franca sonrisa y una dulce palabra de los labios de Enriqueta, cosa que no le costó mucho trabajo conseguir.

Las dos mujeres pasaron a la habitación contigua, donde les esperaba la cena.

Los dos amigos se quedaron solos.

Como se comprenderá, lo primero que preguntó Coconnas a La Mole fue a propósito de la noche fatal que estuvo a punto de costarle la vida. A medida que La Mole avanzaba en la narración, Coconnas, que en aquellas cuestiones no era fácil de conmover, se estremecía por entero.

—¿Y por qué, en lugar de correr por los campos —le preguntó— y de procurarme a mí tantas inquietudes, no te refugiaste en las habitaciones del duque nuestro amo? Él te habría defendido, te hubiese ocultado. Yo hubiera estado a tu lado y mi tristeza no por ser fingida hubiera engañado menos a los tontos de la corte.

—¡Nuestro amo! —dijo La Mole en voz baja—. ¿Quién, el duque de Alençon?

—Sí, según lo que me han dicho, creía que era a él a quien debía la vida.

—A quien debo la vida es al rey de Navarra —respondió La Mole.

—¿Estás seguro?

—Sin duda alguna.

—¡Ah, qué bondadoso, qué excelente rey! Pero ¿qué papel desempeñó el duque de Alençon?

—Era el que llevaba la cuerda para ahorcarme.

—¡Voto al diablo! ¿Estás seguro de lo que dices, La Mole? ¿Cómo ese príncipe pálido, ese mequetrefe, ese pobre diablo pretendió ahorcar a mi amigo? ¡Ah! Mañana mismo le diré lo que pienso de su acción.

—¿Estás loco?

—Es verdad, volvería a las andadas… Pero ¿qué importa? Esto no puede quedar así.

—Vamos, vamos, Coconnas, cálmate y trata de no olvidar que acaban de dar las once y media y esta noche estás de servicio.

—¡Poco me importa mi servicio! Sí, ¡ya puede contar conmigo! ¡Mi servicio! ¿Yo servir a un hombre que tenía la cuerda para ahorcarte?… ¡Tú bromeas! ¡No!… Estaba escrito que debía encontrarte para no separarme más de ti. Ha sido providencial. Me quedo.

—Pero reflexiona, desdichado, que no estás borracho.

—No, por suerte; porque si lo estuviera, incendiaría el Louvre.

—Veamos, Annibal —replicó La Mole—, debes ser razonable. Regresa a palacio. El servicio es cosa sagrada.

—¿Vendrás conmigo?

—Imposible.

—¿Querrán todavía matarte?

—No lo creo. Soy demasiado insignificante para que haya contra mí un complot preparado, una resolución concreta. En un momento de capricho quisieron matarme, eso es todo; los príncipes estaban con ganas de divertirse aquella noche.

—¿Qué piensas hacer entonces?

—Nada; vagar, pasear…

—Pues bien, vagaré y pasearé contigo. Es una ocupación muy agradable. Además, si nos atacan, seremos dos y les daremos bastante que hacer. ¡Ah! ¡Qué se atreva el insecto ese del duque! ¡Lo clavo como una mariposa contra la pared!

—Pero le pedirás licencia al menos.

—Sí, definitiva.

—En tal caso, adviértele que dejas su servicio.

—Nada más justo. Consiento. Voy a escribirle.

—Escribirle me parece ligero, tratándose de un príncipe de sangre.

—Sí, de sangre, ¡de la sangre de mi amigo! Entérate —respondió Coconnas moviendo sus ojos trágicos en las órbitas— de que yo me río de las pamplinas de la etiqueta.

«En realidad —se dijo La Mole—, dentro de pocos días ya no necesitará del príncipe ni de nadie; si quiere venir con nosotros le llevaremos».

Coconnas cogió, pues, la pluma sin gran oposición de su amigo y de un tirón escribió la elocuente carta que sigue:

Monseñor:

No creo que Vuestra Alteza, versada como está en los autores de la antigüedad, ignore la conmovedora historia de Orestes y Pílades, que fueron dos héroes famosos por sus desdichas y por su amistad. Mi amigo La Mole no es menos desgraciado que Orestes y yo no soy menos cariñoso que Pílades. Tiene él, en estos momentos, graves ocupaciones que reclaman mi ayuda. Es, pues, imposible que me separe de su lado. Esto es lo que exige, salvo la aprobación previa de Vuestra Alteza, que me tome una pequeña licencia, decidido como estoy a ligarme a su destino, cualquiera que sea el lugar donde me conduzca. Inútil decir a Vuestra Alteza con qué gran dolor me aparto de su servicio, por cuya razón no pierdo las esperanzas de obtener su perdón.

Siempre respetuosamente de Vuestra Alteza real.

Monseñor, vuestro muy humilde y obediente servidor,

Annibal, Conde de Coconnas

Amigo inseparable del señor de La Mole.

Una vez terminada esta obra maestra, Coconnas se la leyó en voz alta a La Mole, quien se encogió de hombros.

—¿Qué te parece? —preguntó Coconnas, que no vio el gesto o fingió no verlo.

—Me parece —respondió La Mole— que el señor de Alençon se reirá de nosotros.

—¿De nosotros?

—Sí, de nosotros dos.

—Más vale así que no que nos ahorquen por separado.

—¡Bah! —dijo La Mole riendo—. Quizás una cosa no impida la otra.

—Tanto peor; suceda lo que suceda, enviaré la carta mañana por la mañana. ¿Dónde iremos a dormir cuando salgamos de aquí?

—A casa de La Hurière. ¿Te acuerdas de aquella habitación dónde quisiste matarme cuando todavía no éramos Orestes y Pílades?

—Bueno, haré que el posadero lleve la carta.

En aquel momento se descorrieron las cortinas.

—¿Dónde están Orestes y Pílades? —preguntaron a la vez las dos princesas.

—¡Voto al diablo, señora! —respondió Coconnas—. Pílades y Orestes se están muriendo de hambre y de amor.

Fue efectivamente maese La Hurière quien al día siguiente, a las nueve de la mañana, llevó al Louvre la respetuosa misiva de Annibal Coconnas.