Capítulo IX
OCONNAS no había huido, se había retirado. La Hurière no había huido, se había precipitado. Uno desapareció como el tigre, el otro como el lobo.
A esta razón se debe el que La Hurière estuviese ya en la plaza de Saint-Germain d’Auxerre mientras Coconnas apenas había salido del Louvre.
La Hurière, al verse solo con su arcabuz en medio de la gente que corría, del silbido de las balas y de los cadáveres que caían desde los balcones, unos enteros, otros despedazados, empezó a sentir miedo y se encaminó prudentemente hacia su posada. Pero, al desembocar por la calle de Averon en la de l’Arbre-Sec, tropezó con una compañía de suizos y de caballería ligera; precisamente la que mandaba Maurevel.
—¡Hola! —exclamó quien se había puesto a sí mismo el apodo de «asesino del rey»—. ¿Terminasteis ya? ¿Volvéis a vuestra posada? ¿Qué diablos habéis hecho de nuestro hidalgo piamontés? ¿Le ha ocurrido alguna desgracia? Sería una lástima, porque se portó como un valiente.
—No, creo que no —repuso La Hurière—. Espero que pronto se reunirá con nosotros.
—¿De dónde venís?
—Del Louvre, donde, por cierto, me recibieron bastante mal.
—¿Quién?
—El señor duque de Alençon. ¿No iba a ser de los que participasen en la matanza?
—Querido, el duque de Alençon no participa más que en las cosas que le interesan personalmente; proponedle que trate como hugonotes a sus dos hermanos mayores y lo hará siempre que con ello no resulte él comprometido. ¿Pero no vais con esta buena gente, maese La Hurière?
—¿Adónde va?
—¡Oh, Dios mío! A la calle de Montorgueil; allí vive un pastor protestante, a quien conozco, que tiene mujer y seis hijos. Será un curioso espectáculo.
—¿Y vos? ¿Adónde vais?
—Tengo un asunto particular.
—No vayáis sin mí —dijo una voz que hizo estremecer a Maurevel—. Conocéis buenos lugares y quiero acompañaros.
—¡Ah, si es nuestro piamontés! —dijo Maurevel.
—Es Coconnas —corroboró La Hurière—. Creí que no me seguíais.
—¡Cáspita! Corréis demasiado ligero; además, me desvié un poco de la línea recta para ir a arrojar al río a un condenado muchacho que gritaba: «¡Abajo los papistas, viva el almirante!». Desgraciadamente, creo que el maldito sabía nadar. Si se quiere exterminar a estos impíos miserables habrá que arrojarlos al agua de recién nacidos, como a los gatos.
—¿Conque venís del Louvre? —preguntó Maurevel—. ¿Se refugió allí vuestro hugonote?
—¡Sí, Dios mío, sí!
—Le disparé un pistoletazo en el momento en que se inclinaba para recoger su espada en el patio de casa del almirante; no sé cómo no le di.
—Por mi parte —añadió Coconnas—, puedo asegurar que le he acertado; le he hundido mi espada en el hombro y al sacarla estaba la hoja húmeda hasta cinco pulgadas de la empuñadura. Cayó en brazos de Margarita: linda mujer, ¡voto al diablo! Sin embargo, confieso que no me disgustaría saber con seguridad que ha muerto, porque me parece que es un hombre muy rencoroso y sería capaz de odiarme durante toda su vida. Pero ¿no hablabais de ir no sé adónde?
—¿Insistís en venir conmigo?
—Insisto en no quedarme quieto, ¡voto al diablo! Todavía no he matado más que a tres o cuatro y en cuanto me enfrío me duele el hombro. ¡Vamos!
—Capitán —dijo Maurevel al jefe de la tropa—. Dadme tres hombres y con el resto id a despachar al sacerdote.
Del pelotón se destacaron tres suizos que fueron a reunirse con Maurevel. Los dos contingentes marcharon juntos hasta la altura de la calle Tirechappe. Allí, la caballería ligera y los suizos doblaron por la calle de la Tonnellerie, mientras que Maurevel, La Hurière y sus tres soldados tomaban por la de la Ferronnerie, seguían por la de Trousse-Vache y llegaban hasta la de Saint-Avoye.
—Pero ¿dónde diablos me lleváis? —preguntó Coconnas, que empezaba a aburrirse de tan larga caminata sin sentido.
—Os conduzco a una aventura brillante y provechosa a la vez. Después del almirante de Teligny y de esos príncipes hugonotes, nada mejor podría ofreceros. Tened paciencia. Nos dirigimos a la calle de Chaume y llegaremos allí dentro de un momento.
—Decidme —preguntó Coconnas—, ¿la calle de Chaume queda cerca del Temple?
—Sí, ¿por qué?
—Porque en ella vive un antiguo acreedor de nuestra familia, un tal Lambert Mercandon, a quien mi padre me encargó que devolviese cien libras que con tal objeto llevo en el bolsillo.
—Ahora tenéis una excelente ocasión para quedar en paz con él.
—¿Cómo?
—Hoy es el día en que se saldan todas las viejas cuentas. ¿Es hugonote Mercandon?
—¡Ah! ¡Ah! ¡Ya comprendo! —dijo Coconnas—. Debe de serlo.
—¡Silencio! Hemos llegado.
—¿Qué edificio es ese del mirador?
—El palacio de Guisa.
—Realmente —dijo Coconnas—, no podía dejar de venir aquí, puesto que llegué a París para ponerme al servicio del gran Enrique. Pero ¡voto al diablo!, en este barrio todo parece tan tranquilo y, si no fuera por las descargas de los arcabuces, podría creerse que estamos en una ciudad de provincias. ¡Que el diablo me lleve si aquí no duerme todo el mundo!
En efecto, hasta el palacio de Guisa parecía tan tranquilo como de ordinario. Todas las ventanas estaban cerradas y una sola luz brillaba tras la persiana de aquel mirador que había llamado la atención de Coconnas desde que entró en la calle.
Un poco más allá del palacio de Guisa, es decir, en la esquina de la calle Petit-Chantier y de la de Quatre-Fils, Maurevel se detuvo.
—Aquí vive quien buscamos.
—Quien buscáis… —dijo La Hurière.
—Puesto que venís conmigo, todos buscamos al mismo.
—¿Cómo? ¿En esta casa que parece sumida en profundo sueño?…
—Precisamente. Vos, La Hurière, utilizaréis esa cara de hombre honrado, que por equivocación os dio el cielo, llamando a la puerta. Pasad vuestro arcabuz al señor de Coconnas, porque hace una hora que veo que lo está deseando. Si lográis entrar, pedid que os dejen hablar con el señor De Mouy.
—¡Vaya! —exclamó Coconnas—. Ya comprendo; vos también tenéis un acreedor en el barrio del Temple.
—Así es —contestó Maurevel—. Subiréis haciéndoos pasar por hugonote y advertiréis a De Mouy de todo lo que ocurre; como es valiente, bajará…
—¿Y cuando baje? —preguntó La Hurière.
—Le pediré que mida su espada con la mía.
—¡Esto es lo propio de un caballero, por mi vida! —dijo Coconnas—. Y pienso hacer exactamente lo mismo con Lambert Mercandon; si es demasiado viejo para aceptar, desafiaré a alguno de sus hijos o de sus sobrinos.
La Hurière, sin replicar, llamó a la puerta. Sus golpes, vibrando en el silencio de la noche, hicieron que se abrieran las puertas del palacio de Guisa y que asomaran por las ventanas algunas cabezas. Se vio entonces que el palacio estaba tan tranquilo como pudiera estarlo una fortaleza: porque estaba lleno de soldados.
Aquellas cabezas desaparecieron en seguida, adivinando sin duda de qué se trataba.
—¿Vive aquí el señor De Mouy? —preguntó Coconnas señalando la casa donde La Hurière estaba llamando.
—No, quien vive aquí es su amante.
—¡Voto al diablo! ¡Qué galantería la vuestra! Le ofrecéis una oportunidad de batirse ante los ojos de su querida. Nosotros seremos los jueces de campo. Y eso que mucho me gustaría pelear a mí también. Tengo el hombro que me quema.
—¿Y la herida de la cara? —preguntó Maurevel—. También parece muy profunda.
Coconnas lanzó una especie de rugido.
—¡Voto a…! —dijo—. Espero que habrá muerto, porque, de lo contrario, volveré al Louvre a rematarle.
La Hurière seguía llamando.
Al cabo de un rato se abrió una ventana del primer piso y apareció en el balcón un hombre en calzoncillos y gorro de dormir.
—¿Quién es? —gritó.
Maurevel hizo señas a los suizos para que se alinearan debajo de una cornisa, mientras Coconnas se arrimaba contra la pared.
—¡Ah, señor De Mouy! ¿Sois vos? —dijo el posadero con voz melosa.
—Sí, soy yo, ¿qué queréis?
—¡Es él! —murmuró Maurevel estremeciéndose de placer.
—¿No sabéis lo que pasa, señor? —continuó La Hurière—. Han asesinado al almirante y están matando a nuestros hermanos. ¡Venid pronto en su auxilio! ¡Venid!
—¡Ah! —exclamó De Mouy—. Ya sospechaba que se estaba tramando algo para esta noche. No debiera haber abandonado a mis buenos compañeros. Ahora voy, amigo mío, ahora voy; esperadme.
Y sin cerrar de nuevo la ventana, por la cual se escaparon algunos gritos de mujer atemorizada y algunas tiernas súplicas, el señor De Mouy se puso el jubón y cogió su capa y sus armas.
—¡Ya baja! ¡Ya baja! —murmuró Maurevel, pálido de alegría—. Atención vosotros —agregó al oído de los suizos.
Luego, cogiendo el arcabuz de manos de Coconnas y soplando la mecha para asegurarse de que estaba bien encendida:
—Toma, La Hurière —le dijo al posadero, que se había retirado hacia el grueso de la tropa—. Aquí tienes tu arcabuz.
—¡Voto al diablo! —exclamó Coconnas—. Ahora sale la luna de entre las nubes para ser testigo de este noble encuentro. Daría cualquier cosa porque Lambert Mercandon estuviese aquí y sirviera de segundo al señor De Mouy.
—¡Esperad! ¡Esperad! —dijo Maurevel—. El señor De Mouy vale por diez y quizá nosotros seis seamos pocos para dar cuenta de él. Adelante vosotros —continuó, haciendo señas a los suizos para que se deslizaran hasta la puerta a fin de atacarlo cuando saliera.
—¡Oh! —exclamó Coconnas viendo los preparativos—. Me parece que no van a suceder las cosas como yo esperaba.
Se oía ya el ruido que hacía De Mouy al levantar la barra de hierro que atrancaba la puerta. Los suizos habían salido de su escondite para ocupar el puesto señalado. Maurevel y La Hurière se acercaban de puntillas mientras que, por un resto de caballerosidad, Coconnas se quedaba en el mismo lugar, cuando apareció en el balcón la joven, de quien ya nadie se acordaba, y lanzó un grito terrible al ver a los suizos, a Maurevel y a La Hurière.
De Mouy, que ya había entreabierto la puerta, se detuvo.
—¡Sube! ¡Sube! —gritó la joven—. Veo relucir las espadas y brillar la mecha de un arcabuz. Es una emboscada.
—¡Oh! ¡Oh! —respondió la voz del caballero hugonote—. Vayamos con calma hasta ver qué significa todo esto.
Y volvió a cerrar la puerta poniendo la barra de hierro y echando el cerrojo. Luego subió a su piso.
Maurevel cambió el orden de batalla al ver que De Mouy no saldría. Los suizos fueron a apostarse en la acera de enfrente y La Hurière, con su arcabuz en alto, esperaba a que el enemigo asomara de nuevo al balcón. No tuvo que esperar mucho tiempo. Apareció De Mouy precedido por dos pistolas de tan respetable calibre que La Hurière, que ya le apuntaba a la cara, cayó de pronto en la cuenta de que las balas del hugonote no tenían que recorrer más distancia para llegar a la calle que las suyas para llegar al balcón.
«Es cierto que puedo matarlo —se dijo—, pero también él puede matarme a mí al mismo tiempo».
Y como, a fin de cuentas, maese La Hurière, posadero de profesión, no era soldado más que por casualidad, su reflexión le determinó a retirarse buscando refugio en la esquina de la calle de Braque, desde donde difícilmente podría, y más siendo de noche, calcular la trayectoria que habría de recorrer su bala hasta llegar a De Mouy.
De Mouy miró alrededor y se asomó en actitud de guardia, como quien se prepara a un duelo; pero viendo que nadie aparecía:
—Oíd, señor mensajero —dijo—, no parece sino que habéis dejado olvidado el arcabuz en la puerta de mi casa. ¡Aquí estoy! ¿Qué me queréis?
«¡Ah! —se dijo Coconnas—. Es sin duda un valiente».
—Amigos o enemigos —continuó De Mouy— sea quien sea, ¿no veis que aquí os espero?
La Hurière guardó silencio. Maurevel no respondió y los tres suizos permanecieron quietos.
Coconnas esperó un momento. Luego, viendo que nadie seguía la conversación iniciada por La Hurière y continuada por De Mouy, salió hasta el centro de la calle y con el sombrero en la mano dijo:
—Señor, no hemos venido aquí a cometer un asesinato, como acaso supongáis, sino a proponeros un desafío… Acompaño a un enemigo vuestro que querría medirse con vos para terminar caballerescamente una vieja diferencia. ¡Eh! ¡Por Dios! Venid, señor de Maurevel, en lugar de volver la espalda: el señor acepta.
—¡Maurevel! —gritó De Mouy—. ¡Maurevel! ¡El asesino de mi padre! ¡El «asesino del rey»!… ¡Ya lo creo que acepto!
Y apuntando a Maurevel, que iba a llamar al palacio de Guisa para buscar refuerzos, atravesóle el sombrero de un balazo.
Al oír la descarga y los gritos de Maurevel, salieron los guardias que habían acompañado a la duquesa de Nevers seguidos por tres o cuatro caballeros y sus pajes, y avanzaron hacia la casa de la amante del joven De Mouy.
Un segundo pistoletazo dirigido hacia el grupo de soldados mató al que se hallaba más cerca de Maurevel, después de lo cual De Mouy, viéndose desarmado o al menos con armas inútiles, pues sus dos pistolas estaban ya descargadas y sus adversarios fuera del alcance de su espada, se protegió detrás del quicio de su ventana.
Entre tanto comenzaban a abrirse las puertas de las casas de los alrededores y, según fuese pacífico o belicoso el carácter de sus moradores, volvían a cerrarse o se erizaban de mosquetes y arcabuces.
—¡A mí, valiente Mercandon! —gritó De Mouy haciendo señas a un hombre ya viejo que, desde una ventana que acababa de abrirse frente al palacio de Guisa, intentaba enterarse del significado de aquel escándalo.
—¿Me llamáis, señor De Mouy? —respondió el anciano—. ¿Es a vos a quien atacan?
—A mí, a vos y a todos los protestantes. ¿Queréis mejor prueba que esta?
En aquel momento, De Mouy vio que el arcabuz de La Hurière apuntaba hacia donde él estaba. Partió el tiro, pero el joven tuvo tiempo de agacharse, de modo que la bala fue a estrellarse contra el vidrio por encima de su cabeza.
—¡Mercandon! —gritó Coconnas, que en medio del combate rebosaba de placer y había olvidado a su acreedor, hasta que al oír el apóstrofe de De Mouy lo recordó de nuevo—. Mercandon y calle de Chaume, aquí es. ¡Oh! Así cada uno se entenderá con el hombre que le interesa.
Y en tanto los hombres del palacio de Guisa derribaban las puertas de la casa donde estaba De Mouy, Maurevel, con una antorcha en la mano, trataba de prender fuego al edificio. Y, mientras, echadas abajo las puertas, se entablaba un terrible combate contra un solo hombre que a cada estocada abatía a un enemigo, Coconnas traba de derribar la puerta de Mercandon, ayudándose con una piedra del pavimento, sin que el anciano, intimidado por tan solitario ataque, cesase de disparar desde su ventana.
Aquel barrio desierto y oscuro se iluminó entonces como en pleno día, poblándose como el interior del hormiguero; desde el palacio de Montmorency, seis u ocho caballeros hugonotes, acompañados de sus sirvientes, hicieron una furiosa descarga y, ayudados por fuego de los balcones, comenzaron a hacer retroceder a Maurevel y a la gente del palacio de Guisa hasta que consiguieron meterlos en el mismo lugar de donde habían salido.
Coconnas, que no había logrado aún derribar la cerca de Mercandon, fue envuelto por la brusca maniobra. Apoyándose entonces en la pared, espada en mano, comenzó no sólo a defenderse, sino a atacar, lanzando terribles imprecaciones que dominaban todo el estruendo. Golpeó con su acero a derecha a izquierda, riendo a amigos y enemigos hasta que se hizo sitio libre a su alrededor. A medida que su espada atravesaba un pecho y la sangre tibia le salpicaba las manos o el rostro, con los ojos abiertos, la nariz dilatada y los dientes apretados, recuperaba el terreno perdido y se aproximaba a la casa sitiada.
De Mouy, después de librar un tremendo combate en la escalera y en él vestíbulo, había acabado por salir como un héroe, en medio de toda aquella lucha, de su casa incendiada. Ni un momento había dejado de gritar: «¡A mí, Maurevel! ¿Dónde estás?», insultándolo con los epítetos más injuriosos.
Apareció por último en la calle sosteniendo con un brazo a su querida, semidesnuda y casi desmayada. Llevaba un puñal entre los dientes.
Su espada, resplandeciente por el movimiento de rotación que le imprimía, trazaba círculos blancos o rojos, según que la luz de la luna plateara el acero o que una antorcha hiciera brillar la sangre de que estaba teñida.
Maurevel había huido. La Hurière, empujado por De Mouy hasta donde se hallaba Coconnas, que no le reconocía y le recibía con la punta de su espada, pedía a ambos bandos que le perdonasen la vida. En aquel momento le vio Mercandon, reconociendo en él, por su blanco distintivo, a uno de los asesinos.
Disparó contra él. La Hurière dio un grito, extendió los brazos, dejó caer su arcabuz y, después de tratar de acercarse a la pared para sostenerse, cayó boca abajo al suelo.
De Mouy, aprovechando esta circunstancia, se metió por la calle de Paradis y desapareció.
La resistencia de los hugonotes fue tal, que los partidarios de Guisa hubieron de replegarse de nuevo en palacio, atrancando las puertas por temor de ser cogidos en su propia casa.
Coconnas, aturdido y ebrio de sangre, había llegado a ese punto de exaltación en que el valor, sobre todo en los temperamentos meridionales, suele convertirse en locura. No había visto ni oído nada. A sus oídos no llegaban sino rumores atenuados y advirtió que la sangre de su rostro y de sus manos empezaba a secarse. Bajando su espada no vio por allí cerca más que a un hombre tendido en el suelo, con la cara en un charco rojizo. El incendio que provocara Maurevel se había propagado a las casas vecinas.
Fue una tregua muy breve. En el momento en que se disponía a acercarse a aquel hombre, en quien creyó reconocer a La Hurière, se abrió la puerta en la que tan baldíamente acababa de golpear con un pedrusco y el anciano Mercandon, acompañado de su hijo y de sus dos sobrinos, se lanzó hacia el piamontés, que estaba tomando aliento.
—¡Aquí está! ¡Aquí está! —gritaron todos a un tiempo.
Se hallaba, en efecto, Coconnas en medio de la calle y, temeroso de verse rodeado por los cuatro hombres que le atacaban a la vez, dio un salto hacia atrás con la misma agilidad que uno de aquellos gamos que tantas veces persiguiera por la montaña. Se apoyó contra la pared del palacio de Guisa y, repuesto de la sorpresa, púsose en guardia y recuperó su tono burlón.
—¡Hola, papá Mercandon! ¿No me reconocéis? —preguntó.
—¡Ah, miserable! —gritó el anciano hugonote—. ¡Ya lo creo que te reconozco! ¡Quieres matarme, a mí, el amigo, el compañero de tu padre!
—Y su acreedor, ¿no es cierto?
—Así es, ya que lo dices.
—Pues bien, vengo a arreglar cuentas —respondió Coconnas.
—¡Cogedlo y atadlo! —dijo el viejo a los jóvenes que le acompañaban, quienes, al oírlo, avanzaron hacia el muro en que el piamontés guardaba sus espaldas.
—¡Un momento! ¡Un momento! —dijo riendo Coconnas—. Para detener a un hombre es necesario poseer una orden de arresto, y vosotros habéis de solicitarla al preboste.
Y después de pronunciar estas palabras cruzó su espada con la del joven que halló más próximo. A la primera estocada le rompió la muñeca y el infeliz retrocedió gimiendo.
—¡Uno menos! —dijo Coconnas.
En aquel instante se abrió rechinando la ventana debajo de la cual el piamontés había buscado refugio. De pronto se sobresaltó, temiendo un nuevo ataque, pero en lugar de un enemigo apareció una mujer y, en lugar del arma mortífera que se preparaba a combatir, cayó un ramo de flores a sus pies.
—¡Una mujer! —exclamó.
Y saludó a la dama con la punta de su espada, inclinándose para recoger el regalo.
—¡Cuidado, valiente católico! ¡Cuidado! —gritó la dama.
Coconnas se irguió, pero no tan rápidamente como para poder evitar que el puñal del otro sobrino atravesara su capa e hiriera su hombro.
La señora lanzó un grito agudo.
Coconnas, agradecido, la tranquilizó con un gesto. Inmediatamente se lanzó contra el segundo sobrino, que le hizo frente. A la segunda embestida el pie de su enemigo resbaló en un charco de sangre. Coconnas dio un salto con la velocidad de un gato montés y le atravesó el pecho con su espada.
—¡Muy bien! ¡Muy bien, valiente caballero! —gritó la dama del palacio de Guisa—. ¡Muy bien! Os envío ayuda.
—No merece la pena de que os molestéis, señora —dijo Coconnas—. Mirad más bien hasta el final si os interesa y veréis cómo el conde de Coconnas despacha a los hugonotes.
El hijo del anciano Mercandon aprovechó este momento para dispararle casi a boca de jarro un pistoletazo que le hizo caer de rodillas.
La dama de la ventana dio un grito, pero Coconnas ya estaba en pie; se había arrodillado simplemente para librarse de la bala, que fue a dar contra la pared, a dos pies de distancia de la bella espectadora.
Casi al mismo tiempo, de la ventana correspondiente a la casa de Mercandon partió una exclamación de furia y una señora anciana, que reconoció en Coconnas a un católico por su cruz blanca, le arrojó una maceta con flores, que le pegó al piamontés en una rodilla.
—¡Bueno! —exclamó Coconnas—. ¡Una me tira flores y otra macetas! Si esto continúa así, van a terminar por tirar sus casas.
—Gracias, madre mía —gritó el muchacho.
—Está bien, mujer —dijo el viejo Mercandon—, defiéndenos.
—Esperad, señor Coconnas, esperad —dijo la dama del palacio de Guisa—. Haré que tiren a las ventanas.
—Parece que este es un infierno de mujeres, en el que unas están de mi parte y otras en contra mío —dijo Coconnas—. ¡Voto al diablo, acabemos!
La escena, efectivamente, había cambiado mucho y llegaba a su desenlace. Frente a Coconnas, herido, pero con todo el vigor de sus veinticuatro años, acostumbrado a manejar las armas y más irritado que debilitado por los tres o cuatro rasguños que había recibido, no quedaban más que Mercandon y su hijo. Mercandon, anciano de sesenta o setenta años; su hijo, un muchacho de dieciséis o diecisiete. Este último, pálido, rubio y delicado, había arrojado su pistola descargada y, por lo tanto, inútil, y agitaba, temblando, una espada que tenía a lo sumo la mitad del largo que la del piamontés. El padre, armado únicamente de un puñal y de un arcabuz sin mecha, pedía auxilio. Una mujer anciana, la madre del muchacho, asomada a una ventana, tenía en las manos un trozo de mármol que se disponía a arrojar.
Coconnas, excitado de un lado por las amenazas y de otro por los aplausos, orgulloso de su doble victoria, embriagado de pólvora y de sangre, iluminado por los reflejos de una casa en llamas, exaltado por la idea de que combatía ante una mujer cuya belleza le había parecido tan extraordinaria como debía de ser su alcurnia, sintió, como el último de los Horacio, que sus fuerzas se duplicaban, y viendo vacilar a su joven enemigo, corrió a cruzar su terrible y sangrienta espada con la pequeña y trémula que su contrincante blandía.
Dos golpes bastaron para hacérsela saltar de las manos. Entonces Mercandon trató de hacer retroceder a Coconnas para que los proyectiles lanzados desde la ventana pudieran alcanzarle.
Coconnas, por el contrario, para paralizar el doble ataque del viejo Mercandon, que trataba de hundirle su puñal, y de la madre del muchacho, que pretendía partirle su cabeza con la piedra que estaba a punto de tirarle, cogió entre sus brazos a su adversario y, presentándolo a todos los golpes, le utilizaba como escudo oprimiéndole entre sus brazos hercúleos.
—¡A mí! ¡A mí! —gritó el joven—. ¡Me rompe el pecho! ¡Socorro! —Y su voz empezó a perderse en un ronquido sordo y ahogado, Mercandon dejó entonces de amenazar y suplicó:
—¡Por favor! ¡Por favor! ¡Señor Coconnas! ¡Es mi único hijo!
—¡Mi hijo! ¡Mi hijo! —gritó la madre—. ¡Es el consuelo de nuestra vejez! ¡No le matéis, señor! ¡No le matéis!
—¡Ah! ¿Me pedís que no le mate? —respondió Coconnas echándose a reír—. ¿Y qué pretendía hacer él con su pistola?
—Señor —continuó Mercandon, uniendo las manos en actitud de ruego—. Tengo en mi casa el pagaré firmado por vuestro padre; os lo devolveré; poseo diez mil escudos de oro que os daré junto con las joyas de la familia, pero ¡no le matéis! ¡No le matéis!…
—Y yo os daré mi amor —dijo la dama del palacio de Guisa—, os lo prometo.
Coconnas reflexionó por espacio de un segundo y, sin rodeos, le preguntó al muchacho:
—¿Sois hugonote?
—Sí —murmuró este.
—En ese caso tendréis que morir —respondió Coconnas, frunciendo el ceño y acercando al pecho de su adversario su amenazadora espada.
—¡Morir! —exclamó el anciano—. ¡Pobre hijo mío! ¡Morir!
Se oyó un grito de mujer tan lastimero y profundo que hizo vacilar por un momento la salvaje resolución del piamontés.
—¡Señora duquesa! —gritó el padre dirigiéndose a la dama asomada en el balcón del palacio de Guisa—. Interceded por nosotros y todos los días vuestro nombre será pronunciado en nuestras oraciones.
—¡Que se convierta entonces! —dijo la dama.
—Soy protestante —replicó el chico.
—¡Muere, pues! —gritó Coconnas levantando su daga—. Muere, ya que no aceptas la vida que una boca tan bella te ofrece.
Mercandon y su esposa vieron brillar el terrible acero como un relámpago encima de la cabeza de su hijo.
—¡Oliverio, hijo mío, abjura…, abjura! —imploró la madre.
—¡Abjura, hijo querido! —gritó Mercandon echándose a los pies de Coconnas—. No nos dejes solos en el mundo.
—¡Abjurad todos juntos! —gritó Coconnas—. Por un credo se salvarán tres almas y una vida.
—¡Acepto! —dijo el joven.
—Así lo haremos —dijeron Mercandon y su mujer.
—¡De rodillas, entonces! —ordenó Coconnas—. Y que tu hijo repita la oración que voy a decir.
El padre obedeció primero.
—Estoy dispuesto —dijo el joven.
Y se arrodilló a su vez.
Coconnas comenzó entonces a dictarle en latín las palabras del credo. Pero, ya sea por casualidad o cálculo, el joven Oliverio se había arrodillado cerca del sitio donde cayera su espada. Apenas vio el arma al alcance de su mano, sin dejar de repetir las palabras de Coconnas, extendió el brazo para cogerla. Coconnas advirtió el movimiento, aunque fingió no verlo, y en el momento en que el muchacho tocaba la empuñadura con la punta de sus dedos crispados se lanzó sobre él derribándole.
—¡Ah! ¡Traidor! —le dijo.
Y le hundió su daga en la garganta.
El joven lanzó un grito, se levantó convulsivamente sobre una rodilla y cayó muerto.
—¡Ah, verdugo! —aulló Mercandon—. Nos matas para robarnos los escudos que nos debes.
—No, a fe mía —dijo Coconnas—. Y la prueba…
Al decir estas palabras, Coconnas arrojó a los pies del anciano la bolsa que antes de partir le entregara su padre para saldar su deuda.
—La prueba —continuó— es que aquí tenéis vuestro dinero.
—¡Y aquí tienes tú tu muerte! —gritó la madre desde la ventana.
—¡Cuidado, señor de Coconnas, cuidado! —dijo la señora del palacio de Guisa.
Pero antes de que el piamontés pudiese volver la cabeza para atender a este último aviso o para sustraerse a la primera amenaza, una pesada maza cruzó el aire silbando y le cayó sobre el sombrero, le rompió la espada en la mano y le tendió en tierra aturdido, lelo, aplastado, sin que pudiera oír el doble grito de alegría y de aflicción que sonó a derecha a izquierda. Mercandon se lanzó en seguida, puñal en mano, hacia Coconnas, desvanecido. Pero en aquel momento se abrió la puerta del palacio de Guisa y el anciano, al ver brillar las partesanas y las espadas, huyó, mientras que la dama, a quien Coconnas había dado el título de duquesa, mostrando una belleza que parecía terrible a la luz del incendio, resplandeciente de diamantes y pedrerías, sacó medio cuerpo fuera del balcón para gritar a los recién llegados, señalando a Coconnas:
—¡Allí! ¡Allí! Frente a mí; un caballero vestido con jubón rojo. ¡Ese, sí, sí, ese…!