Capítulo XXIX
UANDO al día siguiente se levantó por detrás de las colinas de París un sol hermoso y rojizo que no quemaba, como es el de las mañanas privilegiadas del invierno, hacía ya dos horas que todo estaba en movimiento en el patio del Louvre.
Un magnífico caballo árabe, tan nervioso como esbelto, de patas de ciervo en las que resaltaban las venas formando una red, esperaba en el patio, golpeando el suelo con los cascos, enderezando las orejas y echando fuego por las narices, a Carlos IX; pero su impaciencia, con todo; era menor que la de su amo, detenido al pasar por Catalina, que le había llamado para hablarle, según le dijo, de un asunto importante.
Ambos estaban en la galería de cristales: Catalina, fría, pálida e impasible como siempre; Carlos IX, trémulo, royéndose las uñas y castigando con la fusta a sus dos perros favoritos, que se hallaban protegidos con cotas de malla para que el hocico del jabalí no pudiera hacer presa y estar así en condiciones de afrontar impunemente al terrible animal. Lucían colgando de su pecho un pequeño escudo con las armas de Francia, muy parecido al que llevaban los pajes, quienes más de una vez envidiaron los privilegios de que gozaban aquellos afortunados y caninos favoritos.
—Prestad atención, Carlos —decía Catalina—. Nadie más que nosotros dos conoce aún la próxima llegada de los polacos. Sin embargo, ¡Dios me perdone!, el rey de Navarra obra como si lo supiese. A pesar de su abjuración, de la que siempre desconfié, sospecho que está en relaciones con los hugonotes. ¿Habéis notado lo muy a menudo que sale últimamente? Tiene dinero, él, que jamás lo tuvo; compra caballos y armas y los días de lluvia practica la esgrima de la mañana a la noche.
—¡Por Dios, madre mía! —dijo Carlos, impacientándose—. ¿Creéis que tiene intenciones de matarme o de matar a mi hermano el duque de Anjou? En tal caso, tendrá que recibir todavía varias lecciones, pues ayer le he contado once ojales en su jubón, que no tiene más que seis botones. En cuanto a mi hermano, ya sabéis que tira mejor que yo o por lo menos igual.
—Escuchad, Carlos —prosiguió Catalina—, y no tratéis a la ligera las cosas que os dice vuestra madre. Los embajadores van a llegar; pues bien, ya veréis: una vez que estén aquí, Enrique hará todo lo posible por atraérselos. Es insinuante y ladino; sin contar con que su mujer, que le ayuda en todo no sé por qué, conversará con ellos en latín, griego, húngaro, ¡qué sé yo! Os advierto, Carlos, y ya sabéis que jamás me equivoco, que algo se prepara.
En aquel momento se oían las campanadas de un reloj y Carlos dejó de escuchar a su madre para contarlas.
—¡Por mi vida! ¡Si son las siete ya! —exclamó—. Una hora para ir y serán las ocho; otra para llegar al lugar donde esté acorralado el jabalí y no podremos iniciar la caza antes de las nueve. Verdaderamente, madre mía, me estáis haciendo perder demasiado tiempo. ¡Vamos, Risquetout!… ¡Por mi vida! ¡Ven acá, bribón!
Y un violento latigazo cruzó sobre el lomo del dogo. El pobre animal, sorprendido al recibir un castigo en vez de una caricia, lanzó un gemido de dolor.
—Carlos —continuó Catalina—, escuchadme por Dios y no dejéis así al azar la suerte vuestra y la de Francia. La caza, la caza, la caza, decís… ¡Ya tendréis tiempo de cazar cuando hayáis cumplido vuestra misión de soberano!
—Vamos, vamos, madre —dijo Carlos pálido de impaciencia—, explicaos pronto porque me estoy poniendo nervioso. La verdad es que hay días en que no os entiendo.
Y se puso a golpearse la bota con el puño del látigo.
Catalina juzgó que había llegado el momento oportuno y que no debía desaprovecharlo.
—Hijo mío —dijo—, tenemos pruebas de que De Mouy ha vuelto a París. El señor de Maurevel, a quien conocéis perfectamente, le ha visto. El culpable de que esté aquí no puede ser más que el rey de Navarra, lo cual, según creo, es suficiente para que nos resulte más sospechoso que nunca.
—¡Vamos, otra vez acusando a mi pobre Enriquito! Queréis que me lo maten, ¿no es eso?
—¡Oh, no!
—¿Desterrarle, entonces? ¿Es que no comprendéis que desterrado será mucho más de temer que lo pueda ser aquí, bajo nuestra mirada, en el Louvre, donde no puede hacer nada sin que lo sepamos inmediatamente?
—No es desterrarle lo que quiero precisamente.
—Entonces, ¿qué queréis? Decídmelo pronto.
—Me gustaría tenerlo en sitio seguro mientras los polacos estén aquí; en La Bastilla, por ejemplo.
—¡Oh! ¡A fe mía que no! —exclamó Carlos IX—. Vamos a la caza del jabalí esta mañana y Enrique es uno de mis mejores acompañantes; sin él, la cacería no resultará bien. ¡Por favor, madre mía, parece que no queréis más que contrariarme!
—¡Hijo querido! No digo que sea hoy mismo… Los embajadores no llegarán hasta mañana o pasado mañana. Hagámosle detener cuando termine la cacería; esta tarde…, esta noche…
—Eso es totalmente distinto. Ya hablaremos luego, cuando nos veamos; terminada la cacería no diré que no. Adiós. ¡Vamos, Risquetout, aquí, no me impacientes tú también!
—Carlos —dijo Catalina sujetándole por el brazo—, aun a riesgo de provocar con este nuevo retardo una explosión de cólera, creo que lo mejor sería firmar en seguida la orden de arresto aunque no se ponga en vigor hasta la tarde o la noche.
—¿Firmar, escribir una orden, ir a buscar el sello de los pergaminos cuando me están esperando para la cacería, a mí, que jamás he llegado tarde? ¡Váyase todo al diablo!
—No, no; os quiero demasiado para ser la culpable de vuestro retraso; todo está previsto, entrad aquí en mi habitación.
Catalina, ágil como si no tuviera más que veinte años, abrió la puerta que comunicaba con su gabinete y mostró al rey un tintero, una pluma, un pergamino, el sello y una lamparilla encendida.
El rey cogió el pergamino y lo leyó rápidamente: «Orden, etc., etc., de hacer arrestar y conducir a La Bastilla a nuestro hermano Enrique de Navarra».
—Bueno, ya está —dijo firmando de un trazo—; adiós, madre mía.
Y se lanzó fuera del gabinete, seguido de sus perros, contento de haberse librado tan fácilmente de la reina Catalina.
Carlos IX era esperado con impaciencia, y como conocían su puntualidad en materia de caza, todos estaban asombrados por su tardanza. Por eso, cuando apareció, los cazadores le saludaron dando vivas, los monteros tocando sus trompetas, los caballos con sus relinchos y los perros con sus ladridos. Todo aquel ruido, todo aquel estrépito hizo subir la sangre a sus pálidas mejillas, el corazón se le ensanchó y Carlos se sintió por un instante joven y feliz.
Apenas se distrajo el rey saludando a la brillante comitiva reunida en el patio; hizo una inclinación de cabeza al duque de Alençon, saludó con la mano a su hermana Margarita, pasó delante de Enrique sin dar señales de haberle visto y montó sobre el caballo árabe, que impaciente dio un salto en cuanto se vio montado. A las tres o cuatro corvetas comprendió que el jinete sabía su oficio y se calmó.
Resonaron de nuevo las cornetas y el rey salió del Louvre seguido del duque de Alençon, del rey de Navarra, de Margarita, de la señora de Nevers, de la señora de Sauve, de Tavannes y de los principales gentiles hombres de la corte.
No hay que decir que La Mole y Coconnas eran también de la partida.
En cuanto al duque de Anjou, estaba desde hacía tres meses en el sitio de La Rochelle.
Mientras aguardaban al rey, Enrique fue a saludar a su esposa, quien, al contestar a su cumplido, le deslizó al oído estas palabras:
—El correo llegado de Roma ha sido introducido por el mismo señor Coconnas ante el duque de Alençon un cuarto de hora antes de que el enviado del duque de Nevers llegara a presencia del rey.
—Entonces lo sabe todo —dijo Enrique.
—Debe de saberlo —respondió Margarita—. Observadle y veréis cómo, a pesar de su habitual disimulo, le brillan los ojos.
—¡Por Dios! —murmuró el bearnés—, me lo explico, hoy caza tres piezas: Francia, Polonia y Navarra, ¡sin contar el jabalí!
Saludó a su esposa, volvió a su puesto y, llamando a uno de sus servidores, bearnés de origen, cuyos abuelos habían estado al servicio de sus mayores desde hacía más de un siglo y al que empleaba como mensajero para sus asuntos galantes, le dijo:
—Orthon, toma esta llave, llévala a casa del primo de la señora de Sauve; ya sabes quién es; vive con su amante en la esquina de la calle de los Quatre-Fils. Le dirás que su prima desea hablarle esta noche, que vaya a mi cuarto, que me espere allí y, si tardo, que se acueste en mi cama.
—¿No hay que esperar respuesta, Sire?
—Ninguna, sólo me dirás si le encontraste. La llave es para él solamente, ¿entiendes?
—Sí, Sire.
—Espera, no lo vayas aún. Antes de salir de París, te llamaré con el pretexto de que ajustes la cincha de mi caballo; te quedarás atrás con naturalidad y aprovecharás para cumplir mi encargo. Luego nos alcanzarás en Bondy.
El criado hizo un gesto de obediencia y se alejó.
Se pusieron en marcha por la calle de Saint-Honoré, siguieron por la de Saint-Denis hasta el arrabal; al llegar a la calle de Saint-Laurent, al caballo del rey de Navarra se le aflojó la cincha, Orthon acudió y todo se desarrolló tal y como había sido convenido.
El bearnés siguió al cortejo real por la calle de los Recoletos, mientras su fiel criado se alejaba por la calle del Temple.
Cuando Enrique se acercó al rey, Carlos estaba conversando con el duque de Alençon sobre temas tan interesantes como el estado del tiempo, la edad del jabalí acorralado y el lugar elegido para la caza.
De tal modo se hallaba embebido en la conversación, que no advirtió o fingió no advertir que Enrique se había quedado atrás un momento.
Entre tanto, Margarita observaba desde lejos la fisonomía de cada uno y creyó adivinar en los ojos de su hermano un cierto embarazo cada vez que se fijaban en Enrique. La señora de Nevers se dejaba llevar por una loca alegría, porque Coconnas, extraordinariamente divertido aquel día, hacía alrededor de ella mil payasadas para distraer a las damas.
La Mole, por su parte, ya había aprovechado por dos veces la oportunidad de besar el manto blanco con franja dorada de Margarita, sin que este gesto, realizado con la habilidad propia de los amantes, fuese visto por más de tres o cuatro personas.
Llegaron a Bondy a eso de las ocho y cuarto.
La primera preocupación de Carlos IX fue la de enterarse si estaba dispuesto el jabalí.
El animal estaba, en efecto, en su guarida, y el montero que lo había apartado respondía de él.
Una ligera colación estaba servida. El rey bebió un vaso de vino de Hungría a invitó a las damas a que se sentaran a la mesa.
Como estaba impaciente, para que pasara más pronto el tiempo se fue a visitar a los perros, ordenando que no desensillaran su caballo, pues jamás había montado otro mejor.
Mientras el rey daba este paseo, llegó el duque de Guisa. Venía armado como para ir a la guerra y no para asistir a una cacería. Veinte o treinta gentiles hombres, equipados como él, le acompañaban. Averiguó en seguida dónde estaba el rey, fue a su encuentro y volvió conversando con él.
A las nueve en punto el rey dio personalmente la señal de comenzar la partida y, montando todos a caballo, se encaminaron al lugar convenido para celebrar la caza.
En el trayecto, Enrique se las ingenió para acercarse de nuevo a su esposa.
—¿Hay alguna novedad? —preguntó.
—No —respondió Margarita—, salvo que mi hermano Carlos os mira de un modo extraño.
—Ya lo he notado —replicó Enrique.
—¿Y habéis tomado vuestras precauciones?
—Llevo sobre el pecho mi cota de malla y a la cintura un excelente cuchillo de caza español afilado como una navaja de afeitar, puntiagudo como una aguja y con el cual soy capaz de atravesar una moneda.
—Entonces —dijo Margarita—, ¡Dios os guarde!
El montero que guiaba a la comitiva hizo una señal: habían llegado a la guarida del jabalí.