Capítulo XXI

EL espectáculo que vieron los jóvenes al entrar en el círculo fue de aquellos que no se olvidan jamás, aunque sólo se hayan gozado un instante.

Carlos IX, como ya hemos dicho, había pasado revista a todos los caballeros encerrados en la choza de los monteros y sacados de allí uno tras otro por los guardias.

Tanto él como el duque de Alençon seguían el desfile con curiosidad en espera de que saliera, cuando le llegara su turno, el rey de Navarra.

Su espera fue inútil. Ni el rey ni la reina de Navarra estaban allí; era preciso saber, por lo tanto, dónde se hallaban.

Así, pues, cuando se vio aparecer en el fondo del sendero a los dos jóvenes esposos, Alençon palideció y Carlos sintió que se le dilataba el corazón. Instintivamente deseaba que todo lo que le había obligado a hacer su hermano recayera sobre el propio Francisco.

«Se nos escapará otra vez —pensó el duque, poniéndose pálido».

El rey fue presa en aquel instante de unos dolores de estómago tan violentos, que soltó las riendas, se llevó las manos al sitio dolorido y comenzó a gritar como si estuviera en pleno delirio.

Enrique se aproximó solícito. Pero bastó el tiempo que tardara en recorrer los doscientos pasos que le separaban de su cuñado para que Carlos se sintiera repuesto.

—¿De dónde venís, señor? —dijo el rey con una aspereza que impresionó a Margarita.

—Pues… de la caza, hermano mío —replicó ella.

—La caza era en la orilla del río y no en el bosque.

—Mi halcón se puso a perseguir un faisán, señor, en el momento en que nos quedamos atrás para examinar la garza.

—¿Y dónde está el faisán?

—Aquí; es un hermoso macho, ¿no es cierto?

Enrique, con su expresión más inocente, presentó a Carlos un ave de plumaje púrpura, azul y oro.

—¡Ah! Pero ¿por qué no os reunisteis conmigo en cuanto cazasteis el faisán?

—Porque dirigió su vuelo hacia el parque, de modo, señor, que, cuando bajamos a la orilla del río, os vimos como a una media legua de distancia y en dirección al bosque. Entonces nos pusimos a galopar siguiendo vuestras huellas, ya que siendo de vuestra partida no queríamos perdernos de Vuestra Majestad.

—¿Y todos estos caballeros? —preguntó Carlos—. ¿Estaban también invitados a ser de mi partida?

—¿Qué caballeros? —contestó Enrique, mirando a su alrededor inquisitivamente.

—¡Vuestros hugonotes, pardiez! —dijo Carlos—. En todo caso, si alguien los ha invitado no fui yo.

—Desde luego, señor —replicó Enrique—, pero puede haberlos invitado el señor duque de Alençon.

—¡Alençon!

—¿Yo? —dijo el duque.

—Sí, hermano mío —repuso Enrique—. ¿No anunciasteis ayer que erais rey de Navarra? No os extrañe que estos hugonotes, que os quieren como soberano, vengan a agradeceros a vos que hayáis aceptado la corona y al rey por habérosla otorgado. ¿No es así, señores?

—¡Sí! ¡Sí! —gritaron veinte voces—. ¡Viva el duque de Alençon! ¡Viva el rey Carlos!

—Yo no soy rey de los hugonotes —dijo Francisco trémulo de ira.

Luego, mirando a Carlos por el rabillo del ojo, añadió:

—Y espero que no lo seré nunca.

—¡No importa! —dijo Carlos—. Vos mismo sabéis, Enrique, que todo esto es muy extraño.

—Señor —dijo el rey de Navarra con firmeza—, cualquiera diría que estoy sufriendo un interrogatorio.

—Y si yo os dijera que en efecto es así, ¿qué me responderíais?

—Que soy tan rey como vos, señor —dijo altivamente Enrique—, pues no es la corona, sino el nacimiento el que confiere la dignidad, y que, por lo tanto, respondería a un hermano o a un amigo, pero a un juez, jamás.

—Me gustaría —murmuró Carlos— saber a qué atenerme alguna vez en mi vida.

—Que traigan al señor De Mouy —dijo Alençon y lo sabréis. El señor De Mouy debe de haber caído prisionero.

Enrique se sintió inquieto por un instante y cambió con Margarita una mirada.

Por un momento todos callaron.

—El señor De Mouy no está entre los prisioneros —dijo por fin el señor de Nancey—, algunos de nuestros hombres creen haberle visto, pero ninguno está seguro.

Alençon profirió una blasfemia.

—Señor —dijo Margarita señalando a La Mole y a Coconnas, que habían escuchado toda la conversación y sobre cuya inteligencia creía poder confiar—, aquí hay dos gentiles hombres, pertenecientes al servicio del duque de Alençon; interrogadles y responderán.

El duque acusó el golpe.

—Hice que los detuvieran precisamente para probar que no están a mi servicio —dijo Alençon.

El rey miró a los dos amigos y se estremeció al ver de nuevo a La Mole.

—¡Oh! ¡Aún ese provenzal! —gruñó.

Coconnas saludó cortésmente.

—¿Qué estabais haciendo cuando os detuvieron? —le preguntó el rey.

—Señor, hablábamos de hechos de guerra y de amor.

—¿A caballo, armados hasta los dientes y dispuestos a huir?

—No, señor —dijo Coconnas—, Vuestra majestad está mal informado. Estábamos echados a la sombra de un haya. Sub tegmine fagi.

—¡Conque estabais tendidos a la sombra de un haya, eh!

—Y hasta hubiésemos podido huir si hubiéramos creído que de algún modo habíamos incurrido en la cólera de Vuestra Majestad. Veamos, señores, por vuestro honor de soldados —añadió Coconnas dirigiéndose a los guardias que les habían detenido—, ¿no creéis que, de haber querido, hubiéramos podido escapar?

—El hecho es —dijo el teniente— que estos señores no hicieron el menor movimiento para huir.

—Porque tenían lejos sus caballos —terminó el duque de Alençon.

—Pido humildemente perdón a Vuestra Alteza —dijo Coconnas—, pero yo tenía el mío entre mis piernas y mi amigo el conde Lerac de La Mole tenía el suyo de la rienda.

—¿Es verdad, señores? —preguntó el rey.

—Así es, señor —respondió el teniente—, y es más: el señor de Coconnas se bajó de su caballo en cuanto nos vio.

El aludido sonrió como queriendo decir: «Ya lo veis, señor».

—Pero ¿y los otros caballos, y las mulas, y los cofres con que estaban cargados? —preguntó Francisco.

—¿Acaso somos mozos de cuadra? Llamad al palafrenero que los cuidaba.

—No está —dijo el duque furioso.

—Será porque del susto habrá salido corriendo —repuso Coconnas—; no se puede pedir a esa gente que tenga la misma sangre fría de un gentilhombre.

—¡Siempre el mismo sistema! —dijo Alençon rechinando los dientes—. Felizmente, señor, os previne que desde hace algunos días estos caballeros no pertenecen a mi servicio.

—¿Cómo? —dijo Coconnas—. ¿Tendré la desdicha de no servir más a Vuestra Alteza?…

—¡Diablos! Vos lo sabéis mejor que nadie, puesto que me presentasteis la renuncia en una carta bastante impertinente por cierto, que conservo, ¡a Dios gracias!, y que por casualidad traje conmigo.

—¡Oh! —respondió Coconnas—. Esperaba que Vuestra Alteza me hubiese perdonado —esa carta escrita en un momento de mal humor. Me acababa de enterar de que Vuestra Alteza había querido estrangular a mi amigo La Mole en un corredor del Louvre.

—¿Qué dice de esto el interesado? —interrumpió el rey.

—Creí que Vuestra Alteza estaba solo —dijo ingenuamente La Mole—, pero cuando me enteré de que otras tres personas…

—¡Silencio! —ordenó Carlos—. Ya estamos suficientemente informados, Enrique —dijo dirigiéndose al rey de Navarra—. ¿Me dais vuestra palabra de que no intentaréis huir?

—Os la doy, señor.

—Volved a París con el señor de Nancey y esperad en vuestra habitación. Y vos, señores —continuó, volviéndose hacia los dos caballeros—, entregad vuestras espadas.

La Mole miró a Margarita, que sonrió.

Después entregó la espada al capitán que halló más próximo.

Coconnas hizo otro tanto.

—¿Encontraron al señor de Mouy? —preguntó el rey.

—No, señor —contestó De Nancey—, o no estaba en el bosque o se ha escapado.

—Tanto peor —dijo el rey—, volvamos. Siento frío y temo desmayarme.

—Es la cólera tal vez, señor —dijo Francisco.

—Sí, es posible; todo vacila a mi alrededor. ¿Dónde están los prisioneros? No los veo. ¿Es de noche ya? ¡Oh! ¡Misericordia!… ¡Me quemo!… ¡A mí! ¡A mí!…

El desdichado rey, soltando las riendas, abrió los brazos y cayó hacia atrás, siendo sostenido por los cortesanos aterrorizados ante este segundo ataque.

Francisco, un poco retirado, se enjugaba la frente, ya que él era el único que sabía cuál era el mal que así atormentaba a su hermano.

Enfrente de él, el rey de Navarra, ya bajo la custodia del señor de Nancey, consideraba la escena con creciente asombro.

«¡Eh! —pensó con aquella prodigiosa intuición que de cuando en cuando le convertía en iluminado—. ¿Y si fuera una suerte para mí el que me hayan impedido la huida?».

Miró a Margarita, cuyos grandes ojos dilatados por el susto iban de él a Carlos y de Carlos a él.

Esta vez, el rey había perdido el conocimiento. Trajeron una camilla sobre la que le colocaron. Cubierto con una capa que ofreció un cortesano, el cortejo se encaminó hacia París. Quienes habían visto salir por la mañana a unos alegres conspiradores y a un soberano feliz veían volver a un rey moribundo rodeado de prisioneros.

Margarita, que no había perdido su libertad corporal ni espiritual, hizo una última seña de inteligencia a su marido y pasó luego tan cerca de La Mole que este pudo oír las dos palabras griegas que pronunció.

Me déidé.

Es decir: «Nada temas».

—¿Qué te ha dicho? —preguntó Coconnas.

—Me ha dicho que no tema nada —respondió La Mole.

—Tanto peor —murmuró el piamontés—, eso significa que nada bueno podemos esperar de todo esto. Siempre que me han dicho esas palabras a manera de aliento he recibido una bala o una estocada en el cuerpo, cuando no una maceta en la cabeza. «Nada temas», en hebreo, latín, griego o francés, siempre ha significado para mí: «Ten cuidado».

—En marcha, señores —dijo el teniente de la caballería ligera.

—Si no es indiscreción, señor —dijo Coconnas—, ¿adónde nos llevan?

—Creo que a Vincennes —respondió el teniente.

—Preferiría ir a otra parte —comentó el piamontés—; pero, en fin, no siempre va uno adonde se propone.

En el trayecto el rey recobró el sentido y sintió renacer sus fuerzas.

Al llegar a Nanterre quiso volver a montar a caballo, pero se lo impidieron.

—Haced llamar a Ambroise Paré —solicitó Carlos al llegar al Louvre.

Bajó de su improvisada litera, subió la escalera apoyado en el brazo de Tavannes y entró en su aposento, prohibiendo que nadie le siguiera.

Todo el mundo advirtió su extremada gravedad; durante el camino pareció meditar profundamente, no dirigió la palabra a nadie y, sin duda, había olvidado ya la conspiración y los conspiradores. Era evidente que lo que más le preocupaba era su enfermedad.

Enfermedad súbita, extraña y aguda, cuyos síntomas eran los mismos que los que experimentara su hermano Francisco II poco tiempo antes de morir.

Por eso, la orden de que nadie, excepto Ambroise Paré, entrara en su cuarto no causó extrañeza.

La misantropía formaba, como ya se sabe, el fondo del carácter de aquel príncipe.

Carlos entró en su alcoba, se sentó en un sofá, apoyó la cabeza en unos almohadones y, pensando que quizás Ambroise Paré tardaría en acudir, quiso entretener el tiempo de la espera. Dio una palmada y se presentó un guardia.

—Decid al rey de Navarra que quiero hablarle. El soldado hizo una reverencia y fue a llevar el recado.

Carlos echó hacia atrás la cabeza; una terrible pesadez le impedía coordinar sus ideas, una especie de nube sangrienta flotaba ante sus ojos y tenía la boca seca, pese a que, sin llegar a apagar su sed, había vaciado ya una jarra entera.

En medio de aquella somnolencia vio abrirse la puerta y aparecer a Enrique. El señor de Nancey le seguía, pero permaneció en la antecámara. El rey de Navarra esperó a que la puerta se cerrara. Luego avanzó.

—Señor —dijo—, me habéis dicho que viniera; aquí estoy.

El rey se conmovió al oír su voz, y con gesto maquinal le tendió la mano.

—Señor —dijo Enrique sin mover sus brazos—, Vuestra Majestad olvida que ya no soy su hermano, sino su prisionero.

—¡Ah! Es verdad —contestó Carlos—, gracias por habérmelo recordado. Más aún; recuerdo que me prometisteis que me responderíais francamente cuando estuviésemos solos.

—Estoy dispuesto a cumplir mi promesa; interrogadme, señor.

El rey vertió agua fría en su mano y se la llevó a la frente.

—¿Qué hay de cierto en la acusación del duque de Alençon? Vamos, contestad, Enrique.

—La mitad solamente; era el señor de Alençon quien debía huir y yo quien había de acompañarle.

—¿Y por qué habíais de acompañarle? —preguntó Carlos—. ¿Estabais descontento de mí, Enrique? —No, señor, al contrario. No tengo más que elogios para Vuestra Majestad, y Dios, que puede leer en los corazones, verá en el mío cuán profundo es el afecto que profeso a mi hermano y a mi rey.

—Me parece —dijo Carlos—, que no es natural eso de huir de la gente a quien queremos y que nos quiere.

—Por eso —dijo Enrique— no huía de los que me quieren, sino de los que me detestan. ¿Me permite Vuestra Majestad que hable con toda franqueza?

—Hablad.

—Quienes me detestan aquí, señor, son el duque de Alençon y la reina madre.

—Del duque de Alençon no digo que no —repuso Carlos—, pero la reina madre os colma siempre de atenciones.

—Precisamente por eso desconfío de ella, señor, y tengo mis motivos para desconfiar.

—¿Cómo es eso?

—Me veo obligado a sospechar de ella o de quienes la rodean. Ya sabéis que la desgracia de los reyes no está siempre en ser mal servidos, sino en estarlo demasiado bien.

—Explicaos; os habéis comprometido a contármelo todo.

—Y, como verá Vuestra Majestad, estoy decidido a cumplir lo dicho.

—Continuad.

—Vuestra Majestad me ha dicho que me tiene mucho afecto.

—Es decir, os lo tenía antes de vuestra traición, Enriquito.

—Supongamos que me lo seguís teniendo, señor.

—¡Sea!

—Pues si me queréis debéis desear que yo viva, ¿no es cierto?

—Me hubiera ocasionado un gran disgusto el saber que os amenazaba cualquier desgracia.

—Pues bien, señor, Vuestra Majestad ha estado por dos veces a punto de sumirse en la aflicción.

—¿Por qué?

—Pues porque por dos veces ha sido la Providencia quien me ha salvado la vida. Es verdad que la última vez la Providencia se personificó en Vuestra Majestad.

—¿Y la primera vez en quién se personificó?

—En un hombre que se asombraría mucho de que le confundieran con ella; en Renato. Vos me salvasteis de las estocadas de Maurevel.

Carlos frunció el ceño al recordar la noche en que había llevado a Enrique a la calle de las Barras.

—¿Y Renato? —preguntó.

—Renato me salvó del veneno.

—¡Diantre! Tienes suerte, Enriquito —dijo el rey, esbozando una sonrisa que se convirtió en una mueca de dolor al sentir una punzada en las entrañas—. Pues no es esa su profesión —añadió.

—Dos milagros me salvaron, señor. Un milagro de arrepentimiento por parte del florentino y un milagro de bondad por vuestra parte. Os confieso que tuve miedo de que el Cielo se cansara de hacer milagros y, en vista de eso, quise huir, guiándome del proverbio que dice: «Ayúdate a ti mismo y el Cielo lo ayudará».

—¿Y por qué no me dijiste todo eso antes, Enriquito? —Diciéndoos estas mismas palabras ayer hubiera sido un delator.

—¿Y diciéndomelas hoy?

—Hoy es otra cosa; estoy acusado y me defiendo.

—¿Estás seguro de la primera tentativa de que hablas, Enriquito?

—Tan seguro como de la segunda.

—¿Intentaron envenenarte?

—Cierto.

—¿Con qué?

—Con un cosmético.

—¿Y cómo puede envenenarse a una persona con un cosmético?

—¡Diablos! Señor, preguntádselo a Renato: también se puede envenenar a alguien valiéndose de unos guantes…

Carlos arrugó la frente; luego poco a poco su semblante se serenó.

—Sí, sí —dijo como si hablase consigo mismo—, está en la naturaleza de los seres el instinto de huir a la muerte. ¿Por qué no ha de hacer la inteligencia lo que aconseja el instinto?

—Señor —dijo Enrique—, ¿cree Vuestra Majestad en cuanto le he dicho y está convencido de mi sinceridad?

—Sí, Enriquito, eres un excelente muchacho. ¿Y crees tú que quienes te perseguían no están ya cansados, sino que, por el contrario, pueden hacer nuevas tentativas?

—Todas las noches me asombro de estar todavía con vida, señor.

—Quieren matarte porque saben que te estimo, Enriquito. Pero puedes estar tranquilo; serán castigados por su mal proceder. Mientras tanto, te devuelvo la libertad.

—¿Puedo entonces irme de París? —preguntó Enrique.

—No, ya sabes que me es imposible prescindir de ti. ¡Por mil demonios! Es preciso que tenga junto a mí a alguien que me quiera.

—Entonces, señor, si Vuestra Majestad me conserva a su lado le ruego que me conceda una gracia.

—¿Cuál?

—La de no tenerme aquí a título de amigo, sino de prisionero.

—¡Cómo! ¿De prisionero?

—Sí, ¿no ve Vuestra Majestad que su amistad me pierde? —¿Prefieres mi odio?

—Un odio aparente, señor. Vuestro odio me salvará. Mientras me vean en desgracia no tendrán tanta prisa por verme muerto.

—Enriquito —dijo Carlos—, ni sé lo que deseas ni cuál es tu propósito, pero, si tus deseos no se cumplen ni logras lo que te propones, seré el primero en asombrarme.

—¿Puedo contar entonces con la enemistad del rey? —Sí.

—Así me quedo más tranquilo… ¿Qué ordena ahora Su Majestad?

—Vete a tu cuarto, Enriquito. Me siento enfermo; voy a ver a mis perros y me acostaré en seguida.

—Señor —dijo Enrique—, Vuestra Majestad ha debido llamar a un médico; su indisposición de hoy puede ser quizá más grave de lo que parece.

—Ya hice llamar a Ambroise Paré, Enriquito.

—Entonces me voy más tranquilo.

—¡Por vida de…! —dijo el rey—. ¡Creo que, de toda mi familia, eres el único que me aprecia de verdad! —¿Es esa vuestra opinión, señor?

—Palabra de caballero.

—Pues bien, entonces, recomendadme al señor de Nancey como si fuera un hombre a quien vuestra cólera no consintiera ni un mes de existencia. Es el único medio de que os pueda seguir queriendo durante mucho tiempo.

—¡Señor de Nancey! —gritó Carlos. El capitán de guardias se presentó.

—Pongo en vuestras manos al hombre más culpable del reino —le dijo—. Me responderéis de él con vuestra cabeza.

Enrique, con aire consternado, salió lentamente detrás del capitán de Nancey.