Capítulo VI
I el lector siente la curiosidad de saber por qué el señor de La Mole no fue recibido por el rey de Navarra y cuál fue la razón por la cual Coconnas no pudo ver al señor de Guisa, y, por último, por qué, en lugar de cenar los dos en el Louvre con faisanes, perdices y corzos, se contentaron con la tortilla de tocino de A la Belle Etoile, será preciso que tenga la bondad de volver con nosotros al viejo palacio de los reyes y de seguir a la reina Margarita de Navarra, a quien La Mole perdió de vista a la entrada de la galería.
Mientras Margarita descendía la escalera, el duque Enrique de Guisa, a quien ella no había vuelto a ver desde la noche de su boda, se hallaba en el gabinete del rey. La escalera salía a un corredor que comunicaba directamente con las habitaciones de la reina madre, Catalina de Médicis. El gabinete donde se encontraba el duque tenía una puerta que daba a este mismo corredor.
Se hallaba Catalina de Médicis sola, sentada junto a una mesa, con el codo apoyado sobre un libro de misa entreabierto y la cabeza reclinada sobre una mano todavía notablemente hermosa, gracias al cosmético que le preparaba el florentino Renato, que desempeñaba el doble cargo de perfumista y proveedor de venenos de la reina madre.
La viuda de Enrique II llevaba el mismo luto que adoptó a la muerte de su marido. Era una mujer de cincuenta y dos o cincuenta y tres años, que conservaba, gracias a su lozana robustez, algunos rasgos de su antigua belleza. Su cuarto, como su vestido, era el de una viuda. Todo tenía en él igual carácter sombrío: tapices, paredes y muebles. Tan sólo encima de una especie de dosel que cubría un sillón real, donde en aquel momento dormía la perra favorita de la reina madre, regalo de su yerno Enrique de Navarra y a la que habían puesto el nombre mitológico de Febe, se veía pintado al fresco un arco iris rodeado de esta divisa griega que el rey Francisco I había dedicado a la reina: Phos pherei a de kai aíthzen, y que puede traducirse así: «Lleva la luz y la serenidad».
De pronto, y cuando más absorta parecía la reina en sus pensamientos, que dibujaban en sus labios pintados con carmín una sonrisa lenta y vacilante, un hombre abrió la puerta, levantó un tapiz y mostró su rostro pálido, al mismo tiempo que decía:
—Todo va mal.
Catalina levantó la cabeza y reconoció al duque de Guisa.
—¿Cómo que todo va mal? —respondió—. ¿Qué queréis decir, Enrique?
—Que el rey está cada vez más engañado con sus malditos hugonotes y que, si esperamos su consentimiento para ejecutar la gran empresa, tendremos para largo o para nunca.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Catalina, conservando aquel rostro impasible que le era habitual, aunque tan divinamente sabía, según la ocasión, darle las expresiones más opuestas.
—Ocurre que acabo de hacer a Su Majestad por vigésima vez la pregunta de si habremos de continuar soportando las insolencias que se permiten desde el atentado contra el almirante los señores de la religión reformada.
—¿Y qué os ha respondido, hijo mío?
—Textualmente: «Señor duque, el pueblo debe sospechar que sois vos el autor del asesinato cometido en la persona de mi segundo padre el almirante, defendeos como os plazca. En cuanto a mí, ya sabré defenderme si me insultan…». Y, después de estas palabras, me ha vuelto la espalda para ir a dar de comer a sus perros.
—¿Y no habéis intentado retenerlo?
—Sí, pero me ha contestado con esa voz que ya conocéis y mirándome de ese modo especial que sólo él sabe: «Señor duque, mis perros tienen hambre y no son hombres para que los haga esperar…». En seguida he venido a preveniros.
—Habéis hecho bien —dijo la reina madre.
—Pero ¿qué hacer ahora?
—Intentar un último esfuerzo.
—¿Quién será el que lo intente?
—Yo. ¿El rey está solo?
—No, está con el señor de Tavannes.
—Esperadme aquí, o mejor, seguidme de lejos.
Catalina se levantó en seguida y fuese hacia la habitación donde, sobre alfombras turcas y almohadones de terciopelo, estaban los lebreles favoritos del rey. Sobre algunas perchas sujetas a la pared había dos o tres halcones elegidos y un pequeño alcaudón, con el cual Carlos IX solía divertirse en cazar pajaritos en los jardines del Louvre y en los de las Tullerías, que empezaban a construirse.
Por el camino, la reina madre dio un aspecto de angustia a su fisonomía, dejando rodar por su artificial palidez una última lágrima que era sin duda la primera.
Se acercó sin hacer ruido a Carlos IX, que a la sazón repartía entre sus perros un pastel dividido en trozos iguales.
—¡Hijo mío! —dijo Catalina con un temblor en la voz, tan bien fingido que hizo estremecerse al rey.
—¿Qué tenéis, señora? —preguntó Carlos, volviéndose bruscamente.
—Vengo a pediros, hijo mío, que me permitáis retirarme a uno de vuestros castillos, cualquiera que sea, con tal de que esté situado muy lejos de París.
—¿Por qué razón, señora? —preguntó Carlos IX, clavando en su madre aquella vidriosa mirada que en ciertas ocasiones se hacía tan penetrante.
—Porque todos los días recibo nuevos ultrajes de los partidarios de la religión reformada; porque hoy he oído a los protestantes amenazaros hasta en vuestro propio Louvre y no quiero asistir más a semejantes espectáculos.
—Pero, en fin, madre —dijo Carlos IX con convicción—, han querido matarles a su almirante. Un infame asesino ya les mató al valiente De Mouy. ¡Pobre gente! ¡Por vida mía! Es preciso que haya justicia en mi reino.
—¡Oh! Estad tranquilo, hijo mío —dijo Catalina—. No les faltará justicia, porque si vos se la negáis, ellos se la tomarán por su mano. Hoy, sobre el duque de Guisa, mañana sobre mí, al otro día sobre vos…
—¿Creéis esto, señora? —respondió Carlos IX dejando traslucir en su voz un primer acento de duda.
—Hijo mío —añadió Catalina abandonándose por entero a la violencia de sus pensamientos—, ¿no veis que ya no se trata de la muerte de Francisco de Guisa ni de la del almirante, de la religión protestante ni de la católica, sino simplemente de la sustitución del hijo de Enrique II por el de Antonio de Borbón?
—Vamos, madre mía, reportaos; ya volvéis a caer en vuestras exageraciones de siempre —dijo el rey.
—¿Cuál es vuestra opinión, hijo mío?
—Esperar, madre, esperar. Toda la sabiduría humana reside en esta palabra. El más grande, el más fuerte, el más hábil es aquel que, sobre todo, sabe esperar.
—Esperad, pues; pero yo no esperaré.
Y sin más, haciendo una reverencia, Catalina se acercó a la puerta para volver a sus habitaciones.
Carlos IX la detuvo.
—¿Qué queréis que haga entonces? Porque, ante todo, soy justo y quisiera que todo el mundo estuviese contento de mí.
Catalina regresó a su lado.
—Venid, señor conde —le dijo a Tavannes que estaba acariciando un halcón—, y decid al rey cuál es vuestro punto de vista.
—Si Su Majestad me lo permite —insinuó el conde.
—Di, Tavannes, di.
—¿Qué hace Vuestra Majestad en una cacería si se ve atacado por un jabalí?
—¡Pardiez! Señor, le espero a pie firme y le atravieso la garganta con un venablo.
—Sólo para evitar que os haga daño —agregó Catalina.
—¡Y para divertirme! —dijo el rey, dando un suspiro que indicaba un valor llevado a la temeridad—. Pero no me divertiré matando a mis súbditos, porque, después de todo, los hugonotes son mis vasallos lo mismo que los católicos.
—Entonces, Sire —dijo Catalina—, vuestros vasallos los hugonotes harán como el jabalí cuando no se le clava un venablo en la garganta: echarán abajo el trono.
—¡Bah! ¿Eso creéis, señora? —dijo el rey en un tono revelador de que no daba mucho crédito a las predicciones de su madre.
—¿Pero no habéis visto hoy al señor De Mouy y a los suyos?
—Sí, los he visto; acabo de dejarlos; ¿acaso me han pedido algo que no sea justo? De Mouy me ha rogado el castigo del asesino de su padre y del que atentó contra el almirante. ¿Acaso no condenamos al señor de Montmorency por la muerte de mi padre y vuestro esposo, aunque esta última se debiera a un simple accidente?
—Está bien, Sire —dijo Catalina secamente—. No hablemos más de este asunto. Vuestra Majestad goza de la protección de Dios, que le da fuerza, sabiduría y confianza; pero yo, pobre mujer abandonada de Dios, sin duda a causa de mis pecados, debo temer y cedo.
Al decir esto, Catalina saludó por segunda vez y salió haciendo señas al duque de Guisa, que había entrado en la habitación, de que se quedara para hacer una última tentativa.
Carlos IX siguió con la mirada a su madre, pero esta vez no intentó detenerla, sino que se puso a acariciar sus perros mientras silbaba una melodía de caza. De repente se interrumpió:
—¡La verdad es que mi madre es todo un carácter! De nada duda. Pero ¿quién se atreve a matar deliberadamente a unas cuantas docenas de hugonotes sólo porque vienen a pedir justicia? ¿Acaso no están en su perfecto derecho?
—¡Unas cuantas docenas! —murmuró el duque de Guisa.
—¡Ah! ¿Estáis ahí, señor? —preguntó el rey fingiendo advertir entonces su presencia—. Sí, unas cuantas docenas; ¡buena caza!… ¡Ah! Si alguien viniera a decirme: «Sire, os libraréis de todos vuestros enemigos de tal modo que mañana no quedará uno solo para reprocharos la muerte de los demás», entonces no me opondría.
—¿Entonces?…
—Tavannes —interrumpió el rey—, estás fastidiando a Margot; vuelve a ponerla en su perchera; porque lleve el nombre de mi hermana la reina de Navarra no es razón para que todo el mundo la acaricie.
Tavannes dejó a Margot en su sitio y se entretuvo en enrollar y desenrollar Las orejas de un lebrel.
—Pero, señor —replicó el duque de Guisa—, si dijesen a Vuestra Majestad: «Sire, Vuestra Majestad se verá libre mañana de todos sus enemigos…».
—¿Y por intervención de qué santo se haría tan gran milagro?
—Sire, hoy es veinticuatro de agosto; sería por obra y gracia de San Bartolomé.
—¡Bonito santo —dijo el rey—, que se dejó desollar vivo!
—¡Tanto mejor! Mientras más haya sufrido, mayor rencor guardará a sus verdugos.
—¿Y sois vos, primo —dijo el rey—, vos, con esa linda espadita de dorada empuñadura, quién matará de aquí a mañana a diez mil hugonotes? ¡Ja, ja, ja! ¡Me muero de risa! ¡Sois muy gracioso, señor duque!
Con esto lanzó el rey una carcajada tan falsa, que las paredes devolvieron un eco lúgubre.
—Sire, una sola palabra, una señal y todo está dispuesto —respondió el duque, estremeciéndose a pesar suyo al oír aquella risa que no tenía nada de humana—. Cuento con los suizos, mil cien gentiles hombres, la caballería ligera, los burgueses. Vuestra Majestad, por su parte, tiene sus guardias, sus amigos, su nobleza católica… ¡Seremos veinte contra uno!
—Entonces, si sois tan fuerte, primo, ¿por qué diablos venís a zumbarme Los oídos con esta historia? Haced lo que os parezca sin contar conmigo…
Y el rey tornó a ocuparse de sus perros.
En aquel momento se levantó el tapiz y reapareció Catalina.
—Todo va bien —le susurró al duque— ¡insistid y cederá!
Y el tapiz volvió a caer ocultando a Catalina, sin que Carlos IX la viese o al menos demostrara haberla visto.
—Sólo quiero saber —dijo el duque de Guisa—, si, obrando conforme a mis deseos, complaceré a Vuestra Majestad.
—En verdad os digo, primo Enrique, que eso es ponerme un puñal al pecho. Pero resistiré, ¡pardiez! ¿Acaso no soy el rey?
—Todavía no, señor; pero lo seréis mañana si queréis.
—¡Ah! Pero entonces habrá que matar también al rey de Navarra, al príncipe de Condé… ¡Y en mi palacio!… ¡Es demasiado!
Luego agregó con voz apenas inteligible:
—Fuera de mi casa yo no digo nada.
—¡Sire! —exclamó el duque—. Esta noche salen los dos con vuestro hermano el duque de Alençon a divertirse.
—Tavannes —dijo el rey simulando admirablemente un gesto de impaciencia—. ¿No veis que estáis molestando a ese perro? ¡Ven aquí, Acteón, ven!
Sin querer oír más, Carlos IX salió de la pieza en dirección a su dormitorio, dejando al duque de Guisa y a Tavannes con la misma incertidumbre que antes.
Mientras tanto, en los aposentos de la reina madre se desarrollaba una escena de muy distinto género. Catalina, después de aconsejar al duque de Guisa que insistiera en sus propósitos, había regresado a su alcoba, donde halló reunidas a las personas que solían acompañarla mientras se acostaba. Tenía ahora una expresión tan risueña como afligida la tuvo al salir. Despidió paulatinamente y con la mayor amabilidad a sus damas y cortesanos hasta quedar sola con Margarita, quien, sentada sobre un cofre cerca de la ventana abierta, contemplaba el cielo entregada a sus pensamientos.
Al verse sola con su hija, la reina madre abrió dos o tres veces la boca con intención de hablar, pero cada vez una sombría idea hizo retroceder hasta el fondo de su pecho aquellas palabras que parecían a punto de escaparse de sus labios.
A todo esto se levantó el tapiz y entró en la estancia Enrique de Navarra. La perrita que dormía en el sillón real dio un salto y corrió a su encuentro.
—¿Vos aquí, hijo mío? —exclamó Catalina, estremeciéndose—. ¿Vais a cenar en el Louvre?
—No, señora —respondió Enrique—. Iré a recorrer la ciudad esta noche con los duques de Alençon y de Condé. Creí que estarían aquí haciéndoos la corte.
Catalina sonrió.
—Id, señor… Los hombres tienen la dicha de poder divertirse así… ¿No es cierto, hija mía?
—Así es, señora —respondió Margarita—. ¡Es tan bella y tan valiosa la libertad!
—¿Queréis decir que yo encadeno la vuestra? —dijo Enrique, inclinándose ante su esposa.
—No, señor, no me quejo por mí, aludo a la condición de la mujer en general.
—¿Iréis a ver al señor almirante, hijo mío? —preguntó Catalina.
—Sí, tal vez.
—No dejéis de ir; será un buen ejemplo, y mañana me diréis cómo se encuentra.
—Iré, pues, ya que aprobáis tal visita.
—Yo no apruebo nada —dijo Catalina—. Pero ¿quién anda ahí? Despedid a quienquiera que sea.
Enrique dio un paso hacia la puerta para ejecutar la orden de Catalina, pero en este instante se levantó el tapiz y apareció la rubia cabeza de la señora de Sauve.
—Señora —anunció—, es Renato, el perfumista, a quien Vuestra Majestad mandó llamar.
Catalina lanzó una mirada tan rápida como el rayo a Enrique de Navarra.
El joven príncipe enrojeció y, al momento, quedóse pálido de un modo horrible. Acababa de oír pronunciar el nombre del asesino de su madre. Como sintiera que su rostro traicionaba su emoción, fue a apoyarse contra el barrote de una ventana.
La perrita lanzó un gemido.
En seguida entraron dos personas, una que había sido anunciada y otra que no tenía necesidad de serlo.
Era la primera Renato, el perfumista, quien se acercó a Catalina con la obsequiosidad característica de los sirvientes florentinos; llevaba una caja que al abrirse dejó ver una serie de divisiones llenas de polvos y algunos frascos.
La otra, era la señora de Lorena, hermana de Margarita. Entró por una puertecita secreta que comunicaba con el gabinete del rey y, pálida y temblorosa, trató de ocultarse a la vista de Catalina, que estaba examinando con la señora de Sauve el contenido de la caja llevada por Renato. Fue a sentarse al lado de Margarita, junto a la cual estaba, con una mano en la frente, como quien trata de reponerse de algún desvanecimiento, el rey de Navarra.
Catalina volvió la cabeza.
—Hija mía —dijo a Margarita—, podéis retiraros a vuestras habitaciones. Y vos —agregó dirigiéndose a Enrique— id a divertiros.
Margarita se levantó y Enrique se volvió a medias.
La señora de Lorena cogió de la mano a Margarita.
—Hermana mía —dijo en voz baja y apresuradamente—: En nombre del duque de Guisa, que os quiere salvar la vida como vos se la salvasteis a él, no salgáis de aquí, no vayáis a vuestras habitaciones.
—¿Eh? ¿Qué dices, Claudia? —preguntó Catalina, volviendo la cabeza.
—Nada, madre.
—¿No estabas hablando en voz baja con Margarita?
—Le deseaba buenas noches, señora; y le daba recuerdos de parte de la señora de Nevers.
—¿Dónde está la bella duquesa?
—Con su cuñado el señor de Guisa.
Catalina miró a las dos mujeres con aire de desconfianza y dijo, frunciendo el ceño:
—Acércate, Claudia.
Claudia obedeció. Catalina le cogió la mano.
—¿Qué le habéis dicho? Sois una indiscreta —añadió apretando por la muñeca a su hija hasta que la hizo gritar.
—Señora —dijo a su esposa Enrique, que, aunque sin oír una palabra, no había perdido ningún movimiento de la escena de la que fueron protagonistas la reina, Claudia y Margarita—, ¿me haríais el honor de darme a besar vuestra mano?
Margarita le tendió una mano temblorosa.
—¿Qué os ha dicho? —murmuró Enrique mientras se inclinaba para rozar su mano con los labios.
—Que no debo salir. ¡En nombre del Cielo, no salgáis vos tampoco!
No fue más que un relámpago, pero por fugaz que fuese, Enrique adivinó que se trataba de un complot.
—Esto no es todo —añadió Margarita—; aquí tenéis una carta que os trajo un gentilhombre provenzal.
—¿El señor de La Mole?
—Sí.
—Gracias —dijo el rey, cogiendo la carta y guardándola en su jubón. Y, pasando por delante de su atribulada esposa, fue al encuentro del florentino, y poniéndole la mano en el hombro, dijo—: Qué tal, maese Renato, ¿cómo marchan vuestros asuntos?
—No del todo mal, señor —respondió el envenenador con su pérfida sonrisa.
—No me extraña —continuó Enrique— cuando se es, como sois vos, proveedor de todas las testas coronadas de Francia y del extranjero.
—Excepto del rey de Navarra —respondió cínicamente el florentino.
—A fe que tenéis razón —dijo Enrique—, y eso que mi pobre madre, que también compraba vuestros perfumes, me recomendó al morir a maese Renato. Venid a verme mañana o pasado mañana y traedme vuestros mejores productos.
—No estará de más —dijo sonriendo Catalina—, porque dicen…
—¿Qué sudo mucho? —concluyó Enrique riendo—. ¿Quién os lo dijo, madre? ¿Margot?
—No, hijo mío —respondió Catalina intencionadamente—, la señora de Sauve.
En aquel momento, la duquesa de Lorena, que a pesar de los esfuerzos que hacía no podía contenerse, rompió a llorar.
Enrique ni siquiera se volvió.
—¡Hermana mía! —gritó Margarita, lanzándose hacia donde estaba Claudia—. ¿Qué tenéis?
—Nada —dijo Catalina colocándose entre las dos jóvenes— es un acceso de esa fiebre nerviosa que Mazille le ha aconsejado que combata con aceites aromáticos.
Dicho lo cual apretó de nuevo, con más fuerza que lo hizo la primera vez, el brazo de su hija mayor. Luego, volviéndose hacia la menor, dijo:
—Margot, ¿no habéis oído que os he invitado a que os retiréis? Si no basta con esto, sabed que os lo ordeno.
—Perdonad, señora —dijo Margarita pálida y temblorosa—. Deseo que duerma bien Vuestra Majestad.
—Y yo espero que sea cumplido vuestro deseo. Buenas noches.
Margarita salió tambaleándose, buscando en vano la mirada de su esposo, quien ni siquiera se dignó volver la cabeza.
Hubo un instante de silencio, durante el cual tuvo Catalina clavados los ojos en la duquesa de Lorena, quien, por su parte, miraba a su madre sin pronunciar palabra, uniendo las manos en actitud de súplica.
Enrique, aunque se hallaba de espaldas, veía la escena reflejada en un espejo, ante el cual fingía alisarse el bigote con una pomada que acababa de darle Renato.
—¿Y vos, Enrique, no ibais a salir por fin? —preguntó Catalina.
—¡Ah, sí! —exclamó el rey de Navarra—. ¡Por Belcebú! Olvidaba que me esperan el duque de Alençon y el príncipe de Condé. Estos admirables perfumes me embriagan de tal manera, que hasta creo que me hacen perder la memoria. Hasta la vista, señora.
—Adiós. Mañana me daréis noticias del almirante. ¿No es cierto?
—No faltaré. Vamos, Febe, ¿qué hay?
—¡Febe! —exclamó la reina madre con impaciencia.
—Llamadla, señora —dijo el bearnés—, porque no quiere dejarme salir.
La reina madre se levantó y la sujetó por el collar, mientras Enrique se alejaba con el rostro tan sereno y risueño como si no hubiera sentido en el fondo de su corazón que corría un peligro de muerte.
La perrita, dejada ya en libertad por Catalina de Médicis, corrió detrás de él para alcanzarlo; pero la puerta se había cerrado y sólo pudo alargar el hocico por debajo del tapiz para lanzar un aullido lúgubre y prolongado.
—Ahora, Carlota —dijo la reina a la señora de Sauve—, id a buscar al duque de Guisa y al señor Tavannes, que están en mi oratorio, y volved con ellos a hacer compañía a la duquesa de Lorena, que se halla indispuesta.