Capítulo XI

DE la primera cosa que se enteró el duque de Anjou al volver al Louvre fue de que la recepción de los embajadores había sido retrasada cinco días. Los sastres y joyeros esperaban al príncipe con magníficos trajes y soberbias alhajas, encargo del propio rey.

Mientras se probaba todo aquello con una cólera que humedecía sus ojos, Enrique de Navarra contemplaba embelesado un espléndido collar de esmeraldas, una espada con la empuñadura de oro y un precioso anillo, todo lo cual se lo había enviado Carlos aquella misma mañana.

Alençon acababa de recibir una carta y se encerró en su cuarto para leerla con entera libertad.

En cuanto a Coconnas, digamos que buscaba a su amigo por todos los rincones del Louvre. No le sorprendió nada que La Mole no apareciera en toda la noche, pero al llegar la mañana comenzó a sentirse inquieto; en consecuencia, comenzó la búsqueda de su amigo por la posada A la Belle Etoile. De allí se encaminó a la calle de Cloche-Percée, luego a la de Tizon, para salir al puente de Saint-Michel y acabar por último en el Louvre.

Esta investigación para conocer el paradero de La Mole fue llevada a cabo de un modo tan nuevo y exigente, cosa nada difícil de suponer dado el carácter excéntrico de Coconnas, que dio lugar a un incidente con tres caballeros de la corte, incidente que terminó según la moda de la época, es decir, en el terreno del honor. Coconnas puso en los sucesivos encuentros la conciencia que solía poner en aquella clase de asuntos, de modo que mató al primer contrincante y dejó heridos a los otros dos, diciendo:

—¡Con el latín que sabía el pobre La Mole!

Hasta tal punto insistió, que el último en caer, el barón de Boissey, le dijo:

—¡Por el amor de Dios, Coconnas, cambia por lo menos de estribillo y di que sabía griego!

La aventura del corredor había trascendido y, al conocerla, Coconnas se afligió en extremo, pues creyó por un instante que todos aquellos reyes y príncipes habían matado a su amigo escondiéndolo luego en alguna cueva.

Se enteró de que Alençon había sido de la partida y, sin considerar la altura de su rango, fue a su encuentro y le pidió una explicación, tal y como hubiera hecho con un simple gentilhombre.

Alençon sintió deseos en un principio de echar al impertinente que iba a pedirle cuenta de sus actos, pero Coconnas hablaba tan de prisa, lanzaban tales destellos sus ojos y la aventura de los tres duelos celebrados en menos de veinticuatro horas habían colocado tan alto el prestigio del piamontés, que, en lugar de ceder a su primer impulso, reflexionó y respondió al caballero con encantadora sonrisa:

—Mi querido Coconnas, es cierto que el rey, furioso de que le cayera una palangana de plata sobre un hombro; el duque de Anjou, disgustado por el remojón de compota de naranjas; y el duque de Guisa, humillado por la ofensa que supone recibir sin previo aviso un cuarto de jabalí en la cabeza, intentaron matar al señor de La Mole; pero un amigo de vuestro amigo desvió el golpe. El intento fracasó, os doy mi palabra de príncipe.

—¡Ah! —exclamó Coconnas, respirando profundamente al oírle—. ¡Voto al diablo, monseñor, que es una buena acción y me gustaría conocer a ese amigo para testimoniarle mi gratitud!

Alençon no respondió, pero sonrió de un modo insinuante, lo que hizo suponer a Coconnas que el tal amigo no era otro que el propio príncipe.

—Ya que me habéis contado el comienzo de la historia, monseñor —dijo Coconnas—, extremad vuestras bondades y contadme el final. Querían darle muerte y no lo consiguieron. ¿Qué hicieron entonces? Soy valiente y sabré soportar cualquier mala noticia. Vamos, decídmelo, ¿le han arrojado en alguna mazmorra? Tanto mejor, eso le hará prudente. Nunca quiere escuchar mis consejos. Además, ya le sacaremos, ¡pardiez! ¡Las piedras no son igual de duras para todo el mundo!

Alençon movió la cabeza.

—Lo peor de todo, mi querido Coconnas, es que tu amigo desapareció después de esta aventura sin que se haya vuelto a saber nada de él.

—¡Voto al diablo! —exclamó el piamontés, palideciendo de nuevo—. Aunque estuviera en el infierno yo sabré encontrarle.

—Escucha —dijo Alençon, que, aunque por motivos diferentes, tenía tantos deseos como Coconnas de saber el paradero de La Mole—, voy a darte un consejo de amigo.

—Dádmelo, monseñor.

—Ve a hablar con la reina Margarita, ella debe de saber qué ha sido de él.

—Si Vuestra Alteza quiere que le confiese una cosa —contestó Coconnas—, le diré que ya había pensado en ello, pero que no me atreví a hacerlo puesto que, aparte de que la reina Margarita me intimida sobremanera, temía encontrarla hecha un mar de lágrimas. Pero ya que Vuestra Alteza me asegura que La Mole no ha muerto y que Su Majestad debe de saber dónde se halla, reuniré mis fuerzas e iré a verla.

—Ve, amigo mío —dijo el duque Francisco—, y en cuanto tengas noticias comunícamelas, pues en verdad te digo que estoy tan inquieto como tú. Tan sólo te pido que te acuerdes de una cosa, Coconnas, y es…

—¿Qué?

—Que no digas que vas de parte mía, pues, si cometes esta imprudencia, corres el riesgo de que no te digan absolutamente nada.

—Monseñor —dijo Coconnas—, desde el momento que Vuestra Alteza me recomienda que guarde el secreto de esto, os aseguro que seré mudo como una tenca o como la reina madre.

—Buen príncipe, excelente príncipe, príncipe magnánimo —murmuraba Coconnas mientras se dirigía a las habitaciones de la reina de Navarra.

Margarita esperaba a Coconnas, pues la noticia de su desesperación había llegado hasta ella y, al saber cuáles eran las hazañas a que aquella desesperación le había llevado, casi estaba por perdonarle la forma un tanto ruda en que trataba a su amiga la duquesa de Nevers, a quien el piamontés no había vuelto a llamar desde hacía dos o tres días, a causa de cierto disgusto que les mantenía alejados. En cuanto se hizo anunciar, fue introducido a presencia de la reina.

Coconnas entró sin poder vencer aquella turbación de que ya había hablado al duque y que siempre experimentaba al hallarse ante la reina, debida más a la superioridad espiritual de esta que a su rango. Esta vez, Margarita le recibió con tal sonrisa que le hizo tranquilizarse en seguida.

—Señora —dijo—, os suplico que me devolváis a mi amigo o que, por lo menos, me digáis dónde está, porque no puedo vivir sin él; suponed a Euríalo sin Niso[32], a Damón sin Pitias[33] o a Orestes sin Pílades[34], y apiadaos de mi infortunio, recordando a los héroes que acabo de nombrar y cuyos corazones, os juro, no ganaban en ternura al mío.

Sonrió Margarita, y después de haberle hecho prometer que guardaría el secreto, refirió a Coconnas la huida por la ventana. En cuanto al lugar de su escondite, por reiteradas que fueron las súplicas del piamontés, observó el más profundo silencio. Esto no satisfizo a Coconnas más que a medias, por lo que trató de obtener aquel dato mediante sutilezas diplomáticas de la más alta escuela. Resultó de aquel juego que Margarita viese claramente que el duque de Alençon participaba a medias en los deseos de su gentilhombre, por lo que se refiere a conocer el paradero de La Mole.

—Pues bien —dijo la reina—, si queréis saber algo positivo respecto a la suerte de vuestro amigo, preguntadle al rey de Navarra; es el único que tiene derecho a hablar. En cuanto a mí, todo lo que os puedo decir es que aquel a quien buscáis está vivo; creed en mi palabra.

—Creo en algo más significativo aún, señora —respondió Coconnas—, y es en que vuestros bellos ojos no dan muestras de haber llorado.

Luego, considerando que no tenía nada que añadir a una frase que poseía la doble ventaja de expresar al mismo tiempo su pensamiento y la elevada opinión que tenía de los méritos de La Mole, Coconnas se retiró pensando en reconciliarse con la señora de Nevers, no por ella, sino por averiguar por su conducto lo que no había podido saber de labios de Margarita.

Los grandes dolores son situaciones anormales de las que el alma procura librarse lo antes posible. La idea de dejar a Margarita afligió al principio el corazón de La Mole. Si consintió en huir, fue más bien para salvar la reputación de la reina que no su propia vida.

Así, pues, al día siguiente por la tarde regresó a París para ver a Margarita, que estaría en su balcón. Margarita, por su parte, como si una secreta voz le hubiera anunciado el regreso del joven, llevaba asomada buen rato. La consecuencia fue que ambos se vieron con aquella indecible felicidad que acompaña a los placeres prohibidos. Más aún: el espíritu romántico y melancólico de La Mole encontraba cierto encanto. No obstante, como el amante verdaderamente enamorado sólo es feliz durante un momento, aquel en que ve o posee a su amada, y sufre durante su ausencia, La Mole, ardiendo en deseos de ver a Margarita, se preocupó de organizar para lo antes posible el hecho que había de proporcionarle esta dicha, es decir, la fuga del rey de Navarra.

Margarita, por su parte, se dejaba llevar por el placer de sentirse amada con tan pura devoción. A menudo se reprochaba lo que para ella constituía una debilidad; su espíritu viril, despreciando las mezquindades del amor vulgar, insensible a los detalles que constituyen para las almas tiernas el más dulce, el más deseable y el más delicado de todos los encantos, juzgaba sus días, si no enteramente llenos, al menos felizmente concluidos, cuando, hacia las nueve, apareciendo en su balcón cubierta con una capa blanca, divisaba en la orilla del río, dibujado apenas en la oscuridad, a un caballero cuya mano se posaba sobre los labios y sobre el corazón. Una tos significativa recordaba entonces al amante el tono de la voz amada. A veces, un mensaje vigorosamente lanzado por una mano de mujer y que envolvía alguna preciosa joya, mucho más preciosa por haber pertenecido a quien la enviaba que por la materia de que estaba hecha, caía en el suelo a pocos pasos del joven. Entonces La Mole, semejante, a un milano, se precipitaba sobre aquella presa, la apretaba contra su pecho y respondía por un procedimiento análogo. Margarita no abandonaba el balcón hasta que oía perderse en la noche los cascos de aquel caballo tan ligero al venir y que, al regreso, parecía hecho de una materia más inerte que la del famoso caballo que fue la perdición de Troya.

Queda ya explicado el motivo de por qué la reina no se inquietaba por la suerte de La Mole, a quien, por otra parte, y temiendo que vigilaran sus pasos, negaba obstinadamente toda entrevista que fuera distinta de aquellas citas a la española, que se sucedían desde su fuga y continuaron durante todas las noches anteriores al día señalado para la recepción de los embajadores, recepción que, como se sabe, sufrió un retraso por orden expresa de Ambroise Paré.

La víspera de dicha recepción, a eso de las nueve de la noche, cuando todo el mundo en el Louvre se ocupaba de los preparativos para el día siguiente, Margarita abrió su ventana y se asomó al balcón. Apenas había salido cuando La Mole, sin esperar su carta y más impaciente que de costumbre, enviaba la suya, que fue a caer a los pies de su real amante. Margarita comprendió que la misiva debía de contener algo importante y entró en su cuarto para leerla.

En la primera plana del mensaje leyó estas palabras: «Señora, es preciso que hable con el rey de Navarra. El asunto es urgente. Espero».

Y en otra hoja distinta que podía separarse de la anterior: «Señora y reina mía, haced que pueda daros uno de los besos que os envío. Espero».

Apenas acababa de leer Margarita esta segunda parte de la carta cuando oyó la voz de Enrique de Navarra que, con su habitual reserva, llamaba a la puerta y preguntaba a Guillonne si podía entrar.

La reina separó rápidamente las dos hojas de la carta, escondió una de ellas en su corpiño y se guardó la otra en el bolsillo, corrió a cerrar la ventana y se acercó a la puerta.

—Entrad, señor —dijo.

Por rápida, silenciosa y hábil que fuese la acción de Margarita de cerrar la ventana, el ruido llegó hasta Enrique, cuyos sentidos casi habían adquirido en aquella corte, de la que tanto desconfiaba, la exquisita delicadeza del hombre que vive en estado salvaje. Pero el rey de Navarra no era uno de esos tiranos que pretenden impedir a sus esposas tomar el aire y contemplar las estrellas.

Estaba risueño y jovial como de costumbre.

—Señora —dijo—, mientras nuestros cortesanos se prueban sus trajes de gala, querría conversar con vos acerca de mis asuntos, que vos, si no me equivoco, seguís considerando como vuestros.

—Así es, señor —respondió Margarita—, ¿acaso nuestros intereses no son siempre los mismos?

—Sí, señora, y precisamente por eso quería preguntaros vuestro parecer con respecto a la actitud del duque de Alençon, quien, desde hace unos días, me huye deliberadamente, hasta el punto de que desde ayer se ha retirado a Saint-Germain. ¿No buscará así el medio de huir solo, puesto que está poco vigilado, o de no huir? ¿Cuál es vuestra opinión, señora? Os confieso que la espero para reafirmar la mía.

—Tiene razón Vuestra Majestad inquietándose por el silencio de mi hermano. He meditado sobre ello todo el día de hoy y mi parecer es que, al cambiar las circunstancias, él ha cambiado también.

—Es decir, que al ver al rey Carlos enfermo y al duque de Anjou rey de Polonia, quiere permanecer en París para no perder de vista la corona de Francia, ¿no es cierto?

—Efectivamente.

—Sea. No quiero nada mejor —dijo Enrique que se quede. Claro que ahora queda alterado completamente nuestro plan, pues, para irme solo, necesito tres veces más garantías de las que hubiese pedido para huir con vuestro hermano, cuyo nombre y actitud me protegían. Lo que más me extraña es no haber oído hablar del señor De Mouy. No es propio de él esto de permanecer inactivo. ¿No habéis tenido noticias suyas, señora?

—¿Yo, señor? —preguntó Margarita sorprendida—. ¿Cómo voy a tener yo noticias suyas?

—¡Pardiez, amiga mía! Nada sería más natural; habéis consentido para complacerme en salvar la vida al pobre La Mole… El hombre ha debido ir a Nantes… y del mismo modo que ha ido puede haber vuelto.

—¡Ah! Esto me da la clave de un enigma que trato inútilmente de descifrar —respondió Margarita—; dejé la ventana abierta y al entrar en mi habitación encontré encima de la alfombra este mensaje.

—¡Ya veis!… —dijo Enrique.

—Un mensaje que no comprendí al principio y al que no atribuí ninguna importancia —continuó Margarita—; pero quizá tengáis vos razón y proceda de esa persona.

—Es posible —dijo Enrique—; hasta me atrevería a decir que es muy probable. ¿Podría ver el papel?

—Naturalmente, señor —respondió Margarita, entregando al rey la hoja que tenía guardada en su bolsillo.

El rey la leyó.

—¿No es esta la letra del señor de La Mole? —preguntó.

—No sé —dijo Margarita—; los rasgos me han parecido bastante desfigurados.

—No importa, leamos: «Señora, es preciso que hable con el rey de Navarra. El asunto es urgente. Espero». ¡Ah! ¿Lo veis? Dice que espera.

—Sí, ya lo veo —dijo Margarita—; pero ¿qué queréis?

—¡Voto a bríos! Quiero que venga.

—¿Que venga? —exclamó Margarita clavando en su esposo sus bellos ojos atónitos—. ¿Cómo podéis decir semejante cosa, señor? Un hombre a quien el rey ha querido matar… que está señalado, amenazado… ¿Cómo es posible que venga? Las puertas no están hechas para quienes…

—¿Para quienes han sido obligados a huir por la ventana?

—Exacto, habéis completado mi pensamiento.

—Pues si conocen el camino de la ventana, que vuelvan a recorrerlo, ya que por la puerta no pueden entrar. Es muy sencillo.

—¿Vos creéis? —dijo Margarita enrojeciendo de placer sólo con pensar que vería a La Mole.

—Estoy seguro.

—¿Pero cómo subirá hasta aquí? —preguntó la reina.

—¿No conserváis la escala de cuerda que os envié? ¡Oh! Si es así, no reconocería vuestra habitual previsión.

—Sí, señor, la conservo.

—Entonces, perfecto —dijo Enrique.

—¿Qué ordena Vuestra Majestad?

—Sencillamente que la amarréis a vuestro balcón y la dejéis colgar. Si es De Mouy el que espera…, y estoy dispuesto a creerlo…; si es De Mouy, digo, y quiere subir, pues subirá, que es amigo muy fiel.

Sin perder su tranquilidad, Enrique cogió una lamparilla para alumbrar a Margarita en la busca de su escala. No tardaron mucho en encontrarla, pues se hallaba guardada en un armario del famoso gabinete.

—Ya está —dijo Enrique—. Ahora, si no es demasiado exigir de vuestra amabilidad, atad por favor esta escala al balcón.

—¿Por qué he de hacerlo yo y no vos, señor? —preguntó Margarita.

—Porque los mejores conspiradores son los más prudentes. La presencia de un hombre asustaría quizás a nuestro amigo.

Margarita sonrió y sujetó la escala a la barandilla del balcón.

—Muy bien —dijo Enrique, permaneciendo oculto en un rincón del cuarto—, mostraos bien ahora: moved la escala para que la vea. Perfectamente; estoy seguro de que De Mouy subirá.

En efecto, diez minutos después un hombre, ebrio de dicha, saltaba los barrotes del balcón y viendo que la reina no salía a su encuentro dudó unos instantes. A cambio de Margarita, apareció Enrique.

—¡Vaya! —dijo amablemente—. No es De Mouy, sino La Mole. Buenas noches, señor de La Mole. Entrad, os lo ruego.

La Mole se quedó estupefacto. De haber estado aún suspendido de la escala en lugar de hallarse en el balcón, es muy posible que se hubiera caído de espaldas en el vacío.

—Deseabais hablar con el rey de Navarra para tratar de asuntos urgentes —intervino Margarita—; pues bien, le hice llamar y aquí le tenéis.

Enrique fue a cerrar la ventana.

—Te amo —dijo Margarita estrechando furtivamente la mano del joven.

—Bien, ¿qué nos tenéis qué decir? —preguntó Enrique a La Mole al tiempo que le ofrecía una silla.

—Tengo que deciros, señor —respondió este—, que dejé al señor De Mouy en las afueras. Desea saber si Maurevel ha hablado y si su presencia en la alcoba de Vuestra Majestad se conoce.

—Todavía no, pero no tardará en conocerse. Es necesario que nos apresuremos.

—Vuestra opinión es la suya, señor, y si mañana por la tarde el duque de Alençon está dispuesto a partir, él estará en la puerta de Saint-Marcel con ciento cincuenta hombres; quinientos os aguardarán en Fontainebleau. Una vez allí seguiréis hasta Blois, Angulema y Burdeos.

—Señora —dijo Enrique volviéndose hacia su mujer—, por mi parte estaré listo mañana, ¿lo estaréis vos?

Los ojos de La Mole se clavaron en los de Margarita con una profunda ansiedad.

—Tenéis mi palabra —respondió la reina—; a dondequiera que vayáis os seguiré, pero ya sabéis, es necesario que el duque de Alençon salga al mismo tiempo que nosotros. Con él no valen los términos medios; o nos sirve, o nos traiciona. Si vacila, más vale que no nos movamos.

—¿Sabe él algo acerca de ese proyecto? —preguntó Enrique.

—Ha debido de recibir hace pocos días una carta del señor De Mouy.

—¡Ah! —dijo Enrique—, pues no me ha comentado nada.

—Desconfiad, señor, desconfiad —añadió Margarita.

—Tranquilizaos, estoy en guardia. ¿Cómo podré hacer llegar una respuesta al señor De Mouy?

—No os preocupéis, señor. A la derecha o a la izquierda de Vuestra Majestad, visible o invisible, De Mouy estará mañana aquí durante la recepción de los embajadores. Una palabra en el discurso de la reina le hará comprender si aceptáis o no, si debe huir o esperaros. Si el duque de Alençon no acepta, no pide más que quince días para reorganizarlo todo en nombre vuestro.

—Verdaderamente, De Mouy es un hombre extraordinario —dijo Enrique—. ¿Podríais intercalar en vuestro discurso la frase convenida, señora?

—Nada más fácil —respondió Margarita.

—Entonces —dijo Enrique— veré mañana al señor de Alençon; que De Mouy esté en su lugar y que media palabra le baste.

—Estará, señor.

—Pues bien, señor de La Mole —añadió Enrique—, id a llevar mi respuesta. Sin duda tendréis en los alrededores un caballo y un sirviente.

—Me espera Orthon a la orilla del río.

—Id a reuniros con él, señor conde. ¡Oh! No vayáis por la ventana; eso está bien para las ocasiones graves. Podríais ser visto, y como nadie sabe que es por mí por quien os exponéis de tal modo, comprometeríais gravemente a la reina.

—¿Por dónde he de bajar entonces, señor?

—Si no podéis entrar solo al Louvre, en cambio podéis salir conmigo, que conozco el santo y seña. Vos tenéis una capa y yo otra; nos embozaremos en ellas y atravesaremos la guardia sin dificultad. Por otra parte, tengo que dar algunas recomendaciones particulares a Orthon. Esperadme aún aquí; voy a ver si no hay nadie en los pasillos.

Enrique, con el aire más natural del mundo, salió con intención de explorar el camino. La Mole quedóse a solas con la reina.

—¿Cuándo os volveré a ver? —preguntó el enamorado.

—Mañana por la noche si huimos; si nos quedamos, cualquier día de estos en la calle de Cloche-Percée.

—Señor de La. Mole —dijo Enrique al volver—, podéis seguirme, no hay nadie.

La Mole se inclinó respetuosamente ante la reina.

—Dadle a besar vuestra mano, señora —dijo Enrique—; el señor de La Mole no es un servidor más.

Margarita obedeció.

—A propósito —dijo Enrique—, guardad con cuidado la escala, es un elemento precioso para los conspiradores y, en el momento en que menos se piensa, puede ser útil. Venid, señor de La Mole, venid.