Capítulo VIII
A mansión que habitaba el almirante se hallaba, como ya hemos dicho, en la calle Bethisy. El cuerpo principal del edificio se elevaba al fondo de un patio.
Las dos alas de esta gran construcción miraban a la calle. Daban acceso a este patio una puerta grande y dos pequeñas abiertas en el muro.
Cuando los tres partidarios del duque de Guisa llegaron a la esquina de la calle Bethisy, qué es una prolongación de la de Saint-Germain d’Auxerre, vieron el palacio rodeado de suizos, soldados y paisanos armados; todos empuñaban en el brazo derecho espadas, picas o arcabuces, y algunos llevaban en la mano izquierda antorchas que iluminaban aquella escena con un resplandor fúnebre y vacilante que tan pronto se proyectaba sobre el suelo o las paredes como sobre aquel mar viviente en el que relampagueaban las armas con su brillo metálico.
Alrededor del palacio y en las calles Tirechappe, Etienne y Bertin-Poirée, la terrible empresa se ponía en práctica. Se oían gritos prolongados, resonaban descargas de mosquetes y a ratos cruzaba algún desdichado semidesnudo, pálido y cubierto de sangre, saltando como un gamo perseguido en medio de un círculo de lúgubre penumbra en el que parecía agitarse un mundo de demonios.
Coconnas, Maurevel y La Hurière, a quienes se distinguía desde lejos por sus cruces blancas, fueron acogidos con gritos de bienvenida, y pronto se hallaron en lo más compacto de aquella multitud jadeante y apretada como una jauría.
A no ser porque algunos reconocieron a Maurevel y le abrieron paso, seguramente ni él ni Coconnas y La Hurière, que se deslizaron detrás, hubieran conseguido introducirse en el patio.
En el centro de este patio, cuyas tres puertas habían sido derribadas, se hallaba de pie un hombre, en torno del cual los asesinos dejaban libre un respetuoso espacio.
Apoyado en una espada desnuda, tenía los ojos clavados en el balcón principal del palacio, que se elevaba a unos quince pies del suelo. Este hombre golpeaba impaciente el suelo con un pie y a cada momento se volvía para interrogar a quienes encontraba más cerca.
—¡Todavía, nada! —murmuraba—. Nadie aparece… ¿Le habrán avisado y habrá huido? ¿Qué os parece, Du Gast?
—Que es imposible, señor.
—¿Por qué? ¿No me dijisteis que un momento antes de que llegáramos, un hombre sin sombrero, con la espada desenvainada y corriendo como si le persiguiesen, vino a golpear la puerta y le abrieron?
—Sí, monseñor; pero casi en seguida llegó el señor de Besme, derribó las puertas a hizo rodear el edificio. El hombre entró, pero os aseguro que no ha podido salir.
—Pero… —dijo Coconnas a La Hurière—, si no me equivoco, aquel que veo allí es el señor de Guisa.
—El mismo, caballero. El gran Enrique de Guisa en persona, que sin duda espera que salga el almirante para hacer con él lo que el almirante hizo con su padre. A cada cual le llega su turno, señor mío, y gracias a Dios, hoy nos ha llegado el nuestro.
—¡Hola, Besme! ¡Hola! —gritó el duque con su voz potente—. ¿No habéis terminado aún?
Y la punta de su espada, tan impaciente como él, sacaba chispas contra las piedras del suelo.
Se oyeron entonces en el palacio gemidos ahogados, algunos tiros, luego un gran rumor de pisadas y chocar de armas, hasta que por último volvió a hacerse el silencio.
El duque hizo ademán de precipitarse dentro de la casa.
—¡Monseñor! ¡Monseñor! —le dijo Du Gast, acercándose y cerrándole el paso—. Vuestra dignidad os obliga a quedaros aquí a esperar.
—Tienes razón, Du Gast; gracias, esperaré. Pero en verdad me muero de impaciencia a inquietud. ¡Ah! ¡Si se me escapara!
De pronto, el ruido de pasos se oyó más cerca…, los cristales del primer piso se iluminaron con reflejos de incendio.
La ventana hacia la que el duque alzara tantas veces sus ojos se abrió, o mejor dicho, voló en astillas, y un hombre, con el rostro pálido y el cuello blanco empapado de sangre, apareció en el balcón.
—¡Besme! —gritó el duque—. ¡Por fin! ¡Eres tú! ¿Qué hay?
—¡Mirad, mirad! —respondió con calma el alemán, que, agachándose, volvió a levantarse, pareciendo soportar un peso considerable.
—¿Y los demás? —preguntó con impaciencia el duque—. ¿Dónde están?
—Los demás están con los otros.
—¿Y tú qué estás haciendo?
—Ya feréis, retiraros un poco.
El duque retrocedió un paso.
Pudo ver entonces el objeto que Besme sostenía con tan extraordinario esfuerzo.
Era el cuerpo de un anciano. Lo puso sobre la barandilla, lo balanceó un instante en el vacío y lo arrojó a los pies de su amo.
El ruido sordo de la caída y las gotas de sangre que salpicaron el suelo produjeron honda impresión, hasta en el mismo duque.
Pero tal sentimiento no duró mucho; la curiosidad hizo que todos avanzaran algunos pasos y el resplandor de una antorcha iluminó con su luz vacilante a la víctima.
Se distinguió entonces una barba blanca, un rostro venerable y dos manos crispadas por la inminencia de la muerte.
—¡El almirante! —exclamaron a un tiempo veinte voces, volviendo a guardar silencio en seguida.
—Sí, el almirante. ¡Es él! —dijo el duque, acercándose al anciano para contemplarlo con silenciosa satisfacción.
—¡El almirante! ¡El almirante! —repitieron en voz baja todos los testigos de la terrible escena, apretándose unos contra otros y aproximándose tímidamente al gran anciano vencido.
—¡Ah, hete aquí, Gaspar! —dijo el duque de Guisa en tono de triunfo—. ¡Hiciste asesinar a mi padre y esta es mi venganza!
Y se atrevió a poner el pie sobre el pecho del héroe protestante.
Los ojos del moribundo se abrieron penosamente, su mano ensangrentada se crispó por última vez y el almirante, sin romper su rigidez cadavérica, dijo al sacrílego con voz sepulcral:
—Enrique de Guisa, algún día también sentirás sobre tu pecho la bota de un asesino. Yo no maté a tu padre. ¡Maldito seas!
El duque, pálido y tembloroso a pesar suyo, sintió un escalofrío por todo el cuerpo. Se pasó la mano por la frente como para apartar la fúnebre visión; cuando la dejó caer y osó dirigir sus ojos hacia el almirante, este había cerrado ya los suyos, sus manos se habían vuelto inertes, y un coágulo de sangre negra saliendo de su boca y manchando su blanca barba, había sucedido a las terribles palabras que acababa de pronunciar.
El duque levantó su espada con un gesto de trágica resolución.
—Y bien, señor —le dijo Besme—. ¿Estáis contento?
—Sí, mi amigo —repuso Enrique—, porque has vengado…
—Al duque Francisco, ¿no es cierto?
—A la religión —contestó Enrique con voz ronca—. Y ahora —continuó volviéndose hacia los suizos, soldados y paisanos que llenaban el patio y la calle—: ¡Manos a la obra, amigos, manos a la obra!
—Buenas noches, señor de Besme —dijo entonces Coconnas acercándose con cierta admiración al alemán, que, todavía en el balcón, limpiaba parsimoniosamente su espada.
—¿Sois vos quién lo mató? —gritó La Hurière en éxtasis—. ¿Cómo lo hicisteis, digno señor mío?
—¡Oh! Muy sincillamente: Él haber oído un ruido, él haber apierto la buerta y yo haberle hundido mi esbada en su cuerpo. Pero eso no es toto; creo que Teligny tatapía resiste, le oigo gritar.
En efecto; oyéronse entonces gritos de angustia que parecían salir de una garganta de mujer; reflejos rojizos iluminaron una de las dos alas que formaban la galería. Dos hombres huían perseguidos por una larga fila de asesinos. Un tiro de arcabuz acabó con uno de ellos; el otro encontró en su camino una ventana abierta y, sin medir la altura ni preocuparse de los enemigos que le esperaban abajo, saltó intrépidamente al patio.
—¡Matadlo! ¡Matadlo! —gritaron los perseguidores, viendo que su presa se escapaba.
El hombre se levantó recogiendo su espada, que al caer se le había escurrido de la mano, reanudó su carrera agachando la cabeza entre los espectadores, derribó a tres o cuatro, atravesó a uno con la espada y en medio de los disparos de pistola, de las imprecaciones de los soldados, furiosos por haber fallado la puntería, pasó como un rayo junto a Coconnas, que le esperaba en la puerta con un puñal en la mano.
—¡Tomad! —gritó el piamontés atravesándole el brazo con su afilado y puntiagudo acero.
—¡Cobarde! —respondió el fugitivo, golpeando el rostro de su agresor con la hoja de su espada, ya que carecía de espacio para herirle con la punta.
—¡Mil demonios! —gritó Coconnas—. ¡Si es el señor de La Mole!
—¡El señor de La Mole! —repitieron La Hurière y Maurevel.
—¡Es el que previno al almirante! —gritaron varios soldados.
—¡Muera! ¡Muera! —aullaron por todas partes.
Coconnas, La Hurière y diez más se lanzaron en persecución de La Mole que, cubierto de sangre y ya en ese estado de exaltación que es la última reserva del vigor humano, atravesaba las calles sin otro guía que su instinto. Detrás de él, los pasos y gritos de sus enemigos le espoleaban y parecían prestarle alas. A veces, una bala silbaba junto a su oído a imprimía a su carrera, ya próxima a agotarse, nueva velocidad. Ya no era respiración ni aliento lo que salía de su pecho, sino un sordo ronquido. El sudor y la sangre corrían por sus cabellos y empapaban su rostro.
Pronto su jubón fue demasiado estrecho para contener los latidos de su corazón y hubo de arrancárselo. Su espada se hizo tan pesada para su mano que la tiró lo más lejos que pudo. A veces le parecía que los pasos se alejaban y que se libraría de sus verdugos. Pero, al oír los gritos de estos, otros asesinos que encontraba a su paso abandonaban su sangrienta tarea y acudían. De pronto, a su izquierda, vio el río que se deslizaba silenciosamente; por un momento pensó que, como el ciervo en el bosque, experimentaría un indecible placer arrojándose al agua, idea de la que sólo la fuerza suprema de la razón pudo disuadirle. A su derecha estaba el Louvre, sombrío, inmóvil, pero lleno de ruidos sordos y siniestros. Por los puentes levadizos entraban y salían soldados cubiertos de cascos y corazas que reflejaban con vivos destellos la luz de la luna. La Mole se acordó del rey de Navarra, así como se había acordado de Coligny: eran sus dos únicos protectores. Reunió todas sus fuerzas, miró al cielo, haciéndose a sí mismo la promesa de abjurar si escapaba con vida de la matanza, dio un rodeo para hacer perder tiempo a sus perseguidores, luego se dirigió derecho hacia el Louvre, atravesando el puente entre la confusión de soldados, recibió otra puñalada de refilón que le rozó las costillas y a pesar de los gritos «¡Matadlo! ¡Matadlo!», que oía a sus espaldas y de la actitud ofensiva que adoptaban los centinelas, se precipitó como una flecha en el patio, llegó hasta el vestíbulo, subió por la escalera hasta el segundo piso, reconoció una puerta y, apoyándose contra ella, golpeó con pies y manos.
—¿Quién es? —preguntó una voz femenina.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —murmuró La Mole—. Ya vienen…, los oigo…, aquí están…, los veo… Soy yo…
—¿Quién sois vos? —preguntó la voz.
La Mole recordó el santo y seña.
—¡Navarra! ¡Navarra! —gritó.
La puerta se abrió inmediatamente. La Mole, sin ver ni dar las gracias a Guillonne, se precipitó a un vestíbulo, atravesó un corredor y dos o tres departamentos y llegó por último a una habitación iluminada por una lámpara suspendida del techo.
Bajo unos cortinajes de terciopelo bordado con flores de lis de oro, en un lecho de roble tallado, una mujer semidesnuda, con la cabeza apoyada sobre una mano, tenía los ojos dilatados por el terror.
La Mole corrió hacia ella.
—¡Señora! —exclamó—. Están matando y estrangulando a mis hermanos; quieren asesinarme y degollarme a mí también. Sois la reina. ¡Salvadme!
Y se precipitó a sus pies, dejando sobre la alfombra un reguero de sangre.
Al ver a aquel hombre pálido y deshecho arrodillado ante ella, la reina de Navarra se levantó asustada, ocultando su rostro entre las manos y pidiendo auxilio.
—Señora —dijo La Mole, haciendo un esfuerzo para incorporarse—. ¡En nombre del Cielo no llaméis, porque, si os llegan a oír, estoy perdido! Los asesinos me persiguen, subían las escaleras detrás de mí. Los oigo. Ahí están…
—¡Socorro! —repitió la reina de Navarra fuera de sí—. ¡Socorro!
—¡Ah! Sois vos quien me ha matado —dijo La Mole con desesperación—. ¡Morir por tan hermosa voz, morir por tan bella mano! ¡Ah, hubiera creído que era imposible!
En aquel mismo momento la puerta se abrió y una jauría de hombres jadeantes, furiosos, con las caras manchadas de sangre y de pólvora, armados de arcabuces, alabardas y espadas, se precipitó dentro de la habitación.
Al frente del grupo estaba Coconnas, con sus cabellos rojizos erizados, sus claros ojos azules desmesuradamente abiertos, con la mejilla señalada por la espada de La Mole, que había trazado en ella un surco sangriento. Así, desfigurado de aquel modo, el piamontés tenía un aspecto terrible.
—¡Voto al diablo! —gritó—. ¡Aquí está! ¡Ahora no se nos escapará!
La Mole buscó un arma en torno suyo y no halló ninguna. Clavó los ojos en la reina y vio la más profunda conmiseración reflejada en su semblante. Comprendió entonces que sólo ella podía salvarlo; de un salto estuvo a su lado y, una vez allí, la estrechó entre sus brazos.
Coconnas avanzó tres pasos y con la punta de su enorme espada hirió de nuevo el hombro de su enemigo; algunas gotas de sangre tibia y roja salpicaron, como espeluznante rocío, las sábanas blancas y perfumadas de Margarita.
La reina vio correr la sangre, sintió palpitar aquel cuerpo enlazado al suyo y, por defenderlo, creyó lo mejor arrojarse con él sobre la cama. A tiempo lo hizo. La Mole, agotadas hasta el límite sus fuerzas, era incapaz de hacer un solo movimiento para huir o defenderse. Apoyó su rostro lívido sobre el hombro de la joven y sus dedos crispados se asieron, desgarrándola, a la fina batista bordada que cubría como un velo el cuerpo de Margarita.
—¡Señora! —murmuró con voz moribunda—. ¡Salvadme!
Fue cuanto pudo decir. Una nube, semejante a la que precede a la muerte, veló sus ojos, su cabeza cayó hacia atrás, abrió los brazos, dobló el cuerpo y cayó al suelo bañado en su propia sangre y arrastrando a la reina consigo.
Coconnas, exaltado por los gritos, embriagado por el olor de la sangre, exasperado por la febril carrera que acababa de realizar, estiró su brazo hacia el lecho real. Un momento antes y su espada hubiera atravesado el corazón de La Mole, junto quizá con el de la reina.
Al ver aquel acero desnudo, o más bien ante aquella brutal insolencia, la hija de los reyes se levantó con gesto majestuoso y lanzó un grito en el que había tanto horror, rabia a indignación, que el piamontés se quedó petrificado por un sentimiento desconocido. Cierto que si esta escena se hubiera prolongado entre los mismos actores, dicha sensación se habría fundido como la escarcha matinal bajo el sol de abril.
Pero apareció de pronto, por una puerta disimulada en la pared, un joven de dieciséis o diecisiete años, vestido de negro, pálido y con los cabellos en desorden.
—¡Espera, hermana mía, espera! —gritó—. ¡Aquí estoy! ¡Aquí estoy!
—¡Socorredme, Francisco! —rogó Margarita.
—¡El duque de Alençon! —murmuró La Hurière bajando su arcabuz.
—¡Voto al diablo! ¡Un príncipe de la familia real! —refunfuñó Coconnas retrocediendo.
El duque de Alençon miró a su alrededor. Vio a Margarita despeinada, más bella que nunca, apoyada en la pared, rodeada de hombres con los ojos encendidos de rabia, las frentes cubiertas de sudor, echando espuma por la boca.
—¡Miserables! —gritó.
—¡Salvadme, hermano! —dijo Margarita extenuada—. Quieren asesinarme.
El rostro pálido del duque enrojeció de ira.
Aunque estaba desarmado, sostenido sin duda por la conciencia de su rango, avanzó con los puños cerrados hacia Coconnas y sus compañeros, que retrocedieron atemorizados al ver los relámpagos que despedían sus ojos.
—¿Asesinaréis también a un príncipe de Francia?
Y luego, como continuaban retrocediendo ante él, gritó:
—¡Aquí, capitán de mi guardia, venid y haced ahorcar a todos estos bandidos!
Más asustado ante este joven desarmado que hubiera podido estarlo ante toda una compañía de guardias o de lansquenetes, Coconnas ya había salido de la habitación. La Hurière bajaba las escaleras con la rapidez de un gamo. Los soldados se empujaban y atropellaban en el vestíbulo para huir cuanto antes, siendo muy estrecha la puerta, comparada con las ansias que tenían de verse fuera. Entre tanto, Margarita cubrió instintivamente con su colcha de damasco al joven desmayado y se alejó de él.
Cuando desapareció el último de los asesinos, el duque de Alençon se volvió hacia la reina.
—¡Hermana! —exclamó al ver a Margarita toda manchada de sangre—, ¿estáis herida?
Y se acercó a ella con una inquietud que hubiese hecho honor a su ternura si esta no encerrara la sospecha de ser mayor de la que corresponde a un hermano.
—No —dijo Margarita—, creo que no, o si lo estoy, ha de ser levemente.
—Pero ¿y esta sangre? —preguntó el duque recorriendo con manos temblorosas todo el cuerpo de Margarita—. ¿De quién es?
—Lo ignoro —respondió la joven—. Uno de esos miserables me puso la mano encima. Quizás estuviese herido.
—¡Tocar a mi hermana! —exclamó el duque—. ¡Oh! Si me hubieras dicho quién era, si me lo hubieras señalado, ya sabría yo castigarle…
—¡Silencio! —dijo Margarita.
—¿Por qué? —preguntó Francisco.
—Porque si lo sorprendieran a estas horas en mi habitación…
—¿Es que un hermano no puede visitar a su hermana?
La reina clavó en el duque de Alençon una mirada tan fija y amenazadora, que el joven retrocedió.
—Sí, sí —dijo—, tienes razón, vuelvo a mi cuarto. ¿Pero podrás quedarte sola durante esta terrible noche? ¿Quieres que llame a Guillonne?
—No, no, a nadie: vete, Francisco, vuelve por donde viniste.
El joven príncipe obedeció y, no bien hubo desaparecido, Margarita oyó un suspiro que partía de debajo del lecho. Corrió hacia la puerta del pasaje secreto, echó los cerrojos, fue luego hacia la otra puerta e hizo lo mismo en el preciso momento en que un grupo de arqueros y de soldados, que perseguían a otros hugonotes alojados en el palacio, pasaban como un huracán por el extremo del corredor.
Entonces, después de haber mirado atentamente a su alrededor para asegurarse de que estaba sola, volvió hacia su cama y, levantando la colcha de damasco que ocultaba el cuerpo de La Mole a la vista del duque de Alençon, arrastró con esfuerzo la masa inerte y, viendo que el infeliz respiraba todavía, se sentó, le apoyó la cabeza en sus rodillas y le echó un poco de agua en la cara para que volviera en sí.
Sólo cuando el agua hizo desaparecer el velo de tierra, pólvora y sangre que cubría el rostro del herido, reconoció Margarita en él al hermoso gentilhombre que, lleno de vida y de esperanza, había ido tres o cuatro horas antes a pedirle su protección cerca del rey de Navarra y se había separado de ella deslumbrado por su belleza luego de causarle una honda emoción.
Margarita lanzó un grito de terror, porque lo que ahora sentía por el herido era algo más que compasión, era interés.
Ya no se trataba de un simple desconocido, sino casi de un amigo. Por sus cuidados, el hermoso rostro de La Mole apareció pronto tal cual era, aunque pálido y demacrado por el sufrimiento.
La reina, casi tan pálida como él y con un temor mortal, le puso una mano sobre el corazón y, al sentir que todavía latía, extendió el brazo hasta un frasco de sales que estaba sobre la mesa y se lo hizo aspirar. La Mole abrió los ojos.
—¡Dios mío! —murmuró—. ¿Dónde estoy?
—A salvo —dijo Margarita—. Tranquilizaos.
La Mole dirigió con esfuerzo sus ojos a la reina, la devoró un instante con la mirada y balbució:
—¡Oh! ¡Qué bella sois!
Y casi desvanecido cerró los párpados suspirando.
Margarita dio un grito. El joven se había puesto más pálido aún si cabe y ella creyó que aquel suspiro era el último.
—¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! —imploró—. ¡Tened piedad de él!
En aquel momento golpearon violentamente la puerta.
Margarita se levantó a medias sosteniendo a La Mole por debajo del brazo.
—¿Quién es? —preguntó.
—¡Señora, soy yo! —gritó una voz de mujer—. Yo, la duquesa de Nevers.
—¡Enriqueta! —exclamó tranquilizadora Margarita—. ¡Oh! No hay peligro, es una amiga, ¿oís, señor?
La Mole, haciendo un esfuerzo, se apoyó sobre una rodilla.
—Tratad de sosteneros mientras yo abro la puerta —le dijo la reina.
La Mole apoyó una mano en el suelo y logró mantenerse en equilibrio.
Margarita dio un paso hacia la puerta, pero se detuvo de pronto estremeciéndose de terror.
—¡Ah! ¿No estáis sola? —preguntó al oír ruido de armas.
—No, me acompañan doce guardias que me dio mi cuñado, el señor de Guisa.
—¡El señor de Guisa! —murmuró La Mole—. ¡Asesino! ¡Asesino!
—¡Silencio! —le ordenó Margarita—. No pronunciéis ni una sola palabra.
Y miró a su alrededor buscando donde esconder al herido.
—Dadme una espada o un puñal —murmuró La Mole.
—¿Para defenderos? Es inútil. ¿No habéis oído? Ellos son doce y vos estáis solo.
—No, para no caer vivo entre sus manos.
—¡No! ¡No! —dijo Margarita—. Yo os salvaré. ¡Ah! Ese gabinete. Venid.
La Mole hizo un esfuerzo y, sostenido por Margarita, se arrastró hasta el gabinete. Margarita cerró la puerta y guardó la llave en la limosnera.
—No deis un grito, una queja ni un suspiro y estaréis salvado —le dijo a través del tabique.
Y echándose sobre los hombros una bata, fue a abrir la puerta a su amiga, que se precipitó en sus brazos preguntando:
—¿No os ha pasado nada, señora?
—No, nada —dijo Margarita, cruzándose la bata para que no viese las manchas de sangre de su camisón.
—Más vale así; pero de todos modos, como el señor duque de Guisa me dio doce guardias para que me acompañaran hasta su palacio y no necesito tanta escolta, dejaré seis a Vuestra Majestad. Seis guardias del duque de Guisa valen más esta noche que un regimiento entero de guardias del rey.
Margarita no se atrevió a rechazar este ofrecimiento; instaló a los seis hombres en el corredor y abrazó a la duquesa, quien, con el resto de sus guardias, se fue al palacio del duque de Guisa, donde habitaba durante la ausencia de su marido.