Capítulo XXVII

UNA vez que se vio encerrado en su nuevo calabozo, Coconnas, entregado a sí mismo y sin la excitación que le produjera la lucha contra sus jueces y la declaración hecha por Renato, empezó a hacerse una serie de tristes reflexiones.

—Me parece —se dijo— que esto se está poniendo muy feo y que sería hora de ir un rato a la capilla. Desconfío de las sentencias de muerte y no cabe duda de que en estos momentos nos están condenando. Desconfío sobre todo de las sentencias de muerte pronunciadas dentro del hermético recinto de una fortaleza, ante rostros tan desagradables como todos los que me rodeaban. Me parece que han tomado en serio esto de cortarnos la cabeza… ¡Hum! ¡Hum! Repito lo que acabo de decir: me parece que ha llegado el momento de ir a la capilla.

Estas palabras, pronunciadas a media voz, fueron seguidas de un silencio y este silencio fue interrumpido por un gemido sordo, ahogado y lúgubre, que no tenía nada de humano y el grito pareció atravesar el grueso muro e hizo vibrar el hierro de la reja.

Coconnas se estremeció a su pesar, no obstante ser un hombre tan valiente que el valor en él se asemejaba al instinto de las fieras. Se quedó inmóvil, dudando de que aquella queja perteneciera a un ser humano y tomándola más bien por el gemido del viento entre los árboles o por uno de los mil rumores nocturnos que parecen descender o subir de los dos mundos desconocidos entre los que está situado el nuestro. Pero un segundo lamento más doloroso, más profundo y más agudo aún que el primero llegó a oídos de Coconnas, que esta vez no sólo distinguió positivamente la expresión de dolor de una voz humana, sino que creyó reconocer en esta voz a la de su amigo La Mole.

Al oír aquella voz, el piamontés olvidó que le separaban de su amigo dos puertas, tres rejas y un muro de doce pies de espesor. Se lanzó con todo su peso contra esta pared como para derribarla y volar en auxilio de la víctima, gritando:

—¿Están degollando a alguien aquí?

En su camino tropezó con el muro en el que no había pensado y cayó tendido, a consecuencia del choque, sobre un banco de piedra. Allí acabó todo.

—¡Oh! ¡Le han matado! —murmuró para sí—. ¡Esto es abominable!… ¡Y no poderse defender…, no tener armas…!

Extendiendo los brazos como si buscase algo, exclamó:

—¡Ah! ¡Esta argolla de hierro! ¡La arrancaré, y desgraciado el que se me acerque!

Coconnas se levantó de un salto, agarró la argolla y la sacudió de tal manera que era de creer que no resistiría otras dos sacudidas de semejante violencia. Pero de repente se abrió la puerta y la celda se iluminó al resplandor de dos antorchas.

—Venid, caballero —dijo la misma voz gangosa que tan desagradable le había parecido antes y que no porque ahora sonase tres pisos más abajo había adquirido el encanto que le faltaba—. Venid, señor, el tribunal os espera.

—Bueno —dijo Coconnas soltando la argolla—, voy a escuchar mi sentencia, ¿no es cierto?

—Sí, señor.

—¡Oh! Respiro; vayamos —dijo.

Y siguió al alguacil, que marchaba delante con paso acompasado y llevando en la mano su negra vara.

A pesar de la satisfacción que había demostrado en un principio, Coconnas lanzaba al andar una mirada inquieta a derecha a izquierda, hacia delante y hacia atrás.

—¡Oh! ¡Oh! —murmuró—. No veo a mi digno carcelero; confieso que me extraña que no esté aquí.

Entraron en la sala que acababan de dejar los jueces y donde se hallaba tan sólo un hombre de pie, en quien Coconnas reconoció al procurador general, que había tomado la palabra varias veces en el curso del interrogatorio con una marcada animosidad en contra suya.

En efecto, era el hombre a quien Catalina, ya por carta o de viva voz, había indicado cuál era la marcha que debía seguir el proceso.

Por el hueco que dejaba una cortina descorrida podía verse aquella habitación, cuyas profundidades se perdían en la oscuridad y cuyas partes iluminadas presentaban un aspecto tan terrible que Coconnas sintió que le flaqueaban las piernas.

—¡Oh! ¡Dios mío! —exclamó.

No le faltaba razón para asustarse.

El espectáculo era en verdad de los más lúgubres que pueden ofrecerse a la vista… La sala oculta durante el interrogatorio por aquella cortina ahora descorrida parecía el vestíbulo del infierno.

En primer término se veía un caballete de madera con cuerdas, poleas y otros accesorios de tortura. Más allá ardía un brasero cuyas rojizas llamas se reflejaban sobre todos los objetos cercanos, haciendo aún más sombría la silueta de los que se hallaban entre Coconnas y el fuego. Apoyado contra una de las columnas que sostenía la bóveda, un hombre, inmóvil como una estatua, permanecía de pie con una cuerda en la mano. Se hubiera dicho que era de la misma piedra que la columna sobre la que se recostaba. Encima de los bancos y entre las gruesas argollas colgaban de la pared cadenas y relucientes cuchillos.

—¡Oh! —murmuró Coconnas—. ¿Qué significa esto? La sala del tormento preparada y al parecer en espera de la víctima.

—¡De rodillas, Marco Annibal de Coconnas! —dijo una voz que hizo alzar la vista al caballero—. ¡De rodillas para oír la sentencia dictada contra vos!

Era esta una de aquellas invitaciones contra las que el piamontés se sublevaba instintivamente.

Cuando se disponía a resistir, dos hombres le empujaron por la espalda de un modo tan inesperado y sobre todo tan convincente que cayó de rodillas sobre el suelo.

La voz continuó:

—«Sentencia pronunciada por el tribunal reunido en la fortaleza de Vincennes contra Marco Annibal de Coconnas, acusado y convicto del crimen de lesa Majestad, de tentativa de envenenamiento, acompañada de sortilegio y magia contra la persona del rey; del crimen de conspiración contra la seguridad del Estado, como así también de haber arrastrado a la rebelión, con sus perniciosos consejos, a un príncipe de la familia real…».

A cada una de estas imputaciones, Coconnas movía la cabeza, marcando el compás de la lectura como hacen los escolares dóciles.

El juez prosiguió:

—«En consecuencia de lo cual, el mencionado Marco Annibal de Coconnas será conducido desde la prisión a la plaza de Saint-Jean-en-Greve para ser allí decapitado; sus bienes serán confiscados, talados sus bosques a la altura de seis pies y derribados sus castillos, clavando en su lugar un poste con una plancha de cobre en la que figuren el crimen y el castigo».

—En cuanto a mi cabeza —dijo Coconnas—, no dudo que me la cortarán, pues se halla en Francia y muy expuesta, pero en lo que se refiere a mis bosques y a mis castillos, desafío a todas las sierras y picas del cristianísimo reino a que hagan mella en mis bienes.

—¡Silencio! —ordeñó el juez, y continuó—: «Además, el referido Coconnas…».

—¿Cómo? —interrumpió el aludido—. ¿Me harán algo más después de cortarme la cabeza? ¡Oh! ¡Oh! ¡Me parece demasiado!

—No, señor, después no, antes —dijo el juez y siguió leyendo.

—«Además, el referido Coconnas, antes de la ejecución de la sentencia, sufrirá el tormento extraordinario que consta de diez cuñas».

Coconnas dio un salto fulminando al juez con una mirada centelleante.

—¿Y para qué? —dijo, no hallando más que estas ingenuas palabras para expresar la multitud de ideas que acudían a su mente.

Aquella tortura suponía para Coconnas la pérdida total de sus esperanzas; no sería llevado a la capilla sino después de la tortura y eran muy pocos los que sobrevivían a ella. Más aún; cuanto más valiente y fuerte era la víctima, más segura era su muerte, pues se consideraba como una cobardía el confesar, y mientras no se confesaba, la tortura proseguía cada vez con mayor crueldad.

El juez no se tomó la molestia de responder a Coconnas, pues la última parte de la sentencia era lo bastante expresiva como para satisfacer cualquier curiosidad por parte de la víctima, de modo que continuó la lectura:

—«Con el objeto de obligarle a delatar a sus cómplices y de que confiese en todos sus detalles sus planes y maquinaciones…».

—¡Voto al diablo! —exclamó Coconnas—. ¡Esto es lo que se llama una infamia! Más aún; esto es lo que yo llamo una cobardía.

Acostumbrado a la indignación de los reos, indignación que el sufrimiento apacigua convirtiéndose en lágrimas, el juez, impasible, no hizo más que un gesto para avisar a sus subordinados.

Coconnas fue levantado por los pies y por los hombros y atado sobre el lecho del tormento antes de que hubiese tenido tiempo de ver a quienes cometían con él tamaña violencia.

—¡Miserables! —vociferaba Coconnas, sacudiendo en el paroxismo de su cólera el caballete sobre el que se hallaba tendido, de tal manera que hizo retroceder a los mismos verdugos—. ¡Miserables! ¡Torturadme, matadme, hacedme pedazos, pero nada sabréis, os lo juro! ¡Ah! ¿Creéis que con trozos de madera o de hierro haréis hablar a un hombre como yo? ¡Probad: os desafío!

—Disponeos a escribir —ordenó el juez al notario.

—¡Sí, prepárate! —aulló Coconnas—. Y si piensas escribir lo que salga de mi boca, infame verdugo, tendrás para rato. Escribe, escribe…

—¿Queréis hacer alguna revelación? —dijo el juez sin inmutarse.

—¡Ninguna! ¡No diré ni una sola palabra! ¡Idos al diablo!

—Podéis reflexionar durante los preparativos, señor. Vamos, maestro, ajustadle los borceguíes a este señor.

Al oír estas palabras, el hombre que había permanecido hasta entonces de pie e inmóvil con las cuerdas en la mano, se apartó de la columna y, andando lentamente, se aproximó a Coconnas, quien, por su parte, volvió hacia él la cabeza para insultarle.

Era maese Caboche, el verdugo de la ciudad de París.

Un doloroso asombro se dibujó en el semblante de Coconnas, quien, en lugar de gritar y moverse, quedóse inmóvil sin poder apartar los ojos del rostro de aquel olvidado amigo que reaparecía en semejante ocasión.

Caboche, sin mover un solo músculo de su cara y sin dar la menor señal de haber visto a Coconnas anteriormente, le introdujo dos planchas entre las piernas, le puso otras dos iguales por la parte de fuera y aseguró unas con otras con la cuerda que llevaba en la mano.

Para el tormento ordinario se introducían seis cuñas entre las dos planchas de modo que al separarse estas trituraban las carnes.

En el tormento extraordinario se hundían diez, y entonces las planchas llegaban a quebrar los huesos.

Tan ingenioso sistema recibía el nombre de «tormento de los borceguíes».

Una vez terminada la operación preliminar, maese Caboche introdujo la punta de una cuña entre las dos planchas; luego, empuñando su mazo y poniendo una rodilla en tierra, miró al juez.

—¿Tiene algo que decir el condenado?

—No —respondió Coconnas resueltamente, pese a que sentía correr el sudor por su frente y notaba cómo se le erizaban los cabellos.

—En ese caso, adelante —dijo el juez— primera cuña del ordinario.

Caboche levantó el brazo armado con una pesada maza y asestó un golpe terrible sobre la cuña, produciendo un sonido grave.

El caballete tembló.

Coconnas no dejó escapar la más ligera queja y eso que aquella cuña hacía gemir por lo general a los más resueltos.

Más aún; la única expresión que se pintó en su rostro fue la de un indecible asombro. Miró con ojos estupefactos a Caboche, que con el brazo en alto y atento a la orden del juez se disponía a repetir el golpe.

—¿Cuál fue vuestra intención al ocultaros en el bosque? —preguntó el juez.

—Tumbarnos a la sombra —respondió Coconnas.

—Seguid —dijo el juez.

Caboche dio un segundo mazazo, que produjo el mismo sonido que el anterior. Coconnas no pestañeó tan siquiera y siguió mirando al verdugo con la misma expresión de asombro.

El juez frunció el ceño.

—¡Vaya un cristiano duro! —murmuró—. ¿Entró la cuña hasta el fondo, maese?

Caboche se inclinó como para examinarla y al hacerlo le dijo en voz baja a Coconnas:

—¡Gritad, desdichado!

Y levantándose añadió:

—Hasta el fondo, señor.

Las dos palabras de Caboche explicaron todo el misterio a Coconnas. El digno verdugo acababa de prestar a su amigo el mayor servicio que puede hacerse de verdugo a caballero.

Le ahorraba algo más que el dolor; le evitaba la vergüenza de las confesiones. En lugar de hundirle cuñas de encina le hundía cuñas de cuero flexible que tenían sólo de madera la parte superior. Además, le dejaba todas sus fuerzas para que pudiera afrontar el patíbulo.

—¡Oh! Magnífico Caboche —murmuró Coconnas—, tranquilízate, voy a gritar, ya que así me lo pides, y te aseguro que quedarás contento.

Entre tanto, Caboche había introducido entre las planchas el extremo de una cuña más gruesa aún que la anterior.

—¡Adelante! —ordenó el juez.

Oída la orden, Caboche dio otro golpe tan fuerte como si hubiera querido demoler el castillo de Vincennes.

—¡Ah! ¡Ah! ¡Hu! ¡Hu! —gritó Coconnas con la más variada entonación—. ¡Rayos y truenos! Tened cuidado, que me vais a romper los huesos.

—¡Ah! —dijo el juez sonriendo—. La segunda hace su efecto; ya me extrañaba.

Coconnas resopló como un fuelle de fragua.

—¿Qué hacíais en el bosque? —repitió el juez.

—¡Eh! ¡Voto al diablo! Ya os he dicho; tomaba el fresco.

—Continuad —dijo el juez.

—Confesad —le deslizó Caboche al oído.

—¿El qué?

—Todo lo que se os ocurra, pero decid algo.

—Y le dio otro golpe no menos fuerte que los anteriores.

Coconnas creyó ahogarse a fuerza de gritar.

—¡Oh! ¡Oh! ¡Ah! ¡Ay! ¿Qué deseáis saber, señor? ¿Por orden de quién estaba en el bosque?

—Sí.

—Por orden del duque de Alençon.

—Escribid —dijo el juez.

—Si cometí un crimen tendiendo un lazo al rey de Navarra —continuó Coconnas—, yo no fui más que un instrumento, señor, pues me limitaba a obedecer a mi amo.

El escribano se puso a transcribir las palabras del condenado.

—¡Oh! Me delataste, paliducho infecto —murmuró Coconnas—. ¡Espera! ¡Ya verás!

Luego de proferir estas exclamaciones refirió la visita de Francisco al rey de Navarra, las entrevistas entre De Mouy y Alençon, y la historia de la capa color cereza, sin olvidar que debía gritar cada vez que el verdugo golpeaba las cuñas.

Dio tantos informes precisos, verídicos, rotundos y terribles contra el duque de Alençon… fingió tan bien que sólo confesaba obligado por la violencia de los dolores; hizo tantas muecas, rugió, se quejó tan naturalmente y con tan diferentes entonaciones, que el mismo juez acabó por asustarse ante la obligación en que se veía de registrar detalles tan comprometedores para un príncipe de la familia real.

«¡En buena hora! —se decía Caboche—. He aquí un caballero al que no es preciso repetir dos veces las cosas y que sabe dar trabajo al escribano. ¡Dios mío! ¡Qué hubiera ocurrido si en lugar de ser de cuero las cuñas hubieran sido de madera!».

En vista de su buen comportamiento durante la confesión, Coconnas fue perdonado de la última cuña del tormento extraordinario, pero sin contar esta, había soportado ya nueve, lo que era bastante para deshacerle las piernas.

El juez advirtió a Coconnas el favor que se le hacía como premio a sus declaraciones y se retiró.

El reo quedóse solo con Caboche.

—Vamos, señor mío —le preguntó este—, ¿cómo os encontráis?

—¡Ah, mi buen amigo, mi querido Caboche! —dijo Coconnas—. Puedes estar seguro de que lo agradeceré toda la vida lo que acabas de hacer por mí.

—¡Diablo! Tenéis razón, caballero, porque si averiguaran lo que he hecho por vos, me tocaría ocupar vuestro lugar en el caballete y os aseguro que no tendrían conmigo las consideraciones que yo he tenido hacia vos.

—Pero ¿cómo has tenido la ingeniosa idea…?

—Muy sencillo —dijo Caboche mientras envolvía las piernas de Coconnas con vendas ensangrentadas—, supe que estabais preso, que se tramitaba vuestro proceso y que la reina Catalina exigía vuestra muerte. Supuse que os darían tormento y, en consecuencia, tomé mis precauciones.

—¿A riesgo de lo que ocurriese?

—Señor —dijo Caboche—, sois el único caballero que se ha dignado darme la mano, y aunque soy verdugo, o tal vez por eso mismo, tengo buen corazón y no me falta la memoria. Ya veréis cómo mañana cumplo puntualmente mi obligación.

—¿Mañana? —preguntó Coconnas.

—Sin duda, mañana.

—¿Qué obligación?

Caboche miró a Coconnas con asombro.

—¿Cómo? ¿Acaso habéis olvidado la sentencia?

—¡Ah! Sí, es cierto, la sentencia —dijo Coconnas—, ya no me acordaba.

En realidad, Coconnas no había olvidado su condena, pero no pensaba en ella.

Pensaba únicamente en la capilla, en el puñal escondido bajo el sagrado paño, en Enriqueta y en la reina, en la puerta de sacristía y en los dos caballos que esperarían en la entrada del bosque; pensaba en la libertad, en la carrera al aire libre y en la salvación más allá de las fronteras de Francia.

—Ahora —dijo Caboche—, tenéis que pasar hábilmente del caballete a la camilla. No olvidéis que para todo el mundo, incluso para mis ayudantes, tenéis rotas las piernas, por lo cual a cada movimiento debéis dar un grito.

—¡Ay! —dijo Coconnas al ver que los dos ayudantes aproximaban la camilla.

—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Un poco de valor! —dijo Caboche—. Si ahora gritáis, ¿qué será luego?

—Mi querido Caboche —dijo Coconnas—, no dejéis que me toquen vuestros acólitos, os lo suplico; es muy posible que no sepan hacerlo con tanta delicadeza como vos.

—Poned la camilla junto al caballete —dijo maese Caboche.

Los dos ayudantes obedecieron. Caboche alzó en brazos a Coconnas como si fuese un niño y le dejó acostado en la camilla. A pesar del cuidado que puso el verdugo en trasladarle, el piamontés dio unos gritos feroces.

Apareció entonces el carcelero con una linterna.

—A la capilla —dijo. Quienes conducían a Coconnas se pusieron en camino después de que este hubo dado al verdugo un segundo apretón de manos. El primero le había resultado tan útil, que no iba a sentir reparos en tan críticos momentos.