Capítulo IX

DESDE su regreso a París, Enrique de Anjou no había visto aún con libertad a su madre la reina Catalina, de quien, como todo el mundo sabía, era el hijo predilecto.

Para él no suponía el verla un vano cumplimiento de la etiqueta palaciega ni una ceremonia penosa de soportar, sino un deber muy grato; mucho más en un hijo como Enrique, que, aunque no quería a su madre, estaba seguro al menos de que su madre le amaba tiernamente.

En efecto, Catalina prefería sobre todos a este hijo, sea por su valor o por su belleza, sea porque, además de la madre, existía en ella la mujer, sea, en fin, porque, según ciertos rumores escandalosos, Enrique de Anjou recordaba a la florentina una época feliz de misteriosos amores.

Ella únicamente conocía el regreso del duque de Anjou a París, regreso que Carlos IX hubiese ignorado si el azar no le hubiera conducido hasta la puerta del palacio de Condé en el preciso momento en que su hermano salía. Carlos no le esperaba hasta el día siguiente y Enrique de Anjou esperaba ocultarle los dos motivos que adelantaron su llegada, que no eran otros que su visita a la hermosa María de Cleves, princesa de Condé, y su conferencia con los embajadores polacos.

Precisamente sobre esta última entrevista, cuyo objeto ignoraba Carlos, quería hablar con su madre el duque de Anjou. Y el lector, que seguramente está tan equivocado sobre sus motivos como Enrique de Navarra, aprovechará la explicación.

Cuando el duque de Anjou, tanto tiempo esperado, entró en la habitación de su madre, Catalina, tan fría e impasible habitualmente, que desde la partida de su hijo amado no había abrazado efusivamente más que a Coligny, quien debía ser asesinado al día siguiente, abrió los brazos al hijo de su amor y le oprimió contra su pecho con un impulso de ternura maternal increíble en aquel corazón de piedra.

Se alejaba de él unos pocos pasos, le contemplaba y volvía a abrazarle.

—¡Ah, señora! —dijo el recién llegado—. Puesto que el Cielo me otorga la satisfacción de abrazaros sin testigos, consolad, madre mía, al hombre más desdichado del mundo.

—¡Dios mío, hijo de mi alma! —exclamó Catalina—. ¿Qué os ha sucedido?

—Nada que no sepáis. Estoy enamorado y soy correspondido, pero este mismo amor es el culpable de mi desgracia.

—Explicadme eso, hijo —dijo Catalina.

—Pues bien… Esos embajadores, ese viaje…

—Sí —dijo Catalina—, los embajadores han llegado y el viaje apremia.

—No apremia, madre mía, pero mi hermano hará que así sea. Me detesta; yo le hago sombra y quiere verse libre de mí.

Sonrió Catalina.

—¡Dándoos un trono, pobre y desdichado soberano!

—No importa —replicó Enrique con angustia—, no quiero irme. Yo, un príncipe de Francia, educado en el refinamiento de las costumbres de la corte, junto a la madre más cariñosa, y amado por una de las mujeres más encantadoras de la tierra, ¿voy a irme allí, entre las nieves, al otro extremo del mundo, a morir lentamente entre aquella gente grosera que se pasa el día embriagada y juzga la capacidad de su rey como la de un tonel, por lo que contiene? ¡No, madre, no quiero irme, me moriría!

—Veamos, Enrique —dijo Catalina cogiendo las dos manos de su hijo—, ¿es esa la verdadera causa?

Enrique bajó los ojos como si no osara revelar ni a su misma madre lo que encerraba su corazón.

—¿No hay otra —preguntó Catalina— menos romántica, más razonable y más política?

—Yo no tengo la culpa de que esta idea ocupe en mi alma mayor espacio del que debiera ocupar, pero ¿no me dijisteis vos misma que el horóscopo hecho al nacer mi hermano Carlos le condenaba a morir joven?

—Sí —dijo Catalina—, pero un horóscopo puede equivocarse, hijo mío. Hasta me inclino a creer en estos momentos que todos los horóscopos mienten.

—Pero, en fin, el horóscopo decía eso, ¿no?

—Su horóscopo hablaba de un cuarto de siglo, pero no especificaba si se trataba de su vida o se trataba de su reinado.

—Haced que me quede, señora. Mi hermano tiene casi veinticuatro años; dentro de un año la cuestión se habrá resuelto.

Catalina reflexionó profundamente.

—Sí, es cierto, sería mucho mejor que ocurriera así.

—¡Oh! Juzgad, madre mía —exclamó Enrique—, cuál sería mi desesperación al ver que había cambiado la corona de Francia por la de Polonia. Me atormentaría constantemente la idea de que podía haber reinado en el Louvre en medio de esta corte elegante y culta, al lado de la mejor madre del mundo, cuyos consejos me hubieran evitado la mitad del trabajo y las fatigas; pues, acostumbrada a llevar con mi padre una parte de las cargas del Estado, bien podríais haberlas llevado conmigo. ¡Ah! ¡Hubiera sido un gran rey!

—Basta, basta, querido —dijo Catalina, quien había puesto siempre sus mejores esperanzas en esta solución—. No os desoléis. ¿No habéis pensado en buscar el medio de arreglar la cuestión?

—¡Oh, ya lo creo! Precisamente por eso vine dos o tres días antes de lo anunciado, haciendo creer a mi hermano Carlos que el motivo era la señora de Condé. Fui al encuentro de Lasco, el más destacado de los embajadores, me di a conocer e hice todo lo posible en esta primera entrevista. Creo haberlo logrado.

—¡Ah, hijo querido! Eso está mal. Es preciso que antepongáis los intereses de Francia a vuestros caprichos.

—¿Le conviene a Francia que, en caso de ocurrir una desgracia a mi hermano, ocupe el trono el duque de Alençon o el rey de Navarra?

—¡El rey de Navarra! ¡Jamás!, ¡jamás! —murmuró Catalina, dejando que un velo de inquietud cubriera su frente, como sucedía cada vez que se planteaba semejante cuestión.

—A fe mía —continuó Enrique—, que mi hermano de Alençon no vale mucho más ni os tiene más cariño.

—En fin, ¿qué os ha dicho Lasco?

—Él mismo ha vacilado cuando le insté a que solicitara audiencia. ¡Oh! ¡Si pudiera escribir a Polonia y anular esa elección!

—Sería una locura, hijo, una locura… Lo que el Congreso resuelve es sagrado.

—¿No se podría hacer que los polacos aceptaran a mi hermano en mi lugar?

—Es difícil, casi imposible —respondió Catalina.

—¡No importa! Intentadlo, hablad al rey, madre mía; achacadlo todo a mi amor por la señora de Condé; decidle que estoy loco por ella, que me tiene sorbido el seso. Precisamente me ha visto salir del palacio del príncipe con Guisa, que se porta conmigo como un buen amigo.

—Sí, para formar la Liga. Eso no lo veis vos, pero yo sí.

—Ya lo sé, señora, pero mientras tanto le utilizo. ¿No nos consideramos dichosos cuando un hombre nos sirve por su propia conveniencia?

—¿Y qué dijo el rey cuando os encontró?

—Pareció creer lo que le dije, esto es, que sólo el amor me había traído a París.

—¿Y no os pidió cuenta del resto de la noche?

—Sí, madre, pero estuve cenando en casa de Nantouillet, donde armé un escándalo terrible para que el rey, al enterarse, se convenza de que estuve allí.

—Entonces, ¿ignora vuestra visita a Lasco?

—Absolutamente.

—Tanto mejor. Trataré de interceder por vos, hijo mío. Pero ya sabéis que nadie puede influir sobre su carácter.

—¡Oh, madre mía! ¡Qué feliz sería si me quedase aquí! Os querría mucho más de lo que os quiero, si esto fuera posible.

—Si permanecéis aquí os enviarán a la guerra.

—¡Oh! Poco me importa eso con tal de no salir de Francia.

—Os matarán.

—Madre, no se muere de las heridas…, se muere de dolor, de fastidio. Pero Carlos no permitirá que me quede; me detesta.

—Tiene celos de vos. ¿Porque sois valiente y dichoso? ¿Porque a los veinte años apenas cumplidos habéis ganado batallas como Alejandro y como César? No sé, pero, entre tanto, no confiéis vuestro pensamiento a nadie, fingid resignación, haced la corte al rey. Hoy mismo nos reuniremos en Consejo privado para leer y discutir los discursos que se pronunciarán en la ceremonia; haced el papel de rey de Polonia, lo demás corre de mi cuenta. A propósito, ¿y vuestra expedición de anoche?

—Fracasó, madre; el galán estaba prevenido y escapó volando por la ventana.

—En fin —dijo Catalina—, algún día sabré quién es el genio maléfico que así contraría todos mis planes… Entre tanto lo sospecho y… ¡Ay de él!

—¿Entonces, madre mía…? —preguntó el duque de Anjou.

—Dejadme, yo llevaré este asunto.

Y besando tiernamente a Enrique en los párpados, le empujó fuera del gabinete.

Pronto llegaron al aposento de la reina los príncipes de su familia. Carlos estaba de buen humor, porque el aplomo de su hermana Margarita le había gustado. No guardaba rencor a La Mole, y si le había esperado con cierta impaciencia en el corredor, fue porque para él suponía aquello una especie de caza mayor.

Alençon, por el contrario, estaba muy preocupado. La repulsión que siempre sintiera hacia La Mole se había trocado en odio desde el momento en que supo que su hermana le quería.

Margarita estaba a la vez pensativa y atenta. Tenía que meditar y vigilar al mismo tiempo.

Los delegados polacos habían enviado el texto de los discursos que iban a pronunciar.

Margarita, a quien no habían vuelto a hablar de la escena de la víspera como si esta no hubiese existido, leyó los discursos y, a excepción de Carlos, cada cual puso a discusión lo que respondería. Carlos dejó a su hermana en libertad de contestar como quisiera. Se mostró muy exigente sobre los términos empleados por Alençon, y, en cuanto al discurso de Enrique de Anjou, puso la peor voluntad al escucharlo, empeñándose a cada paso en corregir y reformar.

Esta sesión, sin descubrir nada todavía, envenenó profundamente los espíritus.

Enrique de Anjou, que tenía que rehacer casi por entero su discurso, salió para dedicarse a esta tarea. Margarita, que no había tenido noticias del rey de Navarra después de las que recibió a costa de los cristales de su ventana, volvió a su cuarto con la esperanza de encontrarle.

Alençon, que había notado cierta vacilación en los ojos de su hermano el duque de Anjou y había sorprendido entre este y su madre una mirada de inteligencia, se retiró para meditar sobre lo que consideraba una intriga en ciernes. Carlos pensaba ir a su fragua, para terminar un venablo que él mismo forjaba, cuando le detuvo Catalina.

Carlos, suponiendo que iba a encontrar en su madre algún obstáculo a su voluntad, se quedó parado mirándola fijamente.

—¿Qué? ¿Hay algo más?

—Una palabra todavía, señor. Nos hemos olvidado de algo que, sin embargo, tiene suma importancia. ¿Qué día fijaremos para la ceremonia oficial?

—¡Ah! Es cierto —dijo el rey volviéndose a sentar—. ¿Cuándo os parece mejor que sea?

—Creía —respondió Catalina— que en el silencio de Vuestra Majestad, en su aparente olvido, había algo profundamente calculado.

—No; ¿por qué suponías eso?

—Porque —añadió Catalina con fina ironía— me parece que no conviene que los polacos nos vean correr con tanta prisa detrás de su corona.

—Al contrario, madre mía —replicó Carlos—, ellos son quienes se han apresurado viniendo a marchas forzadas desde Varsovia. Honor por honor, cortesía por cortesía.

—Vuestra Majestad puede tener razón en cierto sentido y, como vos, la puedo tener yo en otro. ¿De modo que opináis que la ceremonia oficial debe apresurarse?

—En efecto, madre. ¿No opináis vos lo mismo?

—Ya sabéis que no tengo otro parecer que no sea el que pueda contribuir a vuestra gloria; os diré, pues, que, al apresuraros de tal modo, temo que os acusen de aprovechar la ocasión que se presenta para aliviar al reino de Francia de las cargas que vuestro hermano le impone, aun cuando por otra parte se las compensa con gloria y abnegación.

—Os aseguro que trataré a mi hermano cuando salga de Francia tan espléndidamente, que nadie se atreverá siquiera a pensar lo que teméis que digan.

—Me doy por vencida —dijo Catalina—, puesto que tan excelentes respuestas tenéis para mis objeciones… Pero para recibir a ese pueblo guerrero que juzga del poder de los Estados por los signos exteriores, os hace falta un despliegue considerable de tropas y no creo que haya bastantes acuarteladas en Ille-de-France.

—Perdonadme, pero ya he previsto el caso y estoy preparado. He llamado dos batallones de Normandía, uno de Guyena, mi compañía de arqueros llegó ayer de Bretaña; la caballería ligera dispersa en Touraine estará hoy en París y, mientras todos creen que dispongo apenas de cuatro regimientos, resulta que tengo veinte mil hombres dispuestos a presentarse.

—¡Ah! ¡Ah! —exclamó Catalina sorprendida—. Entonces sólo os falta una cosa, pero ya la buscaremos.

—¿Cuál?

—Dinero. Creo que no estáis muy bien de fondos.

—Al contrario, señora, al contrario, tengo un millón cuatrocientos mil escudos en La Bastilla. Mis ahorros particulares me han proporcionado hace poco ochocientos mil más que deposité en los sótanos del Louvre y, en caso de que no fuera bastante, Nantouillet tiene otros trescientos mil a mi disposición.

Catalina se estremeció; hasta entonces había visto a Carlos en plan violento y arrebatado, pero jamás previsor.

—¡Es admirable! —dijo—. Vuestra Majestad piensa en todo pero, por mucho que se apresuren los sastres, las bordadoras y los joyeros, Vuestra Majestad no podrá fijar la fecha de esta ceremonia antes de seis semanas.

—¡Seis semanas! —exclamó Carlos—. ¡Pero, madre mía, si los sastres, las bordadoras y los joyeros están trabajando desde el día en que se supo el nombramiento de mi hermano! En rigor, todo podría estar listo para hoy, pero, con seguridad, estará todo dispuesto para dentro de tres o cuatro días.

—¡Oh! —murmuró Catalina—. Tenéis más prisa aún de lo que yo creía.

—Honor por honor, ya os lo he dicho.

—Bien. ¿Y es este honor tributado a la familia real de Francia el que os halaga?

—Sin duda.

—¿Y ver a un príncipe francés en el trono de Polonia es vuestro mayor deseo?

—Desde luego.

—Entonces, lo que os preocupa es el hecho y no el hombre, y cualquiera que fuese el rey…

—No, no, madre. ¡Pardiez! Quedémonos donde estamos. Los polacos han elegido acertadamente. Son diestros y fuertes. Es lógico que una nación militar, un pueblo de soldados, elija a un capitán como rey, ¡qué diantre! Anjou les viene como anillo al dedo: el héroe de Jarnac y de Moncontour, ¡ahí es nada!… ¿A quién queréis que les envíe? ¿A Alençon? ¡Valiente cobarde! ¡Les iba a dar buena idea de los Valois! Alençon saldría huyendo al oír el primer tiro, mientras que Enrique de Anjou es un buen batallador, la espada siempre en la mano, y dispuesto a toda hora a marchar en vanguardia, ya sea a caballo o a pie. Es audaz; corre, arremete, golpea, mata… ¡Ah! Es todo un hombre, un valiente, que les hará pelear de la mañana a la noche, desde el primer al último día del año. Es mal bebedor, es cierto, pero les hará luchar con la mayor sangre fría. Allí estará en su elemento mi buen Enrique. ¡A ellos! ¡Al campo de batalla! ¡Bravo las trompetas y los tambores! ¡Viva el rey! ¡Viva el vencedor! ¡Viva el general! Le proclamarán «Imperator» tres veces al año. Esto será admirable para la Casa reinante de Francia y para el honor de los Valois… Quizá muera; pero ¡por todos los cielos!, su muerte será una muerte soberbia.

Catalina se estremeció y en sus ojos brilló un relámpago.

—¡Decid mejor —exclamó— que queréis alejar a Enrique de Anjou, decid que no amáis a vuestro hermano!

—¡Ja, ja, ja! —exclamó Carlos con risa nerviosa—. ¿Conque habéis adivinado que quería alejarle? ¿Habéis adivinado que no le quiero? ¿Y cuándo ha sido eso, decidme? ¡Querer a mi hermano! ¿Por qué he de quererle? ¡Ja, ja, ja! ¿Queréis reíros?… —A medida que hablaba, sus pálidas mejillas se encendían con un rubor febril—. ¿Acaso me quiere él? ¿Acaso me queréis vos? ¿Existe alguien que me quiera, que me haya querido nunca, excepto mis perros, María Touchet y mi nodriza? No, no quiero a mi hermano, no quiero a nadie más que a mí mismo, ¿oís?, y no impido a mi hermano que haga lo mismo que yo.

—Señor —dijo Catalina acalorándose a su vez—, ya que me descubrís vuestro corazón, será preciso que yo os muestre el mío. Estáis obrando como un rey débil, como un monarca mal aconsejado, apartáis a vuestro hermano, el sostén natural del trono, que es digno por todos conceptos de sucederos en el caso de que os ocurriera una desgracia, dejando vuestra corona abandonada, ya que, como vos mismo decíais, Alençon es joven, incapaz, débil, más aún que débil, cobarde… Y el bearnés aguarda, ¿os dais cuenta?

—¡Por vida de todos los diablos! —gritó Carlos—. ¿Qué me importa lo que suceda cuando yo ya no exista? ¿Decís que el bearnés aguarda detrás de mi hermano? ¡Pardiez! ¡Tanto mejor!… Os acabo de decir que no quiero a nadie…; me he equivocado: quiero a Enriquito; sí, le quiero; tiene franca la mirada y el corazón ardiente, mientras que a mi alrededor no siento más que falsas miradas y corazones yertos. Juraría que es incapaz de traicionarme. Además, le debo una indemnización; según he oído decir, fueron gentes de mi familia quienes mandaron envenenar a su madre, ¡pobre muchacho! Ahora tengo salud, pero, si cayera enfermo, le llamaría y no dejaría que se apartara de mí, ni comería nada que no viniese de su mano y, al morir, le nombraría rey de Francia y de Navarra… Y, ¡por Satanás!, en lugar de reírse de mi muerte, como harán mis hermanos, Enriquito lloraría, o, por lo menos, fingiría llorar.

Un rayo que hubiera caído a los pies de Catalina la habría aterrado menos que estas palabras. Se quedó atónita, mirando a Carlos con ojos extraviados y, por fin, al cabo de algunos segundos, exclamó:

—¡Enrique de Navarra! ¡Enrique de Navarra rey de Francia en perjuicio de mis hijos! ¡Ah! ¡Virgen Santa! Eso lo veremos. ¿Y es para esto para lo que queréis que se vaya mi hijo?

—¡Vuestro hijo!… ¿Y qué soy yo, entonces? ¡Un hijo de loba, como Rómulo! —gritó Carlos trémulo de ira y con los ojos centelleantes como si se fuera encendiendo por momentos—. ¡Vuestro hijo! Tenéis razón, el rey de Francia no es hijo vuestro, el rey de Francia no tiene hermanos, el rey de Francia no tiene madre, el rey de Francia no tiene más que vasallos. El rey de Francia no tiene necesidad de afectos, le basta con mandar. Poco le importa que nadie le quiera, con tal de que le obedezcan.

—Señor, habéis interpretado mal mis palabras: he llamado hijo mío al que iba a separarse de mí. Es natural que ahora le quiera más, puesto que es el que tengo más miedo de perder. ¿Es un crimen el que una madre no quiera separarse de su hijo?

—Pues yo os digo que os dejará, que saldrá de Francia, que se irá a Polonia, y esto antes de dos días; si agregáis una palabra más, será mañana mismo, y si no inclináis la frente y apagáis vuestra mirada amenazadora, le estrangularé esta noche, como queríais que estrangularan anoche al amante de vuestra hija. Sólo que no le dejaré escapar, como nos pasó anoche con el señor de La Mole.

Ante esta primera amenaza, Catalina bajó la cabeza, pero en seguida volvió a erguirla.

—¡Ah! ¡Pobre hijo mío! —dijo—. ¡Tu hermano quiere matarte! Pues bien: vive tranquilo, tu madre te defenderá. Morirá, no ya esta noche, ni dentro de un momento, sino ahora mismo. ¡Ah! ¡Dadme un arma! ¡Una daga! ¡Un cuchillo!…

Carlos, después de buscar en torno suyo inútilmente lo que pedía, vio el puñalito que su madre llevaba en la cintura, se lanzó sobre él, lo sacó de la vaina de cuero con incrustaciones de plata y, de un salto, estuvo fuera de la habitación, dispuesto a matar a Enrique de Anjou donde le encontrara. Pero, al llegar al vestíbulo, sus fuerzas, sobreexcitadas hasta un límite fuera de toda resistencia humana, le abandonaron de golpe: extendió los brazos, dejó caer el arma puntiaguda, que quedó clavada en el suelo, y, lanzando un grito terrible, se dobló sobre sí mismo y cayó rodando.

Por boca y nariz manaba abundante sangre.

—¡Jesús! —dijo—. ¡Me matan! ¡A mí! ¡A mí!

Catalina, que le había seguido, le vio caer. Le miró por un momento impasible e inmóvil; luego, vuelta en sí y no por amor maternal, sino por lo comprometido de la situación, abrió la puerta y gritó:

—¡El rey se ha puesto malo! ¡Socorro! ¡Socorro!

Avisados por los gritos, se agruparon en torno del joven rey multitud de servidores oficiales y cortesanos. Antes que nadie se había precipitado una mujer que, apartando a los espectadores, levantó a Carlos pálido como un cadáver.

—¡Me matan, nodriza! ¡Me matan! —murmuró el rey bañado en sangre y sudor.

—¡Te matan, Carlos mío! —exclamó la buena mujer, recorriendo todos los rostros con una mirada que hizo retroceder incluso a la misma Catalina—. ¿Y quién lo mata?

Carlos exhaló un leve suspiro y perdió el sentido.

—¡Ah! —dijo el médico Ambroise Paré, a quien se mandó inmediatamente a buscar—. ¡El rey está muy enfermo!

«Ahora, de grado o por fuerza —se dijo la implacable Catalina—, tendrá que aplazar la ceremonia».

Con tal pensamiento abandonó al rey para ir a reunirse con su segundo hijo, que esperaba en el oratorio con ansiedad el resultado de esta entrevista tan importante para él.