Capítulo XXVIII
L lúgubre cortejo atravesó en medio del más profundo silencio los dos puentes levadizos del castillo y el gran patio donde está la capilla, cuyas vidrieras ligeramente iluminadas dejaban ver los pálidos rostros de los apóstoles vestidos con mantos rojos.
Coconnas aspiraba con fruición el aire de la noche cargado de humedad. Se daba cuenta de la profunda oscuridad reinante y se alegraba de que todas aquellas circunstancias fuesen propicias para su fuga y la de su compañero.
Tuvo que poner a prueba toda su voluntad, su prudencia y el dominio que tenía sobre sí mismo para no saltar de la camilla cuando al entrar en la capilla vio en el coro, a tres pasos del altar, un bulto tendido cubierto por un gran manto blanco.
Era La Mole.
Los dos soldados que escoltaban la camilla se habían quedado fuera.
—Ya que nos conceden la suprema gracia de reunirnos por última vez —dijo Coconnas con desfallecida voz—, llevadme junto a mi amigo…
Como los portadores no habían recibido ninguna orden contraria, no pusieron dificultad en acceder al deseo de Coconnas.
La Mole estaba sombrío y pálido; tenía la cabeza apoyada contra la pared de mármol y sus negros cabellos, bañados en un abundante sudor que daba a su rostro la blancura mate del marfil, parecían conservar su rigidez después de haberse erizado de espanto.
A una señal del carcelero, los dos ayudantes se alejaron para ir a buscar al sacerdote que Coconnas había solicitado.
Era el momento convenido.
Coconnas siguió con la vista ansiosamente a sus camilleros y no era él sólo quien los miraba.
Apenas desaparecieron cuando, de detrás del altar, se vio salir a dos mujeres que irrumpieron en el coro haciendo grandes demostraciones de alegría y removiendo el aire como el soplo cálido y ruidoso que precede a la tormenta.
Margarita se precipitó hacia La Mole estrechándole entre sus brazos.
La Mole profirió un grito terrible, un grito semejante a los que había escuchado Coconnas desde su celda y que estuvieron a punto de volverle loco.
—¡Dios mío! ¿Qué os pasa, La Mole? —dijo Margarita retrocediendo aterrorizada.
La Mole exhaló un profundo gemido y se llevó las manos a los ojos como para no ver a Margarita.
La reina se asustó aún más ante aquel silencio y al ver aquel gesto que al oír el grito de dolor.
—¡Oh! —exclamó—. ¿Qué es lo que tienes? ¡Estás cubierto de sangre!
Coconnas, que se había precipitado hacia el altar, había cogido el puñal y abrazaba en aquel momento a Enriqueta, se volvió.
—Levántate —decía Margarita—, levántate, os lo suplico. ¿No ves que ha llegado el momento?
Una sonrisa espeluznante de tristeza se dibujó en los amoratados labios de La Mole, quien parecía sonreír por última vez.
—¡Mi querida reina! —dijo el joven—. No contasteis con Catalina y por consiguiente olvidasteis sus mañas. Sufrí el tormento, mis huesos están rotos, todo mi cuerpo es una gran llaga y el movimiento que hago en este instante para apoyar mis labios sobre vuestra frente me causa dolores mucho más crueles que la muerte.
En efecto, haciendo un gran esfuerzo y poniéndose aún más pálido de lo que estaba, La Mole besó la frente de la reina.
—¡El tormento! —exclamó Coconnas—. Yo también lo sufrí, ¿acaso el verdugo no hizo por ti lo mismo que por mí?
Coconnas refirió inmediatamente todo cuanto le había sucedido.
—¡Ah! —dijo La Mole—. Ya comprendo; tú le diste la mano el día de nuestra visita; yo en cambio olvidé entonces que todos los hombres somos hermanos y le traté con desdén. Dios me castiga por mi orgullo. ¡Alabado sea su nombre!
La Mole juntó las manos.
Coconnas y las dos mujeres cambiaron una mirada de indecible terror.
—Vamos, vamos —dijo el carcelero, que había ido hasta la puerta para ver si venía alguien y ya estaba de regreso—. Vamos, no perdáis tiempo, mi querido señor Coconnas; dadme mi puñalada y portaos conmigo como un caballero, porque ya van a venir.
Margarita se había arrodillado junto a La Mole. Parecía una de esas figuras de mármol que se inclinan sobre un sepulcro donde está la estatua yacente del muerto.
—Vamos, amigo mío —dijo Coconnas—. ¡Valor! Yo soy fuerte, lo llevaré en mis brazos, lo colocaré sobre lo caballo o lo llevaré en el mío si no puedes sostenerte solo en la silla; pero partamos de una vez; ya has oído lo que dice este buen hombre; se trata de nuestra vida.
La Mole hizo un esfuerzo sobrehumano, sublime.
—Es verdad; se trata de lo vida —dijo, a intentó incorporarse.
Annibal le cogió en sus brazos y le puso de pie. La Mole tan sólo dejó oír una especie de sordo rugido. En el momento en que Coconnas se apartaba de él para ir hacia el carcelero, dejándole sostenido en los brazos de las mujeres, sus piernas flaquearon y, a pesar de los esfuerzos de Margarita, que lloraba sin cesar, cayó como una masa inerte sin poder contener un grito desgarrador que resonó en la bóveda de la capilla con un eco lúgubre que estremeció el aire de las naves por algunos instantes.
—Ya veis —dijo La Mole con acento de angustia—, ya veis, reina mía; dejadme, abandonadme con un último adiós. No he hablado, Margarita; vuestro secreto queda, pues, envuelto en nuestro amor y morirá entero conmigo. Adiós, mi reina, adiós…
Margarita, casi desfalleciente también, rodeó con sus brazos aquella hermosa cabeza e imprimió en ella un casto beso.
—Tú, Annibal —continuó La Mole—, tú que has librado de los dolores, tú que eres joven aún y puedes vivir, huye, huye, amigo mío, y dame el supremo consuelo de saber que estás en libertad.
—¡El tiempo apremia! —exclamó el carcelero—. ¡Daos prisa!
Enriqueta trataba de arrastrar suavemente a Annibal, mientras Margarita, de rodillas al lado de La Mole, con los cabellos sueltos y los ojos anegados en lágrimas, parecía una Magdalena.
—Huye, Annibal —insistió La Mole—, huye, no des a nuestros enemigos la ocasión de gozar del espectáculo de la muerte de dos inocentes.
Coconnas rechazó suavemente a Enriqueta, que le empujaba hacia la puerta, y con un gesto tan solemne como majestuoso, dijo:
—Señora, dad ante todo a este hombre los quinientos escudos que le prometimos.
—Aquí están —dijo Enriqueta.
Entonces, volviéndose hacia La Mole y meneando tristemente la cabeza:
—En cuanto a ti, mi buen La Mole —dijo—, me injurias al pensar, siquiera sea por un instante, que pueda abandonarte. ¿No lo juré que viviría y moriría contigo? En fin, sufres tanto, pobre amigo mío, que te perdono la ofensa.
Sin añadir nada más se recostó junto a su amigo y, acercando su cara a la de La Mole, le rozó la frente con sus labios.
Después, tal como hubiera hecho una madre con su hijo, cogió suavemente la cabeza de su amigo, que reposaba contra la pared y la hizo descansar sobre su pecho.
Margarita se hallaba sombría. Acababa de recoger el puñal que Coconnas había dejado caer.
—¡Oh! ¡Mi reina! —dijo La Mole extendiendo los brazos hacia ella, pues comprendía sus propósitos—. ¡No olvidéis que muero para borrar hasta la más mínima sospecha de nuestro amor!
—¿Qué es lo que puedo hacer entonces por ti, ya que ni siquiera me está permitido el morir contigo? —dijo Margarita desesperada.
—Puedes hacer —contestó La Mole— que la muerte me parezca dulce y que llegue hasta mí con un rostro risueño.
Margarita se aproximó a él con las manos juntas como para rogarle que hablara.
—¿Recuerdas aquella noche, Margarita, en que a cambio de mi vida que te ofrecía entonces y que te doy ahora me hiciste una promesa sagrada?…
Margarita se estremeció.
—¡Ah! Veo que sí te acuerdas, puesto que así te estremeces —dijo La Mole.
—Sí, sí, recuerdo la promesa y lo juro por mi alma, Hyacinte, que la cumpliré —afirmó Margarita.
Luego extendió la mano hacia el altar como para tomar a Dios por testigo de su juramento.
El rostro de La Mole se iluminó como si la bóveda de la capilla se hubiese abierto y un celeste rayo hubiera descendido hasta él.
—¡Qué vienen! ¡Qué vienen! —exclamó el carcelero.
Margarita dio un grito y se precipitó hacia La Mole, pero el temor de redoblar sus dolores la detuvo trémula a cierta distancia.
Enriqueta apoyó sus labios sobre la frente de Coconnas y le dijo:
—Te comprendo, Annibal mío, y me siento orgullosa de ti. Sé perfectamente que tu heroísmo te hace morir, pero precisamente por ese heroísmo es por lo que te amo. Ante Dios te amaré siempre, más que nada en este mundo, y lo que Margarita ha jurado hacer por La Mole, lo juro que aun no sabiendo lo que es, lo haré yo por ti.
Al terminar alargó su mano a Margarita.
—Eso sí que es hablar bien —dijo Coconnas—; gracias.
—Antes de dejarme —dijo La Mole—, os pido, reina mía, un último favor; dadme un recuerdo cualquiera que pueda besar en el momento de subir al patíbulo.
—¡Oh! ¡Sí, por supuesto! —exclamó Margarita—. ¡Toma esto!
De su cuello desprendió un pequeño relicario de oro sostenido por una cadena del mismo metal.
—Toma —dijo—, es una reliquia santa que llevo desde mi infancia; mi madre me la puso al cuello cuando era niña y todavía me amaba; perteneció a nuestro tío el Papa Clemente y nunca se ha separado de mí; tómala.
La Mole la cogió, besándola entusiasmado.
—Ya abren la puerta —dijo el carcelero—, huid, señoras, huid.
Las dos mujeres se precipitaron detrás del altar, por donde desaparecieron.
En aquel momento entraba el sacerdote.