Capítulo XXXII

ENRIQUE de Navarra se paseaba solo y pensativo por la terraza del torreón en que estaba preso; sabía que la corte estaba en el castillo que veía a cien pasos de él, y a través de sus muros su mirada penetrante adivinaba a Carlos moribundo.

El cielo estaba claro y sereno; un ancho rayo de sol se extendía por la llanura y bañaba de un oro fluido las copas de los árboles del bosque, orgullosos de la riqueza de su primer follaje.

Hasta las mismas piedras grises del torreón parecían impregnarse del suave calor de la atmósfera, y los alhelíes, llevados por el soplo de los vientos del este y adheridos a las hendiduras de la muralla, abrían sus pétalos de terciopelo rojo y amarillo a los besos de una brisa tibia.

Las miradas de Enrique no se paraban en aquellas verdes praderas, ni en las doradas copas de los árboles, sino que proseguían, ardientes de ambición, hacia la capital de Francia, destinada a ser un día la capital del mundo.

«¡París! —pensaba el rey de Navarra—. Allí está París, es decir, la alegría, el triunfo, la gloria, la dicha; París, donde está el Louvre, y el Louvre, donde está el trono. ¡Y pensar que una sola cosa me separa de ese París tan deseado!… Estas piedras que ahora nos encierran a mí y a mi enemigo».

Al apartar su vista de París divisó a su izquierda, en un valle poblado de almendros en flor, a un hombre sobre cuya coraza se reflejaba insistentemente un rayo de sol, proyectándose en mil direcciones distintas según los movimientos que el hombre hacía.

Aquel hombre montaba un fogoso caballo y tenía otro de las riendas que no parecía menos impaciente.

El rey de Navarra vio cómo el jinete desenvainaba su espada y cómo, poniéndole un pañuelo en la punta, la movía a guisa de señal.

Inmediatamente, sobre la colina de enfrente se repitió la misma señal y al cabo de un instante se formó alrededor del castillo un círculo de pañuelos.

Tratábase de De Mouy y sus hugonotes, quienes, enterados de que el rey se moría y temiendo que se intentara algo en contra de Enrique, se habían reunido dispuestos a la defensa y al ataque.

Enrique volvió a mirar al primer caballero y, asomándose por encima del parapeto, púsose como visera la mano para evitar el sol que le deslumbraba, y reconoció al joven hugonote.

—¡De Mouy! —gritó como si este pudiese oírle.

En su alegría de verse repentinamente rodeado de amigos se quitó el sombrero y lo agitó en el aire.

Todos los pañuelos blancos volvieron a agitarse con un brío en el que se reflejaba el contento de aquellos caballeros al reconocer al rey.

—Me esperan —dijo Enrique— y no puedo unirme a ellos… ¿Por qué no lo habré hecho cuando pude hacerlo?… Ahora ya es tarde.

Entonces les hizo un gesto de desesperación al que De Mouy contestó con otro gesto que quería decir: «esperaré».

En aquel momento, Enrique oyó unos pasos que resonaban en la escalera de piedra. Retiróse a toda prisa, y los hugonotes, comprendiendo la causa de su ida, volvieron a envainar sus espadas y a ocultar sus pañuelos.

Enrique vio subir por la escalera a una mujer, cuya jadeante respiración denunciaba su prisa y, no sin un secreto terror, que siempre experimentaba al verla, reconoció a Catalina de Médicis.

Detrás de ella venían dos guardias que se detuvieron al pie de la escalera.

—¡Oh! ¡Oh! —murmuró Enrique—. Debe de haber ocurrido algo muy grave para que la reina madre venga a buscarme hasta aquí.

Catalina se sentó en un banco de piedra adosado a las almenas. Allí recobró el aliento.

Enrique se acercó a ella diciéndole con su más amable sonrisa:

—¿Es a mí a quien buscáis, mi buena madre?

—Sí, señor —respondió Catalina—. He querido daros una última prueba de mi cariño. Estamos en un momento supremo; el rey se muere y quiere hablaros.

—¿A mí? —dijo Enrique estremeciéndose de gusto.

—Sí, a vos. Estoy segura de que alguien le ha dicho que no sólo queréis el trono de Navarra, sino que ambicionáis el trono de Francia.

—¡Oh! —dijo Enrique.

—Ya sé que no es verdad, pero él lo cree así, y sin duda esta entrevista que quiere celebrar con vos no tiene otro objeto que el de haceros a un lado.

—¿A mí?

—Sí. Antes de morir, Carlos quiere saber lo que puede esperar o temer de vos.

—Pero ¿qué es lo que me va a ofrecer?

—¡Qué sé yo! Cosas imposibles, seguramente…

—¿No lo adivináis tan siquiera, madre mía?

—No, pero, por ejemplo, me imagino…

Catalina se detuvo.

—¿Qué?

—Que creyendo en los propósitos ambiciosos que os atribuyen, quiere obtener de vuestros labios la prueba indiscutible. Suponed que os tiente como en otros tiempos se tentaba a los culpables para arrancarle confesión sin tortura. Suponed —prosiguió Catalina mirando fijamente a Enrique— que os proponga que aceptéis el Gobierno, que seáis regente, por ejemplo.

Una indecible alegría invadió el oprimido corazón de Enrique; pero el rey de Navarra adivinó el golpe y, con su espíritu flexible y vigoroso, se previno para el ataque.

—¿Yo? —dijo—. El lazo sería demasiado burdo. ¿Ofrecerme a mí la regencia cuando estáis vos y mi hermano, el duque de Alençon?

Catalina se mordió los labios para ocultar su satisfacción.

—¿De modo que renunciáis a la regencia? —dijo precipitadamente.

Enrique pensó que el rey había muerto y que era ella la que le tendía el lazo, por lo que contestó:

—Es preciso ante todo que oiga al rey de Francia, pues todo cuanto hemos dicho hasta ahora no son sino suposiciones.

—Sin duda —dijo Catalina—, pero de todos modos podéis declarar cuáles son vuestras intenciones.

—¡Dios mío! —dijo con aire inocente Enrique—. No teniendo pretensión alguna, mal puedo tener intenciones.

—Eso no es contestar —dijo Catalina, viendo que el tiempo apremiaba y dejándose arrastrar por la cólera—. Pronunciaos de un modo o de otro.

—No puedo pronunciarme sobre suposiciones, señora; una decisión concreta es algo tan difícil y sobre todo tan grave de adoptar, que vale más esperar las realidades.

—Escuchad, señor —dijo Catalina—. No hay tiempo que perder y lo estamos perdiendo en vanas discusiones y recíprocas cortesías. Hablemos cada cual como lo que somos; como rey y como reina. Si aceptáis la regencia, sois hombre muerto.

Enrique pensó que el rey vivía y dijo:

—Señora, Dios tiene en sus manos la vida de los hombres y de los reyes. Él me inspirará. Que avisen a Su Majestad que estoy dispuesto a comparecer ante su presencia.

—Reflexionad, señor.

—Hace dos años que estoy proscrito y un mes que estoy preso —respondió Enrique con gravedad—. ¡He tenido tiempo de reflexionar, señora, y he reflexionado! Tened, pues, la bondad de bajar primero y de decirle al rey que os sigo inmediatamente. Estos dos valientes —agregó Enrique señalando a los soldados— cuidarán de que no me escape, aunque la verdad es que no pienso hacer tal cosa.

Había tal acento de firmeza en las palabras de Enrique, que Catalina, comprendiendo que todas sus tentativas, cualquiera que fuese la forma como las disfrazara, no ejercerían ninguna influencia sobre él, bajó precipitadamente la escalera.

En cuanto hubo desaparecido, Enrique corrió al parapeto e hizo una seña a De Mouy que significaba: «acercaos y estad dispuesto para cualquier posible emergencia».

De Mouy, que se había bajado del caballo, montó en seguida y, llevando al otro de las riendas, fue al galope a situarse a dos tiros de mosquete del torreón.

Enrique le dirigió un saludo de gratitud y descendió la escalera del torreón.

En el primer descansillo halló a los dos soldados que le estaban esperando.

Una doble hilera de suizos y de soldados de caballería ligera vigilaban la entrada de los patios; era preciso recorrer un camino bordeado de partesanas para entrar y salir del castillo.

Catalina le esperaba allí. Al verle hizo señas a los dos soldados que le seguían para que se apartasen, y cogiéndole por el brazo le dijo:

—Este patio tiene dos puertas; si rechazáis la regencia, en aquella que veis detrás de los aposentos del rey os espera un buen caballo y la libertad; si escucháis a la ambición, volveréis a entrar por la que acabáis de salir… ¿Qué decís?

—Digo que si el rey me nombra regente, seré yo, señora, y no vos quien dará órdenes a estos soldados. Digo que si salgo del castillo esta noche, todas estas picas, alabardas y mosquetes se inclinarán ante mí.

—¡Insensato! —murmuró Catalina exasperada—. Creedme, no juguéis con Catalina a este terrible juego de vida o muerte.

—¿Por qué no? —dijo Enrique, mirando fijamente a la reina madre—. ¿Por qué no he de jugarlo con vos igual que con cualquier otro si hasta ahora he ganado siempre?

—Subid, pues, a ver al rey, ya que nada queréis oír ni creer —dijo Catalina, señalando con una mano la escalera mientras con la otra acariciaba uno de los dos cuchillos envenenados que llevaba y cuya vaina de cuero negro llegó a ser histórica.

—Pasad primero, señora —dijo Enrique—, mientras no sea regente, a vos os corresponde el honor.

Catalina, sintiéndose descubierta, no trató de oponerse y pasó delante.