Capítulo XVIII
ABÍAN transcurrido treinta y seis horas desde que sucedieran los acontecimientos que acabamos de relatar. Comenzaba a amanecer y ya todo el mundo se hallaba despierto en el Louvre, como ocurría generalmente cuando había cacería. Cumpliendo la promesa que diera a su madre, el duque de Alençon se dirigió al aposento de Catalina.
La reina madre no estaba en su alcoba, pero había dejado dicho que, si venía su hijo, la esperara.
Al cabo de unos instantes salió de un gabinete secreto en el que sólo ella podía entrar y al que se retiraba para realizar sus secretos experimentos de química.
Ya sea por el hueco de la puerta entreabierta o porque estuviera adherido a su ropaje, el caso es que, al entrar la reina madre, trascendió un penetrante y acre perfume y el duque de Alençon pudo ver por la rendija un vapor espeso como el que produce cualquier hierba aromática al arder que, semejante a una nube blanquecina, flotaba en el laboratorio que su madre acababa de dejar.
El duque no pudo reprimir una mirada de curiosidad.
—Sí —dijo Catalina de Médicis—, he quemado algunos pergaminos viejos y despedían al arder un olor tan desagradable que he echado un poco de enebro en el brasero. A eso se debe este aroma.
Alençon asintió.
—¿Tenéis algunas novedades desde ayer? —dijo Catalina, escondiendo en las anchas mangas de su bata sus manos salpicadas con ligeras motas de un color anaranjado.
—Ninguna, madre mía.
—¿Habéis visto a Enrique?
—Sí.
—¿Insiste en no irse?
—Insiste.
—¡El muy bribón!
—¿Qué decís, señora?
—Digo que se irá.
—¿Lo creéis así?
—Estoy segura.
—Entonces, ¿se nos escapa de las manos?
—Sí —dijo Catalina.
—¿Y le dejaréis escapar?
—No solamente le dejo escaparse, sino que sostengo que es preciso que se vaya de aquí.
—No os comprendo.
—Escuchad bien lo que voy a deciros, Francisco. Un médico muy hábil, el mismo que me ha dado el libro de caza que vais a prestarle, me ha dicho que el rey de Navarra está a punto de ser atacado por una enfermedad definitiva, un mal de esos que no perdonan y contra el cual la ciencia no aporta ningún remedio. Comprenderéis fácilmente que, si debe morir de un modo tan cruel, es preferible que muera lejos de nosotros y no aquí en la corte, ante nuestros ojos.
—En efecto —dijo el duque—, nos causaría demasiado dolor.
—Y, sobre todo, se lo causaría a vuestro hermano Carlos —dijo Catalina—, mientras que si Enrique muere después de haberle desobedecido, el rey considerará su muerte como un castigo del Cielo.
—Tenéis razón, madre —dijo Francisco admirado—. Es necesario que se vaya, ¿pero estáis segura de que se irá?
—Han sido tomadas todas las medidas. La reunión es en el bosque de Saint-Germain. Cincuenta hugonotes han de servirle de escolta hasta Fontainebleau, donde le aguardarán quinientos.
—¿Y se irá con él mi hermana Margot? —preguntó Alençon con ligera emoción y visiblemente pálido.
—Sí —respondió Catalina—, es lo convenido. Pero una vez muerto Enrique, Margot, viuda y libre, regresará a la corte.
—¿Y estáis segura de que Enrique morirá?
—Por lo menos, el médico que me dio el libro en cuestión me lo aseguró.
—¿Y dónde está ese libro, señora?
Catalina volvió lentamente hacia el misterioso gabinete, abrió la puerta, entró en él y un instante después reapareció con el libro en la mano.
—Aquí está —dijo.
Alençon miró con cierto terror el libro que su madre le ofrecía.
—¿Qué libro es este? —preguntó el duque estremeciéndose.
—Ya os he dicho, hijo mío, que es un tratado sobre el arte de criar y adiestrar halcones y gerifaltes, escrito por un hombre muy versado en estos asuntos: el señor Castruccio Castracani, tirano de Lucques.
—¿Y qué debo hacer con él?
—Debéis llevárselo a vuestro buen amigo Enriquito, que es, según me dijisteis, quien os lo pidió para instruirse en la ciencia de la caza con halcones. Como tiene hoy que acompañar al rey en una de estas cacerías, no dejará de leer algunas páginas para demostrar a Carlos que sigue sus consejos y que ha empezado a tomar lecciones. Lo principal es que se lo entreguéis en propia mano.
—¡Oh! ¡No me atreveré! —dijo el duque asaz tembloroso.
—¿Por qué? —dijo Catalina—. Es un libro como otro cualquiera, salvo que, como ha estado mucho tiempo guardado, las páginas están pegadas entre sí. No intentéis leerlas vos, Francisco, pues no se pueden leer más que humedeciendo la punta del dedo y despegándolas una por una, lo que requiere mucho tiempo y da demasiado trabajo.
—¿De modo que sólo un hombre que tenga grandes deseos de aprender puede perder así el tiempo y tomarse semejante trabajo? —preguntó el duque.
—Eso es, hijo mío, ya veo que comprendéis.
—¡Oh! —exclamó Alençon—. Ya veo a Enriquito en el patio… Dádmelo, señora, dádmelo. Aprovecharé que está fuera para llevar el libro a su habitación. Cuando regrese lo encontrará allí.
—Preferiría, Francisco, que se lo dierais personalmente, sería más seguro.
—Ya os dije que no me atrevería a hacerlo, señora —replicó el duque.
—Id, pues, pero, al menos, colocadlo en un sitio visible.
—¿Abierto? ¿Hay algún inconveniente en que lo deje abierto?
—No.
—Dádmelo, pues.
Alençon cogió con temblorosa mano el libro que con firme ademán le entregaba Catalina.
—Tomadlo, tomadlo, no hay peligro, puesto que yo lo toco. ¡Además, tenéis guantes!
Esta precaución no pareció suficiente a Alençon, quien envolvió el libro en su capa.
—Daos prisa —dijo Catalina—, mucha prisa; Enrique puede subir de un momento a otro.
—Tenéis razón, señora, voy en seguida.
El duque salió lleno de emoción.
Hemos introducido ya varias veces al lector en las habitaciones del rey de Navarra, haciéndole asistir a los acontecimientos felices o desgraciados que en ellas tuvieron lugar, según que sonriera o amenazara el genio tutelar del futuro rey de Francia.
Pero nunca aquellas paredes manchadas de sangre por el crimen, rociadas de vino por la orgía o de perfumes por el amor, vieron un rostro tan pálido como el que tenía el duque de Alençon al abrir la puerta de la alcoba del rey de Navarra.
Y, sin embargo, como suponía el duque, no había nadie en aquel cuarto que pudiese observar con mirada curiosa o sorprendida la acción que iba a cometer. Los primeros rayos del sol iluminaban el aposento vacío.
Colgada de la pared la espada que De Mouy había aconsejado al rey que llevase. Algunos eslabones de un cinturón de mallas se hallaban esparcidos por el suelo. Había sobre un mueble una bolsa repleta y un puñal, y en la chimenea flotaban aún algunas pavesas. Todos estos indicios revelaron claramente a Alençon que el rey de Navarra se había puesto una cota de malla, había pedido dinero a su cajero y acababa de quemar papeles comprometedores.
«Mi madre no se equivocó —se dijo Alençon—, el canalla me estaba traicionando».
Esta convicción le dio sin duda nuevas fuerzas, ya que, después de registrar con la mirada todos los rincones y de levantar todos los tapices que cubrían las puertas, comprobando que nadie le vigilaba, pues todo el mundo alborotaba en el patio y en la habitación reinaba un profundo silencio, sacó el libro de debajo de su capa, lo colocó rápidamente sobre la mesa donde estaba el dinero, apoyándolo contra un atril de madera tallada. Luego, retirándose cuanto pudo, alargó el brazo y, con la vacilación que traicionaba sus temores, abrió el libro, con la mano enguantada, por una página donde se veía un grabado con una escena de caza.
Una vez hecho esto, el duque retrocedió tres pasos y, quitándose el guante, lo arrojó en el rescoldo que dejaron al arder las cartas recién quemadas. El fino cuero crujió y se retorció sobre los carbones estirándose como el cadáver de un reptil, quedando convertido por fin en un residuo negro y crispado.
Alençon permaneció allí hasta que la llama destruyó completamente el guante; luego dobló la capa en que había envuelto el libro, se la puso al brazo y regresó a su habitación. Al entrar oyó con el corazón palpitante unos pasos en la escalera de caracol y, no dudando de que era Enrique quien subía, cerró rápidamente la puerta.
Después se precipitó hacia la ventana, pero desde allí no podía ver más que una parte del patio del Louvre. Como Enrique no estaba en la parte visible, se convenció de que era él quien acababa de subir las escaleras.
El duque se sentó, cogió un libro y trató de leer. Era una historia de Francia, desde Pharamond[41] hasta Enrique II, y autorizada por este pocos días después de su advenimiento al trono.
El duque no pudo concentrarse en lo que leía; la fiebre de la espera quemaba sus arterias, los latidos de sus sienes repercutían en el fondo de su cerebro. Al igual que en un sueño o en un éxtasis magnético, le parecía ver a través de las paredes. Su mirada penetraba hasta la alcoba de Enrique, a pesar del triple obstáculo que de ella le separaba.
Para apartar de su imaginación el terrible objeto que le obsesionaba trató de distraerse pensando en otra cosa que no fuera el libro abierto sobre el atril de madera de encina por la página del grabado. De nada valió que mirara una tras otra sus joyas, ni que recorriera cien veces la estancia de uno a otro extremo. Todos los detalles de aquel grabado que apenas había entrevisto acudían a su memoria. Representaba la estampa un señor a caballo que, desempeñando el oficio de halconero, lanzaba el señuelo llamando al halcón y corriendo al galope entre los juncos de un pantano. Por fuerte que fuese la voluntad del duque, el recuerdo le dominaba.
Además, no solamente veía el libro, sino que imaginaba al rey de Navarra acercándose a él, contemplando el grabado, tratando de pasar las hojas y, por último, llevándose el dedo a la boca, para luego separar las páginas unidas.
Ante esta imagen, por falsa y fantástica que fuese, Alençon, tambaleándose, hubo de apoyarse contra un mueble, al tiempo que se tapaba los ojos con la mano como queriendo evitar la terrible visión.
Nada consiguió, pues aquella imagen estaba en su propio pensamiento.
De repente, Alençon vio que Enrique cruzaba el patio. Le vio detenerse un minuto junto a unos hombres que colocaban sobre dos mulas las provisiones para la cacería, que no eran otra cosa que el dinero y demás efectos de viaje. Tras esto, y dadas las órdenes oportunas, atravesó en diagonal el patio dirigiéndose hacia la puerta de entrada.
Alençon permaneció inmóvil. Sin duda no era Enrique quien había subido por la escalera secreta. Resultaban, por lo tanto, inútiles todas las angustias que desde hacía un cuarto de hora experimentaba. Lo que él creía ya terminado, o a punto de terminar, comenzaba ahora.
El duque abrió la puerta de su cuarto y fue a escuchar a la que comunicaba con el corredor. Esta vez no podía equivocarse; era Enrique quien subía. Alençon reconoció sus pasos y hasta él ruido particular de sus espuelas.
La puerta de la habitación de Enrique se abrió y volvió a cerrarse.
Alençon volvió a su alcoba y se dejó caer en un sillón.
«Bueno —pensó—, veamos lo que está pasando en este momento: Enrique atraviesa el recibidor, la antecámara, y entra en su alcoba; una vez allí, buscará con los ojos su espada, luego su bolsa, por último su puñal. Entonces verá el libro abierto sobre la mesa».
¿Qué libro es este?, se preguntará. ¿Quién me lo habrá traído?
«Y a continuación se aproximará a él, verá el grabado, querrá leer, intentará pasar las hojas…».
Un sudor frío corrió por la frente de Francisco.
«¿Pedirá auxilio? —se preguntó—. ¿Será un veneno de efecto inmediato? No debe de ser así, puesto que mi madre me ha dicho que morirá lentamente…».
Este pensamiento le tranquilizó un poco.
Así transcurrieron diez minutos, que, contados segundo a segundo, fueron un siglo de agonía. Cada segundo colmó su mente con las visiones más terroríficas y espantosas.
Alençon no pudo resistir durante más tiempo, se levantó y atravesó su antecámara, que ya comenzaba a llenarse de gentiles hombres.
—Buenos días, señores —dijo—, voy al cuarto del rey.
Fuera para distraer su devorante inquietud o para preparar la coartada, el caso es que se dirigió efectivamente a ver a su hermano. ¿Para qué iba?
Él mismo lo ignoraba. ¿Qué tenía que decirle? Nada. En realidad, lo que hacía no era buscar a Carlos, sino huir de Enrique.
Descendió por la escalerita de caracol y halló entreabierta la puerta del rey.
Los centinelas dejaron pasar al duque sin ponerle ninguna dificultad, pues los días de cacería no se guardaba ninguna etiqueta ni consigna.
Francisco atravesó sucesivamente la antecámara, el salón y la alcoba sin encontrar a nadie. Por último, pensó que Carlos estaría en la sala de armas y empujó la puerta que comunicaba con esa pieza.
Carlos estaba sentado delante de una mesa en un gran sillón tallado que tenía un respaldo muy alto. Se hallaba de espaldas a la puerta por la que acababa de entrar Francisco.
Parecía por completo entregado a una ocupación que le dominara.
El duque se aproximó de puntillas; Carlos leía.
—¡Pardiez! —exclamó de repente—. ¡Qué libro más formidable! Había oído hablar de él, pero no creía que existiera en Francia.
Alençon aguzó el oído y dio otro paso.
—¡Malditas hojas! —dijo el rey llevándose el dedo pulgar a los labios y apoyándolo en el libro para pasar la hoja—. Se diría que las han pegado para ocultar a las miradas de los hombres las maravillas que encierra.
Alençon dio un brinco. ¡El libro que tenía Carlos entre sus manos era el mismo que el duque había dejado en el aposento de Enrique!
Un grito sordo escapó de su garganta.
—¡Ah! ¿Sois vos, Alençon? —dijo Carlos—; sed bienvenido y acercaos a ver el mejor libro de cetrería que haya salido jamás de la pluma de un hombre.
El primer impulso del duque fue arrancar el libro de las manos de su hermano, pero una idea infernal le clavó en su sitio; una terrible sonrisa se dibujó en sus labios amoratados, y se pasó la mano por los ojos como si se sintiera alucinado.
Luego, recobrando un poco el dominio sobre sí, pero sin atreverse a dar un paso hacia atrás ni hacia delante:
—Señor —preguntó—, ¿cómo ha llegado ese libro hasta Vuestra Majestad?
—Nada tan sencillo. Esta mañana subí al cuarto de Enriquito para ver si estaba preparado, pero no le encontré; sin duda se hallaba recorriendo las perreras y las caballerizas. En cambio hallé este tesoro, que me traje aquí para leerlo con más comodidad.
Dicho esto, el rey se llevó de nuevo el dedo a los labios para pasar la hoja rebelde.
—Señor —balbució Alençon con los cabellos erizados y preso de terrible angustia—, venía a deciros…
—Dejadme concluir este capítulo, Francisco —dijo Carlos—, y en seguida me diréis todo lo que os plazca. Ya he leído, mejor dicho, he devorado cincuenta páginas.
«Ha probado veinticinco veces el veneno —pensó el duque—. ¡Seguro que se muere!».
Entonces recordó que había un Dios en el Cielo, puesto que aquello no podía atribuirse a la casualidad.
Secóse con mano trémula el helado sudor que cubría su frente y esperó en silencio, tal y como le había ordenado su hermano, a que este terminara de leer el capítulo.