VENECIA
Venecia es una ciudad sorprendente, original, única… una de las ciudades que más me han gustado, de las muchas que he visitado. De hecho, desde pequeño siempre me había hecho ilusión ir, no sé por qué. Pero lo que nunca habría imaginado es que lo más divertido de ir a Venecia ¡sería hacerlo en silla de ruedas!
Cuando viajas en una silla de ruedas, Venecia deja de ser solo una ciudad diferente y se convierte en un auténtico laberinto. Por un lado, tienes las estrechas callejuelas del interior de la isla y los vaporetti (autobuses acuáticos que van por el agua y que son gratuitos para los discapacitados). Por otro, los temibles puentes, llenos de escalones intransitables y sedientos de sangre que parece que te esperen para comérsete vivo.
Evidentemente, la clave está en combinar calles y vaporetti para evitar los puentes, y así poder ir de un sitio a otro sin mayor problema.
La verdad es que, a aquellas alturas, las escaleras de los puentes tampoco eran tan terribles. Hacía mucho tiempo que sabía subir y bajar un único escalón con la silla de ruedas —haciendo «caballito» y saltando—, lo que también me servía para las aceras y las entradas a los edificios.
Aunque todavía no sabía subir y bajar largas escalinatas —eso lo aprendí un poco más adelante—, las leyes de la termodinámica (como mínimo) dicen que cuando alguien en silla de ruedas se pone ante un puente lleno de escaleras, automáticamente aparece una buena persona deseosa de ayudar… y las leyes de la termodinámica siempre tienen razón. Yo sabía que podía cruzar puentes si pedía ayuda, pero la idea de tener que ir por las estrechas calles esquivando los infinitos puentes venecianos me parecía muy divertida. Así fue como se me ocurrió el juego que me entretuvo en mi primer día de estancia en Venecia.
Era un juego muy simple: primero tenías que coger uno de los vaporetti. A continuación bajabas en una parada al azar, buscabas el puente más cercano y te encargabas de cruzarlo. Y, finalmente, te perdías por las callejuelas de la ciudad, sin tener ni idea de dónde estabas, hasta que lo único que veías eran calles y no sabías dónde te habías metido. El reto del juego consistía en conseguir salir de allí sin tener que pasar por ningún puente (teniendo en cuenta que no sabías dónde estabas y que ya habías cruzado uno, así que el camino por el cual habías entrado no te servía), y limitándote a utilizar solo los callejones y los vaporetti. Era realmente divertido, porque primero tenías que descubrir dónde te encontrabas y a continuación tenías que conseguir llegar a donde querías, a menudo pasando por callejones oscuros, patios abiertos y zonas de Venecia desconocidas para cualquier turista ligeramente convencional.
Además, la ventaja de recorrer la ciudad siguiendo este método era que me obligaba a ir preguntando, y por tanto no tardé en conocer nuevos amigos, algo que me tranquilizó bastante. Aún no era consciente de la facilidad con la que se pueden conocer personas cuando viajas solo, y una de las cosas que más miedo me daban al dejar atrás Milán era no conocer a nadie más, un temor que quedó desmentido de nuevo en Venecia. Unos chicos de la ciudad me invitaron a comer pizza en una pizzería oculta en una callejuela de la ciudad, y también conocí a dos catalanas que me enseñaron el albergue donde se alojaban, y donde acabé pasando la noche (la tercera noche pagada de mi viaje).
Sobra decir que la ciudad de Venecia me encantaba, y era el lugar perfecto para saciar mi afán explorador, pero todavía quedaba algo que sobraba: tener que volver al albergue para dormir y, por supuesto, tener que pagarlo. Ya hacía días que me daba cuenta de que esto de los albergues me estaba consumiendo la mayor parte del dinero. Aunque me esforzase en controlar los gastos y me apañase para comer por unos cuatro o cinco euros al día, por la noche una cama en un albergue me costaba unos quince euros. No hacía falta ser un genio de las matemáticas para saber que, si esto seguía así, no tardaría en quedarme sin dinero. Y teniendo que escoger entre dormir en las calles de Venecia o en la cama de Esparreguera, tenía totalmente claro cuál era mi elección, así que cogí la mochila y decidí que había llegado la hora de dar un paso adelante. Era el momento de probar el mejor hotel de toda Venecia: la playa.
El problema es que encontrar la playa de Venecia no fue tan fácil como me había parecido en un principio. Siempre me ha encantado la manera que tienen los italianos de dar indicaciones, porque básicamente empiezan a repetir la palabra ¡cua! mientras van gesticulando de forma extraña, hasta que todo el conjunto empieza a transmitirte la extraña sensación de estar hablando con un pato (más adelante descubrí que cua significa «aquí» en italiano). Y como me gustaba tanto escucharles, acabé pidiendo direcciones, más que nada por diversión, hasta que sorprendentemente llegué a una especie de fiesta en la playa. La idea de asistir no me entusiasmaba, pero sabía que tarde o temprano se acabaría y entonces me dejarían dormir. Además ya era tarde y ya no estaba a tiempo de llegar a ningún albergue, así que medio por casualidad, medio intencionadamente, ya no me quedaba otro remedio que acabar lo que había empezado.
Con lo que no contaba era con encontrarme con una fiesta, ni con el detalle de que en las fiestas se conoce a gente muy muy fácilmente. Gente que enseguida empezó a hablarme, y que no se podían creer que hubiese viajado solo desde Barcelona. Pronto se creó una cierta conmoción en torno a mi persona, que no hizo sino aumentar cuando, haciendo piruetas con la silla, me uní a la gente que bailaba.
Sin poder creérmelo, de repente me encontré con que había tres personas distintas que me ofrecían alojamiento y que, por tanto, dormir en la playa quedaba descartado. Los ojos se me habían abierto a una nueva realidad: existen lugares para dormir que son tan cómodos como un albergue y tan baratos como una playa: las casas de tus nuevos amigos.
Evidentemente, el concepto de «casa» es muy relativo, y a la mañana siguiente me desperté en un barco en alta mar, porque allí era donde había acabado pasando la noche; y si una cosa tenía clarísima, era que pasaría mucho tiempo antes de que volviese a pagar por un lugar donde dormir.
Sin embargo, al despertarme en mi cuarto día veneciano, noté que la ciudad se empezaba a agotar y que mi curiosidad me impulsaba a irme a conocer otro lugar, pero no había ningún tren hacia un destino interesante para aquel mismo día y, considerando lo que me había ocurrido la noche anterior, no es extraño que decidiera encontrar otro lugar donde dormir gratis, por lo que acabé tomando un vaporetto en dirección a la playa.
18 de agosto
[…] y al final he llegado justo cuando el último vaporetto del día ya se iba. A medio recorrido nos hemos empezado a alejar de la costa, porque el vaporetto (que ya era el último de la noche) tenía que hacer una parada en una isla desierta para recoger a los últimos turistas que se habían quedado hasta tan tarde visitándola.
Ha sido entonces cuando he tenido una inspiración repentina: sin pensármelo dos veces, y ante la mirada horrorizada del conductor, he bajado a la isla desierta teniendo muy claro, de repente, dónde pasaría la noche. El conductor incluso ha bajado para recordarme que era el último y que si bajaba, no podría volver. Pero se ha encontrado con tal barrera de impenetrable resolución por mi parte que ha acabado por marcharse, a lo mejor diciéndose que simplemente estaba loco.
Minutos más tarde me encontraba solo en una isla aparentemente desierta, con la esperanza de que, como mínimo, podría encontrar alguna zona de césped donde dormir, pero mis esperanzas han empezado a desvanecerse cuando he visto que el lugar donde me encontraba estaba rodeado por una cerca con dos puertas, y que ambas estaban bien cerradas. He intentado abrirlas, pero era imposible, y también eran demasiado altas para que yo solo consiguiese traspasar mi silla al otro lado. Ya me estaba empezando a resignar a dormir en el suelo de piedra dura, sin acabar de creerme que mi súbita inspiración hubiese acabado así, cuando de repente he visto un pequeño camino que se dirigía hacia la izquierda, y lo he seguido más que nada para hacer alguna cosa antes de ir a dormir.
Para ser sinceros, si esperaba encontrarme un bonito jardín o una playa agradable, estaba muy equivocado: todo lo que había era otra puerta idéntica a las demás. Aún me pregunto qué me impulsó a probar si la puerta estaba cerrada o no. Debería haber estado cerrada como las otras. Es decir, para eso sirven las puertas por la noche, ¿no? Pues, por alguna razón, justamente aquel día alguien se la había dejado abierta, y la puerta se abrió lentamente ante mi incrédula felicidad. Sin atreverme ni a respirar demasiado fuerte para no asustar la buena suerte, he cruzado la puerta… y he comprobado que, efectivamente, me encontraba en el otro lado de la cerca, en medio del césped y del bosque de la isla.
La verdad es que al intentar describir esta noche he descubierto (como seguramente me pasará con tantas otras) que lo más difícil es traducir en palabras los pensamientos y los sentimientos que tengo en un momento determinado. No creo que pueda transmitir la alegría que he sentido cuando, esta noche, me he sentado a cenar recostado en un árbol antes de dormirme a oscuras, excepto por las estrellas. No puedo describir la sensación de libertad, el silencio, la emoción de que al final todo había salido bien y había conseguido entrar en la isla. Pero no hay duda de que alguna cosa ha cambiado en mi interior esta noche, y he entendido definitivamente que todo esto merece la pena. El tiempo, el dinero, los esfuerzos, el calor, la incomodidad del suelo… no son nada comparados con la libertad de poder bajar de un barco en una isla desierta porque de repente te ha dado la gana, conseguir entrar en el interior y quedarte en el bosque durmiendo en el lugar donde te apetece, después de superar todos los obstáculos. Puede parecer un hecho insignificante, pero todo depende, como siempre, de cómo percibimos las cosas; y para mí esta noche ha significado la aventura y la emoción que quiero vivir cada día de mi viaje.
A la mañana siguiente me esperaba un tren para ir a Nápoles, pero no me preocupaba en absoluto. Me sentía como si la buena suerte me acompañase, como si nada pudiese salir mal (una sensación que, con el tiempo, iría conociendo cada vez mejor) y, sencillamente, sabía que, pasara lo que pasase, no perdería el tren.
Ni siquiera programé el despertador.