MILÁN
Es una sensación curiosa la de irse de casa y saber que, por primera vez en tu vida, eres dueño de ti mismo. Lo primero que piensas es que nadie te dirá que vayas a cenar o que debes irte a la cama.
Pero es mucho más profundo que esto: no es solo que no haya padres. Es que no hay absolutamente nadie, ni en aquel momento ni a lo largo de los treinta días que vendrán. Nadie que sepa tu nombre, nadie que pueda influir en tus decisiones o cambiarlas en un sentido u otro. Es una libertad tan absoluta que te hace sentir como si ya no estuvieses en el planeta Tierra.
Después de los preparativos, la emoción, la inquietud y las ganas de partir; después de pensar una y mil veces en todo lo que quieres que te pase y en todas las aventuras que quieres vivir, de repente te encuentras en una especie de vacío, como si fueses un alienígena que lo está mirando todo a través del ojo de una cerradura… hasta que llega el momento en que no tienes otro remedio que abrir esa puerta y cruzarla.
Supongo que todo depende de la perspectiva con la que lo miras. Si actualmente tuviese que viajar a Italia en tren, sabría qué hacer en cada momento, sabría sin ningún tipo de dificultad cómo localizar un parque donde dormir, un lavabo donde ducharme, un supermercado donde abastecerme… Sabría cómo enfrentarme al frío o a la lluvia, cómo evitar que me devorasen los mosquitos y también cómo y dónde conocer gente, cuáles son las palabras que se deben aprender más rápidamente, y cuáles son prescindibles.
Durante el viaje, tardaría apenas dos minutos en olvidar el ruido del tren; no miraría por la ventana; y buscaría el espacio vacío tras los últimos asientos del vagón para poner el saco y dormir echado, en lugar de quedarme sentado.
Pero, realmente, cuando realicé este viaje tres años atrás mi perspectiva era muy diferente. No tenía ni idea de que detrás del último asiento del vagón se esconde un espacio para dormir en horizontal; durante el viaje, el movimiento y el ruido del tren no me dejaban dormir y el paisaje de la ventana me parecía fascinante, tal vez porque me recordaba que estaba realmente solo por primera vez.
Y cuando finalmente llegué a Milán, descubrí que llovía y hacía frío y me encontré perdido perdido. En aquellos momentos solo tenía claras dos cosas: que me haría falta encontrar un albergue en el que dormir y que de los problemas tienes que ocuparte, en lugar de preocuparte. Por lo tanto, fui al punto de información turística y conseguí la dirección de un albergue.
Todo es más complicado cuando lo haces por primera vez, y eso era lo que me pasaba a mí aquel día: no tenía ni idea de cómo llegar a la supuesta dirección del albergue, ni tenía un mapa para orientarme, ni tampoco sabía cómo conseguir uno.
La amable lluvia que caía tampoco me facilitaba las cosas, y tenía la impresión de que si debía resolver los obstáculos uno tras otro, no acabaría nunca.
Por lo tanto, decidí que, ya que parecía estar destinado a perderme, por lo menos quería colaborar activamente en hacerlo, y empecé a caminar en cualquier dirección, confiando en que la buena suerte y las indicaciones de la gente me llevarían a donde quería ir.
Curiosamente, no tardé demasiado en descartar por completo el uso del inglés, ya que los milaneses se ofendían cuando trataba de hablarles en este idioma. Tarde o temprano descubrían que yo era capaz de hablar castellano, y entonces me decían lo que en italiano vendría a ser:
—Pero hombre, si hablas castellano, ¿por qué hablas en inglés?
Luego balbuceaban alegremente alguna frase del tipo «¡yo parlo un poco español!». Pronto entendí que saldría más a cuenta limitarse a hablar en castellano —de no ser, claro, que me pidiesen lo contrario—, y la cosa funcionó bastante bien.
Al cabo de una o dos horas llegué al albergue mucho más tranquilo de lo que estaba al principio. Empezaba a notar los efectos del viaje (la buena suerte, la buena predisposición de los demás), y a sentir que sabía lo que quería hacer.
La verdad es que, cuando llegas a una ciudad desconocida, una de las cosas más inquietantes es preguntarse: «¿Y ahora qué?».
Con el tiempo he llegado a la conclusión de que no sirve de nada hacerse esta pregunta, porque es precisamente cuando no intentas hacer nada en concreto cuando te pasan la mayor parte de las aventuras. Esto se ha demostrado una y otra vez a lo largo de mis viajes, y se evidenció también en Milán.
Diario del 13 de agosto de 2006
Esta mañana acabo de llegar al albergue, y aún estaba intentando apañarme con el peculiar método que tiene para cerrar las habitaciones (una especie de cerradura desmontable que te dan en la entrada) cuando ha aparecido un grupo de peruanos cargados con maletas y equipaje.
Al cabo de un momento he visto cómo se enfrentaban también al apasionante reto de las cerraduras desmontables, y he decidido que sería muy cruel hacerles pasar por lo mismo que había pasado yo, así que he ido a ayudarlos. Poco después (ni yo me explico cómo), he acabado visitando la ciudad con ellos. Era la primera vez que exploraba una ciudad, y enseguida me ha encantado la sensación de que todo fuese nuevo, ver los mercados, oír a la gente hablar en otro idioma, andar por las calles y saber que casi nadie hablaba mi lengua. La verdad es que tenía ganas de conocer italianos y hablar con ellos, y no turistas como yo, pero es mi primer día de viaje y me he conformado con tener un grupo normal que me acompañase.
De hecho, pensándolo bien, yo no catalogaría a mis acompañantes de «normales»; en realidad son un grupo de jóvenes profundamente católicos (que me han acogido en su grupo, pese a que, irónicamente, yo vestía una camiseta con la palabra ANARQUÍA en mayúsculas escrita en ella), y viajar con ellos ha sido una experiencia difícil de olvidar: hacen cosas que nunca había imaginado que se hiciesen hoy en día, como por ejemplo rezar antes de cada comida (incluso en un McDonald’s), o coger el metro sin tener ni idea de dónde tienen que bajar, ya que todos creen que Dios los guiará y llegarán a donde quieran ir. Lo más curioso es que, al final, llegan.
Inexplicablemente, este grupo de ultracatólicos vive en medio de la atmósfera más hippy que he visto nunca, y se pasan el día riendo y charlando alegremente, cosa que ha hecho que yo también me haya acabado contagiando de esta alegría y me sienta cada vez más relajado. Mi viaje acaba de empezar, pero ya me estoy acostumbrando a este estilo de vida: dormir, comer, explorar y limitarme a hacer solo las cosas que te hacen feliz a cada instante.
En definitiva, supongo que este día de visita con mi primer grupo de amigos me ha ayudado a entender que las cosas son mucho más fáciles de lo que parecen, y que no hay razón para no tomárselas con buen humor. Total, si llueve y esto te complica visitar la ciudad, ¿qué sale más a cuenta: enfadarte y quedarte en casa porque llueve, o reírte de la lluvia y salir igualmente aunque te mojes?
En cierto modo, Milán fue un entrenamiento. Aprendí a ir de un lugar a otro, a coger autobuses, a orientarme y a organizarme, y, sobre todo, empecé a entender cuál era el estilo de vida en que me estaba moviendo. En definitiva, fue una experiencia necesaria y única, que me preparó para todas las aventuras y sorpresas que me encontraría en el futuro… y es que me esperaban muchas muchas sorpresas.
Pero, por mucho que me hubiera ido adaptando a Milán, lo cierto es que llegó el momento de marcharme. Sabía que solo era una escala en mi viaje, y no podía dejar de pensar en Venecia, la ciudad que había escogido como próximo destino.