FLORENCIA

Encontrar un barco para volver a Italia no siempre es tan sencillo como parece, y cuando llegué a Atenas, el día después de la estancia en Ítaca, descubrí la sorprendente veracidad de esta afirmación. No quería colarme en el barco hacia Italia, porque en los barcos entre países hay muchos más controles que en los otros y, además, tampoco quería correr el riesgo de que no me dejasen subir, porque entonces habría tenido que esperar otro día completo en Patras, y no tenía tiempo para ello. Así que, puesto que de ida el billete solo me había costado quince euros, me dispuse a encontrar el mismo precio para el regreso… pero por alguna razón todos los vendedores me hablaban de billetes de treinta y cinco euros como mínimo. El problema no era el InterRail (aunque ya hacía más de una semana que había caducado), porque usaba la táctica de entregarlo y rezar para que nadie se fijase en la fecha. La idea había funcionado hasta entonces bastante bien (supongo que porque no se daban cuenta, o porque hacían ver que no se enteraban ante el aura de frenética desesperación que desprendía yo cada vez que alguien miraba mi billete). Fuese por la razón que fuese, ir no era lo mismo que volver, y yo, sencillamente, ya no tenía tanto dinero. Me quedaban unos veinte euros, y con ese dinero tenía que pagar el billete de ida a Italia y sobrevivir una semana mientras iba a visitar a mi amigo Takahiro en Florencia.

Lo que tenía claro es que no iba a pasar hambre, así que lo que debía hacer era encontrar un billete barato. Sabía que la suerte no me había abandonado en Grecia, y que tenía que pasar algo que lo arreglase todo mágicamente: tarde o temprano encontraría en el suelo el billete de algún barco que casualmente fuese a Italia… o algo así. La suerte nunca falla.

5 de septiembre

[…] Y ha sido entonces cuando, en un callejón oscuro y estrecho, he encontrado una pequeña tienda que decía: «InterRail». La he mirado sorprendido y he acabado entrando, pese a que ya había entrado en tantas tiendas parecidas que creía sinceramente que encontrar un billete por menos de treinta y un euros era imposible. La tienda debía de tener cuatro metros de largo y era más bien un pasillo, de tan estrecha como era. Sentada al fondo del establecimiento, en una silla, había una mujer muy, pero que muy vieja.

¡Eh! Hay que reconocer que la escena tenía un toque místico, y a mí me ha recordado aquella escena de Matrix en que Neo va a encontrarse con la Profeta, la mujer esa que cuida de los niños que doblan cucharas con la mente.

En cualquier caso, he roto el silencio y he osado preguntarle si sabía de algún barco que se dirigiera a Italia y que fuese realmente barato.

La Profeta me ha mirado con unos ojos que reflejaban una sabiduría infinita, y ha asentido lentamente con la cabeza. Acto seguido, con voz trémula, me ha explicado la leyenda de la reina Iónica, que fue condenada y repudiada por la familia real griega cuando se enamoró de un italiano cualquiera. A consecuencia de sus actos, y teniendo que escoger entre la mentira o la miseria, la reina Iónica se vio obligada a rechazar al italiano públicamente para conservar su cargo, pero en secreto los dos continuaron siendo amantes. Al cabo de un tiempo, como la reina quería seguir visitando Italia y a su amante, ordenó la construcción del Ionican Queen, el barco que la llevaría en secreto cuando quisiera reunirse con él.

Pasaron los años, y la tripulación del Ionican Queen (una tripulación formada exclusivamente por esclavos checoslovacos) fue pasando de padres a hijos, y de estos a sus nietos. Siempre en la clandestinidad, el barco de velas negras seguía cruzando el océano, incluso cuando un día la reina dejó de subir al barco. A lo mejor se murió, a lo mejor ya era demasiado mayor para viajar, a lo mejor finalmente se olvidó de su amante. Nadie lo sabe con certeza, pero el caso es que los esclavos siguieron tripulando el barco, imperturbables. Y aún hoy, si vas al puerto de Patras el día de luna llena de un mes impar, encontrarás el Ionican Queen esperando en el puerto preparado para llevarte, gracias al esfuerzo de los remeros checoslovacos, hasta Bari, donde una vez vivió el amante italiano.

… Bien, eso es lo que tiene padecer excesos de imaginación. Hace muchos días que no escribo ficción, y me estoy volviendo incapaz de mantener un diario mínimamente decente.

Otra forma de explicarlo, haciendo un esfuerzo para ceñirme a la realidad, sería decir que la abuela de la tienda me ha conseguido un billete por ocho euros, en un barco nombrado Ionican Queen, para el día 4 de septiembre. De forma que el milagro ha sucedido finalmente, ¡y he conseguido el billete! Lástima, yo ya empezaba a hacerme a la idea de que tendría que volver pagándome el billete a cambio de limpiar la cubierta del barco y lavar los platos de la cocina… ¿Así cómo quieren que viva aventuras?

Durante el camino de regreso a Italia tenía muy presente que mi viaje se acababa a un ritmo alarmante.

Lo que todavía no sabía era que aún me faltaban unas cuantas aventuras por vivir, y que aquellos últimos días no serían precisamente aburridos. La idea era viajar hasta Florencia en tren (utilizando, una vez más, el InterRail caducado), para visitar a aquel chico japonés que, semanas atrás, me había salvado la vida en mi trayecto hacia Nápoles y me había invitado a su casa.

Pero, por desgracia, cuando finalmente llegué a la ciudad, me di cuenta de un pequeño detalle: no tenía ni la más remota idea de dónde vivía mi amigo Taka.

Tampoco tenía su teléfono. Lo único que tenía era su e-mail, y las instrucciones que me había dado para llegar: «Cuando vayas a Florencia, avísame; después coge el autobús 116 y, una vez en él, le pides al conductor que te deje delante del vertedero. Él sabrá cuál es porque solo hay uno en el camino del autobús, te iremos a buscar porque mi casa está un poco retirada». Bien… lo cierto es que las instrucciones eran impecables, excepto por un pequeño detalle… ¿cómo carajo iba a avisarlo, una vez en el vertedero, si ni siquiera me había dado su número de teléfono? En este pequeño detalle reparé cuando ya había llegado a Florencia. De forma que enviarle un e-mail y confiar en que lo leería y respondería quedaba descartado. No quería esperarme tres días en Florencia.

De modo que, después de dudar un rato, decidí que no pasaba nada si me saltaba el pequeño paso de avisarle, y tomé el autobús 116 siguiendo sus acertadas instrucciones. Cuando le dije al conductor que quería bajar en el vertedero, no se lo podía creer, y tuve que usar mis dotes de persuasión para que me lo permitiese.

No fue hasta que llegué y miré alrededor cuando entendí la reticencia del conductor. Si aquello era un vertedero, lo disimulaba muy bien, porque lo único que veía era un inmenso vacío y una larguísima carretera. El resto eran árboles, bosque, montaña, y una especie de palo metálico que debía de ser la parada de autobús. «Perfecto —pensé—, ya veo que eso de “un poco retirado” no iba precisamente en broma».

Lo que estaba claro era que de una forma u otra tenía que conseguir salir de allí. Así que empecé a seguir la carretera y, afortunadamente, al cabo de poco rato encontré una casita en medio de la nada. Llamé a la puerta esperando que fuese la casa de mi amigo, pero poco después salió a recibirme una señora que, a no ser que Taka hubiese cambiado de sexo desde la última vez que le vi, definitivamente no era mi amigo.

La señora me miró con una cara que dejaba claro que no vivía a 150 kilómetros de cualquier lugar habitado por casualidad, y que el tiempo del que yo disponía para perturbar su descanso era extremadamente limitado. Ante las circunstancias, decidí preguntarle (en italiano, pese a que durante mi estancia en Grecia había empezado a olvidar el idioma) si conocía a un tal Takahiro. La pregunta llegó por los pelos, porque la puerta ya empezaba a cerrarse cuando la acabé de formular y a través de la puerta semicerrada oí un débil «no» que acabó de confirmar los resultados. Bien, tampoco me podía quejar, supongo que si decides irte a vivir a una montaña perdida en Florencia, como mínimo te mereces que te dejen tranquilo.

Respecto a mí, el caso es que estaba en la misma situación que antes, pero ligeramente peor: al sol solo le quedaba una hora de vida, como mucho, y, por lo general, que el sol se ponga no suele ser muy favorable a la hora de encontrar casas perdidas en medio de la montaña.

No sabía qué hacer exactamente, pero, siguiendo la tendencia habitual cuando estás perdido, empecé a caminar sin rumbo fijo (un impulso bastante ilógico pensado fríamente, ¿no? Es decir, encima de que ya estás perdido, lo único que se te ocurre es empezar a caminar en una dirección aleatoria para acabar de redondear el trabajo). El camino que seguí se internaba en la montaña, en lugar de seguir la carretera, pero como hasta el momento seguir la carretera no me había dado muy buen resultado, decidí que tal vez era el momento de cambiar de táctica.

Pronto empecé a adentrarme en terrenos que cada vez parecían menos cercanos a la civilización, y me estaba planteando dar media vuelta cuando vi un coche. El coche paró en seco (probablemente, tan sorprendido de verme como yo de verle a él) y del coche bajó un hombre que me preguntó qué hacía allí, en medio de la nada (es decir, de la casi nada). Le contesté como pude, explicándole que buscaba a un amigo mío, pero la poca credibilidad que había ganado la perdí cuando me vi obligado a admitir que no tenía ni idea de dónde vivía este amigo mío.

El caso es que, probablemente debatiéndose entre ayudarme o llevarme a un manicomio, el hombre se ofreció para llevarme a algún lugar donde preguntar y llegamos a una especie de fábrica donde había varios trabajadores. Recordando a toda velocidad el italiano que había aprendido, empecé a explicar a los escépticos obreros las razones por las cuales había llegado, y como lo único que recordaba de Taka era que le gustaba mucho pintar, decidí declarar que era un amigo del pintor japonés que vivía en los alrededores. La situación se iba volviendo cada vez más surrealista (¿un chico de quince años en silla de ruedas, solo en medio de la nada, buscando a un pintor japonés?), pero entonces uno de los trabajadores recordó que, efectivamente, había una casa en la montaña donde hacía muchos años que vivía un japonés bastante mayor. La descripción no acababa de encajar (más que nada porque Taka tenía unos 25 años…), pero decidí que no era el momento de adentrarme en detalles sin importancia, y pronto me vi en coche hacia la supuesta residencia del japonés. Para complicarlo aún más (porque sin dificultades habría sido demasiado aburrido, ¿no?), la oscuridad era total, y nadie sabía dónde vivía exactamente el japonés. Pero ya se sabe que cuanto mayores son las probabilidades de que todo salga mal, más se esfuerza el universo en conseguir lo contrario (para exasperación de los expertos en estadística, que ya han organizado unas doce veces huelgas generales contra el universo y contra la física cuántica), y este caso no fue la excepción.

Al cabo de casi una hora llegamos a una casa que, francamente, tenía todo el aspecto de ser una casa abandonada en medio de la montaña. No había luz alguna, pero empezamos a gritar para ver si alguien nos oía.

Después de unos cuantos minutos dando voces, decidimos que nos habíamos equivocado de casa, y ya regresábamos cuando nos encontramos de frente con dos japoneses y una chica que parecía italiana… ¡y uno de los japoneses era Taka!

Taka se sorprendió muchísimo al verme, como es lógico, y me explicó que acababa de volver de Florencia porque habían ido a ver una actuación. El japonés que le acompañaba (que efectivamente era bastante mayor, y debía de ser el que uno de los trabajadores había podido identificar) se llamaba Yoshi, y la chica era Diana, que no era de Italia… ¡sino de Colombia! Así que imaginaos mi ilusión cuando me di cuenta de que tendría a alguien con quien hablar en castellano y que incluso me podría hacer de intérprete cuando hablase con Taka: en definitiva, las cosas habían salido incluso mejor de lo que esperaba, y eso que acostumbro a esperar que todo salga excepcionalmente bien.

11 de septiembre

Los días que he pasado con Taka y Diana han sido realmente increíbles; nunca me habría esperado vivir unos días así poco antes de llegar a casa. Lo más sorprendente de todo ha sido vivir con su estilo de vida, que es totalmente distinto al habitual de la gente que conozco. Taka y Yoshi son casi autosuficientes: tienen un huerto y cultivan lo que necesitan, y solo bajan a Florencia muy de tarde en tarde para comprar las cosas que no pueden obtener del huerto. Cuando van a la ciudad, Yoshi se dedica a vender sus cuadros, y Taka hace lo mismo, o bien hace espectáculos con su marioneta en la calle (está aprendiendo a manipularla, y ya sabe muchísimo, pero ahora está empezando a construirse su propia marioneta). Durante los días que he estado con ellos, no solo he visto cómo viven, sino que hemos jugado a las cartas, hemos explorado casas abandonadas (los alrededores están llenos, y no solo encuentras murciélagos), hemos ensayado actuaciones de marionetas, hemos tocado instrumentos… y lo más interesante, he ido conociendo las historias de estos dos amigos que seguro que volveré a ver.

La más impactante, tal vez, es la de Diana; ella es actriz de teatro, y vino a Europa en una gira con su grupo, con la intención de pasar unos meses aquí actuando y después regresar a casa. Hasta aquí la historia es básicamente normal. La parte increíble empieza cuando, al cabo de unos días de actuar por Europa, llegaron a Italia; viajaba toda la compañía en autobús, como habían hecho hasta entonces, y pararon en una estación de servicio para que la gente fuese al lavabo. Todo el mundo bajó del autobús… pero no todos volvieron a subir.

Por alguna razón, Diana decidió que sería más emocionante no subir al autobús, y así fue como empezó su viaje por Italia: con lo que llevaba puesto encima, y nada más. Ni tan siquiera tenía pasaporte, ni dinero… no tenía absolutamente nada.

Días después encontró trabajo vendiendo periódicos en la ciudad más cercana. Y también encontró una casa donde la acogieron. Así ganó suficiente dinero para comer, pero no estaba cansada de viajar. Siguió dando vueltas hasta encontrar a Taka y Yoshi y acabó viviendo con ellos en la casa de la montaña. De todo esto hacía solo unos meses, y ahora estaba empezando a plantearse volver a su país, contactar con su familia, etcétera; porque, evidentemente, durante todo este tiempo había estado total y absolutamente incomunicada.

Su historia me ha dado envidia, lógicamente, pero supongo que aún tendré que esperar un poco para llegar a este nivel: de momento está clarísimo que quiero seguir viajando, pero aún necesito mis tres euros, y no sé si me gustaría trabajar vendiendo periódicos para conseguirlos. En algunas ocasiones he intentado ganar dinero tocando la ocarina o haciendo piruetas con la silla, y la verdad es que me ha ido bastante bien, así que a lo mejor podría hacer esto. Sea como sea, la historia de Diana es increíble, y estoy seguro de que tarde o temprano nos volveremos a encontrar cuando vaya a Colombia (cosa que espero hacer antes o después, como a casi todos los países del mundo). ¡Claro que a lo mejor ella o Taka pasan antes por Barcelona, nunca se sabe…! Me gustaría, como mínimo, poderles hospedar en mi casa, ya que ellos no solo me han acogido, sino que también me han dejado compartir su vida y esto es una cosa difícil de olvidar.

Como mínimo, seguro que no os olvidaré… ¡Volveré a explorar casas abandonadas con vosotros, tarde o temprano!

El regreso a casa fue una experiencia interesante. Para empezar, porque el InterRail estaba caducado, un detalle que evidentemente añadió más diversión. Pero, además, volver a la rutina habitual después de haber disfrutado de una libertad casi completa es un cambio absolutamente radical.

Mi primer viaje me había enseñado muchas cosas. Me había dejado probar la libertad y la independencia (probar, porque solo había sido un adelanto de lo que vendría después, y yo lo sabía). Me había enseñado que el mundo es grande y pequeño al mismo tiempo: grande porque está lleno de lugares por descubrir, y lo suficientemente pequeño para que, vayamos donde vayamos, siempre podamos sentirnos como en casa.

Y después de aprender todo esto, después de viajar y conocer, y vivir como siempre había querido, regresé a mi vida de siempre.

En realidad no fue muy traumático, casi al contrario: volver a casa me permitió comparar y convencerme plena y definitivamente de lo que quería hacer con mi vida.

Y no es que no me recibiesen bien cuando llegué. ¡Al contrario! Estaban realmente contentos y yo también. Supongo que mi felicidad al explicarles todo lo que había vivido era contagiosa, porque parecían tan felices como si ellos mismos hubieran hecho el viaje.

Pero me sentía como si tuviese dentro un secreto: había viajado, había sido independiente y había estado libre de planes y obligaciones. Por eso, mientras se acababa el verano y empezaba mis clases de bachillerato, no dejé de tener clara una cosa: aquello solo era el principio y el fin estaba muy, pero que muy lejos.