MATSUYAMA

Desde que puse una rueda en Japón, la ciudad donde vivía la familia de mi amigo Taka siempre había sido el destino que más ilusión me hacía. Pero cuando encima me dijo que, por pura casualidad, él también estaba allí de visita, ya no tuve ninguna duda: no abandonaría el país sin verle.

Reencontrarme con Taka me hacía muchísima ilusión. No le había visto desde mi viaje a Italia, cuando aún no era un viajero experto, y uno de mis mejores recuerdos eran los días que había pasado en Florencia con él, Diana y Yoshi. Nunca hubiera esperado reencontrármelo en Japón, convencido de que estaba en Italia, y la sorpresa había contribuido aún más a aumentar mi alegría ante la posibilidad de verle.

Llegar a Matsuyama no fue fácil, porque estaba en otra isla, pero al final lo conseguí (gracias a un militar japonés, por cierto). Aun así, hay que decir que para no romper la tradición, llegar a la ciudad donde vive Taka siempre es más fácil que llegar a la casa donde vive Taka. Cuando llegué le llamé, y me dijo que su casa estaba (ja, ja) en las afueras de Matsuyama.

Esperando una nueva aventura como la que había vivido para llegar a la casa italiana de la montaña, empecé a avanzar con un mapa improvisado y una idea remota de la zona donde vivía (justo con esa pequeña dosis de azar que a mí me gusta). Pero en aquel mismo instante, la encargada de la oficina de atención al cliente de la estación salió en mi persecución. Un hecho extraordinario que no me sorprendió tanto como debería haberlo hecho, por unas cuantas razones. La primera, porque ella me había dejado llamar con el teléfono de la estación para no tener que pagar (cuando dispones de tres euros diarios, una llamada desde una cabina es un gasto que hay que tener en cuenta); la segunda, porque ella me había ayudado a hablar con Taka por teléfono (ya que si hablar en inglés con Taka requería cierto esfuerzo, hacerlo por teléfono era imposible). Así que pensé que se había olvidado de decirme alguna cosa, pero… ¡ah, sorpresa!, iba detrás de mí para pagarme un taxi hasta casa de mi amigo. No sabía si agradecerle el detalle o no, porque al fin y al cabo me estaba impidiendo vivir alguna aventura tan interesante como la de Florencia. Sin embargo, se acabó imponiendo el sentido común, el hecho de que era de noche y que la casa de mi amigo estaba a quince kilómetros, por lo que acepté la ayuda… para acabar reencontrándome, al cabo de poco, ¡con mi buen amigo Takahiro!

La verdad es que no parecía que los dos años le hubiesen cambiado en absoluto, y me habló de todos los proyectos que tenía entre manos, incluyendo su nueva marioneta. De todas formas, lo cierto es que aquella noche me caía de sueño porque la noche anterior apenas había dormido, así que al poco rato me encontraba durmiendo tranquilamente en casa de mi amigo. Ya habría tiempo al día siguiente para hacer cosas… de esto se iba a asegurar mi amigo Taka, aunque como eso yo no lo sabía, a la práctica me fui a dormir con unas expectativas bastante erróneas sobre la duración de mi descanso.

Diario del 29 de diciembre

Hay que aceptarlo: cuando viajas, dormir es una actividad muy valiosa. Son demasiados los elementos, con intenciones positivas o carentes de ellas, que inevitablemente consiguen despertarte cuando ya hace más de seis o siete horas que duermes. Por lo general los enemigos son conocidos: aspersores, calor asfixiante al salir el sol, insectos diurnos, trabajadores que necesitan precisamente el espacio que estás ocupando… Pero, a partir de hoy, dentro de mi lista mental de «Aliados Declarados del Insomnio» he decidido incluir una nueva categoría: los Takahiros borrachos.

Cualquiera lo habría hecho si, a las siete de la mañana (¿eran las siete? ¡Pero si no había ni salido el sol!), hubiese compartido conmigo la experiencia que he vivido hoy.

Estaba sumido en las más agradables profundidades del sueño, enterrado en la cama y al cálido abrigo de varias mantas, cuando, entre sueños, he oído una voz alegre (de esa clase que anuncia grandes cantidades de actividades muy lejos de tu manta calentita) que gritaba: «Albert-o-kun! Albert-o-kun, wake up!!!»[9]. Cuando los canales auditivos se han demostrado ineficaces, el propietario de la voz no ha dudado en pasar a otros métodos más directos que incluyen zarandeos, almohadones desplazándose en trayectorias poco afortunadas para mi cabeza, o hirientes rayos de luz en dirección a mis pobres e indefensas retinas. La combinación de estímulos no me ha provocado ningún paro cardíaco, sorprendentemente, sino que me ha introducido en mi nueva realidad: Takahiro sonriendo, a punto de irse, y bien acompañado por los amigos con los que había pasado una movida noche de fiesta mientras yo dormía apaciblemente. No exagero si digo que, ayer por la noche, tuve suerte de acostarme vestido: de lo contrario, hoy habría pasado el día en pelotas.

Un día que, por otro lado, ha sido más que interesante; ha sido espectacular. (Tampoco me extraña, levantándome de la cama a las siete de la mañana, los muy salvajes han tenido tiempo de sobra para hacer del día una experiencia muy interesante).

El caso es que, por lo que parece, siempre que Taka y yo nos encontramos, el universo decide que es hora de colocar ante nosotros una casa abandonada para que la exploremos, y explorar casas abandonadas es un pasatiempo genial porque nunca sabes lo que te espera en el interior. A veces te encuentras con todo tipo de restos y de regalos del ancestral propietario, desde objetos antiquísimos a espadas, juegos, joyas, cuadros, pinturas y cosas así. Otras, descubres que no has sido el primero en llegar, y te salen a recibir los actuales habitantes de la casa: ratones, murciélagos e insectos variados, por lo general.

Esta ocasión no ha sido una excepción y lo que ha empezado como una inocente excursión por la costa de Matsuyama se ha convertido en una auténtica y apasionante exploración.

Andando tranquilamente, hemos llegado a una especie de acantilado, donde hemos descubierto un pequeño camino para subir a la cima. Parecía que no éramos los primeros en recorrerlo, porque había incluso pequeñas planchas de madera en lugares estratégicos que se encargaban de evitar desenlaces fatales durante la subida.

Y al alcanzar la cumbre, hemos descubierto que, por supuesto, había una casa abandonada: estaba medio en ruinas y parte del techo se había hundido, pero hemos conseguido llegar a lo más alto y desde allí hemos contemplado una vista impresionante: todo Matsuyama a nuestros pies, y el mar detrás. Realmente, las exploraciones de casas abandonadas valen la pena, incluso he cogido un recuerdo para mi hermana (una pequeña rana de cerámica), porque al fin y al cabo no quedaba nadie allí que fuera a echarla de menos.

De regreso, Taka y sus amigos se han parado en un café que frecuentan habitualmente y han descubierto que el dueño estaba haciendo reparaciones. El propietario era un hombre joven y sonriente, que nos ha ofrecido comida a cambio de ayudarle en su tarea, y como no teníamos nada mejor que hacer, hemos aceptado encantados, pese a que yo no las tenía todas conmigo.

Es decir… ¿construir una casa, yo? No es que no me hiciera ilusión, pero algo me decía que mi conocimiento sobre construcción sería inferior a cero: no es que no supiese cómo ayudar, es que me temía que si no andaba con ojo acabaría derrumbando la casa entera.

Afortunadamente, me han enseñado todo lo necesario y como tampoco era tan torpe aprendiendo, he conseguido ser útil. La verdad es que he aprendido a hacer cosas que nunca habría imaginado, como, por ejemplo, construir el suelo de madera de una casa utilizando solo un taladro y maderas de distintas medidas.

Al final, cuando hemos acabado de trabajar, estábamos agotados, por lo que durante el resto del día hemos visitado Matsuyama descansadamente, y por la noche hemos ido a los baños termales de la ciudad, que son unos de los más famosos de todo Japón. La verdad es que nunca había estado en un baño termal natural, y era extremadamente caliente. Al principio parece que te quema, pero enseguida te acostumbras y te quedas adormecido, como aturdido de tan relajado que estás, y la sensación al salir también es muy peculiar. No sé si iría muy a menudo, porque al fin y al cabo no haces nada de particular más que relajarte, pero la experiencia ha valido la pena. ¿Quién sabe qué más me espera en Matsuyama, ahora que tengo un guía como Taka?

La verdad es que mi estancia en Matsuyama no fue una estancia corriente, porque mi guía tampoco lo era. Taka es un artista de la calle, que se gana la vida haciendo espectáculos con sus marionetas, y esto es una ocupación realmente poco común cuando vives en Japón. En un país donde hay tanta gente uniforme (en el sentido de que tienen un estilo de vida muy parecido), quienes viven de forma diferente tienden inevitablemente a juntarse y a agruparse, y en consecuencia Taka conocía a casi toda la gente un poco peculiar de la ciudad.

Por eso hice todo tipo de cosas, desde visitar museos de haikus[10] a explorar casas abandonadas, y, sobre todo, conocer a todo tipo de personas peculiares y únicas, como una chica joven de Israel que vivía en Japón vendiendo bisutería en la calle, porque tenía claro que no quería regresar a su país.

De todas formas, de todo lo que hice en Matsuyama (e incluso, sin riesgo de exagerar, en Japón), lo más sorprendente fue la noche de fin de año.

Desde el principio del viaje había sabido que la noche de fin de año la pasaría en Japón poco antes de volver a casa, pero nada me había preparado para el fin de año que acabé viviendo.

No fue un fin de año normal o habitual, ni siquiera aplicando los estándares japoneses. A la celebración acudieron todos los japoneses del sector artístico o contracultural de la ciudad (y de lugares de casi todo el país, porque había gente de Osaka, gente de Tokio…) y tuvo lugar en un antiguo templo budista, ahora ya desocupado, donde se habían encendido 2008 velas para celebrar el nuevo año. Pero lo más sorprendente de todo fue el escenario donde, a lo largo de la noche, todos los artistas que lo deseaban fueron ofreciendo espectáculos improvisados en su especialidad. Describirlo sería imposible, porque el arte es una de las cosas más difíciles de explicar, pero fue impresionante: aquella noche contemplé danza improvisada, pintura improvisada, música improvisada… cualquier expresión artística imaginable, o casi, estuvo presente. Y cuando todo el mundo se cansó de los espectáculos, empezó la celebración propiamente dicha con grandes cantidades de sake hecho manualmente y con danzas colectivas que daban a la fiesta un aspecto tribal muy curioso. Realmente, nunca he visto un fin de año tan peculiar en toda mi vida, y no tengo muchas esperanzas de volver a contemplar algo similar.

Incluso cuando, pocos días después, emprendí el viaje de vuelta a Barcelona, lo hice más contento que en otras ocasiones. Porque sabía que durante mi estancia en Japón había visto y vivido cosas excepcionales y que el viaje, aunque se hubiera acabado, había valido la pena.