NÁPOLES
Como no podía ser de otra forma, poco antes de que saliese el sol me desperté, y tras los primeros momentos de confusión recordé que acababa de pasar la noche en una isla desierta. El hecho de que todo estuviese a oscuras parecía indicar que tenía suficiente tiempo para llegar a coger el tren a Nápoles y que, por tanto, la sensación de la noche anterior no me había fallado.
Tranquilamente fui hacia el punto donde había bajado del vaporetto, y al poco rato ya estaba en la estación de tren.
Es curioso por qué, hasta aquel día, siempre había creído que lo más complicado de las estaciones era localizar el tren que quieres coger. En Venecia descubrí que no: lo más complicado es convencer al mundo de que puedes subir.
Los problemas empezaron más o menos así: me acerqué tranquilamente al tren y, como había hecho hasta entonces, esperé hasta que hubo cerca alguien que también quería subir, entonces le pedí si me podía subir la silla, mientras yo me subía a mí mismo apoyándome en las manos (fuera de la silla, claro). La operación era de una simpleza elemental, y ya estaba bajando de la silla cuando oí un grito a mis espaldas que no anticipaba nada bueno: el conductor del tren había aparecido con una cara que, pese a no haber abierto la boca, me indicó inequívocamente que las cosas no pintaban bien.
El conductor me miró de arriba abajo y me preguntó, en italiano, dónde estaban mis padres. Ni siquiera me preguntó si viajaban conmigo, ya que simplemente no podía concebir la idea de un discapacitado de quince años viajando solo por Italia. Me preguntó de nuevo dónde estaban, y supe que no le gustaría la respuesta.
Con la máxima tranquilidad posible le expliqué que, si mis cálculos no me fallaban, en ese momento debían de encontrarse desayunando cerca de Barcelona, España. Sonreí esperanzadoramente, deseando que él también hubiese estado en Barcelona y pudiésemos compartir anécdotas de la ciudad amigablemente, pero no parecía que fuera ocasión para ello, a juzgar por la forma en que cerraba y abría la boca sin emitir sonido alguno.
Después de abrir y cerrar la boca unas cuantas veces más, balbuceó algunas palabras en italiano en las que, pese a que no fui capaz de traducirlas, adiviné un mensaje bastante universal: problemas.
Seguimos hablando en italiano, y pronto quedó claro que las cosas no iban en broma: esgrimiendo el argumento más ridículo y sobado que era capaz de inventar (según mi querido conductor, ir solo en tren era «peligroso»), aquel hombre estaba decidido a no dejarme subir a su tren bajo ningún concepto. Al principio traté de hacerle entender que la mera idea era estúpida, que un tren no podía ser peligroso para nadie, que ya había ido en miles de trenes y que… en fin, ¿qué más podía decirle? La sola idea es tan absurda que debería ser ilegal, pero en aquella situación él tenía la autoridad y yo no. Aquel conductor era como un chef que escoge el menú del día, y parecía haber decidido que a mí me tocaba una doble ración de injusticia. Las súplicas, los intentos de soborno, las amenazas de suicidio fueron del todo inútiles. Tenía ganas de explicarle lo que había hecho y lo que era capaz de hacer, enseñarle cómo podía subir solo a su «temible» tren, explicarle que las dos últimas noches había dormido a la intemperie, pero no tenía tiempo para explicarle tantas cosas, y él tampoco me habría escuchado. Ni tan siquiera la buena suerte que me acompañaba desde el día anterior iba a salvarme, o eso es lo que me parecía…
Hasta que, de repente, apareció Takahiro. Casi salido de la nada, apareció. Era un japonés que hablaba italiano perfectamente y que, por alguna razón inexplicable, declaró que se hacía responsable absoluto de todo lo que me pudiese pasar en el tren. Yo aún tenía la boca abierta mientras él subía mi silla al tren y con gestos me indicaba que le siguiera a su cabina, todo ello mientras yo le seguía observando, sin palabras y sin entender nada de nada.
Takahiro (o Taka) me llevó a una cabina, y allí me encontré con toda su familia, quienes me recibieron y me saludaron efusivamente, como si me conociesen de toda la vida. La verdad es que la intriga y la curiosidad acabaron por superar la estupefacción, e intenté comunicarme con ellos en inglés y en castellano, pero no tuve tanta suerte. La única opción era el italiano, y el único de la cabina que lo hablaba era mi salvador. Pese a ello, os aseguro que toda mi atención y voluntad estaban dedicadas al cien por cien a entender la escena surrealista que acababa de vivir, algo que facilitó la comunicación… Pero la explicación que me dieron fue aún más sorprendente.
Según me dijo Taka, él vivía en Italia, en Florencia, y su familia había venido para visitarle. Todos estaban subiendo al tren dos vagones más allá, cuando de repente su padre frenó en seco y sin motivo aparente le dijo a su hijo:
—Taka, hijo, ve a ver si aquel chico necesita ayuda, porque es una persona de corazón puro.
Teniendo que escoger entre obedecer a su padre o llevarlo al manicomio, Taka se había decantado por la primera opción… y así era como me había rescatado.
Horas después llegaba por fin a la ciudad de Nápoles. Taka y mis amigos japoneses habían bajado unas estaciones antes, pero prometí a mi nuevo amigo que, antes o después, iría a visitarle a Florencia.
De todas formas, aunque ahora lo que tocaba era explorar la ciudad, evidentemente, y por alguna razón inexplicable pero lógica, lo primero que hice fue ponerme a escribir mi diario. Habían pasado muchas cosas que debían ser contadas.
19 de agosto
Hace apenas unos días que empecé el viaje, y ya siento como si hubiesen pasado años. De hecho, me siento casi como si lo normal fuera estar de viaje y vivir en un solo lugar fuera una costumbre extraña e inexplicable; posiblemente porque me han pasado miles de cosas desde que salí de casa.
Lo primero, lo más importante es que he conocido gente allí por donde he pasado, lo que demuestra que esto de viajar en solitario fue la decisión correcta. Puedo hacer lo que quiero, puedo ir a donde quiero, tengo libertad absoluta… ¡y acompañado! Si hubiese ido con compañeros de viaje, no habría conocido ni a la mitad de la gente que me he encontrado, pero es que, además, nunca habría vivido las aventuras que he vivido.
Porque, realmente, me han pasado cosas increíbles. Sin ir más lejos, las dos últimas noches he dormido en una isla desierta y en un barco en alta mar, respectivamente. Y por si esto fuera poco, creo que en dos o tres días más ya podré comunicarme perfectamente en italiano.
Como decían en Toy Story, lo que hacía hasta ahora no era viajar; era… desplazarme con estilo. Seguía estando atado a todo, desde a aquellos que me acompañaban, hasta al albergue o el hotel. Tenía horarios, tenía rutas… y ni siquiera llegaba a entender el país que estaba visitando. En este viaje, en cambio, he aprendido a hablar italiano en seis días. ¿Por qué? Pues porque tenía que escoger entre hablar italiano… o no hablar nada. Las rutas y los planos los he tirado a la basura, sustituidos por la improvisación y la facilidad con la que me he acostumbrado a vivir en el presente. ¡Si es que ya ni siquiera necesito el dinero! Duermo en la playa o en el tren o con quienes me acogen, y con el InterRail… mi único gasto es la comida, que no me cuesta casi nada.
Respecto a la silla, empiezo a pensar seriamente que incluso es una ventaja. La gente se sorprende doblemente: por la edad y por la silla, lo que hace que aún conozca a más personas. Por no mencionar el hecho de que no todo el mundo puede ir por el mundo con once kilos de peso a la espalda, cosa que a mí no me supone esfuerzo alguno.
De verdad, no sé si se mantendrá este ritmo hasta el final del viaje, pero de ser así creo que habré vivido más experiencias en un mes que en toda mi vida. Lo cierto es que no sé si me acostumbraré a la vida cotidiana cuando regrese… pero, sinceramente, no me preocupa. Últimamente ya no me preocupa nada que esté a más de cinco minutos de distancia.
Al poco de llegar a Nápoles (Napoli, para los amigos) fui a un albergue para comunicarme con otras personas, y confirmé que es imposible estar más de cinco minutos en un albergue sin conocer a un grupo que te acoja. En este caso, además, era un grupo de catalanes realmente simpáticos, con quienes exploré Nápoles y Pompeya. La verdad es que no suelo sorprenderme demasiado por los paisajes y los monumentos, pero Pompeya me impactó. Una ciudad entera destruida, llena de minas… ¡ruinas por las que puedes trepar! (Para quienes no me conocen, debería aclarar que, de pequeño, me aficioné a trepar por todas partes, como muchos niños… pero, al contrario que para la mayoría, los años para mí no han conseguido que trepar perdiera ni un poco de su encanto, así que siempre que veo árboles, edificios, rocas o montañas, me asalta una terrible tentación de trepar… tentación en la que suelo acabar cayendo).
En este caso, escalar ruinas fue realmente divertido: yo y dos catalanes trepamos a una torre desde donde podíamos contemplar toda Pompeya (y nadie pareció fijarse mucho en la cerca que, en teoría, debía disuadirnos de hacerlo). Evidentemente, mi escalada fue bastante más divertida que la de los demás, porque tuve que bajarme de la silla y subir solo con los brazos… pero la vista desde arriba era realmente impresionante.
Incluso adoptamos una perra, a la que bautizamos con el nombre terriblemente original de Pompeya. Cuando Pompeya se decidió a seguirnos hasta el tren, se originó un profundo debate entre los partidarios de llevárnosla y los partidarios de no hacerlo. Al final se decretó que los partidarios de dejarla allí tendrían la oportunidad de disuadirla de acompañarnos utilizando métodos activos. Si lo conseguían, se quedaría allí. Finalmente, la táctica para convencerla, que se basaba en grandes mendrugos de pan colocados en puntos estratégicos y alejados del tren, funcionó estrepitosamente, de forma que Pompeya se quedó en Pompeya (afirmación que resulta bastante estúpida si la sacas de contexto, todo hay que decirlo).
Todo parecía indicar que el resto del día transcurriría sin más incidentes, hasta que tomamos el camino de regreso al albergue. Me encontraba en un lugar normal, en un escalón normal, haciendo un caballito normal para bajar de forma normal, y el resultado fue un terrible ¡CRAC!, mucho menos normal de lo que uno podía esperar. Evidentemente, un ruido así no presagiaba nada bueno, pero no noté nada en especial y seguí tan tranquilo. Entonces, al cabo de unos veinte segundos, empecé a notar que la silla iba un poco rara. Miré hacia abajo y… ¡oh! En realidad, debería decir que no había mucho que ver: sencillamente, la rueda había desaparecido. Sí. Aparentemente me estaba desplazando con tres ruedas, dos de atrás y una de delante, pero ni tan siquiera lo había notado.
Regresé y encontré la rueda que faltaba atascada en una grieta del suelo con el plástico que la unía a la silla completamente destrozado e intuí que, por primera vez en mi vida, mi discapacidad se comportaría como se supone que se tiene que comportar una discapacidad decente: aportándome alguna cosa que no fueran ventajas.
Durante las siguientes horas comprendí lo que supone ir en una silla de no tantas ruedas. No podía subir ni bajar escaleras ni aceras porque, si las subía haciendo un caballito, la silla volcaba sin remedio. Era una novedad ligeramente divertida, pero también bastante molesta una vez superada la sorpresa inicial. Además mi grupo de catalanes tenía que marcharse y, para rematar el tema, era sábado: por tanto, no había forma de reparar la silla y al día siguiente sería domingo.
Llamé a casa para informar del asunto, y la reacción de mis padres me hizo creer que posiblemente se trataba de un problema serio: se estaban planteando venir en avión con una silla nueva. ¿Quién me iba a decir que perder una ruedecilla de nada implicaría tantas complicaciones?
Hay una frase que dice que las desgracias nunca vienen solas, pero no especifica qué es exactamente lo que las acompaña. Se acostumbra a presuponer que los acompañantes son nuevas desgracias, pero no tiene por qué ser así. En mi caso suele ocurrir todo lo contrario y Nápoles no fue la excepción. Después de despedirme de los amigos catalanes, había decidido ir hacia la estación napolitana, cuando oí una exclamación a mis espaldas: «¡Anda, eres tú!». La verdad es que es una exclamación que raramente va acompañada de malas noticias, y efectivamente, lo que encontré me alegró el resto del día.
Atención, porque es impresionante. Se trataba de un grupo de cuatro viajeros (Jorge, Diego, Ana y Christine: los tres primeros madrileños, y la cuarta, una chica alemana) que, meses atrás, me habían preguntado en Barcelona cómo llegar desde la estación de Sants hasta la Barceloneta… Solo habíamos cruzado unas palabras para indicarles la línea de metro que tenían que coger… y ahora me los encontraba en Nápoles y, encima, me habían reconocido. Sencillamente increíble.
Me avergoncé de mí mismo por haber dudado de mi buena suerte, y me autoconvencí de que no volvería a ocurrir: en aquella época aún no tenía la confianza en la suerte que he ido adquiriendo con el tiempo, pero todo se aprende a base de ver que se cumple una vez y otra vez.
Empecé a hablar con los cuatro viajeros que había conocido en Barcelona, y resultó que a la mañana siguiente partían hacia Roma. Yo nunca había estado en la ciudad, tenía ganas de visitarla, parecía un buen lugar para reparar una silla de ruedas rota y, además, me dijeron que tenían una amiga italiana que vivía en Roma y que nos podría enseñar la ciudad. ¿Qué más podía pedir? El camino de la salvación se abría ante mí, y tenía claro que no sería yo quien lo rechazase.
A la mañana siguiente iría a Roma, pero aquella noche dormí en un albergue con mis nuevos acompañantes, pagando por cuarta y última vez (las circunstancias también eran un poco excepcionales, la verdad), y prometiéndome solemnemente que no volvería a pagar por dormir en todo el viaje por Italia y Grecia.
Que yo recuerde, no me fue muy difícil cumplir la promesa.