TOKIO

De: Albert_246@hotmail.com

Para: Casa

Enviado el: viernes, 14 de diciembre de 2007

Hace unos días que llegué a Tokio, Japón. Como ya os explicaré, todo fue muy bien… pese a que durante unos instantes pensé que todo podía ir mal, muy mal.

En realidad, las cosas estaban funcionando a la perfección hasta que llegué al aeropuerto de Roma, donde tenía que tomar el avión hacia Japón. Fue justo allí, en la cola para facturar el equipaje, cuando los empleados de Alitalia me transmitieron un terrible mensaje: «No, para entrar en Japón no necesitas visado… siempre que seas mayor de edad, claro».

Según me dijeron, estas breves pero duras palabras, pronunciadas con tanta facilidad, eran definitivas; no había alternativa ni duda alguna: sencillamente, un menor de edad no entraría nunca solo en Japón.

Para hacer honor a la verdad, debo admitir que se comportaron bastante bien, ya que incluso me ofrecieron la opción de cancelar el vuelo. En un principio iba a hacerlo, claro, pero entonces me di cuenta de que estábamos hablando de mí, y que mis viajes no salen mal; en algún lugar, tenía que haber gato encerrado. Aún tratando de encontrar la salvación les pregunté si podía conseguir un visado allí mismo, o en Japón, pero me respondieron que no. Y al final, desesperado, les pregunté si existía alguna forma de entrar en Japón sin visado… y la mágica respuesta no tardó en llegar: «Sí, claro… acompañado de un mayor de edad…».

La solución empezaba a perfilarse con nitidez en mis pensamientos, y rápidamente les pregunté si podían dejarme tomar el vuelo hasta Japón. Resultó que esto no rompía ningún reglamento, así que, pese a mirarme como si me hubiese vuelto loco, acabaron accediendo a facturarme el equipaje. A mí no me hacía falta saber nada más, así que tomé el avión inmediatamente, no fuese que cambiasen de idea.

Mientras tanto, mi mente criminal ya había trazado el plan que iba a permitirme entrar en Japón. El camino era más claro que el agua, y el reto, pese a ser interesante, no era imposible: conseguir, en doce horas de avión, que un japonés aceptase hacerse responsable de mí durante todo mi viaje por Japón y afirmase ante la oficina de inmigración que yo viajaba con él, y no solo.

El desenlace ya lo sabéis, claro. De lo contrario, no os estaría escribiendo desde aquí.

Y ahora que ya conocemos el desenlace, vamos a olvidarnos de mi complicada entrada en el país, porque desde entonces hay mucho más para contar.

Por lo que parece, la organizada estructura gubernamental japonesa se ha encontrado con unos cuantos problemas desde que yo llegué a su país. De hecho, apenas llegué, noté que las cosas se pondrían interesantes: tal y como entré en el metro, justo al salir del aeropuerto y sin que hubiese dicho ni una sola palabra, observé cómo una fila de doce sonrientes japoneses colocaban sobre las escaleras del metro una rampa desplegable de dimensiones gigantescas… pese a que había unas escaleras mecánicas al lado. Efectivamente, el código de honor de los vigilantes de metro japoneses dice que las sillas de ruedas y sus ocupantes resulten inmediatamente desatomizados si, por alguna razón, llegan a pisar alguna vez una escalera mecánica. Así que, de acuerdo con la idea pedagógica de que las cosas cuanto más claras mejor, decidí dejar bien claro que no bajaría por rampas desplegables, sino por escaleras mecánicas. Primero puse en práctica el diálogo, como buen diplomático que soy, pero al ver que este fallaba decidí que tenía que optar por la acción y, aprovechando que estaban distraídos explicándome las cosas horribles que les pasan a los pobres discapacitados que no van por las rampas, me lancé con la silla escaleras abajo (el nuevo método para bajar escaleras que me inventé hace unas semanas, y que consiste en dejarse caer de espaldas, con una mano en la barandilla y la otra en la rueda para ir frenando durante la bajada hasta que llegas al punto de destino).

La reacción fue inmediata: gritos de horror que resonaron por todos los pasillos del metro, japoneses haciéndose el haraquiri por haber fallado en su deber, llamadas de móvil a la ambulancia (o a la funeraria, en función del grado de optimismo de cada cual) y decenas de japoneses cayendo inconscientes por el solo hecho de haber tenido que contemplar aquella imposible escena durante unos instantes.

Para finalizar, me despedí de ellos cordialmente (desde el final de las escaleras, claro), y me fui felizmente hacia el metro que me esperaba.

Este ejemplo es solo una de las incontables situaciones similares en que me he visto involucrado, hasta que al final los japoneses han decidido crear una nueva sección de su código penal titulada «Albert Casals», la han sellado y fotocopiado convenientemente, y ahora ya tengo permiso para subir y bajar en todas las escaleras, metros, trenes, barcos y taxis de Japón como me dé la gana. De hecho, creo que incluso tengo licencia para matar. Y un sello rosa la mar de guay.

A lo mejor os preguntáis qué sé sobre el país en sí, además de las catastróficas consecuencias de mi desembarco en él.

Bien, pues lo cierto es que Japón es un país único, diferente a cualquier otro país del mundo, y lo más diferente de todo es su cultura y su sociedad.

Básicamente, hay dos cosas valoradas socialmente: la privacidad y la robotización. Y como estamos en Japón, ambas son llevadas a unos extremos inhumanos.

Para que os hagáis una idea de hasta dónde llega la primera, os pondré el ejemplo de los metros. Los metros de Tokio pueden estar más o menos llenos, pero, estén como estén, aunque no puedas ni respirar, es de mala educación hacer cualquier cosa que involucre a otro que no seas tú. Hablar es impensable; dejar que suene el móvil, un crimen merecedor de la muerte más cruel; incluso escuchar música con los cascos algo más alto de lo normal está mal visto. Lo único bueno es que, hagas lo que hagas, no te mirarán mal porque incluso mirar mal está mal visto.

Es sorprendente, sobre todo teniendo en cuenta que todos los japoneses que he conocido hasta ahora tienen cualquier defecto menos la susceptibilidad (por el contrario, son particularmente inocentes e incluso ingenuos, sonrientes y agradables). Quién sabe, a lo mejor algún día se ponen de acuerdo y anulan todas las malditas reglas no escritas que, por ejemplo, te obligan a hacer mímica disimuladamente cuando estás en un bar, porque hablar directamente al camarero o hacerle un gesto demasiado obvio sería dejar claro que está a tu servicio y esto sería catalogado como una falta de consideración por tu parte (de verdad, cuando entras en un bar japonés, lo más que se te permite hacer es tener una expresión anhelante y confiar en que, tarde o temprano, te verán y se apiadarán de ti).

En el caso de la robotización, la cosa ya llega a niveles inimaginables. En Japón las cosas son de una forma, y cualquier alternativa es inconcebible. Sencillamente, no existe. Cuando entran en un trabajo, los japoneses reciben un manual donde se explica hasta el más mínimo detalle de todas y cada una de las funciones que tendrán que desempeñar en el trabajo. Lo explica TODO, desde la forma en que tienen que ir peinados, hasta las frases literales que tienen que utilizar para dirigirse a un cliente, pasando por detalles como el tono de voz específico, la expresión del rostro, la posición de las manos y las respuestas a cada una de las 493 850 situaciones posibles que se puedan presentar, incluyendo una invasión alienígena controlada por osos panda y pingüinos parlantes. Eso sí: si por alguna razón se produce una situación no concebida en el manual, entonces caen en una profunda crisis catatónica que ni los mejores psiquiatras podrán contrarrestar mientras dure la catástrofe. Sencillamente, se quedarán quietos, inmóviles, porque si el manual no da la respuesta, significa que ya no estás en la Vía Láctea, y lo mejor que puedes hacer es quedarte bien quieto hasta que vuelvas al mundo real.

Podríais pensar que esta falta de libertad ha resultado un problema para mí, pero la verdad es que me apaño perfectamente, gracias a mis permisos y a mi sello rosa. Más bien, gracias a mis permisos, a mi sello rosa… y a mi visión liberal (por decirlo de alguna manera) de las leyes japonesas.

Y es que no siempre se puede conseguir todo por la vía legal, ni falta que hace en un país como Japón. Los japoneses, en su inocencia, no pueden llegar a ponerse en la piel de una persona acostumbrada a vivir en Cataluña, y por lo tanto son incapaces de evitar que incumpla sus normas. Es el caso de Disneyland Tokio, donde, por cierto, he estado.

Al entrar mostré mi sello de «Albert Casals» y quedó claro que no se me impediría subir a ninguna atracción, pero quedaba un asunto más: las colas. Y es que en Tokio, en lugar de dejarte saltar las colas como en Francia o en Port Aventura, lo que hacen con los discapacitados es que les dan una tarjeta de reserva, que les permite «reservar» un lugar en la cola mientras hacen cualquier otra cosa. El problema es que solo se puede reservar un sitio simultáneamente, de forma que no te permite ir entrando en una atracción tras otra, sino simplemente hacer dos colas a la vez. En teoría, claro. ¿Cómo podían los tiernos japoneses encargados del departamento de discapacitados de Tokio prever que yo iría y me registraría en el parque con seis nombres falsos en las seis oficinas de información del parque, consiguiendo así seis tarjetas de reserva distintas y pudiendo hacer por lo tanto siete colas simultáneas? Realmente, cómo me gusta este país…

De todas formas, para hacer honor a la verdad, no todo ha sido tan fácil desde que llegué.

Ya he comentado que, el día en que aterricé, cogí el metro y me dirigí hacia el centro de Tokio desde el aeropuerto.

Como siempre, mi intención era pasar la primera noche de viaje en un albergue, y a continuación empezar a buscarme la vida para dormir en parques o playas, como hago habitualmente. La primera parte fue bastante bien, sin grandes incidencias… Exceptuando el detalle de que las calles de Tokio NO TIENEN NOMBRE. Sí, como lo oís: en lugar de nombres para cada calle (¡qué cosa más primitiva!), los japoneses tienen nombres por áreas, y a continuación adjudican a cada casa una dirección en coordenadas basándose en el número de calles cruzadas en la zona X. No os extrañéis si no lo entendéis: ellos tampoco. El hecho es que es tan complicado que el gobierno japonés ha distribuido por las calles unos miniteléfonos comunicados con la central de policía y que sirven exclusivamente para que los agentes del orden te indiquen el camino a seguir hasta llegar a un sitio determinado. ¡Japoneses tenían que ser!

El caso es que, pese a las dificultades logísticas, al cabo de unas cuantas horas terminé dando con un albergue, y allí se empezaron a poner en marcha los engranajes que me permitieron viajar por Japón como a mí me gusta.

En efecto, la estancia en el albergue pronto dio sus frutos, y conocí a una japonesa y a una australiana que me introdujeron en Tokio y en la peculiar cultura japonesa. Es más, incluso me ofrecieron alojamiento gratuito… pero no antes del día siguiente, ya que tenían que esperar a que una amiga suya que vivía en Tokio volviese a la ciudad.

Esta ausencia de alojamiento temporal (el albergue solo era para el día de llegada y mis amigas no me podían ofrecer casa hasta el día siguiente) planteaba nuevamente el reto, siempre apasionante, de encontrar un lugar para dormir sin pagar y sin amigos que te acojan en su casa.

Durante el día fui descartando las opciones más obvias y que aparentemente parecían más complicadas: dormir en la playa quedó descartado (más que nada porque en Tokio no hay playa) y dormir en los parques no me convencía porque todo el mundo me decía que la policía japonesa los patrulla incansablemente y no quería tenérmelas que ver con el peso de la ley.

Las horas iban pasando sin que acabase de encontrar solución alguna a mi problema, hasta que di con un pequeño río que cruzaba una de las calles de la ciudad. Me paré a observar a mi alrededor, y fue entonces cuando me fijé en una serie de cabañas hechas de cartón que se apilaban bajo un puente, algo que hizo que una gran sonrisa se dibujara en mi cara: ya sabía con quién pasaría la noche… con los sin techo de Tokio.

Rápidamente fui hacia el puente, me acerqué a las casas de cartón, y al cabo de poco tiempo dos sin techo me estaban ayudando muy amablemente a colocar los palos de mi tienda de acampada. Resultaron ser realmente amables, y aunque no hablaban inglés, pudimos llegar a un cierto nivel de comunicación con mímica, música y juegos.

Lo cierto es que, si bien los vagabundos japoneses resultaron una compañía de lo más agradable, no se puede decir lo mismo de la policía japonesa. Por la mañana, sobre las seis y media, empecé a oír golpes contra la tela de mi tienda. Intrigado y ligeramente inquieto, miré a través de la parte de la tienda que se transparenta desde dentro, y lo que vieron mis ojos me dejó más aterrado que tres violadores dispuestos a descuartizarme: eran dos policías con cara de estar muy poco contentos, esperando ante la puerta de mi tienda de campaña.

Para una persona como yo, los policías son una fuente inagotable de problemas. No solo porque a veces no siga, efectivamente, algunas leyes que considero poco lógicas, sino porque para la mayoría de ellos mi mera presencia ya representa un montón de leyes potencialmente quebrantadas.

Y, en el caso de Japón, yo sabía perfectamente que si descubrían a un menor de edad en silla de ruedas y durmiendo solo entre vagabundos, el viaje iba a convertirse en el más corto de mi vida.

Reconozco que por primera vez tuve miedo de verdad. Me pareció que el mundo se paraba, y mi mente, presa del pánico, empezó a calcular a toda velocidad. Por fortuna, la silla de ruedas estaba guardada dentro de la tienda, así que lo único que tenía que conseguir era salir de la tienda sin que se diesen cuenta de que no podía caminar, sin que viesen la silla por la puerta y sin que me encontrasen suficientemente joven como para pedirme el pasaporte. ¡Ah! Y una vez hecho esto, confiar en que se alejarían lo bastante como para poder desmontar la tienda e irme sin que me viesen.

Bien mirado, tampoco fue tan difícil.

Una vez salvado de los temibles policías, el resto de mi estancia en Tokio fue realmente interesante (fui a Disneyland, como ya he mencionado antes) y acabé haciendo aún más amigos de los que ya tenía, incluyendo a una chica llamada Yumiko que me invitó a su casa y me ofreció la oportunidad de pasar unos días geniales conociendo la ciudad como solo te la puede enseñar la gente que vive allí. También empezó a enseñarme japonés (Watashi wa chotto nihongo hanasu! Es decir, «¡ya hablo un poco de japonés!») y, como suele suceder, al conocer a los japoneses también empecé a comprender mejor su particular cultura, de la cual ya he hablado en el e-mail.

Pero, aunque me encanta estar con la gente y conocer los lugares que visito, el afán nómada empezaba, como siempre, a reclamar su lugar y pronto noté que comenzaba a sentirme inquieto, y que pasearme por las calles o entre los rascacielos de Tokio ya no me satisfacía tanto como al principio.

Era, pues, la señal de que había llegado la hora de abandonar la ciudad y, por tanto, la hora de empezar la auténtica aventura.

Era la hora de empezar a hacer autoestop por Japón.