PHI
PHI, PHUKET, KRABI,
AO NANG, TONSÁI
No es que Bangkok no me gustase, eso está claro. En esta ciudad pasé unos buenos días, siempre acompañado, viendo y visitándolo todo (el mercado flotante, un palacio, los barrios menos turísticos de la ciudad, un cine gigante), pero ya he explicado lo que siempre me impulsa a seguir viaje, y Bangkok no era una excepción.
Después de una semana de estar allí, me había acabado acostumbrando a poner en peligro mi vida cada vez que cruzaba una carretera, a respirar aire contaminado y al permanente ruido de fondo que, durante los últimos días, me había machacado los oídos sin descanso y, francamente, ahora me apetecía un lugar más tranquilo: decidí que el sur y las islas del mar tailandés serían el lugar adecuado.
Como no tenía una información detallada de Tailandia o de lo que buscaba, acabé en la isla de Phi Phi, que resultó ser una de las islas turísticas por excelencia del país… justo lo opuesto a lo que yo quería, claro.
La verdad es que he acabado admitiendo que no me lo pasé tan mal en Phi Phi, que, pese a ser una isla turística, me sirvió para prepararme para las otras islas y para saber lo que tenía que buscar (o evitar, mejor dicho). Además, aunque en un principio llegué a Phi Phi como un turista más, lo cierto es que mis peculiaridades y diferencias respecto al turista estándar fueron cambiando la opinión que los habitantes de la isla tenían de mí. Para empezar, un turista duerme en una habitación, en una casa o en un hotel; no duerme en una hamaca en la playa. Un turista tiene dinero; no va por el puerto pidiendo si algún conductor de barca lo puede llevar gratis en uno de los tours porque pesa poco y no notará la diferencia; y sobre todo, un turista no demuestra más interés por los habitantes de la isla que por los otros turistas.
Supongo que fue la combinación de estos factores, entre otros, lo que hizo que, poco después de haber llegado a Phi Phi, ya me pasase todo el día entre tailandeses, ayudando al cocinero del restaurante a cambio de una comida, colaborando con mi amigo del barco para reclutar turistas recién llegados al puerto (por alguna razón, parecía que se fiaban más de un occidental que de un tailandés), charlando con uno de los pintores de la isla mientras pintaba sus cuadros, etcétera. Y cuando dio la casualidad de que se celebraba una boda en la isla (un evento que en Tailandia se celebra con fiesta y comida, como en casi todo el mundo), no me sorprendió descubrir que el único blanco de la fiesta era yo. Debo reconocer que la celebración me fue de maravilla porque, además de desear toda la felicidad del mundo a la pareja, aproveché para aprovisionarme gracias a la cantidad inagotable de comida.
Esta feliz estancia en Phi Phi acabó abruptamente cuando unas amigas me explicaron que se iban a la región de Phuket. Al oírlo, recordé que tampoco había ido para quedarme a vivir en Phi Phi y que aquella era la ocasión perfecta para descubrir nuevos horizontes… de forma que acabé imitándolas con la intención de reunirme con ellas en la ciudad de Phuket.
Luego descubrí que Phi Phi era una isla turística pero bonita, mientras que Phuket era una isla turística pero fea. Me dio la impresión de que era una ciudad europea, cuadriculada, sucia… gris. No me gustaba, y conocer a la gente de la ciudad no era razón de peso para quedarme, así que no duré ni un día. Al cabo de poco me marché, pero esta vez a un sitio muy diferente… hacia Krabi. La verdad es que la mayoría de los turistas que había conocido me habían recomendado que fuese a Phuket, o sea, que había aprendido la lección: no te fíes de los turistas.
Para variar, decidí preguntar a los tailandeses que conocía cuál era un buen lugar donde ir en mi largo recorrido por las islas. Las opiniones eran variadas, pero todos me recomendaron una cosa: que cambiase de costa. Si lo que buscaba era un lugar de pocos turistas, me dijeron, lo que tenía que hacer era cambiar de costa e irme a las regiones más afectadas por los huracanes.
Espera. ¿Has dicho… huracanes? ¿Huracanes? Bien, supongo que no es necesario decir que al oír esta palabra, pronunciada tan a la ligera, los ojos se me iluminaron de ilusión anticipada, y no tardé en reunir toda la información posible al respecto.
Por lo visto, aquella era la época de los monzones y, en consecuencia, algunas regiones de Tailandia se encontraban bajo el riesgo de huracanes. No había riesgo ni en Phi Phi ni en Phuket (razones por las cuales proliferaba el turismo en estas islas), pero sí en lugares como Ao Nang.
No es necesario detallar el camino que seguí, fui a varias ciudades, exploré, conocí a gente e hice autoestop a pequeña escala, pero el caso es que mi búsqueda de una isla poco turística resultó mucho más divertida que los días anteriores, de modo que al cabo de unos días me encontré viajando en un bote hacia la isla de Ao Nang. Siempre hablo de «botes» y no de «barcos», porque el principal medio de transporte acuático en Tailandia son, precisamente, los botes. Se llaman longtail boat (sí, sí, se puede buscar en Google) y son de madera, con un motor en el extremo; caben como unas diez personas (y a menudo acaban montando unas quince), y son una de las cosas más divertidas de Tailandia.
27 de junio
No nos engañemos: ir en un gran barco, con camarotes y cubierta, no es divertido. Apenas notas el movimiento de las olas, siempre hay un mismo horizonte y un mar azul, y todo está lleno de gente que se dedica básicamente… a no hacer nada.
Por lo tanto, no es extraño que, cuando finalmente me he ido hacia las islas de los alrededores de Ao Nang, me haya entusiasmado el medio de transporte elegido: el longtail boat. Viajar en esta barquita ha sido más o menos como subir en el Tutuki Splash de Port Aventura, pero con la posibilidad de caerte al agua y quedarte flotando en el mar hasta que te recojan. Maravilloso. Y, para añadir emoción, encima nos ha tocado un día con mala mar, de forma que si te ponías en la proa del barco, no parabas de dar saltos de medio metro, siempre a punto de caer al agua. Incluso los que no han corrido ningún riesgo voluntario han acabado tan mojados como si se hubiesen tirado de cabeza al agua, y esto me ha parecido inmediatamente una buena señal: un turista cualquiera nunca accedería a hacer un viaje como este.
El caso es que me lo estaba pasando tan bien allí que he decidido desembarcar en la última isla de todo el recorrido para poder pasar el mayor tiempo posible en el bote. El resultado ha sido que he llegado a Tonsái, esperando encontrar una isla como cualquier otra… y lo que he encontrado me ha parecido lo más cercano al paraíso. Inconscientemente había estado buscando esto durante todo mi viaje por las islas y cuando finalmente lo he encontrado, lo he sabido instantáneamente.
Hay que reconocer que Tonsái no tenía nada que ver con el resto de las islas a las que había ido hasta entonces. Para comenzar, no estaba asfaltada. Todo se limitaba a unas pobres cabañas dispersas a lo largo de la costa… y eso era todo. El resto era selva.
No existía camino alguno que se internase en la selva más de cincuenta metros, porque sencillamente no había ni gente ni recursos para controlar una zona tan extensa, y la selva habría recuperado el espacio robado. Lo más «humano» que había era un único camino de tierra que seguía la línea de costa, y las cabañas (aunque muchas de ellas estaban destrozadas a causa del tsunami). A primera vista, no parecía ni que estuviese habitado. Para mí, un lugar así representaba todo lo que había querido encontrar y más, y al poco de llegar ya me había lanzado a la exploración del terreno explorable… que no era mucho.
Mis primeras estimaciones concluyeron que no vivían allí más de cincuenta personas, como máximo, y que el terreno habitable no debía de superar los tres o cuatro kilómetros cuadrados. Y lo más importante era que, en un lugar así, ya no quedaba rastro de la profesionalidad o de la seriedad que me había encontrado en lugares como Phuket o Phi Phi. Si ibas a Tonsái eras un amigo, sencillamente, y como amigo se te ofrecía absolutamente todo lo que estaba al alcance de los habitantes de la isla: la libertad absoluta… y algunas tonterías más.
Pronto decidí que «mi casa» o mi centro de operaciones sería el único bar de la isla, y el propietario del bar estuvo encantado cuando le dije que, si no le importaba, me quedaría a dormir en el trozo de playa que había delante del mismo (en Tonsái todo tenía un trozo de playa delante, claro). Que yo supiese, en la isla solo había tres «servicios»: el bar, un hombre que alquilaba cuatro o cinco cabañas que había construido, y una chica que vendía, alquilaba y cambiaba libros (más que nada porque le gustaba leer los libros que intercambiaba y si luego, de paso, los podía vender, pues todo eso que ganaba).
La verdad es que el negocio de la chica era una buena idea, porque cuando estás solo o casi solo en una isla paradisíaca, leer siempre te parece una buena opción. Yo, sin ir más lejos, cambié la trilogía de El señor del tiempo (que ya había releído dos veces en aquel viaje) por la saga (en inglés, claro) de La rosa del profeta, de Margaret Weis, y aún me alegro de haberlo hecho.
Otra cosa que no puedo olvidar son los refugios de la isla: pronto me quedó claro que si una cosa se debía tener en cuenta en Tonsái, eran los huracanes. Había unos cuantos lugares donde podías refugiarte si era necesario, cosa que no tardan en explicarte los habitantes de la isla, ya que todo el mundo parecía tenerlos muy, pero que muy presentes pese a ser solo cuatro ráfagas de aire (eso es lo que yo creía que eran).
Durante los días que siguieron fui entrando en aquel peculiar estilo de vida que regía en Tonsái, y descubrí centenares de cosas sorprendentes: en la isla se organizaban hogueras y fiestas por la noche, había dos chicos que sabían hacer malabares con una barra de madera que se encendía por ambos lados (y que de noche, con el fuego y los movimientos, resultaba espectacular), se hacían cacerías de cangrejos para cocinarlos (¡y también peleas de cangrejos!), se podía jugar al cuatro en raya con el dueño del bar (un auténtico experto), se hacían excursiones para ir a visitar las cuevas ocultas de los alrededores y se conocía a una gran cantidad de viajeros, porque cada vez que llegaba alguien a la isla era todo un acontecimiento, y era imposible no conocer a todo el que llegaba. Al final me acabé sintiendo como si formase parte de aquella gran familia, lamentando sinceramente la partida de cada persona que se iba, y alegrándome de conocer a cada viajero que llegaba.
Pero, como todo, Tonsái también tenía cosas no tan positivas. Bien, en concreto hay un tema que yo no calificaría de negativo, sino más bien de… ¿emocionante? Sí, estoy hablando de los huracanes, evidentemente.
7 de julio
¿Sabes la sensación que tienes cuando estás sentado en una silla, balanceándote sobre las dos patas de atrás (todos lo hemos hecho alguna vez, ¿no?), y de repente resbalas y, por un instante, piensas: «De acuerdo, aquí se acaba todo, ahora me abriré la cabeza y ¿adiós?»? ¿O aquella extraña angustia cuando te sumerges en una piscina hasta que ya no te queda aire, con los ojos cerrados, y al volver hacia fuera para respirar te encuentras con que alguien ha puesto un colchón inflable justo encima de ti?
Pues esto ha sido, ni más ni menos, lo primero que he sentido hoy al despertar del sueño en el que estaba inmerso. No es una sensación muy agradable para empezar el día, pero tampoco lo era la escena que me rodeaba en aquellos momentos: un huracán. Un huracán en medio del cual estaba inmerso, ya que la noche anterior me había quedado dormido en la playa; un huracán que hacía que la arena volara a tal velocidad que me hacía diminutos cortes en el brazo y que, por supuesto, me impedía abrir los ojos.
Corriendo tan rápido como he podido, he avanzado hacia el refugio más próximo mientras la furia del huracán me rodeaba. La verdad es que recoger un campamento nocturno improvisado para evitar que se lo lleve un huracán no es la mejor actividad para realizar recién levantado, y yo lo he podido comprobar de primera mano: las bolsas de comida volaban por los aires, el saco parecía tener vida propia (propia y claramente decidida a darse un chapuzón rápido en el mar) y la arena voladora parecía tener como único objetivo dejarte ciego de por vida. Luego sabría que aquello solo era el principio, que había tenido suerte al despertarme (tampoco era tan difícil, no se puede decir que un huracán sea muy silencioso) y que cuando el huracán cogiese toda su fuerza, no se podría ni caminar al aire libre.
Afortunadamente, ya me habían comentado la probabilidad de que esto sucediese, y sabía que había refugios para los huracanes por toda la costa de Tonsái, así que al final lo único que ha conseguido llevarse el huracán han sido los calcetines (curiosamente, mis calcetines parecen tener una extrema tendencia a perderse, contando con que solo me queda ya un par). Y ahora, lo que no puedo evitar pensar es: si venir en barco hasta aquí ya fue divertido porque había un poco de mala mar… ¿cómo debe de ser cuando hay un huracán?
Cuando lo escribí no lo sabía, pero a lo mejor esta es una pregunta que nunca debí haberme formulado. De alguna forma, una entidad sobrenatural (el nombre va a elección del cliente) la captó y decidió responderla con una demostración práctica de lo que se sentía al sufrir un huracán en medio del mar.
¿Cómo podía saber lo que me esperaba cuando subí, feliz e ignorante, al barco que me devolvería hacia tierra firme?
Había pasado bastantes días en Tonsái, había explorado la isla y había visto todo lo que me quedaba por ver, de modo que ahora quería proseguir mi viaje. Durante los últimos días el viento había sido demasiado intenso para poder viajar y por eso me había quedado allí un poco más de lo que pensaba. Definitivamente era hora de partir, y después de mucho pensar decidí que ya había tenido suficiente de las islas. Había llegado el momento de visitar el norte de Tailandia, que, según se rumoreaba, era la zona menos turística de todas, así que, cuando uno de los propietarios de las barcas de la isla me comunicó que por la tarde haría un viaje a tierra firme para comprar provisiones y frutas, no me lo pensé dos veces y le dije que iría encantado. Aparentemente, no era el único que había tomado esta decisión, porque en el longtail boat había más de diez personas de toda la isla cuando finalmente subí. Diez personas secas y confiadas, esperando un viaje tranquilo hacia Ao Nang… una esperanza que quedaría brutalmente truncada al cabo de pocos minutos.
Al principio, la cosa empezó como un simple viento muy revelador, porque permitió discernir al instante las personas optimistas de las pesimistas; unos ponían cara de «¡bah! ¿Qué puede pasar por una simple brisa?», y otros empezaron a hacer testamento. Pero la cosa no quiso quedarse en eso, y todos fuimos viendo cómo, centímetro a centímetro, el agua se iba agitando cada vez más, hasta que nos azotó la primera ola.
El piloto aseguraba que ya quedaba poco para llegar, y más le valía estar en lo cierto, porque las cosas empeoraban a marchas forzadas y ninguno de nosotros parecía desear una original y divertida muerte por falta de oxígeno en el mar de Tonsái (¡la gente es tan poco atrevida!). Poco después, la barca se empezó a inundar preocupantemente, y todo el mundo empezó a subirse a sus maletas para mantenerse mínimamente seco; una vana esperanza, porque todos sabemos que al mar siempre le ha encantado dejar a la gente tan mojada como si se acabasen de tirar de cabeza a una piscina, y aprovecha cualquier excusa para conseguirlo: la marea, una ola especialmente fuerte… o un huracán.
La verdad es que no llegué a vivir el huracán con toda su fuerza, porque probablemente no lo habría contado; pero lo que viví se acercó bastante, pese a que tuvo la amabilidad de parar al límite de la supervivencia. Eso sí, no se salvó ni una maleta: todas acabaron empapadas, mientras la gente lamentaba con amargura la pérdida de sus apreciadas cámaras de fotos y/o móviles, por no mencionar aquellas maletas que sencillamente habían saltado por la borda. Yo, con la ausencia de cámaras y móviles que me caracteriza, se puede decir que no me inquieté demasiado; me preocupaba más el violento oleaje que parecía morirse de ganas de tirar a una persona de constitución ligera al mar, descripción con la cual me sentía ligeramente identificado y que hizo que me agarrase con el doble de fuerza que los demás a la cuerda del barco.
En definitiva, fue una travesía memorable y realmente divertida, porque llegamos justo a tiempo de ver cómo el terrible huracán arrasaba la zona donde habíamos estado unos minutos antes.
Podríamos decir que el mar se había querido despedir de mí sin escatimar gastos en efectos especiales.