IOS, AMORGOS, ATENAS, ÍTACA

Diario del 1 de septiembre

Cuando me he despertado esta mañana no he podido evitar hacer unos pequeños cálculos que han cambiado la visión que tenía hasta ahora de mi viaje. Mi InterRail dura veintidós días y hoy es el decimonoveno. Y si de Roma a Atenas se tarda unos dos días, y de Roma a Barcelona tardo unos dos días más (seamos optimistas y pongamos que uno), esto significa que el decimonoveno día me tendría que encontrar como mínimo en… Atenas. El problema es que desde aquí tardo un día para llegar a Atenas… y por lo tanto tendría que haber llegado a Atenas… ayer. Como vemos, algo falla, por no decir que de haber cumplido estos plazos me habría quedado el gran total de cuatro días de viaje para ver toda Grecia… lo que me parece sencillamente ridículo.

Cualquiera puede entender que, ante tal perspectiva, te empiece a entrar el cague crónico y empieces a buscar desesperadamente cualquier escapatoria para librarte de este terrible destino (hacerte pasar por un inmigrante turco durante el resto de tu vida, hacer un vídeo falso donde Al Qaeda secuestra y asesina a un turista llamado Albert Casals… cosas así…).

Afortunadamente, al cabo de un rato se me ha ocurrido una solución que no parecía presentar ningún grave inconveniente: seguir viajando sin InterRail.

Es verdad que no me queda dinero, pero, realmente, ¿lo necesito? Sé que puedo colarme en los barcos, también sé que solo necesito tres euros diarios para comer (y eso cuando no me regalan la comida, que es casi siempre)… y desde Nápoles no me gasto nada en dormir. Será arriesgado, pero si lo intento y lo consigo, esto significará que puedo viajar por y para siempre, tanto como quiera, sin tenerme que preocupar por el dinero. Una perspectiva interesante, ¿verdad?

Apenas me fui de la isla de Santorini, la decisión ya estaba tomada, y por tanto pensaba llevarla hasta el final. Estábamos a finales de agosto, y ello significaba que tenía hasta mediados de septiembre para seguir viajando: en lugar de regresar al cabo de veintidós días, como era el plan original, ahora mi viaje podía alargarse más de un mes. La sensación de descanso era enorme, y mis posibilidades también.

El problema es que cuando tienes todas las islas griegas a tu disposición, te encuentras con un dilema difícil de resolver: ¿cuál escoges? Como viajero primerizo en Grecia, las islas se reducían a una serie de puntos con distintos nombres en un mapa, y, cuando no quieres que el nombre se convierta en el elemento decisivo para escoger una isla, empiezas a encontrarte serias dificultades a la hora de elegir.

Preguntar a otros viajeros, según mi experiencia, tampoco servía de nada, porque cada uno te daba una opinión diferente, mientras los guías profesionales te acababan aconsejando, invariablemente, las islas más turísticas. Por lo tanto, al final decidí que la única forma de escoger sería ir a las islas donde ya tuviera algún conocido, es decir, Ios y Amorgos.

La verdad es que en ninguna de las dos pasó nada excepcional, excepto que fui perfeccionando el arte de colarme en los barcos sin pagar y que visité a un par de personas que había conocido en Santorini y que vivían en islas vecinas.

Descubrí que la playa es un hotel de lujo profundamente infravalorado (vistas al mar, una cama cómoda, habitaciones realmente espaciosas… ¡si hay hasta sonidos ambientales como las olas, que te acunan a la hora de dormir!). En Ios hasta tuve el honor de subir a bordo de un barco pirata, como los que se ven en las películas, hecho de madera y con velas negras. Las islas y los barcos me gustaban mucho más que las ciudades y los trenes, y la verdad es que me habría quedado a la orilla del mar durante una buena temporada. Pero los días iban pasando y antes de irme de Grecia quería visitar una isla muy concreta: Ítaca. El problema era que, como ya descubrió Ulises, llegar a Ítaca no es tan fácil como parece.

No es que no me hubiese planteado dónde estaba Ítaca. La isla estaba en Grecia y en el mar, ¿no? Entonces… ¿qué podía fallar? Pues bien, por lo que se ve, la cosa no es tan simple, y yo había cometido un pequeño error sin importancia: me había equivocado de mar (¡quién me lo iba a decir, yo, que pensaba que con estar en el Mediterráneo cumplías todos los requisitos!). Según pude comprobar cuando miré un mapa detenidamente (cosa que, después de más de veinte días de viaje, a lo mejor ya era momento de hacer), Grecia tenía dos zonas con islas: el mar Egeo y el mar Jónico. Evidentemente, yo estaba en el Egeo… mientras que Ítaca estaba en el Jónico. Así que, después de corroborar que no había ningún barco que fuese a Ítaca desde las islas donde me encontraba, decidí que había llegado el momento de volver a tierra firme. Iría a Atenas, visitaría la ciudad y me prepararía para irme a Italia… después de hacer una pequeña visita a Ítaca.

Apenas llegué a Atenas supe que aquella ciudad era totalmente desconocida para mí. Es verdad que la había cruzado (en metro) para llegar al puerto, pero la alta velocidad con que me desplazaba aquel día me había impedido observar cualquier cosa que no fuese el mar y los pocos barcos allí atracados.

Ahora que la visitaba por segunda vez, Atenas me pareció muy diferente, y empecé a fijarme en todos los detalles que antes me habían pasado desapercibidos: por ejemplo, los perros. No sé si aún es así, pero cuando llegué, Atenas se podría haber llamado la Ciudad de los Perros. Mirases donde mirases, había una cantidad extraordinaria de perros abandonados vagando por las calles y, a veces, incluso en grupo.

Recién llegado, la verdad es que no tenía muy claro qué quería hacer, y, como los amigos de Atenas ya no estaban allí, decidí visitar la ciudad por mi cuenta. Mientras me preguntaba qué se podía ver en Atenas, una imagen confusa fue tomando forma en mi cabeza, hasta que finalmente pude localizarla y ponerle nombre: ¡claro, en Atenas estaba el Partenón! Así que decidí, inocente de mí, que iría a visitar el famoso Partenón, y empecé a pedir indicaciones para llegar.

Desafortunadamente, todas las indicaciones parecían llevarme siempre hacia el camino con más pendiente, hasta que empecé a sospechar una confabulación de todos los atenienses para lograr que muriera en su ciudad. Cada vez más cansado, dejé la mochila en una tienda (parece que los propietarios de las tiendas tienen práctica en eso de evitar que les roben las cosas, ¿no?) y seguí avanzando hacia el Partenón, mientras empezaba a sentir una extrema simpatía hacia los pobres griegos que, en su día, se vieron obligados a arrastrar piedras gigantes montaña arriba (porque aquello ya no era una calle, era una maldita montaña asfaltada).

Así me encontraba yo, maldiciendo a los griegos y a sus montañas, cuando vi pasar a un chico y una chica de mi edad en dirección contraria, y afortunadamente se me ocurrió preguntarles si quedaba mucho para llegar a la cima. Ambos me miraron perplejos (mirada que, en general, no acostumbra a presagiar buenas noticias) y me dijeron que aún faltaba un poco, sí… pero que no tenía mucha importancia, dado que el Partenón estaba cerrado.

La noticia, de entrada, no me hizo mucha ilusión, porque descubrir que llevas medio día esforzándote por recorrer una enorme subida, y además para nada, no es muy agradable… pero, como siempre, todo tenía un lado positivo, y es que, al darse cuenta de mi frustración, los dos chicos se ofrecieron para enseñarme un poco la ciudad. Comimos crepes (unos crepes de chocolate que, después de semanas alimentándome a base de comida de supermercado, me llevaron a un estado cercano al éxtasis), me enseñaron las calles principales (el equivalente a las Ramblas barcelonesas) y, cuando oscureció, me llevaron amablemente hasta un parque cercano donde dormir, porque ellos no me podían acoger en su casa.

La verdad es que no las tenía todas conmigo, porque, con tantos perros rondando, me dio miedo despertarme con la cara devorada; pero francamente, habría sido igual de estúpido no dormir en el parque por miedo a los perros que no entrar en una casa por miedo a que te secuestren, así que acabé durmiendo igual y, evidentemente, pasé una noche de lo más cómoda y sin aspersores… (¡¿se los habrían comido los perros?!).

A la mañana siguiente me dirigí a Patras, donde pasé el día buscando billete para ir a Italia, pero la idea de Ítaca me rondaba por la cabeza desde el momento en que leí el poema de Kavafis, y, aunque solo fuera por curiosidad, no quería dejar de ver la famosa isla. Ahora que estaba en Grecia, no podía perder esa oportunidad, y aunque poco a poco se iban agotando los días de viaje, decidí que antes de volver a Italia y regresar a casa, haría una pequeña visita a Ítaca.

4 de septiembre

Si nunca has estado en Ítaca, es difícil que su forma no te sorprenda, porque el lugar donde atracas es casi como un dónut, en el que el agujero central es el agua. Al poco de llegar he empezado a seguir la costa y parecía que estuviese bordeando un lago y no una isla; pero el barco tiene que haber entrado por algún lugar, así que tenía que haber una pequeña entrada por fuerza.

Solo disponía de un día en la isla, así que he comenzado a explorar para ver si conocía a alguien y he aprovechado para hacer un poco de mantenimiento general (ducharme, comprar comida, etcétera). A estas alturas, el mantenimiento ha sido fácil, pero el tema de la gente ya ha sido algo más complicado.

La verdad es que, a diferencia del resto de Grecia, los habitantes de Ítaca apenas hablan inglés (supongo que Ítaca es una isla demasiado tradicional y demasiado griega como para dejarse contaminar por alguna lengua que no sea la propia), y enseguida he comenzado a entender que mi día en Ítaca sería más bien un día solitario y de descanso. Pero, afortunadamente, estar solo no siempre es equivalente a estar aburrido, como he podido comprobar.

Se estaba poniendo el sol, y ya empezaba a buscar un buen lugar para dormir. Estando en una isla, la opción más agradable era algún trozo de playa que pareciese confortable, así que, de nuevo, he empezado a seguir la costa prestando atención al entorno cuando, en una pequeña cala bastante escondida, me he fijado en un barco medio roto que había encallado entre el litoral y el agua. El barco era enorme, de unos cuatro metros de altura, y la mitad de su casco flotaba en el agua, mientras que la otra mitad estaba empotrada entre las piedras de la costa (yo no lo llamaría playa, porque no había arena). Y mientras lo miraba, he notado que me empezaba a emocionar ante lo que se me estaba ocurriendo: dormir en un barco abandonado.

No sabía ni cómo conseguiría subir a él, pero al cabo de poco tiempo he descubierto unas cuantas cuerdas en el suelo y después de varios intentos he conseguido hacer pasar una por una de las barandillas del barco y he subido (después también he subido la mochila, atándola a la cuerda y estirando). La perspectiva de dormir en el barco me entusiasmaba (a lo mejor porque me encontraba en Ítaca, a lo mejor porque el día no había sido muy divertido, o a lo mejor porque dormir en barcos abandonados es la hostia y punto), y aún más cuando he descubierto que el barco tenía cabinas para explorar. Estaba oscuro y medio destruido, y mientras iba encontrando antiguos restos de salvavidas, ropa hecha jirones e incluso media fotografía, no podía dejar de preguntarme cuál habría sido la historia de aquel barco. ¿Habría naufragado? ¿Lo habían abandonado? ¿Cuánto tiempo hacía que estaba allí? Pero sabía que todas las preguntas estaban condenadas a quedar sin respuesta, así que he acabado volviendo a cubierta para cenar, porque el sol ya se había puesto. Mientras cenaba en la cubierta del barco (perfecta para dormir porque la cubría una especie de alfombra blanda) he decidido que la situación, en conjunto, me recordaba a la isla desierta de Venecia, sobre todo porque tenía la misma sensación de que todo había salido, estaba saliendo y saldría siempre bien.

Y, para no romper la tradición, me he ido a dormir sin poner ninguna alarma, pese a que a la mañana siguiente mi barco de regreso a Patras saldrá a las seis de la mañana.

¿Quién necesita despertador teniendo la suerte de su lado?