BÉLGICA
(… SÍ, DEJÉMOSLO EN BÉLGICA)
Llega el día, tarde o temprano, en que descubres el autoestop. No soy ni el primero ni el último que se ha quedado embelesado mirando su mano y aún sin creerse que con uno solo de sus dedos haya sido capaz de parar tres toneladas de metal en pleno movimiento. Y cuando llega el día en que lo compruebas, te das cuenta de que acabas de entrar en un mundo de interminables posibilidades. Poder ir a cualquier lugar, en cualquier momento, sin tener que preocuparse por horarios, aviones o trenes, es un privilegio; pero al mismo tiempo también es un dilema, y hace que sea realmente difícil elegir un lugar concreto.
Estás en Alemania y se para un coche que te dice que va a Bruselas, y piensas: «¿Por qué no? Nunca he estado en Bruselas, seguro que debe de estar bien». Pero cuando ya estás a medio camino y paras para descansar, otro coche te comenta que se dirige a Polonia, y te dices: «¡Caray! ¡Polonia debe de ser increíble y seguro que hay muchos menos turistas que en Bruselas!». Pero, cuando ya estás a punto de subir al coche que va hacia Polonia, te das cuenta de que volverás por el mismo camino por el que habías venido, cosa que te hace sentir ligeramente estúpido. En definitiva: cuando haces autoestop, debes tener claro el sitio adonde quieres ir, o acabarás quedándote sin ir a ningún lado. Esta es una de las máximas que no tardé en aprender durante mi viaje por Europa y, por ello, acabé marcándome un objetivo final: Luxemburgo, donde estaba pasando las vacaciones Arnau, uno de mis mejores amigos de Cataluña.
Desde Frankfurt, el camino hacia Luxemburgo habría sido una línea recta casi horizontal, pero las cosas se fueron torciendo (literalmente) a causa de mi total ignorancia en materia de autoestop.
Los problemas (o la diversión, depende de cómo se mire) empezaron cuando me fui de la paradisíaca área de servicio en la que me había dejado la chica del avión para dirigirme hacia tierras ignotas en el coche de una pareja de alemanes que me dejaron en otra área de servicio cerca de Colonia, donde me subí a otro coche que me «abandonó» en un pueblecito llamado Verviers. La idea de parar en un pueblo me parecía perfectamente lógica y coherente de entrada, pero cuando el coche se fue, empecé a ver las cosas algo complicadas. Todo había ido bien mientras me había mantenido en áreas de servicio, hablando personalmente con la gente y pidiendo si me podían llevar, pero el apartado de levantar el dedo aún no lo había puesto en práctica y, francamente, no me parecía que aquello fuese a funcionar. ¿Dónde se suponía que me tenía que poner a hacer autoestop? ¿En medio del pueblo? Pese a que no tenía ni la más mínima idea de hacer autoestop, la idea me parecía ridícula, y estaba casi seguro de que a los conductores también se lo parecería.
Así que, recordando que en las áreas de servicio todo había funcionado perfectamente, decidí que lo único que necesitaba era estar en una autopista, y me dirigí otra vez hacia allí.
Mi plan, como se puede ver, era casi impecable. Solo cometía un pequeño error sin importancia que descubrí mucho después. Y es que, evidentemente, nunca se me pasó por la cabeza el detalle de que caminar por una autopista pudiese estar prohibido. Aquella sola idea, si me la hubiese planteado (cosa que, para qué engañarnos, no hice), me habría parecido ridícula: las autopistas tienen unos caminitos diseñados expresamente para que caminen los viandantes, y nunca se me ocurrió plantearme que aquellos bonitos caminos (con barandillas y todo) fuesen exclusivamente decorativos. Es como poner fuentes en un desierto con un cartel que diga «prohibido beber», o como regalar a alguien una Playstation 3 y decirle que solo la puede mirar.
Por eso siempre he pensado (aún lo pienso) que, dadas las circunstancias, cuando me interné en las profundidades de la autopista tampoco estaba cometiendo una falta tan grave…
Pero, por desgracia, la policía no estuvo de acuerdo conmigo.
23 de agosto
[…] Saliendo de Verviers, estaba yo tan tranquilo, intentando encontrar un coche para seguir avanzando, cuando de repente ha aparecido un coche de la policía que ha aparcado precisamente frente a mí. De entrada he pensado que, a lo mejor, en Bélgica los policías eran tan amables que recogían a los autoestopistas, pero al ver con qué cara se acercaban no me ha quedado ninguna duda de que las cosas se estaban poniendo feas; si a lo largo de mis viajes ya había tenido problemas con las azafatas y los revisores de tren, la policía parecía ser aún menos tolerante con mis peculiaridades que los otros dos estamentos juntos.
Sinceramente, no entendía qué hacía allí la policía; mentalmente iba repasando el contenido de mi mochila para confirmar que no llevaba armas de fuego, sustancias ilegales, pasaportes falsos, virus mutantes o cualquier otra cosa de esas que tanto disgustan a las gentes escrupulosas, pero mi equipaje era tan inofensivo como parecía; entonces, ¿qué hacían allí y por qué tenían aquellas caras tan poco tranquilizadoras?
Ya sabemos que el diálogo acostumbra a hacer maravillas, así que con mi precario francés intenté transmitir la idea de que me encontraba perfectamente, que todo iba genial y que si me hacían el favor de apartarse seguiría haciendo autoestop sin molestar a nadie y mucho menos a ellos. Pero mi pequeño discurso ha sido rebatido con una mirada de «¿te estás quedando con nosotros, colega?», y una voz fría y vacía de emociones me ha pedido el pasaporte. Evidentemente, enseguida se lo he dado, esperando que las cosas mejorarían si hacía exactamente lo que me pedían, pero ha resultado que el pasaporte era precisamente la prueba que me inculpaba de mi horrible crimen: ser menor de edad. La tranquilidad se ha ido desvaneciendo a medida que los policías me dejaban claro que no les había hecho ninguna gracia encontrar a un discapacitado menor de edad haciendo autoestop en su autopista. De alguna forma, he empezado a imaginarme siendo repatriado a Barcelona. ¿De dónde vendrá esta obsesión de no dejar que cada uno haga lo que le da la gana?
El caso es que los dos policías empezaron a hablar por teléfono y con el walkie-talkie, manteniendo conversaciones que parecían cada vez más serias y desfavorables hacia mi persona (pese a que mi francés no me permitía entenderlas del todo), y al final se me ha ocurrido sugerir que podían llamar a mis padres, si querían, porque mi padre sí que habla francés. Sorprendentemente, ha parecido que la idea les gustaba bastante, les he dado el número de casa mientras intentaba descubrir desesperadamente dónde narices se había escondido mi buena suerte.
Si algo no he olvidado es mi «agradable» encuentro con la policía belga. Recuerdo que los minutos pasaban a un ritmo desesperante mientras esperábamos que el cuartel general de la policía interrogase y torturase a toda mi familia, y después decidiese si era necesario enviarme a un orfanato belga o salía más a cuenta venderme directamente como esclavo en las minas de ácido.
Por lo que he llegado a saber, la principal sospecha de la policía era que yo me hubiese fugado de casa, por lo que hablar con mis padres (que tuvieron que adoctrinarles fervientemente como acostumbran a hacer con cualquiera que les pregunta por qué narices se supone que estoy viajando solo) les tranquilizó notablemente en este aspecto. Por lo visto, según me explicaron cuando regresé a casa, la conversación fue más o menos así:
Policía: ¿El señog Alexandge Casals? (Voz tranquila y segura. Nivel de confianza del policía: 10 sobre 10).
Mi padre (Álex): Sí soy yo, yo soy el padre de Albert. ¡¿ALBERT ESTÁ BIEN?! (Voz de pánico ante la llamada de un policía, que generalmente son los que suelen comunicar defunciones. Nivel de confianza de mi padre: 0,0001 sobre 10).
P.: Sí, sí, no se pgeocupe, le llamamos pogque…
Á: Pero Albert… ¿ESTÁ BIEN?
P.: Sí, sí, yo le…
Á.: ¿¿¿¿Pero está bien DEL TODO, no tiene ningún problema ni NADA DE NADA????
P.: No, de vegdad, es que estaba haciendo autoestop, es menog de edad y tan lejos de su casa que queguíamos configmag que viaja con el consentimiento de sus padges. (Voz severa, esperando la sorpresa y la desesperación al saber que su hijo viaja solo y abandonado. Nivel de confianza del policía: 10 sobre 10… pero por poco tiempo).
Se debe aclarar que, en este preciso instante, la conversación cambia drásticamente al introducir el último elemento que le hace falta a mi padre para comprender la situación, que es la siguiente:
Elementos:
a) Policía belga de carretera, que habla muy poco español.
b) Que se encuentra a un menor de edad viajando, viajando SOLO, y, ¡oh!, DISCAPACITADO.
c) Motivo de la llamada: descubrir si los padres saben dónde está su hijo.
d) Duda no aclarada del policía: ¿¿¿sería posible que viajase CON PERMISO DE SUS PADRES???
Objetivos:
a) Confirmar absoluta e inapelablemente la autorización paterna del viaje.
b) Intentar hacer entender al buen policía belga cómo es posible que unos padres dejen viajar solo a su hijo.
Á.: Me ha dicho que era de la policía belga. ¿De la zona francófona de Bélgica?
P.: Sí, señog.
Á.: ¿Habla usted francés, entonces?
P.: Oui, monsieur…
(A partir de aquí el diálogo siguió en francés, pero lo traduciré. Por tanto, el policía dejará de tener este acento tan peculiar y gracioso al mismo tiempo).
Á.: ¡Ah, perfecto! Así le podré explicar mejor el tema. (Voz segura y tranquila en francés. Nivel de confianza de mi padre: 12 sobre 10).
P.: ¿Sí? (El cambio repentino en la voz desconcierta ligeramente al policía. Nivel de confianza: 8 sobre 10).
Á.: Verá, Albert ya hace tiempo que viaja solo y siempre, evidentemente, con la silla de ruedas. Y nosotros no es que no nos preocupemos, pero desde que precisa utilizar la silla, por cierto, a consecuencia de una leucemia que sufrió a los cinco años, hemos intentado hacerle lo más autónomo e independiente posible. También le hemos enseñado a no tener miedo de las dificultades justamente por ser discapacitado, y usted sabe que el mundo no está precisamente adaptado para estas personas…
P.:… Sí, tiene toda la razón… (Consigue añadir el policía, en medio de tan repentino torrente de explicaciones, mientras nota que su estructura mental preexistente se desmorona peligrosamente. Nivel de confianza: 4 sobre 10).
Á.: Lo que pasa es que a lo mejor hemos sido demasiado eficaces, ya que puede ver usted mismo el resultado…
P.: Es que es tan difícil educar a los hijos…
Á.: Porque, en realidad, ¿qué tiene de malo que se divierta un poco por Europa? Al fin y al cabo, Albert cayó enfermo a los cinco años y por eso nunca pudo disfrutar de una infancia como Dios manda…
P.: Vaya… Yo… lo siento mucho… (Balbucea el policía, que empieza a sentir auténticos remordimientos por haber osado perturbar a mis padres con una llamada tan absurda).
Á.: ¡Oh, no! Tranquilo, lo importante es que, como aprendimos lo fugaz que es la vida, ahora intentamos que viva toda la felicidad que pueda, ya que no pudo tenerla de pequeño. La vida en un hospital, a los cinco años, es tan dura… (El policía hace esfuerzos para contener las lágrimas mientras se pregunta cómo pudo dudar de la veracidad de las palabras de un pobre niño en silla de ruedas, que aún está detenido en la cuneta).
P.: No, no, si le entiendo perfectamente y me hago cargo. No sé si yo sería tan valiente como usted en las mismas circunstancias, pero le aseguro que su actitud me parece ejemplar.
Á.: Me alegro de que lo entienda. Y por cierto, con los nervios de los primeros momentos no le he agradecido que me haya llamado. Esto demuestra su preocupación por mi hijo, y me tranquiliza mucho respecto de la estancia de Albert en su país.
P.: ¡Oh, gracias! Solo cumplimos con nuestro deber.
Á.: Bien. Entonces, gracias otra vez. Buenos días.
P.: Buenos días, señor, y disculpe por haberle preocupado.
Por lo que se ve, la emotiva conversación (junto con la confirmación de los sellos de mi pasaporte, que demostraban que ya había recorrido más de media Europa y parte de Asia) fue demasiado para el pobre policía, que no pudo resistir la vergüenza y se disculpó formalmente por los contratiempos que había ocasionado.
Fue entonces cuando, viendo que las cosas iban tan bien, decidí que había llegado el momento de obtener algún beneficio de los policías, ya que me habían hecho perder la tarde y habían retrasado injustamente mi viaje. No lo sé, admito que tal vez me pasé un poco, pero el caso es que una cosa llevó a la otra, y antes de que me diese cuenta tenía a tres policías haciendo autoestop para mí.
Claro que lo que aquellos policías entendían por «hacer autoestop» no se limitaba exactamente a levantar el dedo y esperar; era un autoestop bastante más… activo, diría yo: los muy bestias bloquearon la autopista y, a continuación, empezaron a parar a los camiones uno por uno, preguntándoles si iban hacia Luxemburgo con la clara intención de enviarme con el primer camión que tuviese la mala suerte de responder «sí».
Al final acabé en un camión que paraba en Malmedy, un municipio de Bélgica a medio camino de Luxemburgo, cuyo conductor me llevó en un silencio sepulcral mientras ponía cara de estar pensando: «¿Pero quién será este chaval? ¿Un niño prodigio que lleva en su cabeza la vacuna definitiva contra el sida? ¿Un comando del SWAT de incógnito? ¿El hijo de un presidente?». Lo cierto es que, pese a las incógnitas del camionero, el viaje transcurrió sin más incidentes y aquella misma tarde llegué a la ciudad de Malmedy.
Una vez en las afueras, me di cuenta de que ya era muy tarde, y que empezaba a ser hora de plantearse un lugar para dormir. Pese a tener poca experiencia, algún instinto primario me decía que hacer autoestop a oscuras no sería muy efectivo y por lo tanto lo indicado era aprovechar el día y buscar un lugar para pasar la noche.
El problema era que empezaba a llover, y en aquella ocasión no llevaba ningún tipo de protección contra la lluvia.
La situación se hacía más y más desesperada por momentos, pero la verdad es que no me preocupaba demasiado. Si había conseguido convencer a la policía para que me dejase en paz, la lluvia no podía ser una rival demasiado difícil de vencer. Por tanto, viendo que el autoestop era físicamente imposible (estaba en una carretera muerta por la que no pasaban ni las hormigas), empecé a caminar para encontrar un refugio o un lugar donde esconderme de la lluvia. Algún lugar u otro encontraría donde pudiera dormir tranquilo, ¿no?
Lo cierto es que tal vez había imaginado una cueva, o un refugio natural o el tronco de un árbol hueco (ese que siempre aparece en las películas), pero me encontré con algo muy distinto: al cabo de un rato avanzando, lo que la providencia acabó ofreciéndome fue ni más ni menos que un monasterio. No me preguntéis qué hacía allí (de hecho, a los constructores de monasterios les gustaban los lugares apartados, ¿no?), pero a falta de un lugar mejor me tenía que conformar con lo que había. Además, como los monjes budistas de Tailandia ya me habían dejado dormir en sus templos, y los monoteístas siempre habían tenido un cierto espíritu de competitividad con las otras religiones, imaginé que los católicos también me invitarían amablemente.
La verdad es que no fue tan divertido como con los budistas, porque estos eran monjes con voto de silencio y solo podía hablar con los trabajadores del monasterio; pero, pese a ello, mi estancia entre los monjes silenciosos tuvo la clara ventaja de proporcionarme una cama y una cena calientes, algo que nunca se debe rechazar, así como la poco usual oportunidad de subir al campanario y tocar la campana (yo les pregunté si me dejaban subir, y como nadie me respondió nada, lo tomé como un sí), que, para más emoción, tenía una difícil y divertida escalera vertical que debías subir para alcanzarla.
Por otra parte, ¿quién no ha soñado durante toda su infancia con viajar y vivir aventuras que te lleven a dormir en un monasterio perdido en la montaña? ¿Nadie aparte de mí? Vaya…