EL DESCUBRIMIENTO DEL
«SILLA-STOP»

Una de las pruebas de que el tiempo es inexorable (y, definitivamente, una mala persona) es que no solo llegó el día en que pude irme a Tailandia: también llegó el día en que tuve que volver. Después de un viaje que había durado dos meses largos y que, además de Tailandia, me había llevado hasta un par de países más, de repente estaba otra vez en Cataluña, en Esparreguera, en mi casa y sin necesidad de dormir en ningún parque ni playa.

Lo más curioso es que, al volver de mi viaje por Asia, descubrí que mi casa se había encogido. Estaba seguro de que mi habitación nunca había sido tan pequeña, y que las cosas nunca habían estado tan cerca. ¿Seguro que siempre había tenido aquellos malditos relojes repartidos por todas partes, mostrándote la hora quisieras o no? Y aquella infinidad de objetos minúsculos e inservibles, tan fáciles de perder, ¿ya estaban ahí cuando me marché? Además, la silla de ruedas sin los once kilos de equipaje a la espalda parecía desequilibrada y… En definitiva, necesitaba viajar más.

No podía volver a Asia, porque ya no me quedaba dinero, pero lo que sí que me quedaba era tiempo: aproximadamente un mes antes de que empezase el siguiente curso de bachillerato.

Fue entonces cuando reflexioné, y decidí que tenía que encontrar algún nuevo estímulo que pudiese convertir un viaje por Europa en una aventura mínimamente decente. Empecé a buscar ideas, pero la verdad es que las cosas estaban difíciles. Las barreras arquitectónicas eran una broma o, en el mejor de los casos, un reto divertido. Dormía en los parques, en las playas, en las estaciones de tren o en casa de conocidos. Sabía colarme incluso en los barcos. Después del viaje por Italia y Grecia, de un año de viajes por Europa y de dos meses por Tailandia, yo diría que la confianza en mis posibilidades era absoluta.

Pero la verdad es que aún faltaba una cosa: a la hora de viajar de una ciudad a otra me veía obligado a escoger entre pagar o no, y desafortunadamente mi presupuesto me obligaba a orientarme por la menos legal de las dos alternativas.

Colarse es divertido y emocionante, claro, pero de alguna forma te impide disfrutar con absoluta libertad del viaje: sabes que estás haciendo algo que (aunque sea remotamente) está mal; estás pendiente del revisor, tienes que mantenerte en un cierto estado de alerta y sientes una cierta aprensión cada vez que tienes que coger un transporte, por mucho que sepas que conseguirás llegar allá donde quieras.

En definitiva, era un obstáculo que había que salvar para poder vivir los viajes con plena satisfacción, y siempre había intuido como conseguirlo. En una sola y mítica palabra: autoestop.

No creáis que mis dudas eran muy diferentes de las que tendría cualquiera: ¿cómo se hace autoestop en realidad? ¿Es posible hacerlo hoy en día? ¿Dónde se supone que tengo que pararme para levantar el dedo y conseguir que alguien se pare?

Bien, como me gustan bastante los métodos directos, y parecía emocionante, decidí que la única forma de descubrirlo era probarlo por mí mismo. Cogí un avión de quince euros hacia Frankfurt, y decidí que, una vez aterrizase en Alemania, mi único medio de transporte sería el automóvil.

Y si no lo conseguía… pues tendría que quedarme a vivir en Frankfurt.

Una buena motivación siempre es importante.