FRANKFURT, ALEMANIA

Cuando subí al avión no tardé en reconocer a una de las azafatas de vuelo (lo que me hizo pensar que, tal vez, estaba empezando a viajar con demasiada frecuencia), cuyo rostro, apenas verme, se transformó en una máscara de puro terror.

Sí, era «aquel». El que no deja que le lleven en brazos para subir la escalerilla del avión y que, por el contrario, prefiere subir por sus propios medios aunque el color de sus pantalones se oscurezca ligeramente en el proceso. El que insiste en dirigirse solo al asiento y se limita a saludar amablemente a los pasajeros que le miran con cara de no entender nada. El que no avisa a los especialistas para que le lleven hasta el avión en un transporte particular, sino que se limita a subir de un salto al autobús donde van el resto de los pasajeros (ante el horror del conductor). En definitiva, aquel que acostumbra a convertir el meticuloso orden de un aeropuerto en un caos sin precedentes. Sí. Aquel.

Una vez ocupé mi asiento, las azafatas se apartaron mientras murmuraban algo así como: «¡Atención, atención, código rojo, repito, código rojo!», y dejaron paso a una azafata con cara de tener un rango superior a las demás que traía la evidente intención de hacerme entender (no con demasiada amabilidad, pero os aseguro que no se lo tuve en cuenta) que no era normal ir arrastrándose por el suelo hasta el asiento.

La miré con cara sonriente durante todo su discurso (ya hace mucho tiempo que me inmunicé contra este tipo de conversaciones y ahora ya solo me inquietan cuando conllevan el añadido de obligarme a bajar del medio de transporte que esté utilizando, y en esta ocasión no era el caso), e incluso intenté entablar un mínimo diálogo.

Por ejemplo, mencioné pequeños detalles como que era yo quien se arrastraba por el suelo, no ella, y que, de la misma forma que yo no digo a nadie cómo tiene que ir de un sitio a otro, estaría bien que hiciese lo mismo conmigo.

También intenté exponer unos cuantos razonamientos contradictorios, como el hecho de que supuestamente no me dejan arrastrarme porque «se preocupan por mí», pero que, en cambio, no les preocupa faltar con ello al respeto que merece mi libertad de acción o mi independencia.

En fin, como suele pasar la mayor parte de las veces (que conste que no siempre…), el diálogo no dio buenos resultados, con lo cual añadí la nota mental de estar atento tras el aterrizaje para salir disparado hacia las escaleras en cuanto abriesen las puertas del avión.

Es que, francamente, a las cosas, o se les añade un poco de emoción, o a fuerza de repetirlas se vuelven profundamente aburridas; e ir en avión no es ninguna excepción.

Pero, además de pasármelo bien con mis aventuras particulares con los aviones y su personal, el trayecto presentó otra gran ventaja: hice una nueva amiga, una chica sentada a mi lado, que vivía cerca de Frankfurt, y con quien empecé a compartir mis inquietudes relacionadas con el autoestop.

Siempre es oportuno contrastar opiniones, y además, con el tiempo, he ido descubriendo que al hacerlo te puedes encontrar sorpresas de lo más agradable. En este caso, la chica tenía espacio de sobra en su coche, y se ofreció a dejarme en algún lugar que me fuese bien para empezar a hacer autoestop. No tenía ni idea de qué lugar me «iría bien», pero cualquier cosa era mejor que quedarse en el aeropuerto, así que le agradecí la ayuda y al poco de haber aterrizado ya estábamos en su coche.

Se me planteaba un problema complicado: de todos los lugares que tiene una carretera, ¿cuál es el mejor sitio para ponerse para hacer autoestop? ¿Sería preferible un tramo largo y recto, para que el conductor pudiese verme con facilidad? ¿O tal vez si le daba tanto tiempo para pensar decidiría que ya me recogería otra persona y, por tanto, era mejor cogerle por sorpresa al tomar una curva? Si encontraba un buen lugar donde los coches tuvieran espacio para parar y recogerme, ¿qué era mejor, ponerme al principio o al final de ese tramo?

Sinceramente, no tenía la respuesta ni a esas ni a muchas otras preguntas. Y como no me daba cuenta de que no tenía suficiente información, decidí que no era necesario pensarlo mucho. Por más que lo hiciera, acabaría dependiendo de la suerte, de forma que más valía librarse definitivamente y dejar de dar vueltas al asunto. En otras palabras: como tenía sueño, me eché a dormir.

Afortunadamente, mi relación con la suerte siempre ha sido bastante íntima. Pensándolo bien, siempre la he considerado como una de esas tías que solo ves una vez al año y que están tan contentas de verte que te acaban llenando de regalos aunque después no sepas qué hacer con ellos. Y, evidentemente, contenta después de las últimas semanas sin verme, la suerte no me falló: después de más de una hora durmiendo tranquilamente en el coche, me desperté y vi que habíamos parado en una estación de servicio de la autopista. Hacía bastante sol, un poco más allá de donde nos encontrábamos había una zona de césped con unas mesas y, como ya he dicho, tenía sueño, así que la tentación de tumbarme sobre la hierba fue demasiado fuerte como para combatirla: le dije a mi amiga que aquel lugar me parecía perfecto para hacer autoestop, y la convencí para que se fuese sin preocuparse de nada.

¿Qué harías tú si te encontrases en un lugar perdido, más o menos cerca de Frankfurt, sin nadie a la vista, con un sol y un césped que te piden a gritos que te tumbes en él? Pues yo, en mi primer día de viaje, lo tuve clarísimo: echar una siesta.

Cuando me desperté, el sol se estaba poniendo, y algún tipo de instinto me susurró discretamente que hacer autoestop de noche requería un nivel de práctica bastante más alto del que yo poseía en ese momento.

Había coches aparcados y, de vez en cuando, otros paraban en el área de servicio, pero la verdad es que no me importaba: tenía tiempo más que de sobra, y en un día ya había conseguido mucho. Siempre he sido un fiel partidario de la frase «deja para mañana lo que deberías haber hecho ayer», y fiel a mis principios decidí que lo mejor sería ir a dormir pronto y estar preparado para ir a por todas al día siguiente.

Por lo visto, la decisión fue acertada, ya que la mañana siguiente estaba destinada a ser el comienzo de un buen día. Lo supe desde el momento en que me desperté.

Tengo que admitir que, al principio, no sabía qué iba a hacer: me paré con expresión dubitativa a la salida del área de servicio con intención de hacer autoestop, pero ni yo mismo tenía muy claro lo que hacía y estas cosas se deben de notar porque todos los coches, sin miramiento alguno, pasaban de largo.

Al cabo de un rato (poco para los estándares del autoestop, aunque entonces aún no lo sabía) decidí que, como mínimo, me tenía que asegurar de que iba en la dirección adecuada, y pedí un mapa de carreteras. Aquel fue, supongo, el mágico momento en que todas las piezas encajaron, y entendí con gran rapidez el auténtico secreto para hacer autoestop.

El hecho es que, al pedir el mapa y sin intención alguna por mi parte, empecé a charlar con la pareja que me lo mostraba. Una cosa llevó a la otra y acabé en su coche, moviéndome (¡ah, qué felicidad siente el autoestopista cuando finalmente se pone en movimiento!) a toda velocidad carretera adelante.

¿Dónde estaba el secreto? ¿Cómo lo había hecho? La respuesta era muy sencilla: hablando. Hablando, una cosa que no podía hacer a distancia y con el dedo levantado; eso había marcado la diferencia. Habían visto que era una persona normal, nos habíamos conocido y nos habíamos caído bien, y llegados a este punto habían desaparecido todas las fronteras.

El viaje y las aventuras empezaban, y parecía que finalmente había descubierto cómo hacer autoestop… a mi manera, claro.

De: Albert_246@hotmail.com

Para: Casa

Enviado el: domingo, 19 de agosto de 2007

[…] Este viaje que promete ser, inesperadamente, interesante no podría haber empezado mejor. Solo hace dos días que estoy aquí, y ya podría explicaros un montón de cosas. Y es que, para empezar, finalmente he visto la luz. Finalmente he entendido cuál es EL método, LA forma de viajar. En una dulce palabra: el «silla-stop». Atrás han quedado ya los tiempos del viejo autoestop, los viajeros solitarios en una carretera levantando débilmente el dedo, la gente temerosa pasando de largo. Ha llegado la época del silla-stop.

Hablemos del silla-stop. Hay un elemento clave: las «áreas de servicio». Estas áreas son lugares que hay en la carretera, en los que la gente que hace trayectos más o menos largos se detiene para comer, ir al lavabo y todas estas necesidades biológicas que tenemos los seres humanos. Y, para un silla-stopista, es lo más parecido al paraíso. Porque el silla-stopista no es sino un autoestopista que ha entendido que para un conductor pasar de largo es mucho más fácil que decir que «no». En lugar de esperar a que alguien muestre su bondad interior por inspiración divina, ¿por qué no ayudarlos en tan noble tarea? Pues la conclusión obvia es que, por el bien de los demás (ya que al hacer una buena acción se sentirán mejores personas y más felices), el silla-stopista les pregunta personalmente adónde van y si le pueden llevar. El único requisito indispensable es una peligrosa falta de timidez, y, de ser posible, la llamada silla de ruedas. Lo demás funciona por sí solo.

La gente dice que cuando haces autoestop no te cogen, o que es muy difícil que lo hagan. Contra esta afirmación tengo una única y simple respuesta: a mí sí que me cogen, y a los autoestopistas que he ido conociendo estos días también.

Otro inconveniente que he oído mencionar son los peligros que corre el autoestopista. Sobre esto, o bien los violadores y psicópatas en serie se han ido de vacaciones (¿qué pasa? Esa gente también tiene que tomarse sus vacaciones ¿o no?) o, simplemente, no existen. Hasta ahora, los que me han recogido son familias acogedoras, parejas simpáticas o personas amigables. De hecho, no es que no haya gastado dinero, no: es que estoy ganando. En dos días, me han dado veinte euros, y yo he gastado… tres.

El resultado: me sobra dinero. De hecho, con esto, juntamente con una nueva estrategia que estoy practicando, me estoy planteando la idea de marcarme como objetivo volver a casa con el mismo dinero con el que salí.

Solo hace falta observar el recorrido que he hecho en pocos días: de Frankfurt a Bélgica, y eso que el primer día me lo pasé prácticamente durmiendo, porque tenía un sueño que me moría. Y es que cuando haces autoestop, las opciones son ilimitadas. Si no fuese porque me hacía ilusión ir a ver a Arnau a Luxemburgo, ahora podría estar en Ámsterdam, en Bruselas o camino de París. Se me han ofrecido todas estas opciones, y eso solo en… ¿Cuánto? ¿Treinta y seis horas? Os lo aseguro, si quisiera, dentro de una semana podría estar en Chechenia.

Además, independientemente del autoestop, mi suerte no acaba aquí.

Me previnisteis contra tal cantidad de lluvias, tempestades e inundaciones que no me habría sorprendido nada encontrarme una Alemania dominada por los calamares gigantes. En cambio, he encontrado un sol amable y tímido, junto con unas temperaturas ideales, de esas que te hacen pensar: «¡Oh! Si se pudiese estar así todo el año, el mundo sería un lugar mejor».

Por otra parte, parece que el clima me ha tomado simpatía, porque estamos perfectamente coordinados. Estos dos días solo me ha llovido dos veces: ayer mientras comía en un bar (a cubierto por primera vez, ya que otras veces he comido bocadillos y cosas así al aire libre) y ahora mismo, mientras escribo, también a cubierto. Y todos sabemos que cuando acabe de escribir habrá dejado de llover, mágicamente. Simplemente, comparada con Asia, Europa es como un perrito domesticado, y lo sabe. Ni tan siquiera trata de esconderlo.

Lo que sí he aprendido es que un mapa de carreteras, para hacer autoestop, no es una mala idea (tiene su lógica). No me compraré uno hasta que haya ganado un poco más de dinero, pero para el próximo viaje por Europa lo tengo que hacer. Las carreteras, un mundo misterioso por el cual nunca me había tenido que preocupar, me han abierto sus puertas y he descubierto que no son tan complicadas. Básicamente es como hallarte en un laberinto inmenso en el que encontrar el camino más corto para llegar a tu destino. Cuando alguien se ofrece para llevarte, calibras las opciones, evalúas si el recorrido que te ofrece vale la pena, si te permite avanzar o no. Es muy divertido, y acabas encontrándote en cada pueblo que alucinas: nunca había sido tan consciente de la cantidad de pueblos perdidos que hay en el mundo, ni de tanta gente amable que vive en cada uno de estos pueblos y que siempre está dispuesta a llevarte en su coche, pero ahora ya lo sé y es evidente que pienso aprovechar este descubrimiento.

Y bien, para los próximos días creo que me iré a Francia o, a lo mejor, a Holanda, todo depende de cómo vaya la cosa. Así iré acercándome a casa, aunque por suerte aún sigue faltando mucho para que tenga que volver.

De momento creo que esto es todo…

¡AH! Y… ¡¡¡¡¡VIVA EL SILLA-STOP!!!!!