SINGAPUR
De: Albert_246@hotmail.com
Para: Casa
Enviado el: martes, 24 de julio de 2007
[…] Supongo que lo más relevante desde la última vez que escribí es el cambio de país porque, efectivamente, ¡ya no estoy en Tailandia! La verdad es que un mes viajando por el mismo país ha demostrado ser mi límite; a partir de aquí me empieza a entrar la curiosidad y me vienen las ganas de cambiar de horizontes, de idioma, de gentes y de formas de vida… y aquí estoy, en ¡Singapur!
Aprovechando que me sobra dinero, porque estoy gastando menos de tres euros al día, y que mis amigos de Bangkok me ayudaron a encontrar un vuelo realmente barato, decidí que podía asumir el gasto y que el tiempo era más escaso que el dinero. Y dicho y hecho: al poco tiempo me dirigí al aeropuerto de Bangkok… y, finalmente, he llegado a la ciudad-Estado de Singapur.
Aun así, tampoco creáis que fue tan fácil cambiar de país. En realidad, hubo un pequeño detalle que no tuve en cuenta: no tenía visado para entrar a Singapur y, por tanto, estaba en manos de la compañía aérea, por lo que mi suerte dependía de que ella decidiera si podía o no entrar.
Por el camino conocí a dos mujeres de China que me ayudaron a entender cómo funciona exactamente este país y cómo se viven las cosas allí. De paso, también me garantizaron un lugar para dormir, si es que voy allí en mi próximo viaje, algo que me hace mucha ilusión, porque aún no tenía ningún amigo o amiga chinos.
En cualquier caso, las chinas se fueron a por su avión y yo me quedé solo y confiado ante la cola del check-in. Después de tantos días de tranquilidad, me había olvidado completamente de todas las dificultades, y de la hora entera que me tuve que esperar para entrar en Tailandia, así que mi confianza era absoluta… y del todo infundada.
Llegué al check-in sonriente, miré al empleado de la compañía y él me miró a mí. Supongo que hasta aquí todo iba como tenía que ir, pero entonces, como si fuese una pregunta retórica (cuya respuesta fuese «no»), me preguntó el clásico: «Do you travel alone?»[4]. «Yes», le contesté inocente, pero fue una de esas ocasiones en las que tan pronto como la palabra acaba de salir de tu boca te das cuenta de que ha sido un error. El trabajador me miró con una mezcla de horror y pánico, miró la silla, y me miró a mí. Con voz temblorosa me pidió el pasaporte e, inevitablemente, comprobó que era menor de edad. Me miró con cara de «la has cagado, chaval», pero me pidió amablemente que esperase. Sin embargo, yo ya sabía que tenía problemas. La seguridad con que me acababa de pedir que me esperase significaba que ya estaba sentenciado. Es más: sabía que esta vez la ley no estaba de mi lado, porque no tenía visado alguno y, en consecuencia, dependía exclusivamente del criterio de la compañía aérea para llegar a Singapur. Al cabo de poco llegó el supervisor, que me dejó claro que un menor de edad en silla de ruedas no viajaría solo en su avión aunque fuera el príncipe heredero de Tailandia. Yo, desesperado, miré a mi alrededor, buscando alguna solución, cualquier cosa, sabiendo que ni la pena ni las súplicas funcionarían. Mi mirada, entonces, se fijó en un trío de chicas que esperaban detrás de mí haciendo cola. Así que, desesperado, me lancé a la única salida que se me ocurrió: inocentemente, como si todo fuese un malentendido, dije (en inglés, claro, y en voz bien alta): «No, hombre, ¡claro que no viajo solo! Quería decir que no viajo con mis padres. Estoy con mis tres amigas», al mismo tiempo que señalaba a las tres chicas, mirándolas con mi cara de súplica más sincera de los últimos tres años. El supervisor me lanzó una mirada de incredulidad muy poco reconfortante, y se volvió hacia las tres pobres muchachas, que me miraban con la boca abierta. «¿Es verdad que viajáis con él?», preguntó.
El aire se congeló y los ruidos del aeropuerto se silenciaron, como si todo el mundo estuviese pendiente de las pobres chicas que habían tenido la mala suerte de ir detrás de mí en la cola. Finalmente, bajo la presión de mi mirada de desesperación, oí que murmuraban: «Yes, yes… he’s travelling with us»[5]. Ah, dulces palabras… Si en lugar de esto me hubiesen propuesto montar una orgía entre los cuatro, no habría sido ni la mitad de feliz. El caso es que el supervisor se fue, se arregló el «malentendido» y tres horas después (con el pánico de la experiencia casi olvidado) aterricé en Singapur.
¡Ah, Singapur…!
A estas alturas puedo decir que llevo en mi mochila un buen repertorio de países, pero, sin duda, de todos ellos, Singapur es el país más surrealista de los que he conocido.
En primer lugar, es diminuto. Si vas por autopista, se tarda treinta minutos en cruzarlo. Y si estás dispuesto a sacrificarlo todo para ahorrar un poco, puedes coger un autobús que te dejará al otro extremo en una hora. Si miras un mapa, Singapur no sale. Es demasiado pequeño. Y no obstante, es un país con leyes y moneda propias.
Es tan tan pequeño que cuando se fundó el gobierno, se dieron cuenta de que su país, por no tener, no tenía ni idioma. De verdad. Un 60 por ciento hablaba chino, un 30 por ciento, malayo, había algunos habitantes de lengua tailandesa, y otros que hablaban diversos dialectos de la zona. Es decir, a efectos prácticos, el 60 por ciento del país no se podía comunicar con el 40 por ciento restante.
Así que el gobierno (como si no tuviese suficientes problemas) decidió que el idioma oficial de Singapur sería el inglés y se quedó tan ancho. Sí, sí, así de fácil. Todos los carteles se ponen en inglés, las películas se emiten en inglés, la escuela enseña en inglés. No quiero imaginarme el caos, el surrealismo que debió de reinar en aquella pobre isla cuando se tomó tal decisión: carteles que nadie podía leer, películas que nadie podía entender, clases en un idioma que nadie hablaba.
Pero el ser humano tiene una gran capacidad de adaptación y, al cabo de poco tiempo, Singapur ya hablaba inglés. Y así sigue la cosa a día de hoy: en medio de Asia del Sur, rodeado de idiomas que se inventaron antes que las consonantes, en medio de «quangs», «chings» y «pungs», en Singapur se habla inglés. Los niños de cinco años hablan inglés. Vas por la calle y ves asiáticos hablando entre ellos en inglés como si nada. Otros hablan chino o malayo… pero el único idioma que todo el mundo habla es el inglés. Los libros son en inglés, los letreros de las calles están en inglés, si quieres pedir la hora, la pedirás en inglés. Es como si un ovni hubiese abducido a toda la población de Londres, hubiese hecho algunos pequeños retoques estéticos y la hubiese reubicado en Singapur. La ciudad (la única ciudad del país) es como la más moderna de las ciudades europeas. Todo está perfectamente limpio. No hay el menosprecio habitual hacia todas esas «supersticiones» como la contaminación que acostumbras a encontrar en el resto de Asia (y especialmente en China): en Singapur te encuentras parques a intervalos regulares, y cada cierto rato te encuentras rótulos (en inglés) que te recuerdan tu deber como ciudadano o turista (andar por la derecha, no ensuciar las calles…). Es surrealista. Aún no he podido explorarla a fondo, pero, de momento, empiezo a tener cada vez más ganas de escapar de esta ciudad perfecta. Es irreal. Es… la antítesis de Bangkok. Si existiesen, como en muchos libros de fantasía, el Reino del Orden y el Reino del Caos, Singapur sería la capital del Orden y Bangkok, la del Caos.
¡Incluso se les podría calificar de cabezas cuadradas, como los europeos! Ayer, sin ir más lejos, era sábado. Los sábados, los habitantes de Singapur salen sistemáticamente. Van a los parques, charlan, pasan la noche de fiesta… pero ayer llovía a mares. Una de aquellas lluvias que no es como si te tirases de cabeza a una piscina: es peor (porque, al menos, en la piscina eres tú quien se tira al agua; la tormenta de ayer era como si el agua fuera la que se te echara encima, insistiendo en taladrarte contra tu voluntad). Pero, pese a ello, en Singapur se sale los sábados, y un chaparrón de nada no es quién para impedirlo. Empapados, refugiándose en las esquinas, sentados en corros bajo los toldos de los bares, los habitantes de Singapur estaban en todas partes. Aquí no están de moda las discotecas y, como no podían ir a la playa o a los parques, se sientan donde les apetece y «salen» de fiesta. Hay que reconocer que al menos tienen voluntad, como mínimo; pero, francamente, yo aún no sé si admirarles o escapar de ellos tan deprisa como me lo permita mi sobrecargada mochila.
Mi estancia en Singapur, como vaticinaba el e-mail, no puede decirse que fuera muy larga; pese a ello, la verdad es que, superada la primera impresión de organización extrema, Singapur tenía muchas cosas interesantes. Para empezar, el hecho de que todo el mundo, absolutamente todo el mundo, hablase inglés era un lujo increíble: podía hablar con niños de cinco años (que en general dicen cosas mucho más interesantes que los adultos), podía hablar sin dificultad con gente de mi edad (mientras que, en el resto de Asia, los que sabían un inglés aceptable tenían, como mínimo, unos veinte años o más porque lo aprendían en la universidad), y eso era un aspecto del viaje que sabía que no podría vivir en ningún otro lugar de Asia.
La verdad es que los días que pasé en Singapur no fueron unos días llenos de anécdotas y situaciones divertidas, como los que había pasado en Chiang Rai o Bangkok, pero no dejaron de ser peculiares e interesantes ni me negaron la sensación de encontrarme como en casa. No por el hecho de estar en Singapur, sino por el hecho de viajar.
Por entonces ya llevaba más de un mes y medio viajando y creo que, por primera vez en la vida, empezaba a sentir lo que podía ser la sensación de viajar permanentemente.
El problema es que, cuando viajas de forma «normal», incluso solo, tu libertad no es absoluta: siempre eres «esclavo» del tiempo (la prisa, las ganas de ver el máximo de cosas posibles en el tiempo que tienes). Pese a ello, viajar solo y de manera indefinida probablemente es la cosa más parecida a la libertad absoluta, y fue en Singapur donde empecé a entender cómo sería vivir esta sensación: en parte porque allí, en Singapur, donde todo el mundo hablaba inglés, no me sentía un extranjero. De hecho, estaba aprendiendo muchísimas cosas y me estaba acostumbrando muchísimo a Asia. Había aprendido cómo conseguir agua potable sin tener que pagar, cómo dormir sin tener que gastar, sabía dónde podía encontrar duchas… conocía los nombres de la mayoría de las cosas que podía necesitar en chino y en tailandés, y, sobre todo, entendía a la gente. Es difícil de explicar. Pensad en el momento en que llegáis a una nueva ciudad y salís de la estación de tren. En aquel momento, lo único que sabéis de la ciudad, la única imagen mental que podéis concebir es la calle donde os encontráis, el clima, la temperatura… pero aquí acaba todo. En cambio, días más tarde la imagen habrá cambiado muchísimo: tendréis un mapa, sabréis en qué zona de la ciudad estáis en cada momento, podréis reconocer calles visualmente, sabréis en qué barrio os encontráis, podréis saber dónde está vuestro hotel (o alojamiento, sea cual sea), dónde podéis comer… Estaréis, en definitiva, mucho más ubicados y la sensación será completamente diferente. Pero de la misma forma que habréis realizado este paso, aún quedará otro que no habréis dado: entender a la gente, saber cómo es la vida de los habitantes de esta ciudad; dónde comen, qué hacen, cómo se divierten, dónde van por la noche (si es que van a algún sitio), cómo piensan, qué visión tienen del resto del mundo, qué imagen tienen de un extranjero… Este nivel de comprensión es, diría yo, lo que diferencia de verdad a un turista de un viajero.
En fin, no sé si me explico, pero todo esto lo decía porque en Singapur tuve la sensación, por primera vez, de que el día que viajase indefinidamente me podría permitir el lujo de llegar a este nivel de comprensión, tanto que podría llegar a sentirme como en casa en cada país del mundo, tal como ya me sentía en Singapur.
La temperatura, por ejemplo, ya no me parecía calurosa. De hecho, incluso necesitaba abrigarme en noches en las que en Cataluña habría dormido con ventilador y la ventana abierta. La humedad ya no me molestaba, al contrario, era casi acogedora. Y el hecho de no tener móvil y, por lo tanto, no saber qué hora era… ¿qué importancia tenía? Sabía si era de día o de noche, y sabía si llovía o no. Era todo lo que necesitaba saber. Cada día, cuando me levantaba por la mañana en un parque, sentía que estaba exactamente donde quería estar y que, a lo largo del día, haría exactamente lo que quería hacer. Y esa es una sensación profundamente adictiva.
Pese a que me sentía tan feliz, sabía que esta felicidad no estaba ligada necesariamente a Singapur. Al contrario: Singapur me había gustado mucho menos que Tailandia, y si me hubiese quedado muchos más días, me habría acabado aburriendo. Lo mejor que podía hacer era irme cuando aún me sentía cómodo e ir a buscar un nuevo país que comprender y asimilar.
Estando donde estaba, no tenía un gran abanico de opciones para escoger y, además, los cincuenta euros que me había costado el avión me habían dejado sin presupuesto. Por lo tanto, no tenía opción de irme más lejos (hacia Indonesia o cosas así). Lo único que podía hacer era viajar por Malasia haciendo autoestop o colándome en autobuses de línea, y desde Malasia pasar a Tailandia. Y, como cualquier país me parecía bien mientras fuese desconocido, decidí que Malasia era precisamente el lugar adonde quería ir, y allí me dirigí lleno de curiosidad y de ganas de aprender malayo.