¿QUÉ PIENSAN MIS PADRES?

Os preguntaréis por qué los padres de Albert también escriben en su libro.

Podéis pensar que, como él escribe, a nosotros también nos han entrado ganas de hacerlo; pero no, no es por esto.

Nos hemos decidido porque Albert nos lo ha pedido.

Quiere que seamos nosotros los que respondamos a la pregunta que le hace todo el mundo cuando le conocen en sus viajes:

—¿De dónde eres?

—¿Con quién viajas?

(Y a la respuesta de «Solo»).

—¡¡¡¿Y tus padres te dejan?!!!

Y sí, nosotros, sus padres, le dejamos.

Aunque la pregunta no es tanto el porqué, sino cuál ha sido el camino que nos ha llevado a darle permiso para hacerlo.

Es ahora cuando os podríamos dar una larga y detallada explicación de toda su vida, de su enfermedad, y de una discapacidad a la que nos tuvimos que enfrentar sin saber nada.

Pero queremos hacer este apéndice lo más corto posible, porque, si no, saldría otro libro.

Por eso os hablaremos solo de la parte más difícil: el esfuerzo diario de «no ayudarle».

De no ponérselo fácil. De no adaptar nada en casa. Del esfuerzo del primer día en que le animas a ir solo al colegio, y te quedas en casa pensando que, sentado en la silla, mide poco más de un metro, y que los coches no le verán y le atropellarán (sí, los coches tendrían que ir por la calzada y las personas por las aceras, pero ¿hace falta que hablemos de aceras y de ciudades adaptadas?).

De la dificultad de no decirle nunca, nunca, «esto no lo podrás hacer porque vas en silla de ruedas».

Y de hacer todo esto demostrándole el suficiente amor y la suficiente confianza en él, para que el mensaje de ánimo no lo confunda con la displicencia paterna.

Del esfuerzo, en resumen, de convertir a un niño, con una discapacidad o sin ella, en una persona madura, autosuficiente, libre y sin miedo a las dificultades.

Y, claro, un día te dice que su gran pasión es viajar y ¿qué le respondes?

Pues que sí, evidentemente, pero que como no tiene experiencia (de la falta de experiencia se habla; de la silla como inconveniente, nunca), le dices que necesitará un aprendizaje.

Entonces le organizas una especie de «cursillo intensivo para viajeros», empezando por hacer una mochila, montar una tienda, ir una mañana en autobús solo a Barcelona, pasar un día de acampada en el Montseny, ir un fin de semana a Valladolid en tren…

Después lo redondeas todo con un viaje al extranjero donde tú solo vas de acompañante y él tiene que encargarse de todo; adónde ir, dónde comer, dónde dormir, cómo administrar el dinero, cómo conseguir un mapa de la ciudad y situar los transportes públicos, cómo orientarte cuando te pierdes, ir en tren, autobús, barco y lo que sea necesario, superar las barreras arquitectónicas, etcétera.

Y comentar con él cada una de estas actividades; una vez las ha realizado, enseñarle a mejorarlas, darle aquellas respuestas que no ha encontrado, plantearle alternativas a las que ha resuelto y hacer que piense en cuáles son mejores…

Y después, dejarle volar.

Todo esto, evidentemente, tiene detrás unos principios pedagógicos, filosóficos y éticos (añadiéndole el sencillo, pero eficaz, «sentido común») que no tienen nada que ver con su discapacidad, sino con una forma de entender la vida y la educación de los niños y que es la misma, por ejemplo, con la que educamos a Alba.

No creemos en las imposiciones ni en las prohibiciones, ni, por descontado, en los castigos, no por éticamente reprobables (que también), sino por ineficaces y contraproducentes.

Creemos en el diálogo, el razonamiento, la confianza para poder hablar de todo, escucharlos, escucharlos muy atentamente, no sobreprotegerlos, tratarlos con respeto y darles mucho y mucho amor. Y exigir, al mismo tiempo, la misma actitud respecto a nosotros y al resto del mundo.

Creemos, en resumen, que si tratas a los niños según los principios humanistas de libertad, igualdad y respeto por la diferencia, es así como se acaban comportando.

Nos quedan muchas cosas por explicar, entre otras la importancia que han tenido en su vida la altura moral y la profesional de las personas que lo han rodeado, especialmente el personal sanitario del hospital Vall d’Hebron con la doctora Pilar Bastida al frente; Gabi, el «superfisio» de Martorell, capaz de hacer maravillas con los mínimos recursos de la sanidad pública, a golpe de profesionalidad y de poner todo el corazón; en su trabajo, los profesores y profesoras de la Escola El Puig; la psicóloga Anna Somoza, terapeuta durante un breve tiempo, y amiga ya para siempre; Jaume Fargas, pedagogo por encima de maestro Suzuki (de hecho, pedagogo por encima de todo) y referente clave a la hora de entender cómo funciona la transformación de niños en adultos mejores que nosotros.

La familia, los amigos —tanto suyos como nuestros— y tantas otras personas más.

Pero acabaremos diciendo que lo que siempre hemos querido y queremos para Albert es que sea autónomo, libre y, sobre todo, sobre todo, FELIZ.

ÁLEX Y MONT