ODAWARA, KAKEGAWA,
SHIZUOKA, HIROSHIMA

Decir que te quieres ir de Tokio haciendo autoestop es fácil; conseguirlo ya es más difícil.

El caso es que, como todos sabemos, el punto débil del autoestopista es conseguir salir de una ciudad y entrar en una autopista. Y cuanto mayor es la ciudad, mayor es la dificultad. Si alguien se pusiese a hacer autoestop en una calle de Barcelona, sería sencillamente ridículo: la mayoría de la gente creería que es una broma, que nadie te cogerá (y por tanto ellos tampoco), que no irán al mismo lugar que tú, que no tienen donde parar e infinidad de cosas más… y todo eso en caso de que se fijen en ti de entre toda una muchedumbre, para empezar. Es un fenómeno que en una ciudad gigante como Tokio esto no hace más que multiplicarse.

Normalmente, el problema se soluciona saliendo a las afueras de la ciudad, pero Tokio no es la segunda ciudad más poblada del planeta porque sí: las «afueras» están muy muy lejos. Y muy lejos quiere decir mucho más lejos de lo que estaba dispuesto a llegar yo con la silla (normalmente solo me empiezo a asustar a partir de los diez kilómetros de distancia caminando), o sea, que necesitaría coger un autobús. El primer y último transporte pagado en Japón, para ser más exactos.

Me resigné al precio y llegué a una pequeña área en medio de la nada llamada Shinigawa. Allí esperaba encontrar un buen lugar para hacer autoestop… pero, sorprendentemente, descubrí que las autopistas de Japón no son exactamente como las europeas. No, no era suficiente con las calles sin nombres; alguien decidió, a la hora de «modernizar» el país, que quedaba más futurista hacer que las autopistas estuviesen elevadas en el aire. Y dicho y hecho, como en Japón no faltan recursos, se inventaron las autopistas «aéreas».

Una autopista elevada es muy bonita, no lo pongo en duda. Debe de ser rápida, seguro que sí. Eficaz, por descontado. Pero ¿útil para hacer autoestop? En tres palabras: ¡ni de coña!

Después de reflexionar y de buscar infructuosamente una entrada a la autopista voladora durante una gran parte del día, decidí que era hora de ser original. Como decía Gaudí, la originalidad consiste en volver a los orígenes, así que fue cuestión de recordar los métodos que solía seguir para viajar gratis cuando aún no había descubierto el autoestop. Sí, estamos hablando la de colarse en los trenes.

Diario del 21 de diciembre de 2007

Durante mis días en Tokio ya había observado que colarse en los metros era increíblemente fácil por una razón bien simple: los trenes japoneses no tienen revisores. De acuerdo con la mentalidad japonesa, se confía en las máquinas y en la tecnología: hay barreras y cosas semejantes que impiden cruzar hacia el metro, sí… pero ya sabemos que las barreras siempre han sido mi fuerte.

Cuando finalmente he tomado la decisión, he decidido que lo mejor que podía hacer era comprar un billete de 1,2 euros hasta la próxima parada y, una vez en el tren, no bajar en la siguiente, sino en la última. El problema era que alguna vez, algún día, un japonés ya había previsto esta opción, y para salir del metro hacia el exterior es necesario introducir el billete en una máquina. Una máquina que detecta si has seguido el recorrido que se suponía que tenías que seguir y que, en caso contrario, avisa a los guardias de la estación. Este era claramente el punto crítico de la operación; salir por la salida normal era imposible, porque las puertas no se abrían si no se ponía el billete adecuado, y por tanto la única alternativa era que un guardia me abriese la puerta especial para discapacitados (que se abría manualmente, sin billete) y NO me pidiese el billete. Una vez más (una de tantas) me he alegrado de haber hecho aquel curso de magia en Madrid, que me enseñó un secreto impagable sobre la atención humana: una de las cosas más ampliamente sabidas en el mundo de la magia es que mientras pasas por el punto crítico de tu truco tienes que hablar. Si preguntas es aún mejor, porque cuando haces una pregunta hay unos instantes en los cuales la atención de tu interlocutor está totalmente concentrada en responder a la pregunta… y en nada más. Las similitudes entre colarse en un tren y hacer un truco de magia son notables, así que he aplicado el mismo sistema haciendo preguntas como «Where is the toilet?»[7] o «Where can I find the elevator?»[8] y consiguiendo que los guardias olvidasen el pequeño detalle de que, al contrario que con el resto de los pasajeros, no había validado mi billete en ningún lugar. Tal vez la estrategia no habría funcionado si hubiese tratado de entrar y no de salir, porque en general todos tendemos a pensar (incluso los guardias) que los billetes se revisan a la entrada, y no a la salida. Pero dadas las circunstancias, funcionó a la perfección… o casi.

Desgraciadamente, todos sabemos que, cuando haces algo que la sociedad considera que no deberías hacer, en general acabas teniendo problemas. Nuestra ética particular no tiene mucho peso a la hora de juzgar nuestras acciones (afortunadamente, porque si no todos los psicópatas serían perfectamente inocentes), y es un hecho que, tarde o temprano, siempre te acaban pillando. En mi caso, lo que intentaba era que tardasen el máximo tiempo posible en hacerlo y que, cuando lo hiciesen, las consecuencias fuesen lo más leves posible. Y así ha sido.

Llegado a Kakegawa, y después de ahorrarme unos setenta euros en trenes sin pagar, me he encontrado con un guardia que ni se había olvidado del billete, ni había querido hacer ver que se olvidaba. Bien, alguien así tenía que haber, al fin y al cabo, no hacía sino su trabajo: habría sido estúpido por mi parte el enfadarme. En consecuencia, en lugar de disgustarme porque me habían descubierto, he luchado por encontrar el equilibrio que me permitiese razonar y escapar de la situación. El místico y efímero equilibrio del que hablo es ese punto de la balanza en que las cosas se configuran a la perfección para abrirte un camino hacia la salvación. El equilibrio, por ejemplo, es estar suficientemente enfermo para no ir al colegio, pero no tanto como para ir al médico. Es tener una excusa de suficiente peso para que te perdonen los deberes, pero no tanto como para que llamen a casa. Y en este caso, el equilibrio radicaba en convencerlos de que me perdonasen, sin tener que pagar ninguna multa, pero sin llegar al extremo de que me pidiesen el pasaporte en su intento de ayudarme a salir de la miseria. Siempre, siempre es esencial que no te vean el pasaporte, o verán tu marca, tu estigma, tu crimen…: la minoría de edad. Ya aprendí la lección en Bélgica.

Al final he alcanzado, en efecto, el mágico equilibrio, y han acabado por dejarme marchar, aliviado, después de prometer que no lo volvería a hacer. Y como mi manía particular es que odio mentir, puedo asegurar que en Japón no me volveré a colar en el tren. Ahora estoy en Kakegawa, realmente lejos de Tokio, y ya no tengo el problema de estar inmerso en una gran ciudad: por lo tanto, mañana será el día de hacer autoestop… esta vez sí.

Acampar en Kakegawa no fue fácil, porque cuando quedé libre de la estación ya era de noche, un inconveniente que aprendes a tener en cuenta cuando te encuentras fuera de una ciudad. En las ciudades, la frontera entre la noche y el día es bastante difusa y en general puedes encontrar gente, sea la hora que sea. Pero en un pueblo no es así, y, para más dificultad, park es una palabra muy conflictiva. De verdad, es un problema que me he encontrado muchas veces, y que creo que merece ser explicado para que los expertos en lingüística de Oxford (o de donde sea que vienen los expertos en lingüística) puedan encontrar solución. Vamos a ver, ¿cómo se supone que tienes que pronunciar park con perfecta corrección? En Europa tienes que decir algo parecido a «paaghk», que además de sonar como si te estuviesen estrangulando, acostumbra a transmitir la idea de lo que buscas.

Pero en Japón, el inglés correcto es lo de menos, y tanto si dices «paaghk» como «park», lo más probable es que te respondan con una larga parrafada en japonés que incluso yo puedo entender, porque tiene un sentido universal: «Adiós». Si añadimos la hora, el hecho de estar en un pueblo y la poca frecuencia con la que la gente acostumbra a buscar parques a las tres de la mañana, encontrar a alguien que no te tome por loco es casi imposible. La gente de la calle huirá de ti pensando que tienes problemas respiratorios y que te estás ahogando, y la gente de las tiendas… no, ¡qué tontería!, a estas horas ya no hay ni tiendas. Incluso hice tentativas en japonés (doko paruko?), pero sin éxito.

Al final, por pura casualidad, llegué a un río (ya he dicho muchas veces que la clave consiste en seguir caminando por muy perdido que estés, y así al final llegarás a algún lugar que te guste, aunque no sea lo que estabas buscando), y los ríos son unos lugares fantásticos para dormir. Te acompaña el agradable murmullo del agua como música de fondo y a menudo descubres que la civilización no ha conseguido acabar por completo con la vida vegetal que tanto se esfuerza en sobrevivir. Césped y ruido de agua de fondo. ¿Qué más se puede pedir?

Por la mañana noté que empezaba a sentirme un poco inseguro, una sensación que hacía tiempo que no tenía; los días iban pasando y a pesar de que siempre parecía que ya quedaba poco, no conseguía encontrar ningún lugar donde hacer autoestop.

Desde que me había ido de Tokio, mi objetivo había sido llegar a Hiroshima y a Matsuyama, donde vivían las familias de Yumiko y de mi amigo Taka. Pero aún me quedaba más de la mitad del camino y ya habían pasado unos cuantos días, lo que me tenía un poco intranquilo. Este era un viaje corto, de un mes aproximadamente, y por lo tanto lo que menos me sobraba era tiempo. Tenía energía, provisiones, ganas de viajar… todo lo necesario, excepto tiempo.

Pero pese a la prisa (o tal vez precisamente a causa de la prisa) no fue hasta que empezó a anochecer cuando en el supermercado donde estaba pidiendo que me calentasen los noodles (mi principal fuente de alimento en Japón, porque es la comida consistente más barata del país) escuché unas voces en castellano. Me volví porque hacía bastante que no oía hablar en español y vi a una pareja de sudamericanos comprando. Evidentemente, y con la extroversión que te da el hecho de haber pasado más de un día solo, empecé a hablar con ellos, aunque solo fuera por practicar un poco y hablar con alguien.

Es cierto que, cuando empecé a hablar, lo único que quería era oír mi voz por primera vez en todo el día. Pero de alguna forma debieron de notar que empezaba a estar desesperado, porque al cabo de poco se ofrecieron a llevarme a una autopista para que pudiese hacer autoestop, a lo que acepté encantado. El hecho es que, a medida que hablábamos, ellos mismos decidieron que no corría mucha prisa, que me podían llevar a la autopista al día siguiente, de modo que acabaron ofreciéndome cena y cama caliente. Así, pude conocer a su hijo de catorce años, con el cual me pasé toda la noche jugando a la Nintendo Wii.

A decir verdad, las cosas no se resolvieron por el solo hecho de que me dejasen ante la autopista. Japón es un país donde, una vez te conocen, todo el mundo es extremadamente amable; pero también es un país donde las fronteras entre los desconocidos son mucho mayores de lo habitual, y cuando haces autoestop, eres un perfecto desconocido para todo el mundo.

Mi intuición ya me lo decía, y no me equivoqué. No exagero si digo que me pasé las cuatro horas siguientes levantando el dedo sin éxito, pero cuando empiezas un viaje en autoestop, ya sabes que tendrás que ser paciente antes de llegar a la autopista. Al final estuve tanto rato haciendo autoestop que llegué al extremo de que la misma furgoneta pasase dos veces ante mí, eso sí, con dos horas de diferencia. La reconocí, y afortunadamente ellos también a mí porque, al comprender que probablemente llevaba horas y horas haciendo autoestop sin éxito, decidieron recogerme.

A partir de aquí mi suerte cambió radicalmente, y recuperé la velocidad habitual de mis viajes en autoestop: en la furgoneta iban un grupo de japoneses bastante jóvenes y realmente simpáticos, que me dejaron en un área de servicio de Nagoya. Y desde allí, ahora que finalmente podía hablar con la gente, no fue muy difícil encontrar a otro chico que volvía solo a casa, con tan buena suerte que pasaba precisamente por Hiroshima. Así, el 90 por ciento de mi viaje pasó el doble de rápido que el 10 por ciento inicial y, poco después, me encontraba en la famosa ciudad de Hiroshima.

La noticia más sorprendente que recibí cuando llegué a la ciudad fue la presencia de Yumiko: sí, precisamente la misma amiga que me había acogido en Tokio. Por lo visto, mientras yo viajaba a mi aire hacia Hiroshima, ella lo había hecho al suyo, y evidentemente cada método tenía ventajas y desventajas: ella había llegado tres días antes que yo, y yo ya había hecho tres amigos (o más realmente) más que ella.

El caso es que, de esta forma, nada más llegar a la ciudad encontré que ya tenía una amiga y una familia, cosa que siempre es muy agradable.

Durante mis días en Hiroshima, aprendí a jugar al go (perdí estrepitosamente contra el tío de Yumiko, que jugaba a un nivel casi profesional), visité el monumento conmemorativo de las víctimas de la bomba atómica y fui a un museo bastante divertido (¡donde incluso me dejaron subir en un submarino!). ¿Qué más se puede pedir? Aun así, lo que más me sorprendió fue la casa de la familia de Yumiko, porque nunca había estado en una casa tradicional japonesa.

Era una casa enorme, con patio interior incluido, donde vivían el padre, la madre, Yumiko, su hermana pequeña, su abuela y sus tíos. Parecía la típica casa tradicional japonesa, y les divertía mucho tener un invitado europeo. Por la noche nos reuníamos para hablar con toda la familia (suerte que el tío y su mujer hablaban inglés), excepto Yumiko, que se iba a trabajar, y me dejaban probar comidas tradicionales japonesas, como las gambas empanadas.

En definitiva, fueron unos días para pasarlo bien, reír, descansar y conocer la cultura japonesa… antes de continuar mi camino, claro.

De: Albert_246@hotmail.com

Para: Casa

Enviado el: viernes, 28 de diciembre de 2007

[…] Se puede decir que últimamente he pasado unos días bastante moviditos: he estado en Eda, Odawara, Shizuoka, Kakegawa, Nagoya, Hiroshima, y ahora estoy en Matsuyama.

La razón de toda esta actividad ha sido, originalmente, el hecho de descubrir que no era necesario pagar los trenes. Como sabéis, los japoneses tienen un chip implantado en el cerebro que les produce una descarga eléctrica cada vez que hacen algo ilegal, y en consecuencia a menudo descuidan un poco la seguridad. Los supermercados japoneses, por ejemplo, tienen el lugar para pagar en el centro del supermercado, y no en la salida bloqueando el paso como sería lo lógico, ¿no? Por descontado, a ningún japonés se le ha pasado nunca por la mente que las cosas puedan ser tan sencillas como coger lo que quieren comprar y salir por la puerta. No, no hay ninguna alarma que se dispare al pasar por la puerta: lo comprobé por curiosidad, pese a que aún no he robado nada, ni creo que lo haga. Será que la inocencia japonesa me ha acabado conmoviendo incluso a mí.

En todo caso, lo que no pude evitar fue subir a los trenes sin comprar el billete, viendo la inmensa facilidad con que podía hacerlo. La clave está en el hecho de que los trenes japoneses no tienen revisores (¿para qué deberían tenerlos, si nadie deja de pagar su billete?), así que lo único que necesitas para viajar gratis es encontrar alguna forma de cruzar la barrera que te separa del andén… lo que no es ni siquiera un verdadero reto.

Fuese como fuese, al final me acabaron descubriendo, pero no me hicieron pagar ninguna multa (de hecho, parecía que les daba vergüenza preguntarme por qué no tenía billete…), aunque me dijeron que no lo hiciese más, y les hice caso.

Fue entonces cuando se acabaron las tonterías y empezó el viaje interesante. Porque, como sabemos, solo hay una alternativa a colarse en los trenes por el mismo precio: ¡silla-stop!

La verdad es que hacer autoestop en Japón, una vez estás ya en la autopista, ha resultado irrisoriamente fácil. Los japoneses son buenos por naturaleza, como ya he dicho, y para ellos negar ayuda a alguien una vez que le conocen sería una catástrofe de dimensiones cósmicas.

Gracias a la facilidad de desplazamiento he podido entrar en contacto con millones de personas, he dormido con familias japonesas, y no japonesas, y he conocido mucho más profundamente su peculiar cultura. Una de las características que más me gustan de este país tan particular es que parecen desconocer el significado de palabras «ridículo» o «infantil». No tiene traducción al japonés, y no entienden su significado en inglés. Sin ir más lejos, un japonés encuentra perfectamente normal que un programa de la televisión, serio en todos los aspectos, tenga pequeñas pausas en que los presentadores salgan bailando disfrazados de teletubbies. Y esto es un ejemplo verídico.

He decidido que también me gusta la comida japonesa, la base de la cual no es el arroz o el pescado como dicen algunos, sino el rebozado. Para un japonés no hay nada que no sea susceptible de ser rebozado. El plátano es todo un clásico, claro, pero no se limitan a esto. Lo rebozan todo. He visto todo tipo de pescado y carne rebozados, claro, pero también verdura rebozada, fruta rebozada, galletas rebozadas, incluso caramelos rebozados. Cuando me siento en un bar, tengo la sensación de que si no vigilo me van a rebozar la silla, solo por probar a ver qué pasa.

En fin, como siempre, queda muchísimo por explicar, pero es que esto de hablar de los viajes lleva su tiempo, aunque no lo parezca.

Id rezando para que no me pase como a Sócrates y me ejecuten por «abrir los ojos a los japoneses»… porque que desde que he llegado a Japón sé con certeza que como mínimo dos japoneses compran billetes para menores de doce años en el metro… unos billetes que, como no podía ser de otra forma, se compran pulsando un simple botón en lugar de otro y que una vez pagados son totalmente equiparables a los normales, excepto porque te han costado la mitad de precio, claro. Por no hablar de los padres japoneses, que ya me deben de odiar por haber convencido a sus inocentes hijos japoneses de que no se necesita dinero para viajar, y que les puedo enseñar a hacer autoestop si se animan a venir a Europa el verano que viene…

¡Así que, nada, espero que todo siga yendo tan bien como hasta ahora!

Hasta enero. ¡Y feliz año nuevo por adelantado!