SANTORINI
Decidir que viajarás a Grecia es muy fácil, pero llegar ahí ya no lo es tanto. Este es un detalle que descubrí cuando estaba en Roma y había decidido viajar a las islas griegas.
En un primer momento pensé que iría en tren como había hecho hasta entonces con mi InterRail, pero enseguida me di cuenta de que no solo tardaría años en llegar, sino que mi InterRail solo era válido para Italia y Grecia, y, en consecuencia, tendría que pagar el resto de los trenes del camino. Así fue como se me planteó la segunda opción: tomar un barco para ir hasta Grecia.
Con esta idea en la cabeza, me dirigí feliz hacia Brindisi, porque me parecía recordar haber leído en una lejana y borrosa página web que algunos de los barcos que iban de Italia a Grecia eran gratuitos si tenías el InterRail.
Rezando para que la página web no fuese solo una esperanza conjurada por mi imaginación, me dirigí hacia el puerto, donde constaté que, efectivamente, todos los billetes eran gratuitos, pero que era necesario pagar las tasas portuarias, que costaban solo quince euros. Así que decidí tomar el barco más rápido (ya que todos los barcos valían lo mismo), y juraría que no me engañaron, porque se llamaba Superfast.
26 de agosto
[…] Después de horas y horas de tren, finalmente he acabado subiendo al barco… y la verdad es que me hace ilusión porque me acabo de dar cuenta de que ¡nunca he hecho una travesía por mar!
Desgraciadamente, todo parece indicar que no he escogido el barco más «aventurero» del mundo. Pronto he entendido que, si no fuese porque el InterRail hace que el billete cueste solo quince euros, habría tenido que vender a mi familia a la mafia rusa para pagar el trayecto (o haberlo hecho en un barco más lento, claro). Sí, efectivamente, mis peores temores se han ido confirmando progresivamente hasta que ha quedado claro que me encontraba en un barco de lujo: las cubiertas inferiores estaban llenas de tiendas (¡incluso había joyerías!), y todos sus habitantes parecían tener más dinero de lo que habría podido reunir yo en diez años de esclavitud.
Después de la exploración he acabado aceptando que me encontraba en un barco de diez plantas donde todo el personal me trataba de «señor» Albert Casals (¡aargh!), y donde podía encontrar un casino, una discoteca y casi cualquier cosa deseable excepto un parque donde pasar la noche. Me estaba empezando a desesperar cuando uno de los encargados del barco se ha apiadado de mí y ha decidido confesarme un secreto: hay un lugar llamado cubierta donde se reúne gente que, como yo, opina que un barco donde no se puede acampar no vale la pena.
Supongo que los creadores de un barco como este tampoco son estúpidos, saben que existe gente como yo, y actúan en consecuencia como buenos capitalistas que son. Sí, efectivamente, aquel trabajador tenía razón y en la cubierta me he sentido como en casa. Para empezar, porque había libertad de acampada, así que, más que desplazarme, lo que hacía era un eslalon de sacos de dormir. Además había duchas (¡duchas de las de verdad!) y gente apalancada por todos lados, jugando a las cartas o haciendo todo tipo de cosas que parecían divertidas e interesantes.
Por mi parte, he acabado instalándome en la zona exterior de la cubierta (porque hay un sector que tiene techo y paredes), pese a que hacía una ventolera enorme. Pensándolo bien, lo he hecho porque hacía una ventolera enorme; de hecho el viento era tan fuerte que si te metías en el saco y, a continuación, saltabas, podías experimentar durante unos momentos la misma sensación de ingravidez que si te hubieran enviado en una misión urgente a la Luna.
Y, por si todo esto fuese poco, aún quedaba un último factor de interés. De repente he mirado alrededor, y me he dado cuenta de que el porcentaje de adolescentes con el cabello rubio y ojos azules era mucho más elevado de lo habitual. Es más, en toda la cubierta exterior no conseguía ver a nadie que no respondiese a esta descripción. ¿Podía ser que toda la tripulación del barco hubiese caído bajo la maldición de un mago poderoso que los había transformado a todos en jóvenes suecos y suecas de por vida? Bien, esto es lo que he pensado al principio, pero, dado que mis ficciones sí suelen superar la realidad, en este caso la aburrida verdad tenía que ver con grandes cantidades de alemanes yendo de campamento de verano a Grecia.
Fuera como fuese, lo cierto es que entre los alemanes de mi edad, el viento y la experiencia de ir en barco, he considerado los quince euros como muy bien invertidos, y cuando finalmente me he ido a dormir, lo he hecho muy satisfecho de haber escogido el barco, y no el tren, como medio de transporte hacia Grecia.
¿Por qué será que, cuando menos sensación tienes de estar de viaje, es precisamente cuando te estás desplazando de un lugar a otro?
Esta es una pregunta que me hice muchas veces durante las inacabables horas de barco o de tren. La respuesta era muy simple (porque no haces autoestop), pero entonces aún no la conocía y los días de desplazamiento se me hacían eternos y aburridos.
En el caso del viaje a Grecia, me pasé dos días enteros entre barcos y trenes para realizar un recorrido que me acabó dejando en el puerto de Patras, en Grecia. Fueron unos días realmente largos y aburridos… pero que después fueron compensados con creces.
No sabría explicar el porqué, pero recuerdo que, desde el momento en que llegué, mi impresión de Grecia y de los griegos fue excepcionalmente positiva; empezando por los dos griegos que encontré apenas llegué a Patras (la ciudad donde había atracado el barco), que me regalaron un Sprite y se ofrecieron para llevarme hasta la estación de tren, y continuando por la gran cantidad de detalles positivos que fui descubriendo a cada paso que daba por Patras, uno de los cuales fue el uso del inglés. Mientras viajaba hacia Grecia pensé que el número de personas que hablarían inglés sería similar al de España o Italia, dos países donde el número de anglohablantes y de osos panda es aproximadamente el mismo. Pero, por suerte, me equivocaba completamente: la mayoría de los griegos (al menos, los que yo encontré) hablaban inglés perfectamente, y ello me tranquilizó, porque enseguida me di cuenta de que aprender griego no habría sido tan fácil como lo había sido aprender italiano.
Estaba realmente contento de poder poner en práctica el inglés que había conseguido arrancar de los juegos en Internet (porque a los quince años todo mi vocabulario útil en inglés procedía directamente de los videojuegos); el inglés que aprendía en la escuela me permitía hacer cosas como nombrar las frutas de un supermercado, contar hasta cien, o cantar En la granja de McDonald’s, pero definitivamente no me ayudaba a mantener una conversación coherente con nadie. Por eso, para ir practicando y aprendiendo, empecé a hablar con todo el mundo que encontraba por la calle, y pronto corroboré que el mundo está lleno de buenas personas que lo único que esperan es que les preguntes cómo llegar a Atenas para llevarte allí personalmente.
La verdad es que cuando llegué a Grecia no tenía ningún plan definido. Por entonces, aún creía que mi viaje se acabaría cuando se agotase mi InterRail (¡qué ingenuo era…!), y lo único que me importaba era verlo todo sin descanso. Como disponía de tan poco tiempo, tenía claro que quería irme lo más rápido posible hacia las islas griegas en lugar de quedarme en Atenas, porque hasta entonces no había hecho otra cosa que visitar ciudades y tenía ganas de conocer un ambiente totalmente distinto.
Mi único problema era el tiempo. El barco había llegado por la tarde y sabía que muy probablemente me vería obligado a dormir en algún parque de Atenas para zarpar en otro barco al día siguiente. Lo que no me esperaba era que conocería gente tan pronto como lo hice, y tampoco esperaba la sorprendente eficacia con la que se dispusieron a ayudarme estos nuevos amigos: en cuestión de minutos me dirigía hacia Atenas acompañado de un chico y una chica de la ciudad que, por el camino, me iban hablando de Grecia con tanto entusiasmo que mis ganas de visitar las islas se volvieron incontenibles.
Sinceramente, no me importaba a qué isla ir: lo único que quería era llegar a tiempo para tomar algún barco, cualquier barco, lo que no dejaba de ser un reto emocionante. Oscurecía a marchas forzadas mientras nosotros seguíamos enlazando trenes, metros y autobuses para llegar al puerto de Atenas a la máxima velocidad posible. Y cuando finalmente distinguimos en la lejanía las luces de los barcos atracados en el puerto, os aseguro que los tres estábamos empleando toda nuestra fuerza de voluntad en no caernos al suelo de puro agotamiento.
Supongo que, después de tanto esfuerzo, la buena suerte había decidido que nos merecíamos una pequeña recompensa, por lo que los encargados de vender billetes del puerto nos comunicaron que quedaba un único y último barco: hacia la isla de Santorini. Me encogí de hombros y salí disparado hacia la escalerilla (más que nada por la costumbre tomada durante las últimas horas, supongo), despidiéndome de los dos atenienses que tanto me habían ayudado (y que reencontraría más adelante).
No fue hasta que ya estaba a bordo del barco, durmiendo agradecido en el suelo (porque no llegaríamos hasta el día siguiente), cuando me di cuenta de que ni siquiera había comprado el billete y que tampoco me lo habían pedido. No lo puedo asegurar, pero mantengo la teoría de que fue este inocente error el que plantó la semilla del mal en mi interior, y me acabó impulsando a comprobar y descubrir la facilidad con la que se puede viajar en barco o en tren sin pagar.
28 de agosto
[…] He tenido una cierta sensación de déjà vu al despertarme en la cubierta de un barco por segunda noche consecutiva, pero esta vez todo era diferente. No me esperaba un día de tren y barco ni de espera aburrida… sino ¡la exploración de una isla entera!
El primer paso, lo sabía, consistía en localizar una oficina de turismo, pero tan pronto he bajado del barco, he descubierto que en el puerto de Santorini lo más difícil es encontrar un edificio que no sea un punto de información turística. De verdad, están uno tras otro, amontonados; y lo más impactante es que todos, absolutamente todos, tienen un cartel gigante con letras bien grandes con el que me parece que es el himno oficial de la isla de Santorini: «Rent a car» (que en realidad quiere decir «Rent my car», y que significa «alquila mi coche»). Por alguna razón que aún no entiendo, parece que el 90 por ciento de la población de la isla se dedica a alquilar coches a los turistas que llegan, hasta el punto de que la mayoría de los vendedores han hecho cursillos intensivos de hipnotismo para convencer a cualquier cliente de que si no alquila un coche, la suya será una existencia vacía y sin sentido. La mayoría de las oficinas incluso tienen una cuerda colgada del techo para que, si decides declinar la oferta de un coche, te ahorres una vida de desgracias y padecimiento y te suicides directamente.
Por eso ha sido tan divertido cuando he entrado para pedir un mapa (que me han dado), y a continuación he preguntado dónde podría encontrar una parada de autobús para ir a la población más cercana. Al instante el vendedor me ha dedicado una mirada de suficiencia y se ha lanzado a explicarme con todo lujo de detalles cómo es de degradante un autobús, mientras exaltaba la maravillosa delicia que supone recorrer Santorini en coche.
La cosa ha ido más o menos así:
—Eh… lo siento, pero es que solo tengo quince años. No puedo conducir un coche —le he dicho cuando él estaba haciendo una pequeña pausa para respirar.
Y él:
—Pero ¿y tus padres…? —ha empezado a preguntar, mientras miraba hacia el exterior, como si esperase verlos aparecer por la puerta en cualquier momento.
—En España.
El pobre hombre ha empalidecido, pero aún ha podido reunir suficientes fuerzas para preguntar con voz trémula:
—Pero ¿es que viajas… solo?
—Sí —he dicho yo, inocentemente.
Y aquí, la mente de aquel pobre vendedor, que se había preparado durante años para cualquier posibilidad y que tenía argumentos hasta para hacerte ir al lavabo en coche, se ha bloqueado definitivamente. En toda su preparación, lo único que no había previsto era un chico incapaz de conducir y viajando solo por su isla, así que después de abrir y cerrar la boca unas cuantas veces, ha acabado derrumbándose y me ha indicado amablemente la dirección y la hora del próximo bus.
Santorini es una isla muy peculiar, y mi estancia en ella también lo fue. A quienes no conocen la isla, les diré que se la tendrían que imaginar como una especie de columna de tierra gigante de muchos metros de altura, y en cuya cima se encuentran todos los pueblos y todos los habitantes de la isla. Para subir a lo alto de la columna puedes ir por carretera (en bus), utilizar un teleférico o ir caminando por unas escaleras milenarias que han matado a más de un turista, no porque no estuviesen bien construidas, sino porque ha tenido un paro cardíaco después de subir 3487 escalones seguidos. Eso sí, una vez llegas arriba, no puedes evitar una cierta sensación de triunfo, y a lo mejor por eso los habitantes son tan amables y acogedores con aquellos que conseguimos subir. En cierto modo, estamos demostrando nuestro valor por el mero hecho de haber llegado ahí arriba.
Pero, en mi caso, aquella peculiaridad geológica no fue lo único que me sorprendió. De hecho, fue lo que menos me sorprendió. Y es que, por primera vez en la vida, en Santorini experimenté un fenómeno que luego se ha ido repitiendo en otros lugares del mundo: en lugar de gastar el dinero empecé a ganarlo, y la causa principal fue, diría yo, la ya mencionada amabilidad de los habitantes. Por un lado, había personas que, al cabo de poco rato de conocerme, me regalaban dinero para que pudiese seguir viajando, cosa que no me había pasado nunca y que nunca habría imaginado que fuera posible.
Pero es que, además, me era totalmente imposible pagar lo que comía: sencillamente, no me aceptaban el dinero, e insistían en invitarme. A lo mejor es que, después de varios días sin dormir en una cama caliente, mi aspecto era realmente lamentable, pero el caso es que, por una u otra razón, cada vez que intentaba pagar, me encontraba con una firme e inamovible resistencia y yo, para ser sinceros, tampoco me esforcé en llevarles la contraria.
En definitiva, después de todo un día por la isla, mi única preocupación era conocer gente.
Entablar nuevas relaciones es un milagro que, aunque se repita una vez y otra, no deja de sorprenderte por su aparente improbabilidad. Cuando empiezas a viajar (al menos, a mí me pasaba), uno de los únicos temores que sientes es el de «¿y si no conozco a nadie?». Estar un día entero sin hablar es una experiencia dolorosa, y cuando viajas en solitario, hay ocasiones en que la barrera que te separa del resto de las personas parece enorme.
Pero en cada pueblo hay alguien esperándote, un grupo dispuesto a acogerte o alguien que también tiene ganas de conocer a otras personas, y siempre se da algún incidente que hace que acabes conociendo a ese alguien hipotético que te esperaba.
El caso de Santorini no fue una excepción, y el incidente refleja perfectamente lo que estoy tratando de explicar. Después de todo un día vagando solo, yendo al puerto y a visitar un volcán apagado que hay cerca, decidí que subir las escaleras manualmente no era una buena idea, e imploré una entrada gratuita al teleférico que me fue concedida. Así, cuando subí a la cabina y la puerta ya se cerraba, entró una chica relativamente joven. Después de todo un día en solitario me moría de ganas de hablar, así que cuando escuché el mágico «Where are you from?»[1], no fue nada difícil empezar a hablar, y pronto la chica dejó de ser «una chica» y pasó a ser Konstantina, una estudiante de psicología de veinticuatro años recién licenciada, que me acogió en su casa y fue mi amiga y acompañante durante mi estancia en Santorini. ¿Qué habría pasado si hubiese subido en el teleférico anterior, si no hubiese subido precisamente en este, si no hubiese decidido preguntarme de dónde era…? No lo sé, pero es inútil especular y no hay necesidad alguna de hacerlo: es suficiente con saber que siempre encontrarás a alguien y que el mundo está lleno de personas geniales; tanto que probablemente llegará el día en que tú mismo serás la persona que ayudará y acogerá a alguien, en lugar de ser el acogido, y así devolverás todo lo que te han dado. ¿Soy el único que piensa que el mundo es genial?
31 de agosto
[…] Y finalmente ha llegado el momento de partir de Santorini, pero me voy completamente feliz, sabiendo que he tenido una estancia más intensa y divertida de lo que nunca habría podido imaginar. Después de conocer a Tina, no he dejado de hacer cosas desde la hora de levantarme hasta la de irme a la cama: he visitado toda la isla, me he pasado el día conociendo a sus amigos y yendo con ellos de fiesta, he ido a comer a la taberna de sus padres, me han llevado a playas secretas que solo los habitantes de la isla (y no todos) conocen, he ido a escalar, he dormido en la playa… ¡Por no mencionar su casa, que es increíble! ¿No he dicho nada de la casa de Tina? ¡No solo es genial la «casa» en sí, sino la forma de llegar! Para conseguirlo, tienes que bajar unos acantilados (por los cuales casi nos matamos una noche al bajarlos a oscuras; aunque no es necesario decir que, como siempre, la suerte me acompañaba y sigo vivo), varias pendientes y unas semiescaleras, hasta que llegas a una pared donde encuentras… ¡la cueva! Porque su casa es, básicamente, una cueva muy trabajada en la cual ha colocado una puerta, una cama, muebles y grandes cantidades de ropa y cosas de lo más variado tiradas por el suelo (un desorden que, en mi caso, me hacía sentir como en casa)… por no mencionar el agua, ¡que hasta tiene agua corriente! (Eso sí, tienes que esperar quince minutos hasta que llega al grifo, supongo que a causa de la canalización que se ha tenido que hacer…).
En definitiva, es una casa increíble, y los días que he pasado aquí han sido geniales. Pero esto no hace más que convencerme de que tengo que seguir con el viaje, porque recuerdo perfectamente cuando, en Roma, me encontré con un dilema similar.
Si entonces me hubiese quedado, ahora no estaría aquí. Y de la misma manera, cuanto mejor me lo paso aquí, significa que mejor podré llegar a pasármelo en mi siguiente destino.
Lo mire como lo mire, tengo que seguir con mi viaje, pero si una cosa tengo clara, es que esta no será mi última visita a Santorini. Me queda mucho por ver, mucho por aprender y mucho por hacer. Tarde o temprano volveré a ver a toda la gente que he conocido estos días… ¡si no es que vienen ellos antes a verme a mí a Barcelona!