Es difícil escribir un final precisamente cuando esto de final no tiene nada. Todo lo contrario: mis viajes no hacen sino aumentar, puesto que el tiempo que puedo dedicar a viajar crece exponencialmente día tras día.

Y lo cierto es que con un año entero de viajes por África y América por delante, no puedo evitar sentir que lo que he narrado hasta ahora no es más que el principio.

Pero lo que sí que se acaba es este libro, y me gustaría pensar un poco en todo lo que he contado. He intentado hablar de muchas y muy diversas experiencias; y los viajes y las aventuras que he vivido durante estos dos años solo son una parte de ellas. Aparte de los viajes, en mi libro he intentado transmitir muchas otras cosas más… aunque esto ya no sé si lo habré logrado, porque hay cosas que son difíciles de explicar cuando no estás cara a cara.

Por ejemplo, habré conseguido lo que me propongo si, a lo largo de mi historia, os habéis preguntado al menos una vez por qué no hacéis las cosas que realmente queréis hacer. ¿Quién os lo impide, aparte de vosotros mismos?

Si actuamos de una determinada manera, es porque queremos, y si no lo hacemos, es porque no lo deseamos. No hay excusas. El «no puedo, porque…» siempre es un pretexto, y solo significa que no estamos dispuestos a pagar el precio necesario por cumplir nuestros deseos. A mí me encantaría volar, pero de momento aún no estoy dispuesto a aceptar las consecuencias que tendría que afrontar cuando llegase el momento de colisionar contra el suelo. No tiene nada de malo que no quiera morir aplastado a cambio de volar: es mi opción. Por tanto, no tiene nada de dramático que quiera volar y no lo haga.

Esta forma de contemplar la existencia es una de las cosas que he aprendido viajando. Cuando viajas solo, las cosas se simplifican tanto que inevitablemente cambia tu perspectiva. No es un cambio evidente o mágico, no vas por la calle y oyes decir: «¡Este es un viajero!». Es tan sencillo como que, al llevar en la mochila y en la cabeza todo lo que necesitas para sobrevivir, empiezas a prescindir de muchas de las cosas que hacías y pensabas sin preguntarte el porqué.

Una vez que has recogido y limpiado ropa de la basura, te das cuenta de que realmente no había ninguna razón para no haberlo hecho antes. Después de que te hayan acogido treinta y cinco veces en casas diferentes empiezas a sospechar que tal vez el mundo no sea un lugar lleno de asesinos en serie con ganas de abrirte en canal después de todo. Cuando te sorprendes a ti mismo después de una semana sin usar ni un euro, no puedes evitar preguntarte por qué antes pensabas que el dinero era algo tan importante. Y, aunque después vuelvas a casa, una parte de la experiencia (de la libertad, de la gente que has conocido, de la felicidad) siempre se queda contigo. A veces es chocante volver y notar lo limitados que estamos, cómo nos ata la sociedad en la que vivimos. Ver que, de repente, han vuelto todos los relojes, y que lo que antes era un «aún falta bastante para que se ponga el sol» ahora es «son las 16.13», es una experiencia sorprendente.

Pero todo, en la vida, son elecciones. Aceptar el precio o no aceptarlo. Y son elecciones que dependen de vosotros, no de mí, porque yo ya he tenido bastantes aventuras con mis elecciones, así que las vuestras son para vosotros. Es fácil dejar que otros escojan la vida que tienes que vivir (y esos «otros» pueden ser los amigos, la sociedad, los padres, el mundo, la suerte, o incluso tus propias circunstancias…). Es fácil, sí… pero también es profundamente aburrido. Por tanto, el único consejo que puedo dar (porque a mí me ha funcionado) es que intentéis vivir la vida que soñáis. Siempre. El día en que se deja de soñar es el día en que ya no vale la pena vivir.