ANTES DE EMPEZAR
Quiero contaros una historia. Es la historia de un niño que nació el 18 de julio de 1990 en Barcelona. La historia de un niño que nació antes de lo previsto (no porque el parto fuera prematuro, sino porque su madre apenas tuvo tiempo de alcanzar la cama del hospital antes de que el niño saliera disparado de las ganas que tenía de ver el mundo), y también la historia de lo que sucedió por este afán de conocer gente y cosas nuevas. Evidentemente, es una historia de aventuras.
Pero todas las aventuras tienen un principio, y si tengo que explicar lo que pasó, supongo que será mejor que empiece por el principio.
No sé muy bien cuándo nació este afán por descubrir y explorar, pero sé que, cuando tenía seis años y me iba de excursión con mis padres, solía desaparecer a los pocos minutos para «descubrir caminos secretos». También que, cuando íbamos a un restaurante, apenas acababa de comer, me levantaba de la mesa para «hacer amigos»… y regresaba enseguida, siempre acompañado, para presentar mis nuevos colegas a mis padres. Y, por último, que apenas cumplí cinco años, comencé a ahorrar dinero para viajar en cuanto fuera mayor.
Lo cierto es que con el paso de los años sufrí algunos contratiempos. Uno de los que más se esforzaron para ganarse un sitio en el «hall de la fama» fue, seguramente, la leucemia que tuve a los cinco años y que me dejó en silla de ruedas a los ocho. Pero, cuando pienso en ello, no puedo evitar hacerme una pregunta complicada: «¿Sería más feliz, ahora, si no hubiese padecido una leucemia?», «¿me gustaría tanto viajar, sería tan consciente de que vivo la vida que quiero vivir y no otra?», «¿me sentiría tan ilusionado por el futuro y el presente como me siento ahora?».
Supongo que son preguntas que nunca podré responder y, por lo tanto, nunca sabré si la leucemia y la silla han sido una dificultad o una suerte.
Sea como fuere, acabé recuperándome de la leucemia. Tal vez me quedaban tantas aventuras por vivir que estas bloquearon el famoso túnel de la muerte, impidiendo que me fuese hasta que no se «descongestionase» un poco la cosa. No lo sé. También podéis insertar aquí la respuesta religiosa que más os guste, estilo «Dios aún tenía planes para ti». El caso es que los años pasaron, volví a mi tranquila vida en Esparreguera, cerca de Barcelona, y un buen día descubrí que tenía catorce años y ya no podía aguantar más las ganas de viajar. Por supuesto que se podría objetar que catorce años son muy pocos, pero a quien diga eso yo le preguntaría cuántos sueños hay que lleve esperando los últimos catorce años de su vida y considere que aún es pronto para hacerlos realidad.
En cualquier caso, tuve la suerte (como ya veréis, mi vida contiene una gran y alta dosis de buena suerte) de tener unos padres que no intentaron encerrarme en un manicomio por el hecho de plantearles la idea de viajar a los catorce años. En lugar de eso hice un viaje a Bruselas con mi padre, para aprender a viajar y para captar algunas nociones básicas de supervivencia (como que los extranjeros apuntándome con navajas son malos, que las oficinas de información turística son buenas, que las iglesias generalmente son permisivas con la idea de dormir sin pagar, o que si no preguntas desde qué vía sale el tren, no te podrás subir a él). Un cursillo acelerado que no salió tan mal, porque al año siguiente me fui de viaje… y regresé vivo, que era todo lo que pedía.
No es difícil adivinar que la experiencia me gustó, sobre todo para los que saben que actualmente tengo dieciocho años y que ya he estado en más de 25 países, entre ellos Francia, Alemania, Bélgica, Holanda, Dinamarca, Grecia, Gran Bretaña, Italia, Bosnia, Serbia, Croacia, Hungría, Rumanía, Tailandia, Malasia, Singapur, Japón, Argentina, Chile, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Panamá… y, obviamente, en gran parte de la geografía de nuestro país. Tengo también un montón de viajes pendientes. Para empezar, este verano me voy cuatro meses a África, y para después estoy planteándome algunos viajes por el oeste asiático.
No obstante, lo que más suele sorprender a la gente no es que haya viajado a tantos lugares, sino la forma en la que me gusta hacerlo: totalmente solo. Ni familia, ni amigos, ni nada: solo yo, mi silla de ruedas y mi mochila. La verdad es que la silla de ruedas no supone nunca un problema, más bien al contrario, como ya explicaré.
Y no solo voy por mi cuenta, como decía, sino que prácticamente tampoco llevo dinero: en el peor de los casos solamente gasto unos tres euros diarios, que es todo lo que me hace falta para comer… Cuando todo va bien, en lugar de gastar dinero mientras viajo, lo gano, pues suelo dormir en playas, parques, metros, estaciones de tren, iglesias… Aunque, en la práctica, no se puede decir que esté precisamente solo. Allá donde voy conozco gente que me acoge, que me enseña la ciudad, que me lleva a vivir nuevas experiencias y que, en definitiva, contribuye al hecho de que cada día me guste más viajar.
Supongo que cada viajero tiene una razón para serlo: hay quien viaja para desconectar; otros lo hacen para probar comidas exóticas; para ver monumentos y lugares interesantes; para visitar a un amigo o pariente… En mi caso, viajo para conocer gente nueva, y es por eso que siempre que me preguntan sobre los viajes, lo primero de lo que les hablo es de las personas que he conocido. Porque para mí son las personas y no los paisajes lo que me motiva para salir de casa.
Lo cierto es que tengo centenares de historias sobre personas y aventuras que he ido viviendo, pero en un momento u otro tendré que parar. Tenemos mucho tiempo y muchas páginas por delante, y lo mejor será explicaros mi historia desde el principio: el primer viaje que hice totalmente solo.