BANGKOK
No fue el día que hice la primera exposición oral en el instituto; ni el día en que realicé trucos de magia delante de toda mi familia; ni tampoco el día que jugué la final del torneo del Tenkaichi 2. El día que más nervios he pasado en toda mi vida fue, probablemente, el día que inicié mi viaje a Tailandia.
No por el viaje en sí, evidentemente. Sabía que, una vez en Tailandia, todo iría bien. No. Lo que me preocupaba era llegar. Y es que, mirándolo fríamente, podían fallar muchas cosas. Por un lado, mi edad: dieciséis años. La edad mínima para, rozando los límites legales, conseguir (¡por fin!) un maldito visado para salir de mi cárcel (es decir, de Europa). Tan ajustada y relativa era la probabilidad de que me diesen el visado que no me había atrevido a ir personalmente a pedirlo: si hubiesen visto que solo tenía dieciséis años y que encima iba en silla de ruedas, lo más probable es que se hubiesen declarado en huelga colectiva y hubiesen clausurado la embajada tailandesa durante los siguientes catorce años, por miedo a que se me ocurriese volver a pedir un visado.
Para evitar catástrofes como esa, mi padre se había encargado de los trámites y ahora ya tenía visado; pero una vez llegase al aeropuerto de Tailandia, ya no podría esconder que iba en silla, y el «¡ah, no! Tú no entrarás en mi………… (rellenar con el transporte y/o país de conveniencia)» era un tema que ya me empezaba a asquear un poco.
El billete también era un asunto delicado. Mis escasos fondos monetarios no daban para mucho, y el único que había encontrado adecuado a mi presupuesto era de una compañía de los Emiratos Árabes. El problema era que aquella compañía no vendía billetes en España, así que le había dado el dinero a mi prima Maika, que vive en Estados Unidos. Ella había comprado el billete a mi nombre en América y luego me lo había enviado por correo.
Todo el asunto, combinado, tenía tal aroma de escasa legalidad y tan pocas probabilidades de éxito que me tenía al borde del paro cardíaco.
Claro que, sea cual sea el riesgo, siempre es peor no intentarlo, ¿no? Ya sabemos que las probabilidades entre un millón tienen un índice de éxito mucho más elevado de lo que nos dice la estadística, y por otra parte… ¿Qué sería de mi salud mental si aquel año tampoco conseguía irme de Europa? Posiblemente acabaría saliendo por la tele protagonizando una de aquellas noticias de «niño asesino mata a sus padres con una catana de metro y medio; se cree que el asesinato se debió a una sobredosis de videojuegos violentos», y nadie sabría jamás que lo que me había hecho enloquecer no habían sido los videojuegos, sino la claustrofobia por estar encerrado en el minúsculo continente europeo.
En definitiva: lo iba a intentar todo y un poco más aún.
La verdad es que no me considero pesimista (y espero que, después de leer mi libro, vosotros tampoco lo hagáis), pero hay que reconocer que en esta ocasión mis temores acabaron por ser infundados.
Las cosas ya empezaron a marchar bien con la resolución del problema del billete: llegué, hubo algunas dificultades técnicas por culpa del ordenador (que me obligaron a acabar con la mitad de las reservas médicas de que disponía para contener la ansiedad), pero al final todo funcionó, y, para mi tranquilidad, me encontré a bordo de un avión en dirección a los Emiratos Árabes, la primera y única escala del vuelo a Bangkok. Para ser sinceros, ni siquiera protesté cuando me obligaron a ir en un autobús adaptado, ni tampoco cuando me hicieron subir al avión en una silla de ruedas especial. A aquellas alturas ya no me importaba nada: estaba dentro del avión y eso era lo único que importaba.
El segundo punto crítico de la operación (la llegada a Tailandia) ya presentó más dificultades. Cuando el trabajador de la oficina me vio y me preguntó dónde estaban mis padres, ya supe de inmediato que aquello no sería ningún camino de rosas. Respondí, con la expresión más natural y honesta que encontré, que viajaba solo y que tenía un visado para entrar, y la reacción inmediata fue la esperada: «No, un menor no puede entrar en Tailandia solo».
Pero, aparentemente, yo conocía las leyes mejor que ellos mismos, y sabía que estas estaban de mi parte. Años atrás, cuando se decidió que había llegado la hora de legislar el tráfico internacional, un alma caritativa decidió que la edad mínima para viajar solitariamente en avión serían los dieciséis años. Y gracias a esta ley (y al anónimo benefactor de la humanidad que la estableció), mi edad y mi visado eran, en teoría, todo lo que necesitaba para entrar en Tailandia.
Recuerdo que el trabajador me escuchó con cara de escepticismo, y cuando le di mi visado, se pasó unos veinte minutos hablando con España y confirmando que no era ninguna falsificación.
La situación se iba alargando mientras yo practicaba mentalmente técnicas de relajación para no estrangular al personal del aeropuerto, pero al final la violencia fue del todo innecesaria (como casi siempre), y después de esperar más de una hora ocurrió el milagro: Dios, el universo, el destino o el encargado del aeropuerto, según sea tu grado de misticismo, decidió que aquel pesado en silla de ruedas se merecía entrar de una puñetera vez, y respiré por primera vez aire tailandés.
Bien, a lo mejor sería más preciso decir que el aire tailandés me respiró a mí. Como mínimo esta fue la sensación que tuve cuando salí finalmente del aeropuerto y una bofetada de aire caliente con una increíble carga de humedad me dio en toda la cara. Nunca había respirado fuera de Europa, y la diferencia se notaba. No tanto por el calor (que era bestial), sino por la humedad: parecía imposible salir a la calle y no estar empapado a los cinco minutos.
Evidentemente, el calor y la humedad solo eran diminutas manchas de petróleo en el mar de mi felicidad: sí, hacía un calor horrible… ¡pero era un calor horrible tailandés! Todo lo que miraba, respiraba y escuchaba tenía un aire exótico, diferente, que lo hacía irresistible a mis sentidos. Había conseguido todo lo que quería, y ahora finalmente me esperaban dos meses de libertad absoluta para explorar la otra punta del mundo.
Sinceramente, no podía pedir más.
De: Albert_246@hotmail.com
Para: Casa
Enviado el: jueves, 28 de junio de 2007
¡Holaaa! Bien, en estos momentos estoy acogido en casa de una familia tailandesa que tiene Internet, así que os puedo escribir un poco. De hecho, podría escribir mucho, pero no creo que tenga tanto tiempo.
Bien, he vivido millones de anécdotas en estos días en Bangkok. Mi buena suerte habitual no se quiere separar de mí y es cada vez más ostentosa. Empiezo a tener miedo de que la policía me detenga por Exceso de Buena Suerte, igual que detienen a los coches por exceso de velocidad, y también me acompañan mis otros recursos habituales.
He aprendido a regatear bastante bien (en Bangkok, sin ir más lejos, conseguí un juego de cuatro en raya por 150 bats en lugar de los 450 del precio inicial) y también he descubierto una debilidad de los tailandeses muy interesante: el juego. Así que como siempre se me ha dado bien el cuatro en raya (era mi juego favorito cuando me aburría en clase, pero durante estos días he podido jugar con muchos tailandeses y aún he mejorado todavía más), he descubierto que puedo conseguir muchas cosas apostándolas con los tailandeses, en lugar de pagar directamente. No suelen apostar dinero, pero ¿quién necesita dinero, cuando puedo conseguir comida y todo lo que me haga falta a cambio de poner cuatro fichas de plástico en línea recta?
[…] Ya he dicho que mi suerte, en conjunto, está que se sale, pero tengo que admitir que no en todo momento he sido igualmente afortunado.
Cuando no tuve tanta suerte, por ejemplo, fue el día que llegué a Bangkok. Y es que, loadas sean las virtudes de los tailandeses, también tienen sus pequeños defectos; y una de las cosas que, definitivamente, no son su fuerte es dar direcciones.
El caso es que eran las cinco de la mañana, estaba en la estación de autobuses de Bangkok (recién llegado del aeropuerto), y quería ir a la calle Phitsanulok. Desgraciadamente, encontrar una calle en Bangkok sin mapa es mucho peor que encontrar la famosa aguja en el pajar, porque, al menos, cuando buscas la aguja el único obstáculo que tienes es la paja. En Bangkok, en cambio, los tailandeses colaboran activamente para que no encuentres lo que sea que andas buscando. Así que, después de un contacto prolongado y de una amplia experiencia, he llegado a la conclusión de que todos los tailandeses que están especializados en obstaculizar el camino a los turistas se pueden dividir en tres grandes categorías:
El tipo A, el menos perjudicial de todos, se te queda mirando atentamente mientras le preguntas: «¿Phitsanulok? ¿Phitsanulok Road?». A menudo esperará a que lo repitas cuatro o cinco veces, impasible, y cuando hayas acabado, te dirá amablemente, eso sí: «I don’t speak English»[2], y se irá tranquilamente. ¿English? ¿Qué English hace falta para entender un nombre? Si me encuentro un austro-serbio-polaco en Barcelona que pregunta por la «Raimbleish», ¡sé perfectamente lo que se espera de mí! De todas formas, el tipo A es el mejor, porque solo te hace perder cinco minutos.
El tipo B es peor: cuando le pides la dirección, al pobre le da un ataque de pánico y decide preguntárselo al tailandés que encuentra más cerca. El problema es que eso se repite y se genera una reacción en cadena que acaba con un círculo de tailandeses debatiendo con extremo interés la solución a tu problema. Desafortunadamente, acostumbran a debatirlo igual que los griegos debatían el sentido de la existencia. Se forman bandos (norte, sur, este, oeste… e incluso se añaden los escépticos, que opinan que no hay camino ni calle Phitsanulok, y los budistas, que creen que la necesidad de encontrar la calle Phitsanulok es perjudicial y deberías librarte de ella), se forman coaliciones (sureste, noroeste), y todo acaba desembocando en una discusión apasionante pero eterna. Al final la única escapatoria es huir, dejarlos a todos atrás en pleno debate y aceptar que has perdido quince minutos de tu vida, pero que te niegas a perder dos horas.
Aun así, el último tipo, el C, es aún más siniestro. Camuflado en un amable tailandés sonriente, su característica es que siempre que preguntas dice que sí. A todo. «Phitsanulok Road, this way?»[3], preguntas tú, inocente, y él siempre responderá: «Yes, yes!», con un vigor y una confianza que da envidia. Lo más curioso es que, si a continuación señalas la dirección contraria, y vuelves a preguntar lo mismo, te volverá a decir que sí con la misma seguridad. ¿Cuántos turistas inocentes han caído en las garras de estos pobres tailandeses y han acabado en un vertedero público en lugar de en su querido hotel?
Sea como sea, os aseguro que ir a cualquier sitio en Bangkok sin mapa equivale a una muerte segura. Acabé llegando al albergue a las siete de la mañana, después de caminar dos horas por la ciudad, y eso que ahora sé que la parada de autobús se encontraba a solo treinta minutos de la calle Phitsanulok.
En fin, me he alargado mucho con Bangkok, pero es que es una de las experiencias más terroríficas que he vivido. Hay tantísimas cosas para contar… pero ya hace media hora que estoy en el ordenador, así que mejor que cierre antes de que les gaste las teclas a los miembros de la familia tailandesa que me ha acogido.
Ah, y ahora estaré unos días largos sin Internet, porque me iré de casa de esta familia, así que… ¡Buena suerte a todos! ¡Yo seguro que la voy a tener!
Aunque, como decía en el correo, pasé dificultades para llegar al albergue, lo cierto es que conseguirlo valió la pena. Siguiendo la tradición de pagar albergue solo el primer día de cada viaje, cuando llegué me dispuse a encontrar uno que me gustase. Esperaba tener que buscar y rebuscar para encontrar el más barato, pero por azares del destino acabé en el mejor albergue de la ciudad a la primera. No lo digo por el precio (y eso que tenía una cama por 2,20 euros), sino por la que probablemente sea la mejor idea que he visto en todos estos años de viajes: el sistema de voluntarios del albergue de Bangkok.
Cuando se fundó el albergue de Phitsanulok Road, su creador descubrió —y con eso demostró que era un auténtico visionario— que su albergue podía beneficiar tanto a los viajeros como a los tailandeses. El razonamiento que siguió es bastante simple: por un lado, el mundo está lleno de viajeros que quieren visitar las zonas más auténticas y menos turísticas de la ciudad y, en definitiva, quieren conocer el auténtico Bangkok.
Simultáneamente, Bangkok es una ciudad llena de estudiantes tailandeses con ganas de conocer a extranjeros, practicar el inglés y tener amigos de todo el mundo. El material, la voluntad y las ganas ya existían: lo único que hacía falta era un intermediario, y este intermediario fue el albergue. Así empezó el programa de voluntarios, que consistió en ir por todas las universidades de Bangkok diciendo a los estudiantes que, si estaban interesados en enseñar la ciudad y conocer extranjeros para practicar el inglés, solo tenían que ir al albergue: les darían clases de inglés gratuitas, les darían una oportunidad de practicar el idioma y, además, la popularidad del albergue no haría más que aumentar, porque los turistas que se quedaran allí se encontrarían la opción de visitar la ciudad acompañados por tailandeses de verdad, que lo harían por diversión y no por ganar dinero.
Diario del 24 de junio
Ha sido a partir de mi llegada al albergue cuando realmente he empezado a conocer Tailandia y la peculiar cultura de los tailandeses. Porque lo que es innegable es que Tailandia es, aún hoy, un país muy peculiar.
Para empezar, los tailandeses tienen poderes. Uno de estos poderes es el de encontrarse una carretera sin semáforos, con seis carriles de coche pasando a toda velocidad, cruzarla sin pararse… y llegar vivos al otro lado. Cada día.
Otro poder es el de la juventud. Un tailandés solo tiene tres estados: niño, joven y viejo. De verdad. No hay término medio. Es más acentuado en las chicas, pero cualquier tailandés que parezca «joven» puede tener entre dieciocho y treinta años, y serás absolutamente incapaz de distinguir una chica de dieciocho de una de veintiocho. A partir de este punto, tanto chicos como chicas pasan automáticamente a tener aspecto de viejos… el precio a pagar por su larga juventud.
Y aún hay otro poder, que es mi favorito: el de la felicidad. No solo son felices, sino que (como cualquier persona feliz) hacen felices a los demás. Una acción tan simple como reír, que en Europa incontables adultos no hacen a diario, es para ellos tan habitual como alzar una ceja o rascarse. Ríen por todo, y en situaciones en las que, en Europa, reír podría incluso resultar ofensivo. Si te equivocas en alguna cosa, por ejemplo, se ríen de ti, se ríen contigo, y la prueba es que si son ellos los que cometen el error, se reirán con la misma alegría y con las mismas ganas. En cierto modo, son más niños y menos adultos.
Realmente, vivir entre tailandeses es una sensación agradable.
Su sociedad parece haber llegado (según mi punto de vista) a un equilibrio casi perfecto entre un nivel de vida material moderado (la gente come, las familias tienen suficiente dinero para darles a sus hijos veinte bats para que jueguen a la PS2 en un cibercafé…) y un nivel de vida «social» muy superior al que tenemos aquí (ya que, comparándola con Tailandia, la sociedad de Europa está enferma de suspicacia, miedo, desconfianza, estrés…).
Y, en este equilibrio, los tailandeses son felices y alegres, llevan una vida relajada (los universitarios, por ejemplo, van a la universidad tres días a la semana, y los otros cuatro son fiest… quiero decir… días dedicados al estudio intensivo en casa) y que funciona.
En fin, parece evidente que, después de estas consideraciones, Tailandia ha pasado a ocupar uno de los primeros lugares en mi ranquin de países favoritos. Realmente, si tuviese que escoger un país para vivir, Tailandia no sería una mala elección, aunque creo que eso de irme a vivir lejos de Cataluña todavía tendrá que esperar. Al fin y al cabo ¿cómo podría escoger objetivamente un país extranjero para vivir cuando aún me quedan tantos y tantos por visitar que, a lo mejor, aún son mejores?