CHIANG MAI, CHIANG RAI

El primer lugar donde llegué durante mi visita al norte de Tailandia fue la famosa ciudad de Chiang Mai. La verdad es que, según llegué al norte, empecé a notar que esta era la Tailandia que habría querido encontrar desde el principio.

Mientras que el sur y las islas son un nido de turistas, el norte es todo lo contrario. Hay turismo, claro, pero mientras que en el sur de Tailandia tienes la sensación de que la gente vive para el turismo, que el turismo es la única y exclusiva fuente de trabajo y de dinero, en el norte es simplemente un saludable complemento a la economía. Por eso, cuando preguntas a la gente a qué se dedica, te encuentras con una agradable diversidad, que se hace interesante aunque solo sea por el contraste con las aburridas y uniformes respuestas que te encuentras en el sur.

Como hay menos turismo, también te encuentras con que la gente tiene más curiosidad y los precios de las cosas son muchísimo más bajos, cosas que son, ambas, evidentemente positivas. Tan barata era la comida en Chiang Mai (si comías arroz y pollo como el resto de los tailandeses en lugar de ir a los restaurantes, claro) que decidí que incluso podía permitirme una habitación sin pasar de los tres euros diarios. Una comida costaba cuarenta céntimos de euro, y la habitación me costaba menos de dos euros, así que mi presupuesto siguió intacto y aterricé en lo que debía de ser el albergue más barato de toda la ciudad. Hay que reconocer que tuve suerte, porque acabé en un lugar muy especial. Era realmente enorme, con espacios ajardinados en el interior y habitaciones esparcidas por el recinto, pero lo más divertido no era el albergue, sino sus trabajadores, que, como no tenían mucho trabajo, se dedicaban a una de sus ocupaciones preferidas: jugar.

Una de las diferencias que más me gustaban entre la cultura tailandesa y la nuestra es que allí el juego es una de las principales actividades cuando no se tiene nada concreto que hacer. Mientras que aquí tenemos más la costumbre (¡horrible!) de pasear, hablar o ir a tomar un café, en Tailandia se juega. Y pueden llegar a ser muy buenos, porque cuando dedicas mucho tiempo a jugar a alguna cosa, los resultados siempre son sorprendentes. Por mucho que hables, tomes café o pasees, nunca conseguirás tomar café mejor que nadie. En cambio, lo que me gusta de los juegos (y la razón por la que odio pasear o ir a hacer cosas aburridas como tomar algo en un bar) es que puedes ver una mejora a medida que practicas. Y, en el caso de los tailandeses, los resultados son absolutamente impresionantes, porque pueden llegar a pasarse semanas jugando al mismo juego sin encontrar razón alguna para cambiar de actividad.

Todo esto viene a cuento porque lo viví de primera mano cuando llegué al albergue y me encontré a los cuatro trabajadores profundamente concentrados en una partida de bingo. Nunca se me habría ocurrido interrumpir una actividad tan trascendental como la de jugar, así que me quedé callado, expectante y sin ninguna prisa en particular, viendo cómo acababan la partida a una velocidad espeluznante: después de días y días jugando, en algún momento debieron de decidir que el bingo original era un juego demasiado fácil… y habían empezado a innovar; a estas jugaban con tres cartones a la vez, de forma que cada vez que sacaban un número, tenían que colocar hasta tres fichas dependiendo de su suerte, pero tenían tanta práctica en localizar sus números que lo hacían casi instantáneamente.

No exagero si digo que cantaban un número cada dos segundos: tenía auténticas dificultades para seguir sus manos colocando las fichas en sus cartones respectivos antes de que se cantase el número siguiente. Y, a tal velocidad, la partida podía durar como mucho unos tres minutos.

Evidentemente, no tuve que esperar mucho a que me atendiesen, y pronto me encontré confortablemente instalado en una de las habitaciones. Sinceramente, creo que la habría aceptado aunque el precio hubiese sobrepasado los dos euros, aunque solo fuera por poder participar en una partida de bingo ultrarrápida como la que acababa de presenciar. No quería ni imaginar lo que pasaría cuando cayese en sus manos el cuatro en raya que siempre llevaba e introdujese en sus vidas un juego de mesa nuevo. Si habían convertido el aburrido juego del bingo en lo que acababa de ver, ¿qué podrían llegar a hacer con el cuatro en raya?

Me moría de ganas de averiguar esto, y muchas cosas más sobre Chiang Mai, y pronto empecé a explorar la ciudad y a sus habitantes, descubriendo que lo que visitaba era una Tailandia totalmente distinta a la que había conocido en el sur. Y no solo los tailandeses de Chiang Mai me cayeron bien enseguida. Los turistas que iba conociendo en el albergue también me parecían más simpáticos que los del sur, e incluso algunos días recorrí la ciudad con otros viajeros. Chiang Mai era un lugar fascinante, donde conseguí aprovisionarme de libros interesantes para el resto del viaje (en mi caso, fantasía y ciencia ficción, claro) gracias a las tiendas de libros en inglés que te cambiaban libros en lugar de vendértelos. Y, sobre todo, pude conocer Tailandia a un nivel mucho más profundo a como lo había hecho hasta entonces.

15 de julio

[…] Hace días que todo el mundo me dice que una de las cosas más divertidas de Chiang Mai son los mercados que se celebran los domingos, y es por eso por lo que he acabado decidiendo esperar un día más y no irme hasta mañana, que es lunes.

La espera ha valido la pena, pese a que ya empezaba a tener ganas de cambiar de panorama. Cuando ha empezado a caer la noche, la calle principal de Chiang Mai se ha ido convirtiendo, como por arte de magia, en un paseo lleno de cosas increíbles a ambos lados. Predominaban las cosas decorativas (tallas de madera, artesanía, alfombras, pinturas, joyas o amuletos, etcétera), pero también había otras actividades como juegos al aire libre, helados artesanales (he comprado uno de chocolate por cinco bats) y gente tocando instrumentos o bailando, que hacían que fuese aún más interesante. La verdad es que no me he podido contener y he empezado a hablar con los vendedores para preguntarles cómo fabricaban los productos y otras cosas por el estilo. Y estoy contento de haberlo hecho porque casi todos han ido respondiendo positivamente: muchos me hacían alguna demostración y me lo dejaban probar a mí, e incluso algunos me daban un artículo de muestra para que me lo llevase.

Viendo que todo el mundo era muy abierto, y también que todo el mundo se sorprendía de que un turista se interesase por el vendedor en lugar de hacerlo por el producto, he decidido que también podría ponerme a hablar con la gente que tocaba instrumentos de música. La verdad es que la comunicación, como casi siempre en Tailandia, era bastante complicada, y la gran cantidad de gente y ruido lo hacía todo aún más difícil, pero entonces he descubierto que no me era necesario hablar para comunicarme. He cogido la ocarina, me he acercado a una chica que parecía tener mi edad y que estaba tocando la guitarra, y le he ofrecido tocar con ella para ayudarla a recaudar dinero.

El resultado es que la colaboración no ha ido del todo mal, y entre ambos hemos conseguido reunir más de 300 bats. Hablaba muy poco inglés, pero he conseguido dejar claro que era todo suyo, sin embargo, cuando me iba, ha venido corriendo para proponerme que nos lo gastásemos juntos yendo a comer una pizza, que aquí en Tailandia es todo un lujo.

Así ha terminado la noche, cenando con una tailandesa con la que apenas podía hablar, pero ¿y qué falta me hacía? La verdad es que, por muchas veces que lo vea, creo que nunca dejará de sorprenderme y de alegrarme la facilidad con la que surge la comunicación y la amistad humana… incluso cuando no hay lengua común para comunicarse.

Cuando me fui de Chiang Mai ya sabía que, en lo que quedaba de viaje, no volvería a dormir en un albergue por muy barato que fuese: acababa de decidir que mi estancia por el sur de Asia me serviría para visitar (aunque fuese brevemente) Malasia y Singapur, y eso significaba que durante el resto del viaje tendría que vivir con menos de tres euros al día. Lo que me obligó a tomar medidas drásticas fue la facilidad con la que me había ido pasando el tiempo en Tailandia. Cuando viajas, los días transcurren a una velocidad increíble, porque cada instante es nuevo y todo te sorprende y te interesa. Pero el billete de ida y vuelta que tenía estipulaba que el viaje por Asia solo duraría dos meses y en consecuencia, si quería tener un mínimo de tiempo para visitar Singapur y Malasia, debía aprovecharlo porque era impensable viajar en autobús (ya no digamos haciendo autoestop), pues el trayecto me habría llevado días y días.

Después de mucho pensar, decidí tomar un vuelo hasta Singapur con una compañía del tipo Ryanair pero versión asiática, que me hizo pagar cuarenta y cinco euros por el billete a Singapur. Si no quería sobrepasar los tres euros diarios (y no es que tuviese mucha elección), tenía que reducir de un modo drástico el presupuesto y, evidentemente, alojarme en un albergue quedaba definitivamente descartado.

Pero no era necesario adelantarse mucho a los acontecimientos, y tenía claro que antes de irme de Tailandia quería hacer una visita a algún pueblo pequeño del norte. Lo cierto era que había una gran variedad, pero me apetecía ir a un sitio donde no hubiese ningún turista (sí, Tailandia tiene el don de despertar un profundo sentimiento antiturístico, supongo que a causa de la enorme cantidad de extranjeros que te encuentras constantemente, lo que te da la sensación de que te estás perdiendo el auténtico país). Por fin, un amigo inglés pero que residía en Tailandia me sugirió que lo fuese a visitar al pueblo donde residía desde hacía años: Chiang Rai. Según me dijo, Chiang Rai era una pequeña población sin nada en especial, y eso la convertía precisamente en un destino muy poco turístico.

La idea me pareció perfecta y, a la mañana siguiente del famoso mercado de Chiang Mai, decidí que había llegado la hora de partir.

En Chiang Rai me esperaba este amigo inglés y también la familia de una amiga que había conocido en Bangkok, lo que hizo que pasase las dos primeras noches en la ciudad sin tener que preocuparme por dónde dormir, pero al tercer día eso ya se había acabado.

Era un día tranquilo, como todos los que había pasado en Chiang Rai, donde finalmente había acabado encontrando lo que buscaba: un lugar donde realmente era difícil, por no decir imposible, encontrar a alguien que no fuese tailandés. Los habitantes no tenían nada que ver con el turismo, y hablar con ellos era realmente fácil, porque todos se morían de curiosidad al ver a un extranjero paseando por su pueblo. El idioma era una barrera, como siempre, pero cuando hay interés por ambas partes, cualquier barrera se supera fácilmente.

Así, mi tercer día en la ciudad decidí ir a visitar un parque para ver si era factible dormir en él, pero, al llegar, me encontré con que estaba habitado por decenas de grupos de adolescentes tailandeses sentados en círculos. Esto me sorprendió, porque en Tailandia siempre era difícil encontrar gente de mi edad. Al cabo de pocos minutos, ya estaba perfectamente instalado en medio de un grupo de tailandeses de catorce y quince años que estaban jugando con un monopatín. La llegada de una silla de ruedas no tardó en sustituir al monopatín, que quedó abandonado de cualquier manera mientras todo el mundo hacía turnos para ir probando la silla e intentar mantenerse sobre dos ruedas. Yo les iba enseñando cómo hacerlo, como hago siempre con todo aquel que quiere aprender, y la verdad es que no tardaron mucho en dominar el equilibrio. Así fue como les pregunté si se les ocurría algún lugar donde pudiese dormir sin pagar y, después de pensar un rato, uno de ellos me sugirió que probase en uno de los templos budistas de la ciudad. La idea me pareció peculiar de entrada, pero, bien visto, no había razón por la que desatender el consejo. Al fin y al cabo, los monjes budistas tienen muy buena fama, así que ¿por qué no intentarlo?

18 de julio

[…] he decidido que finalmente es el momento de descubrir si los monjes budistas están a la altura de mis expectativas, así que me he ido hacia un templo de estos que tanto les gustan a los tailandeses (supongo que les deben de gustar, porque hay uno en cada esquina) y lo que he encontrado me ha sorprendido considerablemente.

Por alguna razón, los monjes budistas siempre me han recordado a Holanda. En cierto modo son, a nivel de monjes, lo que Holanda a nivel de países, y lo que he encontrado en el templo de Chiang Rai no me ha decepcionado en absoluto. Mientras que en Europa los monjes cristianos se dedican a rezar y a meditar, en Tailandia los budistas no están para tonterías. Mientras los cristianos viven una vida exactamente igual que la de hace 500 años (o casi), los monjes budistas han evolucionado.

Si nos paramos a pensar, ¿quién les prohíbe tener un MP3? ¿Hay alguna razón por la cual no puedan organizar una fiesta a las seis de la tarde? Los días tienen muchas horas, y meditar está muy bien, pero una vez has meditado un rato, y después has decidido meditar un poco más, y finalmente has meditado una horita o dos para acabar de redondearlo, entiendo que te apetezca organizar un karaoke. Y es que esta es, exactamente, la surrealista escena que me he encontrado al entrar en las dependencias de los monjes del templo. Ellos, lejos de mirarme cohibidos o avergonzados, me han saludado con una alegría y naturalidad que casi me convierten al budismo. Os digo que no son monjes, son hippies disfrazados.

Por supuesto, me han ofrecido una habitación para pasar la noche, lo que ha desencadenado la sorprendente historia que ha logrado que la mayoría de los monjes estén totalmente convencidos de que soy la reencarnación de un antiguo monje que vivió aquí años atrás.

El caso es que cuando les he pedido si me podrían dar una habitación, me han asegurado que sí, pero enseguida nos hemos encontrado con una dificultad: cada templo budista tiene el juego completo de llaves de toda la provincia (en este caso, Chiang Rai), y esto quiere decir un elevado número de templos budistas y muchas decenas de llaves (muchas, realmente). En consecuencia, cuando han sacado el juego completo de llaves para encontrar la de mi habitación (las de las habitaciones en uso las tienen los monjes que las ocupan), han comprendido que no sabían cuál era y que tardarían mucho en descubrirlo. Al principio han empezado a probar ellos, pero enseguida me he dado cuenta de que al fin y al cabo era yo el que iba a dormir ahí, así que lo más justo era que fuese yo quien lo hiciese. He cogido el llavero y he cogido una llave al azar… que al instante ha hecho un agradable clic y ha abierto la puerta. Una casualidad que a mí me ha alegrado, aún sin parecerme tan sorprendente, pero que, sin embargo, ha impactado terriblemente a todos los monjes del templo, que han empezado a hablar muy emocionados entre ellos en tailandés. Y, como tengo una ligera idea de la filosofía budista (todos hemos oído historias de cómo escogen al Dalai Lama y demás), he acabado atando cabos y no me he sorprendido excesivamente cuando el superior del monasterio me ha explicado lo que pensaban. En fin, no es que me moleste que me digan que soy la reencarnación de un monje budista. Mientras no me obliguen a quedarme aquí a vivir y hacerme monje…

—¡Hey!, un momento, ¿para quién es esta túnica?

—¡Esperad! ¡¿Qué le estáis haciendo a mi pelo…?!