IV
EXTRACTOS DEL DIARIO DEL REVERENDO JULIAN GRAY
Primer extracto
¡Hoy hace un mes que nos hemos casado! Lo único que puedo decir es que estaría encantado de pasar por todo lo que he sufrido para vivir este mes de nuevo. No he sabido lo que era la felicidad hasta ahora. Es más: he convencido a Mercy de que todo es obra suya. He dispersado sus recelos en el viento; debe aceptar los hechos y reconocer que es capaz de hacerme feliz.
Mañana volvemos a Londres. Ella lamenta tener que abandonar el tranquilo y remoto retiro de la costa: odia este cambio. A mí no me importa. Todo me da igual, mientras mi mujer esté a mi lado.
Segundo extracto
Han aparecido las primeras nubes. Acabo de entrar en la habitación de improviso y la encontré llorando.
Con mucha dificultad he logrado que me contara lo ocurrido. ¿Hasta dónde puede llegar la maldad de una deslenguada y estúpida mujer? En este caso, la mujer a la que me refiero es la casera de mi alojamiento. Como todavía no teníamos proyectos para el futuro, volvimos a Londres (por desgracia, como acabamos de comprobar), a mis habitaciones de soltero. Todavía disponía de ellas otras seis semanas y Mercy no estaba dispuesta a que corriera con los gastos de un hotel. A la hora del desayuno, mi mujer pudo oír cómo me comentaba irónicamente que, durante mi ausencia, se hubieran acumulado muchas menos cartas y tarjetas de lo habitual. Después del desayuno tuve que salir. Ella, pobrecilla, atenta siempre al menor cambio en relación al mundo que me rodea y que pueda relacionarse con mi matrimonio, interrogó a la casera acerca de por qué se había reducido el número de visitas y la correspondencia. La mujer vio la oportunidad de chismorrear sobre mí y mis asuntos y la fina sensibilidad de mi esposa sacó muy pronto las correspondientes conclusiones. Mi matrimonio ha decidido a ciertos sabios cabezas de familia a romper su relación conmigo. Desgraciadamente, los hechos hablan por sí solos. La gente que, años atrás, solía visitarme e invitarme, o que cuando estaba ausente me escribía, ahora se había abstenido, con extraña unanimidad, de visitarme, invitarme o escribirme.
Habría sido una pérdida de tiempo, que además hubiera implicado una falta de confianza en mi mujer, intentar arreglar las cosas discutiendo aquella conclusión con Mercy. Solo pude consolarla diciéndole que aquellas actitudes solo me provocaban una sombra de mortificación. De este modo, he logrado, hasta cierto punto, tranquilizar a mi querida amada. Pero la herida está ahí y duele. Es imposible ignorar este hecho, así que tendré que afrontarlo con valor.
Aunque este pequeño incidente me parezca insignificante, me ha hecho tomar una decisión. De ahora en adelante, estoy resuelto a actuar según mis propias convicciones en vez de guiarme por los bienintencionados consejos de las amistades que aún me quedan.
La mayor parte de mi éxito lo he conseguido en el púlpito. Soy, como se suele decir, un predicador carismático, pero jamás en mi fuero interno he sentido la vanidad de mi propia fama o un respeto extraordinario por los medios con que la he conseguido. En primer lugar, no considero importante la oratoria como mérito intelectual. No hay otro arte en el cual las condiciones del éxito sean tan fáciles de obtener; no existe otro arte en el que lo meramente superficial pase por delante de lo que pretende ser profundo. Entonces, ¡los resultados que consigue son tan nimios! Observemos mi caso. ¡Cuántas veces, por ejemplo, habré atacado, con todo mi corazón, el perverso despilfarro de la vestimenta de las mujeres, ese sucio pelo postizo y sus nauseabundos polvos y pinturas! ¡Cuántas veces, por poner otro ejemplo, he denunciado el espíritu mercenario y materialista de este siglo, la corrupción constante y las estafas propias del comercio, tanto en las capas altas como en las bajas! ¿Y qué he hecho de bueno? Pues las delicias de las mismas personas a las que reprendía. «¡Me ha encantado su sermón!». «¡Ha estado más elocuente que nunca!». «En la otra iglesia odiaba los sermones, pero ¿sabe que ahora estoy impaciente por oír el próximo?». Este es el efecto que produzco los domingos. Y los lunes, las mujeres se van a la sombrerería a gastarse más dinero en bagatelas; los hombres de negocios trabajan para hacer todavía más dinero, mientras que mi tendero, que se deshace en elogios por mi sermón, vestido con su traje dominguero, se remanga las de su ropa de diario para adulterar el azúcar de su predicador favorito con la alegría de siempre.
En años anteriores, a menudo he sentido estas objeciones como obstáculos para seguir con mi carrera. Las tenía amargamente presentes cuando abandoné mi dedicación a la iglesia y ahora me siguen influenciando.
Estoy cansado de mi éxito barato en el púlpito. Estoy cansado de la sociedad de estos tiempos. Sentía cierto respeto hacia mí mismo, y cierta pasión y esperanza cuando estaba entre la pobre gente de Green Anchor Fields. Pero no puedo, ni debo volver con ellos. Ahora no tengo derecho a jugar con mi salud y mi vida. Debo volver a mis prédicas o abandonar Inglaterra. Entre un pueblo primitivo, lejos de las ciudades (en el lejano y fértil Oeste del gran continente americano), tal vez pueda ser feliz con mi esposa y ayudar a mis vecinos, con la seguridad de poder cubrir nuestras necesidades con mi modesta renta, que apenas me sirve de nada aquí. En la vida que imagino veo amor, paz, salud, los deberes y ocupaciones dignos de un hombre cristiano. ¿Qué perspectivas tengo ante mí si sigo el consejo de mis amigos y me quedo? Trabajar en algo de lo que estoy harto, porque ya hace mucho tiempo que he dejado de respetarlo; aguantar la miserable maldad de que se me hace objeto a través de mi esposa, quien solamente consigue mortificación y humillaciones allá donde mire. Si solo tuviera que preocuparme de mí mismo, desafiaría a la maldad para ver hasta dónde es capaz de llegar. Pero debo pensar en Mercy, la mujer que quiero más que a mi vida. Las mujeres, pobres, viven de la opinión de los demás. Ya he recibido una advertencia de lo que mi esposa puede llegar a sufrir en manos de mis «amigos» (¡qué Dios me perdone por emplear tan mal esta palabra!). ¿Acaso debo exponerla a que la sigan mortificando? ¿Y todo por volver a una profesión a cuyos frutos ya no les doy ningún valor? ¡No! Los dos seremos felices… ¡los dos seremos libres! Dios es misericordioso, la naturaleza es bondadosa y el amor es real tanto en el Nuevo Mundo como en el Viejo. ¡Vayamos, pues, al Nuevo Mundo!
Tercer extracto
No sé si he hecho bien o mal. Ayer le comenté a Lady Janet la fría bienvenida que recibí a mi regreso a Londres y el dolor que le infligió a mi mujer.
Mi tía ve el asunto desde su particular punto de vista y así lo explica. «Jamás has entendido ni entenderás a la alta sociedad», dijo. «Lo que ocurre es que estos pobres cretinos no saben cómo comportarse. Están esperando a que una persona distinguida les indique si han de aprobar vuestro matrimonio o no. Hablando claro, están esperando a que yo les guíe. Eso está hecho. Yo les guiaré».
Pensaba que mi tía estaba bromeando. Lo que ha sucedido hoy me ha demostrado que hablaba muy en serio. Lady Janet ha enviado invitaciones para uno de sus grandes bailes en Mablethorpe House y ¡se ha encargado de difundir que el objetivo de la fiesta será «celebrar la boda de Mr. y Mrs. Gray»!
Al principio, me negué a asistir. Pero, sin embargo, para mi gran sorpresa, Mercy se ha puesto de parte de mi tía. Me recordó lo mucho que le debemos a Lady Janet, y ha logrado convencerme para que cambie de opinión. Iremos al baile, ¡por deseo expreso de mi esposa!
El sentido de su actitud, según la interpreto, es que a mi triste amada sigue asaltándole en secreto la idea de que mi matrimonio me ha degradado ante la opinión pública. Ella será capaz de sufrir, de correr cualquier riesgo o de creer cualquier cosa, para librarse de ese inquietante pensamiento. Lady Janet prevé un éxito social y la desesperación de mi mujer (no su convicción) acepta ese augurio. En cuanto a mí, estoy preparado para el resultado. Acabaremos por marcharnos al Nuevo Mundo y trataremos con una sociedad que da sus primeros pasos entre bosques y praderas. Prepararé reservadamente nuestra partida y la anunciaré en el momento justo, es decir, después del baile.
Cuarto extracto
Me he reunido con el hombre adecuado para mis propósitos, un viejo compañero mío, que es actualmente socio de una empresa naviera, bastante familiarizada con la emigración.
Dentro de quince días, uno de sus bajeles se embarca para América desde el puerto de Londres, pasando por Plymouth. Por una feliz coincidencia, el baile de Lady Janet es dentro de quince días.
Con ayuda de este buen amigo he logrado reservar un camarote, pagando un pequeño depósito. Si el baile termina (como creo que terminará) con nuevas humillaciones para Mercy (conmigo que hagan lo que quieran, les desafío a que me humillen), no tendré más que dar mi confirmación por telegrama y podremos tomar un tren hacia Plymouth.
Sé el efecto que le producirá a Mercy esta noticia, pero tengo preparado el remedio. Las páginas de mi diario, que he ido escribiendo a lo largo de estos años, le demostrarán claramente que no es ella la que me impulsa a abandonar Inglaterra. Verá que ese deseo de cambiar de trabajo y de ambiente lo he expresado una y otra vez, mucho antes de que nos conociéramos.
Quinto extracto
El vestido de baile de Mercy (un regalo de la bondadosa Lady Janet) está terminado. Tuve el honor de ver la primera prueba de esta obra de arte. No entiendo nada del valor de sedas o encajes, lo único que sé es que mi esposa va a ser la mujer más hermosa del baile.
Ese mismo día fui a darle las gracias a Lady Janet y me encontré con una nueva muestra del carácter caprichoso y original de mi querida y anciana tía.
Cuando entré en su habitación estaba a punto de romper una carta. Al verme, se contuvo y me la dio. Era la letra de Mercy. Lady Janet me enseñó un párrafo en la última hoja. «Dile a tu mujer, con todo mi amor», dijo, «que yo soy la más tozuda de las dos. Me niego rotundamente a leer sus cartas, así como me niego a escucharla, cada vez que intenta volver a ese tema. Ahora devuélvemela, Julian». Se la devolví y vi cómo la rompía delante de mí. ¡El tema del que Mercy tiene terminantemente prohibido hablar es el de la suplantación de Grace Roseberry! No he visto referencia hecha con mayor naturalidad y delicadeza que la que empleaba mi esposa en su carta para mencionarlo. Daba igual. Tuvo bastante con leer la primera línea. Lady Janet cerró los ojos y destruyó la carta… y es que ella pretende vivir, y morir, sin conocer la historia de Mercy Merrick. ¡El ser humano está lleno de misterios! ¿Qué tiene de extraño que jamás lleguemos a entendernos?
Último extracto
La mañana después del baile.
Se acabó. La alta sociedad ha vencido a Lady Janet. No tengo ni la paciencia ni el tiempo necesarios para entrar en detalles. Partimos para Plymouth en el expreso de esta tarde.
Llegamos algo tarde al baile. Los suntuosos salones se llenaban con rapidez. Paseándome por ellos con mi esposa, ella me hizo notar algo que me había pasado inadvertido. «Julian», me dijo, «fíjate en las damas y dime si no ves algo extraño». Al hacerlo, la orquesta empezó a tocar un vals. Observé que muy pocas personas se dirigieron al salón de baile. Y de esas pocas personas, casi ninguna era joven. Por fin caí en la cuenta. Salvo algunas excepciones (que no hacían más que confirmar la regla), no había mujeres jóvenes en el baile de Lady Janet. Llevé enseguida a Mercy al salón principal. El rostro de Lady Janet indicaba que ella también era consciente de lo que había ocurrido. Los invitados seguían llegando. Recibíamos a caballeros y a sus esposas, a caballeros y a sus madres, a caballeros y a sus abuelas, pero en lugar de sus hijas solteras nos presentaban elaboradas excusas con la maravillosa desvergüenza que su esmerada educación les permitía. ¡Sí, señor! ¡Así habían sorteado las matronas de la alta sociedad el problema de tener que reunirse con Mrs. Gray en casa de Lady Janet!
Pero quiero ser justo. Las damas presentes en el baile mostraron su respeto a su anfitriona. Actuaron como correspondía; no, mejor dicho, incluso exageraron.
En realidad no tenía ni idea de la grosería y la vulgaridad que se han filtrado en la alta sociedad en los últimos tiempos hasta que vi el trato dispensado a mi esposa. Atrás quedaron la gazmoñería y los prejuicios de antaño. La amabilidad y la generosidad, llevadas hasta la exageración, son las dos posturas predilectas de la generación actual. Ver cómo las mujeres se mostraban generosamente olvidadizas con las desdichas de mi esposa, y a los hombres prodigar su amabilidad a la hora de felicitar al marido, escuchar las mismas frases en cada salón: «Encantada de conocerla, Mrs. Gray»; «¡Le estoy tan agradecida a Lady Janet por habernos ofrecido esta oportunidad!»; «Julian, viejo amigo, ¡qué criatura tan hermosa! ¡Te envidio, te doy mi palabra de honor de que te envidio!»; recibir esta acogida, enfatizada con fastidiosos apretones de mano y ostentosos besos a mi mujer; y después mirar a mi alrededor y comprobar que ni una de esas personas había traído a sus hijas solteras al baile, era, en mi sincera opinión, ver caer al hombre civilizado a lo más bajo que se pueda imaginar. Tal vez en el Nuevo Mundo nos aguarde alguna decepción, pero jamás nos ofrecerá un espectáculo más abyecto que el que presenciamos anoche en el baile de mi tía.
Lady Janet correspondió al proceder adoptado por sus invitados dejándolos solos. No obstante, todos ellos se quedaron a cenar con gusto. Sabían por experiencia que en Mablethorpe House no servían comidas rancias ni vinos baratos. Vaciaron todas las botellas y no dejaron ni la última trufa del pastel.
Antes de marcharnos, Mercy y yo nos entrevistamos con mi tía en el piso de arriba. Era necesario explicarle con claridad mi decisión de abandonar Inglaterra. La siguiente escena fue tan dolorosa que no me veo capaz de recordarla en estas páginas. Mi mujer se ha resignado a la idea de marcharnos y Lady Janet nos acompañará hasta Plymouth: ese ha sido el resultado. Me es imposible encontrar palabras para expresar el alivio que experimento, ahora que ya está todo preparado. El único dolor que siento al alejarme de la orilla de Inglaterra es tener que separarme de mi querida y noble Lady Janet. Dada su edad, quizás sea una separación definitiva.
Así termina mi relación con mi país. Mientras tenga a Mercy a mi lado, podré enfrentarme a un futuro incierto, porque sé que, esté donde esté, la dicha me acompañará. Cuando subamos al barco con los emigrantes, nos reuniremos con quinientos aventureros como nosotros, a los que su tierra natal no puede ofrecerles ni trabajo ni hogar.
Caballeros del Departamento de Estadística, súmenle dos al número de fracasos sociales producidos por Inglaterra en el año del Señor de mil ochocientos setenta y uno: Julian Gray y Mercy Merrick.
FIN