CAPÍTULO VII
VA A LLEGAR EL HOMBRE
—Estás muy pálida esta mañana, querida.
Mercy suspiró con fatiga.
—No me siento bien —contestó—. Por cualquier cosa me intranquilizo. Me cansa incluso cruzar la habitación.
Lady Janet le dio con cariño una palmadita en la espalda.
—Veamos si te recuperas con un cambio de aires. ¿Adónde quieres ir? ¿Al continente o a la playa?
—Es usted demasiado buena.
—Te mereces lo mejor, hija.
Mercy se emocionó. Los colores se le subieron a su pálido rostro de un modo encantador.
—¡Ay! Repítalo, por favor —exclamó dejándose llevar por la impresión del momento.
—¿Qué repita qué? —preguntó Lady Janet con sorpresa.
—Sí, por favor. No soy presumida, pero quizá sea vanidosa. No me canso de oírla cuando dice cosas que revelan que me quiere. ¿De verdad le agrada tenerme en su casa? ¿Le es grata mi compañía?
(La única excusa para esta ráfaga de cariño —si se puede hablar de excusas— era la probable respuesta afirmativa a aquellas dudas. Dice mucho de la persona de la falsa Grace que la Grace auténtica no hubiera sido más digna de confianza si hubiese sido ella la que hubiera llamado a las puertas de Mablethorpe House.)
Lady Janet en parte se emocionó y en parte se burló de las palabras sinceras que se le habían dirigido.
—Claro que me es grata tu compañía —replicó—. Querida, no tienes que dudarlo.
Acarició el brazo de Mercy y continuó, en un tono más grave:
—No me canso de decírtelo, Grace: bendigo el día en que te conocí. Creo que si fueras mi propia hija no estaría más satisfecha contigo.
Mercy de repente volvió la cabeza, como si quisiera esconderse. Lady Janet, que acariciaba el brazo de Mercy, advirtió cómo temblaba.
—¿Qué te pasa? —preguntó de sopetón, con franqueza.
—Le estoy muy agradecida por todo.
Pronunció aquellas palabras con voz entrecortada. No se atrevía a mirar a Lady Janet. «¿Qué habré dicho yo para provocar esta reacción?», se preguntaba la anciana. «¿Estarán hoy sus sentimientos a flor de piel? De ser así, mejor que le hable ahora de Horace». Sin perder de vista su objetivo, Lady Janet abordó el delicado tema con el tacto que merecía.
—Nos llevamos tan bien —resumió— que no sería fácil para ninguna de las dos aceptar un cambio en nuestras vidas. A mi edad sería insufrible. ¿Qué haría, Grace, si llegara un día en que tuviera que separarme de mi hija adoptiva?
Mercy se intranquilizó y la miró de frente. Las lágrimas asomaban a sus ojos.
—¿Y por qué tendríamos que separarnos? —preguntó alarmada.
—¿De verdad que no lo sabes? —replicó Lady Janet.
—De verdad.
—Habla con Horace y que sea él quien te lo diga.
Aquella última observación era demoledora. Mercy bajó la cabeza. Empezó a temblar de nuevo. Lady Janet observaba cómo sus ojos estaban en blanco.
—¿Es que pasa algo entre vosotros? —preguntó.
—No.
—¿Estás enamorada de él, querida? Supongo que no le habrás dado esperanzas sin estar enamorada.
—¡No!
—¿Entonces…?
Por vez primera, Mercy se atrevió a interrumpir a su bienhechora.
—Querida Lady Janet —la interrumpió con gentileza—, no tengo prisa por casarme. Tendremos tiempo para ocuparnos de eso. Usted quería hablar conmigo; ¿qué desea?
No era tarea fácil desconcertar a Lady Janet Roy. Pero aquellas últimas palabras la dejaron atónita. Increíble, ahí estaba su joven amiga, ajena al problema y sin la menor idea sobre el motivo de la conversación. «¿En qué piensan las jóvenes de hoy día?», pensaba la anciana, buscando cómo seguir la charla. Mercy, que aguardaba a su lado con paciencia infinita, hacía la situación más embarazosa. El silencio parecía haber dado por terminada la conversación cuando entró en la habitación un sirviente con una bandeja de plata.
Lady Janet descargó su mal humor sobre esta víctima.
—¿Qué pasa? —preguntó con brusquedad—. Yo no te he llamado
—Una carta, señora. El mensajero aguarda respuesta.
El hombre le presentó la bandeja con la carta y se retiró.
Lady Janet, sorprendida, reconoció la letra del sobre.
—Con permiso, hija —dijo con su habitual cortesía, haciendo una pausa antes de abrirlo.
Mercy asintió con la cabeza y se retiró al otro extremo de la habitación, ignorante de que la carta introduciría una crisis en su vida. Lady Janet se puso sus lentes. «¡Qué raro que ya haya regresado…!», dijo para su fuero interno, dejando el sobre en la mesa.
La carta era la que sigue; y su autor no era otro que aquel que había predicado en la capilla del albergue:
Querida tía:
He regresado a Londres antes de lo que pensaba. Mi amigo el Rector ha suspendido sus vacaciones y ha vuelto a su trabajo. Temo que usted me regañe cuando conozca las razones por las cuales ha tenido que volver deprisa y corriendo a sus obligaciones. Cuanto antes se lo diga, mejor para mi conciencia. Además, quiero hablarle de otro asunto. Tengo cierta urgencia en comunicárselo. Y me gustaría presentarle a una mujer —una desconocida— muy interesante. Por favor, mande con el mensajero su conformidad, y así complacería a su sobrino, que la quiere mucho.
Julian Gray
Lady Janet leyó otra vez con desconfianza la frase en la que hablaba de una «mujer». Julian Gray era su único sobrino, hijo de una hermana, su favorita, que había muerto. Él no gozaría de una gran estima de su tía —quien no aprobaba del todo sus ideas políticas y religiosas— si no hubiese sido por el gran parecido que tenía con su madre. Esta era una de sus armas con la anciana, aparte del secreto orgullo que ella sentía por la temprana celebridad de la que el joven clérigo gozaba como escritor y predicador. Debido a estas circunstancias atenuantes, y al inagotable buen humor de Julian, la tía y el sobrino mantenían por lo general una buena relación. No considerando lo que ella solía llamar «sus detestables opiniones», Lady Janet estaba lo suficiente interesada en Julian como para querer saber quién era aquella «mujer» misteriosa mencionada en la carta. ¿Habría elegido esposa? Y de ser así, ¿sería una elección aceptable para la familia? El rostro de Lady Janet se ensombreció al formularse la última pregunta. Los liberales puntos de vista de Julian eran capaces de alcanzar extremos peligrosos. Al levantarse del sofá, la tía movió la cabeza como si quisiera disipar un mal agüero, y avanzó hacia la puerta de la biblioteca.
—Grace —dijo; hizo una pausa y se volvió—, debo escribirle una carta a mi sobrino. Regreso enseguida.
Mercy se acercó a ella, desde el otro extremo de la habitación, con una exclamación de sorpresa.
—¿Su sobrino? Usted jamás me ha contado que tuviese un sobrino.
Lady Janet rio.
—Seguro que he estado varias veces a punto de contártelo. Pero tenemos tantas cosas de que hablar… y a decir verdad, mi sobrino no es uno de mis temas preferidos de conversación. Esto no quiere decir que él me disguste; más bien aborrezco sus principios, querida. No obstante tendrás ocasión de formarte tu propia opinión, ya que viene hoy a verme. Espérame hasta que vuelva; debo contarte algo más sobre Horace.
Mercy le abrió la puerta de la biblioteca, la cerró, y se paseó de un lado a otro de la habitación. ¿Le preocupaba el sobrino de Lady Janet? No. Ella no relacionaba la carta de Lady Janet con el nombre de Julian Gray. Mercy ignoraba que el predicador del albergue y el sobrino de su benefactora eran la misma persona. Pensaba ahora en el tributo que Lady Janet le había rendido al principio de la conversación: «Grace, bendigo el día en que te conocí». En aquel momento, el recuerdo de aquellas palabras era un bálsamo para su corazón compungido. La propia Grace Roseberry no podría haber ganado más laureles. Al instante se asustó del éxito de su fraude. Nunca había visto con mayor claridad la precariedad en que se hallaba su existencia. Si pudiera confesar la verdad —si realmente pudiera disfrutar de la sosegada vida de Mablethorpe House—, ¡cuánta felicidad!, ¡cuánto lo agradecería! ¿Sería posible —si contaba la verdad— pedir su absolución en virtud de su excelente conducta? No. El sentido común le avisaba que ello era imposible. El lugar que se había ganado a pulso en la casa de Lady Janet tenía una base fraudulenta. Nadie podría alterar este hecho, nadie podría justificarlo. Sacó un pañuelo y se limpió las lágrimas que empezaban a asomar a sus ojos, e intentó pensar en otra cosa. ¿Qué había dicho Lady Janet que iba a hacer en la biblioteca? Al decir que volvería para hablar de Horace, Mercy intuía por qué; sabía de sobra lo que Horace deseaba de ella. ¿Cómo salir victoriosa de este aprieto? En nombre de Dios, ¿qué hacer? ¿Podía permitir que se casara el hombre que la amaba —el hombre a quien ella amaba— con una mujer como ella? No; su deber era avisarle.
¿Era capaz de romper su corazón? ¿Era capaz de pronunciar las crueles palabras que lo harían infeliz para siempre? «¡No hablaré!», estalló en un arranque de pasión. «Me moriría si él fuese desgraciado». Al desahogarse, su estado de ánimo cambió. Un desafío temerario —la forma más triste en la cual se puede expresar la miseria de una mujer— le llenó el corazón de amargura. Se sentó en el sofá, con los ojos centelleantes y las mejillas bañadas del color rojo de la ira. «Yo no soy peor que otras mujeres», pensaba. «Otras se casarían con él por su dinero». En el acto, los pretextos que había imaginado para decepcionar a Horace se le revelaron falsos, inútiles. Se tapó la cara con las manos y encontró refugio donde siempre ansiaba encontrar amparo: en la inútil resignación de la desesperación. «¡Ojalá me hubiese muerto antes de entrar en esta casa! ¡Ojalá me muera en este momento y descanse para siempre!». Así terminaba siempre la lucha que se libraba en su interior. Y así terminó también ahora.
La puerta que conducía al salón del billar se abrió con sigilo. Horace Holmcroft aguardaba los resultados de la intervención de Lady Janet, pero ya no podía esperar más.
Asomó la cabeza con cautela, dispuesto a retirarse sin ser advertido si las dos seguían conversando. Por la ausencia de Lady Janet parecía que la conversación había llegado a su fin. ¿Le aguardaba su prometida para hablar? Avanzó unos pasos. Ella no se movía; estaba sentada, entregada a sí misma, absorta en sus pensamientos. ¿Estaría pensando en él? Avanzó un poco más y la llamó.
—Grace.
Ella saltó de repente, con un grito apenas perceptible.
—Desearía que no me dieras esos sustos —dijo irritada, dejándose caer en el sofá—. Sabes que hacen que me brinque el corazón.
Horace se disculpó con la humildad de un enamorado. Cuando se ponía en tal estado de irritación nerviosa, ella era muy difícil de apaciguar. Grace apartó la vista en silencio. Completamente ajeno al tormento por el que ella pasaba, él se sentó a su lado y le preguntó con amabilidad si había visto a Lady Janet. Ella respondió afirmativamente con un tono poco razonable de impaciencia y con un gesto que pondría sobre aviso a un hombre de mundo y de más edad de que debía darle algo de tiempo antes de tomar él de nuevo la palabra. Horace era joven, y estaba cansado por la tensión que había soportado en la habitación contigua. Sin pensar, la presionó con otra pregunta.
—¿Lady Janet te ha hablado de mí…?
Ella giró la cabeza, encendida en cólera, antes de que él pudiera añadir una sola palabra.
—Veo que te has servido de ella para acelerar la boda —estalló—. Lo veo en tu cara.
A pesar de lo sencilla que era la respuesta, Horace no logró hallar una que fuera satisfactoria.
—No te enfades —dijo de buen humor—. ¿Acaso es pecado pedirle a Lady Janet que me eche una mano? Yo no sé cómo puedo convencerte. Mi madre y mis hermanas también han hecho todo lo posible, y tú como si nada…
Ella no podía más. Dio una patada en el suelo con una vehemencia histérica.
—Estoy harta de oírte hablar de tu madre y tus hermanas —espetó con violencia—. No sabes hablar de otra cosa.
Si seguía hablando con ella existía el peligro de cometer un nuevo error, y Horace, claro está, lo cometió. Se indignó y se levantó del sofá. Su madre y sus hermanas eran sagradas para él; representaban su ideal de la mujer perfecta. Se fue al otro extremo de la habitación y, sin reflexionar, la reprendió de manera severa.
—Quizá sería mejor que siguieras el ejemplo de mi madre y mis hermanas —dijo él—. Ellas no tienen el hábito de insultar a quien las ama.
A primera vista, la reprimenda pareció no afectarle en lo más mínimo. Seguía igual de indiferente, como si no lo hubiese oído. Nacía una espina —una miserable espina— en su corazón, cuyo espíritu se rebeló contra el habitual elogio de las mujeres de su familia. «Me repugna», pensaba ella, «oír continuamente las virtudes de aquellas mujeres que jamás han sido expuestas a la tentación. ¡Vaya mérito el de vivir con dignidad si estás rodeado de prosperidad y placeres! ¿Acaso su madre ha pasado hambre? ¿Acaso sus hermanas fueron abandonadas en la calle?». Le amargaba el corazón —casi pensaba que podía dejarlo en el engaño— cuando le imponía su familia como modelo. ¿Es que no entendía que a las mujeres no les gusta que se las compare con otras? Lo miraba llena de asombro. Horace estaba sentado junto a la mesa del comedor, dándole la espalda, con la cabeza apoyada en las manos. Si él hubiera intentado reunirse con su prometida, ella le hubiese rechazado; si él hubiera hablado, ella le hubiese interrumpido. Horace permanecía sin decir una palabra. Para una mujer, el silencio del hombre amado es la peor protesta. Ella era capaz de aguantar la violencia verbal. Las palabras se pagan con palabras. Pero el silencio la consumía. Después de dudar un momento, Mercy se levantó del sofá y avanzó con sumisión hasta la mesa. Ella le había ofendido; era la única culpable. ¿Cómo podía saber el pobre que la estaba mortificando? Paso a paso, se acercó. Él no se giró. No se movía. Ella puso la mano con delicadeza sobre su hombro.
—Perdóname, Horace —le susurró al oído—. Hoy no me siento bien; yo no soy así. No hagas caso de lo que te he dicho. Perdóname, por favor.
Imposible resistirse a la ternura de la voz y los gestos que acompañaban a estas palabras. Alzó la vista, le cogió la mano. Ella se inclinó y besó su frente.
—¿Me perdonas? —preguntó.
—¡Oh, amor! —dijo él—, ¡si supieras cuánto te quiero!
—Lo sé —respondió ella con dulzura, enroscando su cabello en el dedo y situando los rizos sobre la frente.
Estaban completamente ensimismados, porque de lo contrario habrían oído cómo se abría la puerta de la biblioteca en el otro extremo de la habitación. Lady Janet acababa de escribirle a su sobrino y volvía, fiel a su compromiso, para seguir luchando por la causa de Horace. Observó que los hechos hablaban por sí solos. «Sin duda alguna mi presencia no es necesaria», pensó la anciana. Cerró la puerta sin hacer ruido y dejó a los enamorados en paz.
Horace volvió, imprudentemente persistente, a preguntar la fecha de la boda. En cuanto pronunció la primera palabra ella se apartó —triste, aunque no enfadada— de él.
—Hoy no me presiones —dijo ella—. No me siento bien.
Él se levantó, y la miró con inquietud.
—¿Hablamos mañana?
—Sí, mañana.
Ella volvió a sentarse en el sofá y cambió de tema.
—¡Cuánto tarda Lady Janet! —dijo—. ¿Qué estará haciendo?
Horace hizo esfuerzos por interesarse en los motivos de la prolongada ausencia de Lady Janet.
—¿Qué fue a hacer? —preguntó, de pie junto al respaldo del sofá, inclinado hacia ella.
—Fue a la biblioteca a escribirle una carta a su sobrino. Por cierto, ¿quién es este sobrino?
—Quizá no lo conozcas.
—Efectivamente.
—Habrás oído hablar alguna vez de él —dijo Horace—. El sobrino de Lady Janet es un hombre célebre.
Hizo una pausa, e inclinándose hacia ella, tomó el cabello que caía sobre su espalda y se lo llevó a sus labios.
—El sobrino de Lady Janet —prosiguió— se llama Julian Gray.
De repente, ella se desconcertó; lo miró con terror, desesperada, como si no diera crédito a lo que acababa de oír. Horace se asombró.
—¡Querida! —exclamó—, ¿qué es lo que te asusta tanto?
Ella alzó la mano pidiendo silencio.
—¿El sobrino de Lady Janet es Julian Gray? —repitió despacio—. Y yo soy la última en enterarme.
La perplejidad de Horace iba en aumento.
—Bueno, ahora ya lo sabes. Pero ¿por qué te alarmas?
Hasta la más valiente de las mujeres —en su posición, y con un temperamento como el de ella— habría sentido pánico. Para Mercy, ser Grace Roseberry adquiría el aspecto de la fatalidad. ¿Cómo pudo ser tan ciega y entrar en una casa en la que ella y el reverendo del albergue se iban a ver las caras? Estaba a punto de llegar el hombre que había sabido alcanzar lo más hondo de su corazón; el hombre que cambió el rumbo de su vida. ¿Vendría acompañado del día del juicio Final?
—No me hagas caso —dijo ella, bajando la voz—. Hoy no me siento bien. Ya me viste esta mañana; hasta el timbre de tu voz me asusta. De todos modos, lo digo con franqueza, no debes preocuparte.
—Querida Grace, parece que te inquietas con solo oír el nombre de Julian Gray. Sé que es una celebridad, y he visto a mujeres desmayarse nada más verle. Pero tú estás muerta de miedo.
Haciendo de tripas corazón, Mercy se rio —una risa amarga, algo incómoda— y lo interrumpió tapándole la boca con la mano.
—¡Qué disparate! —dijo con desprecio—. Como si Mr. Julian Gray tuviera algo que ver con mis nervios. Ya me encuentro mejor. ¿Lo ves?
Le dirigió una mirada que demostraba su alegría, y retomó, aparentando indiferencia, el tema del sobrino de Lady Janet.
—¡Claro que lo conozco! —dijo—. ¿Sabes que va a venir hoy? No te quedes ahí de pie; así no puedo hablar contigo. Siéntate a mi lado, por favor.
Obedeció, pero ella no había conseguido convencerle del todo. De su rostro no habían desaparecido la angustia y la sorpresa. Ella seguía con su juego, dispuesta a disipar cualquier duda sobre Julian Gray.
—Cuéntame más de este hombre célebre —dijo ella, tomándole con cariño del brazo—. ¿Cómo es?
El gesto cariñoso y el tono acaramelado surtieron efecto. Horace alegró la cara, y contestó con desenvoltura:
—Pues prepárate para conocer al clérigo menos clerical —dijo él—. Julian es una oveja perdida entre los pastores; un intruso a ojos del obispado. Predica, si lo llaman, en las capillas de los Disidentes. No aspira ni a la autoridad ni al poder eclesiástico. Practica la Ley de Dios a su manera. No quiere acceder a las altas esferas de su profesión. Dice que ya tiene bastante con ser el arcediano de los Afligidos, el deán del Hambre y el obispo de los Pobres. En fin, a pesar de todas sus rarezas, es un buen muchacho. Goza de una popularidad increíble entre las mujeres. Todas van a pedirle consejo. Me gustaría que tú también fueras.
El semblante de Mercy cambió de color.
—¿Qué quieres decir? —preguntó con desconfianza.
—Julian es famoso por sus poderes de persuasión —dijo Horace sonriendo—. Si él hablara contigo, te convencería para que fijaras la fecha de la boda. ¿Y si Julian intercediera por mí…?
La última observación estaba hecha en clave de broma. Mas Horace no captó la inquietud de Mercy como tal. «Y así lo hará», pensó ella, con terror indescriptible, «si no le paro los pies». Tenía tan solo una salida. La única manera de impedir que Horace consultara a su amigo era concederle lo que deseaba antes de que llegara Julian. Posó la mano en su hombro, se esforzó por ocultar los nervios que la consumían y adoptó una actitud de coquetería absurda digna de compasión.
—¡No digas bobadas, querido! —dijo con alegría—. ¿De qué hablábamos antes de hacerlo sobre Mr. Julian Gray?
—De dónde estaba Lady Janet —contestó Horace.
Ella le palmeó con impaciencia en el hombro.
—No, no. Fue algo que comentaste antes.
Sus ojos terminaron lo que sus palabras habían dejado en el aire. Horace la cogió por la cintura.
—Dije que te amaba —le susurró al oído.
—¿Nada más?
—Es que no te gusta que te lo diga…
Ella sonrió con delicadeza.
—¿De verdad estás seguro de…? —detuvo sus palabras y apartó la mirada.
—¿Nuestra boda?
—Sí.
—Es lo que más deseo en esta vida.
—¿De verdad?
—De verdad.
Hubo una pausa. Los dedos de Mercy jugaban nerviosamente con los adornos de la cadena de su reloj.
—¿Cuándo quieres que llegue ese momento?
Jamás había hablado, jamás había mirado como lo hizo en ese instante. Horace no cabía en sí de felicidad.
—¡Ah Grace! —exclamó—, ¿no estarás jugando con mis sentimientos?
—¿Por qué habría de hacerlo?
Horace era tan cabal que contesto con seriedad:
—Porque hace un momento no querías saber nada de la boda.
—Olvida lo que dije hace un momento —replicó ella con mal humor—. Las mujeres somos muy volubles. Es uno de nuestros defectos.
—¡Alabado sea el cielo por los defectos de las mujeres! —gritó Horace con devota sinceridad—. ¿De verdad quieres que fije la fecha?
—Si quieres…
Horace sopesó durante un momento todas las posibilidades.
—Podemos obtener la licencia para casarnos en quince días —dijo—. Pues que sea de hoy en quince días.
Mercy alzó las manos en señal de protesta.
—¿Por qué no? —continuó él—. Mi abogado está al corriente. Todo está arreglado. Y tú querías que nos casáramos discretamente.
Mercy debía admitir que efectivamente había dicho eso.
—Nos casaríamos hoy mismo, si la ley lo permitiera… ¡De hoy en quince días! Di que sí.
Horace la apretó contra sí. Hubo una pausa. A Mercy, la máscara de la coquetería —mal colocada la primera vez— se le cayó. Sus tristes ojos grises descansaron compasivamente en el rostro ilusionado de Horace.
—No pongas esa cara tan seria —dijo él—. Quiero una sola palabra, Grace. Un sí.
Ella suspiró y lo dijo. Horace la besó con pasión. Mercy se liberó de sus brazos haciendo un esfuerzo.
—¡Déjame! —dijo con voz entrecortada—. Por favor, déjame un momento a solas.
Hablaba con la mayor seriedad. Temblaba como una hoja. Horace se levantó e hizo el ademán de irse.
—Voy a ver donde está Lady Janet —dijo—; quiero comunicarle que soy un hombre feliz, y quiero compartir con ella mi felicidad.
Se dirigió a la puerta de la biblioteca.
—No te vayas, por favor. Quiero verte en cuanto te hayas tranquilizado.
—Te esperaré aquí —dijo Mercy.
Satisfecho con la respuesta, Horace abandonó la habitación. Ella dejó caer las manos en su regazo y descansó la cabeza en los cojines del sofá. Estaba aturdida, atontada. Se preguntaba boquiabierta si aquello era sueño o realidad. ¿De verdad le había dado su palabra a Horace Holmcroft de casarse dentro de quince días? ¡Quince días! En quince días podía pasar de todo: podría encontrar una solución para su precaria situación. En tal caso, pasara lo que pasara, prefería esa alternativa a que Horace y Julian Gray hablaran sobre ella. Se incorporó bruscamente sin dejar de pensar que Horace se vería con Julian. Excitada imaginó a Julian Gray en la habitación, hablándole como Horace lo había hecho unos momentos antes. Lo veía sentado a su lado —ese hombre que, desde el púlpito, supo llegar a lo más hondo de su corazón mientras ella le escuchaba, sin que él la pudiera ver, desde el otro extremo de la capilla—; lo imaginaba muy cerca de ella, escudriñando su cara, adivinando el pecado en sus ojos, oyéndolo en su voz, sintiéndolo en sus manos agitadas; sacándoselo palabra por palabra hasta, abatida, encontrarse confesándose culpable ante sus pies. Dejó caer otra vez la cabeza en los cojines; escondió la cara, aterrorizada ante la escena evocada. Había evitado con maña enfrentarse a la espeluznante consecuencia de aquella entrevista espeluznante, ¿pero podía sentirse segura, aunque Julian y ella no llegaran a intimar? No; no debía bajar la guardia. Sentía escalofríos ante la idea de tener que encontrarse con él en la misma habitación. Se encogía de miedo, sentía vergüenza; Julian Gray le inspiraba temor y respeto.
Pasaron los minutos. El estado de sus nervios empezaba a afectarle físicamente. Lloraba en silencio sin saber por qué. Le pesaba la cabeza; el cansancio recorría todo su cuerpo. Se acurrucó en los cojines, cerró los ojos; el tic tac monótono del reloj encima de la repisa de la chimenea se hacía cada vez más débil. Por fin se quedó dormida: un sueño tan leve que se sobresaltaba cuando caía un pedazo de carbón en la parrilla, o cuando los pájaros piaban y gorjeaban en la pajarera del invernadero.
Lady Janet y Horace entraron en la estancia. Mercy era consciente de las personas que estaban en la habitación. Después de un rato, abrió los ojos y se incorporó. Ya no había nadie. Habían salido sigilosamente para dejarla descansar. Cerró otra vez los ojos. De nuevo se quedó dormida, y del dormir ligero pasó al profundo y sin sueños, favorecida por el calor y el sosiego de Mablethorpe House.