CAPÍTULO XXIII

LADY JANET ACORRALADA

El relato abandona a Julian y a Mercy por un momento y, subiendo a la parte superior de la casa, sigue el curso de los acontecimientos en la habitación de Lady Janet.

La doncella le había entregado la nota a Mercy, y había salido de nuevo para entregar un segundo mensaje, esta vez a Grace Roseberry, en el gabinete. Lady Janet estaba sentada en su escritorio, esperando a que apareciera la dama que había mandado llamar. Una única lámpara difundía una luz tenue sobre los libros, los cuadros y los bustos que la rodeaban, dejando el fondo de la habitación, donde estaba la cama, casi a oscuras. Todas las obras de arte eran retratos; los libros estaban dedicados por sus autores. Lady Janet gustaba de guardar en su dormitorio los recuerdos de las personas que había conocido en el transcurso de su larga vida, todas ellas más o menos distinguidas; la mayoría de ellas, por aquel tiempo ya habían sido llamadas por la muerte.

Estaba sentada cerca del escritorio, reclinada en su sillón, reviviendo la imagen que Julian había descrito.

Tenía los ojos clavados en el retrato fotográfico de Mercy, puesto en un caballete dorado que le permitía contemplarlo bajo el foco de la lámpara. El radiante y expresivo rostro de la anciana dama había sufrido un triste y extraño cambio. Tenía el ceño fruncido; la boca rígida; su cara hubiera parecido una máscara modelada según los trazos más duros de una resistencia a ultranza y de la rabia contenida, de no ser por la luz y la vida que todavía contenían sus ojos. Había algo absolutamente conmovedor en la ternura con que miraba el retrato, intensificada por una expresión de cariño y de sufrido reproche. El peligro que Julian tan sabiamente había temido se reflejaba en su cara; el amor que había descrito con tanta sinceridad se refugiaba únicamente en sus ojos. Ellos hablaban de aquel afecto profanado cruelmente, que había sido su única dicha, inconmensurable, la única esperanza inextinguible de la última etapa de la vida de Lady Janet. El ceño fruncido no expresaba sino la obstinada determinación de estar dispuesta a aguantar ante el naufragio de aquella felicidad, de reavivar las cenizas apagadas de aquella esperanza. Sus labios se limitaban a expresar con elocuencia su firme resolución de ignorar aquel odioso presente y salvar el sagrado pasado. «Mi ídolo quizás haya sido abatido, pero ninguno de vosotros lo sabrá. Voy a impedir que se sepa lo que he descubierto; voy a apagar la luz de la verdad. Seré sorda ante vuestras palabras y ciega ante vuestras pruebas. A mis setenta años, mi ídolo es mi vida. Y lo seguirá siendo».

El silencio del dormitorio se vio interrumpido por un murmullo de voces femeninas en el pasillo.

Lady Janet se levantó al instante y sacó la foto del caballete. Puso el retrato boca abajo encima de la mesa, entre otros papeles, pero de repente cambió de opinión y lo escondió entre los grandes pliegues de encaje que le cubrían el cuello y el pecho. En aquella acción había un amor enorme, y también lo había en la repentina dulzura que a continuación apareció en su mirada. Acto seguido, Lady Janet se puso la máscara. Un observador superficial, al verla en aquel momento, habría dicho: «¡Qué mujer más dura!».

La doncella abrió la puerta. Grace Roseberry entró en la habitación.

Avanzó con rapidez, con una desafiante expresión de seguridad y la cabeza bien alta. Se dejó caer en la silla que Lady Janet le había indicado en silencio. Respondió a la solemne inclinación de Lady Janet con un leve saludo con la cabeza y una sonrisa. Cada movimiento y cada mirada de aquella mujer consumida, pálida y mal vestida expresaba un triunfo insolente, como si dijera: «¡Ahora me toca a mí!».

—Me alegra poder presentarle mis respetos —empezó, sin darle la oportunidad a Lady Janet de hablar primero—. De hecho, me habría visto en la obligación de solicitarle que me recibiera si la doncella no me hubiese entregado su invitación.

—¿Se habría visto en la obligación de pedir que la recibiera? —repitió Lady Janet con tranquilidad—. ¿Por qué?

El tono en que había pronunciado aquellas dos últimas palabras desconcertó a Grace. Se había establecido una gran distancia entre Lady Janet y ella, como si la hubiesen levantado en su silla y la hubiesen transportado al otro extremo de la habitación.

—Me sorprende que no me entienda —dijo, luchando por dominar su confusión—. Sobre todo después de haber sido tan amable de ofrecerme su propio gabinete.

Lady Janet ni se inmutó.

—Pues no la entiendo —contestó, con su habitual serenidad.

El temperamento de Grace acudió en su ayuda. Recobró la seguridad que había mostrado en su primera aparición en escena.

—En este caso —continuó—, debo facilitarle algunos detalles para hacerme justicia a mí misma. Solo encuentro una explicación de su extraordinario cambio de actitud. El comportamiento de aquella abominable mujer le ha abierto por fin los ojos al engaño de que ha sido objeto. Sin embargo, por alguna razón de carácter personal, veo que aún no se ha decidido a reconocerme abiertamente. En esta penosa situación considero que mi dignidad tiene derecho a un cierto respeto. Lo que no puedo, ni tengo intención de permitir es que Mercy Merrick se atribuya el mérito de restablecerme en el puesto que me corresponde en esta casa. Después de todo lo que he sufrido, me es imposible soportarlo. Yo habría solicitado que me recibiera, si no me hubiera hecho llamar, con el propósito de exigir la expulsión inmediata de esa persona de la casa. Y eso es lo que ahora exijo, como justa compensación. Independientemente de lo que usted o Mr. Julian puedan hacer, no estoy dispuesta a permitir que ella desempeñe el papel de arrepentida. Realmente es demasiado tener que oír a esa descarada fijar la hora en que va a explicarse. Resulta insultante tener que ver cómo sale de la habitación, mientras un pastor de la Iglesia de Inglaterra le abre la puerta, como si me estuviera poniendo en un compromiso. Puedo perdonar mucho, Lady Janet, incluso las palabras con las que usted creyó oportuno decirme que me fuera de su casa. He aceptado el ofrecimiento de su gabinete como señal de un cambio favorable en su opinión. Pero incluso la caridad cristiana tiene sus límites. La permanencia de esa desgraciada bajo su techo, permítame que se lo diga, no solo es una muestra de su debilidad, sino también un claro e insufrible insulto contra mí.

Grace calló de repente; no porque le faltaran las palabras, sino porque no tenía quien la escuchara.

Lady Janet ni siquiera aparentaba prestarle atención. Con una descortesía intencionada, totalmente ajena a su temperamento, se dedicaba tranquilamente a ordenar los papeles dispersos sobre la mesa. Ataba algunos con pequeños cordeles y colocaba otros debajo de un pisapapeles; a otros los guardaba en los preciosos cajoncillos de un pequeño secreter japonés. Trabajaba disfrutando plácidamente de su ordenada tarea, totalmente ignorante, según parecía, de que hubiera alguien más en la habitación. Alzó la vista sosteniendo sus papeles con las dos manos cuando Grace dejó de hablar y le dijo serenamente:

—¿Ha terminado?

—¿Acaso me ha hecho llamar con la intención de tratarme deliberadamente con grosería? —le espetó Grace indignada.

—La he mandado llamar con el propósito de decirle algo en cuanto me dé la oportunidad.

La serenidad impenetrable que revelaba aquella frase tomó a Grace Roseberry completamente por sorpresa. No tenía ninguna respuesta preparada. Atónita, esperó en silencio con la mirada clavada en la dueña de la casa.

Lady Janet dejó los papeles y se acomodó confortablemente en su sillón antes de empezar a explicar lo que pretendía.

—Lo poco que tengo que decirle —empezó— se podría resumir en una pregunta. ¿Me equivoco al suponer que usted carece de empleo por ahora y que le convendría aceptar un pequeño anticipo económico? —dijo con delicadeza.

—¿Pretende insultarme, Lady Janet?

—Por supuesto que no. Pretendo hacerle una pregunta.

—Su pregunta es un insulto.

—Mi pregunta es una atención, si estuviera dispuesta a entenderla como es debido. No le reprocho que no la entienda. Ni siquiera la considero responsable de cada una de las muchas faltas contra los buenos modales que ha cometido desde que ha entrado en esta habitación. Deseaba sinceramente poder prestarle algún servicio y usted ha rechazado mis intentos. Lo siento. Dejemos el tema.

Manteniendo un perfecto dominio de sí misma, Lady Janet volvió a dedicarse a sus papeles y a olvidar de nuevo la presencia de la otra persona.

Grace abrió la boca para contestar con la mayor impertinencia de que es capaz una mujer enfurecida, pero, pensándolo mejor, se controló. Era completamente inútil mostrarse violenta con Lady Janet. Su edad y su posición la hacían inmune a cualquier acto de violencia. Grace optó por combatir al enemigo en el terreno neutral de la cortesía, táctica esta más prometedora dadas las circunstancias.

—Si he dicho algo imprudente, le pido disculpas —empezó—. ¿Puedo preguntarle si me mandó llamar con el único objeto de interesarse por mi situación económica?

—Esa —dijo Lady Janet— era mi única intención.

—¿No tenía nada que decirme con respecto a Mercy Merrick?

—Nada en absoluto. Estoy harta de oír hablar de Mercy Merrick. ¿Tiene alguna otra pregunta?

—Una más.

—Diga.

—Deseo saber si tiene usted la intención de reconocerme en presencia del servicio como la hija del difunto coronel Roseberry.

—Acabo de reconocerla a usted como a una dama que se ve en una situación difícil y con cierto derecho a recibir mi consideración y mi indulgencia. Si desea que repita estas palabras en presencia del servicio, por absurdo que esto sea, estoy dispuesta a satisfacer su petición.

El mal genio de Grace empezó a imponerse sobre su estrategia de comportarse con prudencia.

—¡Lady Janet! —dijo—, eso no me basta. Me veo obligada a pedirle que se exprese con claridad. Usted habla de que tengo cierto derecho a recibir su indulgencia. ¿De qué derecho habla?

—Sería muy doloroso, tanto para usted como para mí, entrar en detalles —contestó Lady Janet—. Por favor, no lo hagamos.

—Insisto, señora.

—Le ruego que no insista.

Grace hizo oídos sordos a estas protestas.

—Se lo preguntaré de forma sencilla —continuó Grace—. ¿Reconoce usted que ha sido víctima de un engaño a manos de una desaprensiva que se ha hecho pasar por mí? ¿Tiene intención de devolverme el lugar que me corresponde en esta casa?

Lady Janet volvió a ordenar sus papeles.

—¿Se niega a escucharme?

Lady Janet levantó la vista con su tranquilidad habitual.

—Si insiste en volver a su alucinación —dijo—, me veré obligada a volver a mis papeles.

—¿Y cuál es esa alucinación, si me hace el favor?

—Su alucinación está expresada en las preguntas que acaba de formularme. Su alucinación está implícita cuando solicita mi indulgencia. Nada de lo que usted haga o diga alterará mi paciencia. La primera vez que la vi actué de forma muy incorrecta; perdí los estribos. Fui tan insensata y tan imprudente que hice llamar a la policía. Debo compensarla en lo posible por tratarla de aquella forma tan cruel. Le he ofrecido que disponga de mi gabinete como parte de esa compensación. La hice llamar con la esperanza de que me permitiera ayudarla, para compensarla. Puede mostrar malos modales conmigo, puede hablar en los términos más insultantes de mi hija adoptiva; todo lo aceptaré para compensarla. En la medida en que se abstenga de referirse a algún tema que me resulte enojoso, la escucharé con sumo placer. Pero cada vez que vuelva a ese tema yo volveré a mis papeles.

Grace contempló a Lady Janet con una sonrisa maligna.

—Estoy empezando a entenderla —dijo—. Le avergüenza admitir que la han engañado de forma tan flagrante. Por tanto, su única alternativa es ignorar lo ocurrido. Por favor, cuente con mi indulgencia. No estoy ofendida… simplemente me da risa. No ocurre todos los días que una mujer de tan alto rango se encuentre en una situación como esta ante una mujer insignificante como yo. ¿Cuándo decidió darme ese trato más humanitario? ¿Cuándo su hija adoptiva le ordenó al policía que saliera de la habitación?

Lady Janet estaba preparada incluso para este insulto. Recibió con toda seriedad la pregunta de Grace, como si esta la hubiese formulado de buena fe.

—No me sorprende —intervino ella— que la intromisión de mi hija adoptiva haya dado lugar a malas interpretaciones. Debería haberme manifestado sus objeciones en privado, antes de intervenir. Lo que ocurre es que tiene un defecto: es demasiado impulsiva. Jamás he conocido, en toda mi vida, persona más amable que ella. ¡Siempre preocupada por los demás y siempre olvidándose de sí misma! La simple aparición del policía la movió a compasión y, como siempre, se dejó llevar por sus impulsos. ¡Fue por mi culpa, todo por mi culpa!

Grace volvió a cambiar de actitud. Se había dado cuenta de que Lady Janet podía combatirla con sus propias armas.

—Ya basta —dijo—. Ha llegado el momento de que hablemos en serio. Su hija adoptiva, como usted la llama, es Mercy Merrick, y usted lo sabe.

Lady Janet volvió a sus papeles.

—Yo soy Grace Roseberry. Ella ha robado mi nombre… y usted lo sabe.

Lady Janet seguía con sus papeles. Grace Roseberry se levantó de la silla.

—Acepto su silencio, Lady Janet —continuó— como prueba de su voluntad de eludir la verdad. Es evidente que está dispuesta a recibir a esa desaprensiva como si fuera yo, y veo que no alberga ninguna clase de escrúpulos ante las consecuencias de esta actitud, pues en mi propia cara hace como si yo estuviera loca. No pienso dejarme robar mis derechos de esta manera tan descarada. Volverá a tener noticias mías cuando llegue el correo de Canadá.

Se dirigió hacia la puerta. Esta vez Lady Janet le respondió clara y rápidamente.

—Me negaré a recibir sus cartas —dijo ella.

Grace volvió sobre sus pasos con expresión amenazadora.

—A mis cartas les seguirán mis testigos —continuó.

—Me negaré a recibir a sus testigos.

—Arriésguese a rechazarlos. ¡Apelaré a la ley!

Lady Janet sonrió.

—No pretendo saber mucho del tema —dijo—, pero realmente me sorprendería descubrir que pueda usted reclamarme algún derecho reconocido por la ley. No obstante, supongamos que inicia una demanda legal. Usted sabe tan bien como yo que lo único que puede hacerla avanzar es el dinero. Yo soy rica; honorarios, gastos y lo que haga falta no significan ningún problema para mí. ¿Puedo preguntarle si usted se encuentra en la misma situación?

La pregunta hizo enmudecer a Grace. En lo referente al dinero, estaban a punto de agotarse sus recursos. Sus únicos amigos estaban en Canadá. Después de lo que le había dicho, sería inútil pedir la ayuda de Julian Gray. En una palabra, considerando el dinero que podía reunir le era absolutamente imposible satisfacer sus deseos de venganza. Y la señora de Mablethorpe House, ahí sentada, era perfectamente consciente de ello.

Lady Janet le mostró la silla vacía.

—¿Puedo suponer que tomará asiento de nuevo? Parece que nuestra conversación nos ha llevado otra vez a la pregunta que le hice antes. En lugar de amenazarme con el peso de la ley, supongamos que considera la conveniencia de permitir que le sea de alguna utilidad. Tengo por costumbre socorrer a damas que se encuentran en situaciones difíciles y nadie sabe de ello, salvo mi administrador, que lleva las cuentas, y yo misma. Permítame preguntarle una vez más si desea aceptar una pequeña ayuda pecuniaria —ofreció con delicadeza.

Grace volvió despacio a la silla que había abandonado. Se detuvo a su lado, apoyándose en el respaldo y fijando una mirada burlona en el rostro de Lady Janet.

—Por fin muestra sus cartas —dijo—. ¡Silencio a cambio de dinero!

—Me obliga a regresar a mis papeles —dijo Lady Janet—. ¡Qué obstinada es usted!

La mano de Grace apretó con más fuerza el respaldo de la silla. Sin testigos, sin recursos, prácticamente sin cobijo —a causa de su crueldad y torpeza, tanto en su lenguaje como en su conducta—, la sensación de soledad y desamparo casi se hizo enloquecedora en aquellos momentos finales. Otra mujer con más entendederas habría abandonado la habitación en el acto. La mentalidad estrecha e intransigente de Grace la impulsaba a enfrentarse a aquella situación de forma muy distinta. Una última posibilidad de venganza, a la cual Lady Janet se había expuesto voluntariamente, estaba al alcance de su mano. «Por ahora» pensó ella, «solo tengo una forma de vengarme. Haré que le cueste todo lo que pueda».

—Por favor, tenga paciencia conmigo —dijo—. No es que sea tozuda: solo soy un poco torpe al tratar de competir con la audacia de una dama de tan alta cuna. Espero mejorar con la práctica. Mi lenguaje, soy consciente de ello, es el del pueblo llano. Permítame que lo deje a un lado y lo sustituya por el suyo. ¿Qué donativo está dispuesta a ofrecerme? —dijo, imitando la delicadeza de la oferta.

Lady Janet abrió un cajón y sacó un talonario.

¡Por fin había llegado un momento de alivio! Lo único que quedaba por discutir era, evidentemente, la cantidad. Lady Janet reflexionó. El problema de la cantidad, a su parecer, también era de alguna forma un problema de conciencia. Su amor por Mercy y su odio por Grace; el horror de tener que ver a su querida hija humillada y su afecto profanado por un escándalo la habían precipitado, sin lugar a dudas, a tratar a la mujer agraviada con dureza. Por odiosa que le resultase Grace Roseberry, su padre la había encomendado, en sus últimos momentos, a su cuidado, con el pleno consentimiento previo de Lady Janet. De no ser por Mercy, ella habría sido acogida en Mablethorpe House como la señorita de compañía de Lady Janet, con un salario de cien libras al año. Por otra parte, teniendo en cuenta el carácter que había mostrado, ¿cuánto tiempo habría permanecido al servicio de su protectora? Probablemente la habría despedido a las pocas semanas, con el salario de un año a modo de compensación y con una recomendación para un puesto de trabajo conveniente. En ese momento, ¿a cuánto podría ascender una compensación justa? Lady Janet decidió que cinco años de salario entregados de inmediato y, llegado el caso, alguna otra ayuda posterior, representaría una suma adecuada en memoria del Coronel Roseberry, y una generosa compensación por la rudeza con que pudiera haberse tratado a Grace. Al mismo tiempo y para tranquilizar aún más su conciencia, decidió averiguar la cantidad que la propia Grace consideraría suficiente pidiéndole que pusiera ella misma las condiciones.

—Me resulta imposible hacerle una oferta —dijo—, por la sencilla razón de que sus necesidades económicas dependerán en gran parte de los planes que tenga usted para el futuro. Yo los desconozco.

—Quizás tendrá usted la amabilidad de aconsejarme —dijo Grace con sarcasmo.

—Yo no puedo asumir la responsabilidad de aconsejarla —contestó Lady Janet—. Lo único que puedo suponer es que no permanecerá por mucho tiempo en Inglaterra, donde no tiene amistades. Tanto si pretende llevarme a los tribunales como si no, seguramente tendrá la necesidad de entrar en contacto personal con sus amigos de Canadá, ¿no es así?

Grace era lo bastante sagaz como para entender el sentido de estas palabras. Su significado exacto era el siguiente: «Si acepta el dinero como compensación, debe estar claro que no permanecerá en Inglaterra».

—Tiene usted toda la razón —dijo ella—. Evidentemente, no me quedaré en Inglaterra. Consultaré con mis amistades… —pero añadió mentalmente: «y si puedo la llevaré a los tribunales, ¡con su propio dinero!».

—Cuando regrese a Canadá —prosiguió Lady Janet— probablemente sus perspectivas serán un tanto inciertas al principio. Tomando esto en consideración, ¿en cuánto estima la ayuda pecuniaria que va a necesitar?

—¿Puedo contar con su amabilidad para corregirme si, fruto de mi ignorancia, mis cálculos son erróneos? —preguntó Grace con aire inocente.

Nuevamente había que interpretar debidamente el significado exacto de estas palabras: «Por mi parte me presento en pública subasta, y mis cálculos se basarán en la oferta más alta». Entendiendo estas condiciones a la perfección, Lady Janet hizo un gesto de asentimiento y aguardó con gran seriedad.

Con la misma seriedad, Grace empezó la puja.

—Me temo que necesitaré más de cien libras.

Lady Janet hizo su primera oferta.

—Así lo creo.

—¿Quizás algo más de doscientas?

Lady Janet hizo su segunda oferta.

—Probablemente.

—¿Más de trescientas? ¿Cuatrocientas? ¿Quinientas?

Lady Janet hizo su última oferta.

—Pongamos quinientas —dijo.

Muy a su pesar, el rubor de Grace delataba una excitación incontrolable. Desde pequeña estaba acostumbrada a ver cómo se estudiaba el destino de cada chelín y de cada penique antes de gastarlos. Jamás había visto a su padre disponer, sin deberlos previamente, de más de cinco soberanos. Había vivido la atmósfera sofocante de la pobreza refinada. Sus ojos expresaban ansia y codicia observando a Lady Janet, tratando de averiguar si realmente iba a entregarle quinientas libras esterlinas de un plumazo.

Lady Janet escribió el cheque en unos segundos y lo dejó al otro lado de la mesa.

Grace devoraba con ojos hambrientos aquella frase mágica: «Páguese a mí misma o al portador quinientas libras» y observó la firma en la parte inferior: «Janet Roy». Ya segura de que podría disponer del dinero en cuanto decidiera tomarlo, su mezquindad natural afloró al instante. Echó la cabeza hacia atrás y dejó el cheque sobre la mesa con un ademán afectado que intentaba expresar que le importaba muy poco recogerlo o no.

—No creerá que me voy a abalanzar sobre su cheque —dijo.

Lady Janet se recostó en su sillón y cerró los ojos. La visión de Grace Roseberry la ponía enferma. Su mente evocó, de pronto, la imagen de Mercy. Ansiaba volver a ver aquella extraordinaria belleza y deleitar otra vez sus oídos con la melodía de aquella dulce voz.

—Necesito tiempo para pensar… para hacer justicia a mi dignidad —continuó Grace.

Lady Janet hizo un gesto de hastío, concediéndole el tiempo que pedía.

—¿Puedo disponer todavía de su gabinete?

Lady Janet afirmó en silencio.

—¿Y los criados estarán a mis órdenes, en caso de que los necesite?

Lady Janet abrió de pronto los ojos.

—¡Todo el servicio está a su disposición! —gritó con rabia—. ¡Váyase!

Grace no se sintió insultada en absoluto. Más bien se sentía satisfecha: haber motivado un abrupto arrebato de cólera en Lady Janet Roy era una pequeña victoria. Insistió todavía con otra condición.

—Si por fin decido aceptar su cheque —dijo—, mi dignidad me impide recibirlo de otra forma que no sea en un sobre. ¿Será en ese caso tan amable de remitírmelo de esa forma? Buenas tardes.

Se dirigió lentamente hacia la puerta, mirando a un lado y otro, con aire de profundo desprecio, los inestimables tesoros de arte que adornaban las paredes. Sus ojos se posaron con desdén sobre la alfombra —que tenía un dibujo de un célebre pintor francés— como si sus pies la honraran al pisarla. Su entrada en el dormitorio había mostrado su descarada audacia, pero no había sido nada en comparación con la insolencia infinitamente superior con que lo abandonó.

En el mismo instante en que se cerró la puerta, Lady Janet se levantó de su silla. Sin tener en cuenta el frío invernal, abrió precipitadamente una de las ventanas. «¡Ah!», exclamó, con un estremecimiento de desagrado, «¡hasta el aire de la habitación ha contaminado!».

Volvió a su silla. Su humor cambió al sentarse de nuevo; su corazón volvía a estar con Mercy. «¡Ay, amor mío!», murmuró, «¡cuán bajo he caído, cuán miserablemente me he rebajado! ¿Cuánta miseria y degradación todavía he de soportar…? ¡Y todo por ti!». La amargura de este pensamiento se le hacía insoportable. La fuerza innata de su carácter intentó escapar de él en un arranque de desafío y desesperación. «¡Sea lo que sea lo que haya hecho, esa infeliz merece mi intervención! Nadie en esta casa puede decir que me ha engañado. ¡Ella no me ha engañado… ella me quiere! ¡Qué importa si me ha dado su verdadero nombre o no! Ella me ha entregado su amor sinceramente. ¿Qué derecho tiene Julian a jugar con sus sentimientos y hurgar en sus secretos? ¡Mi pobre niña, tentada y torturada! No pienso oír su confesión. No quiero que diga ni una sola palabra más, a nadie. Soy su señora y se lo prohibiré de inmediato». Tomó un trozo de papel del cajón; titubeó y lo dejó sobre la mesa. «¿Por qué no hago llamar a mi querida niña?», pensó. «¿Por qué escribir?». Volvió a titubear y, finalmente, renunció a la idea. «No. No me fío de mí misma. Todavía no me atrevo a verla». Cogió otra vez la hoja de papel y escribió un segundo mensaje para Mercy. Esta vez la nota empezaba cariñosa y familiarmente:

Mi querida hija:

Desde la última vez que te escribí, pidiéndote que aplazaras la explicación que me prometiste, he tenido tiempo para pensar y tranquilizarme. Entiendo y aprecio los motivos que te condujeron a obrar en el comedor como lo hiciste, y ahora te pido que renuncies a tu explicación. Estoy segura de que te resultará muy doloroso, por motivos que no me interesan, tener que presentarme a la persona que mencionaste y de la que, como bien sabes, ya estoy harta de oír hablar. Además, en realidad ya no existe la necesidad de que expliques nada. La extraña, cuyas visitas nos han causado tanto dolor y angustia, no volverá a molestarnos. Se marcha de Inglaterra, por propia voluntad, después de mantener una conversación conmigo que la ha tranquilizado y satisfecho por completo. Ni una palabra más, querida, ni a mí, ni a mi sobrino, ni a ninguna otra persona acerca de lo ocurrido hoy en el comedor. Entre nosotras debe quedar claro, querida, que cuando nos volvamos a ver, el pasado de hoy en adelante y para siempre, ha de quedar enterrado en el olvido. Esto no es solamente un ruego; se trata, si fuera necesario, de una orden formal de tu madre y amiga,

Janet Roy

P.D.: Ya encontraré la oportunidad, antes de que salgas de tu habitación, de hablar por separado con mi sobrino y con Horace Holmcroft No tendrás por qué avergonzarte de nada cuando vuelvas a verlos. No te pediré que me contestes por escrito. Dile sí a la doncella que te lleve esta nota, y así comprenderé que estamos de acuerdo.

Después de cerrar el sobre que contenía estas líneas, Lady Janet lo dirigió, como siempre, a «Miss Grace Roseberry». Estaba a punto de levantarse para llamar cuando apareció la doncella con un mensaje que se le había entregado en el gabinete. Por el tono de su voz y su mirada se veía claramente que, al igual que su señora, había sido víctima de la insolente altivez de Grace.

—Perdone, señora, la persona que se encuentra en el piso de abajo desea…

Lady Janet, frunciendo el ceño con desdén, interrumpió el mensaje nada más empezar.

—Ya sé lo que desea… ¿Te manda a buscar un sobre?

—Sí, señora.

—¿Algo más?

—Ha enviado a uno de los sirvientes a por un coche de alquiler, señora. ¡Si hubiera oído cómo lo trató!

Lady Janet le dio a entender con un gesto que prefería no oírlo. Metió inmediatamente el cheque en un sobre blanco.

—Llévaselo —dijo— y luego regresa.

Expulsando a Grace Roseberry de sus pensamientos, Lady Janet se sentó, con la carta para Mercy en la mano, meditando sobre su papel y sobre lo que aún se vería obligada a hacer. Siguiendo el curso de estos pensamientos se le ocurrió que Horace y Mercy podrían encontrarse casualmente en cualquier momento y que, teniendo en cuenta el estado de ánimo de Horace, este sin lugar a dudas insistiría en que se le diera la explicación que ella quería suprimir a toda costa. El temor a este desastre se había apoderado completamente de ella cuando volvió la doncella.

—¿Dónde está Mr. Holmcroft? —preguntó nada más entrar la mujer en la habitación.

—Le he visto abriendo la puerta de la biblioteca, señora, ahora mismo, cuando subía.

—¿Estaba solo?

—Sí, señora.

—Baja y dile que quiero verle aquí de inmediato.

La doncella se retiró con su segundo recado. Lady Janet se levantó inquieta y cerró la ventana abierta. La impaciencia por tranquilizar a Horace se apoderó de ella de tal forma que salió de su habitación para encontrarse en el pasillo con la doncella, de vuelta con la respuesta de Horace. Al recibir las excusas de Horace, volvió a enviar otro mensaje apremiante al instante.

—Dile que no tendré más remedio que ir a su encuentro si sigue negándose a acudir a mi llamada. ¡Espera! —añadió, recordando la carta sin entregar—. Envíame la doncella de Miss Roseberry. Que venga.

Una vez sola, Lady Janet se paseó por el corredor… de repente, se cansó de ver aquellas paredes y volvió a entrar en su habitación. Las dos doncellas llegaron juntas. Despidió a la primera, una vez esta le hubo anunciado que Horace accedía a verla. Envió a la otra a la habitación de Mercy con la carta de Lady Janet. En uno o dos minutos volvió a aparecer la doncella con la noticia de que había encontrado la habitación vacía.

—¿Tienes alguna idea de dónde puede estar Miss Roseberry?

—No, señora.

Lady Janet reflexionó un momento. Si Horace se presentaba enseguida, estaría claro que habría conseguido separarle de Mercy. Si su aparición se retrasaba sospechosamente, iría a buscar a Mercy personalmente por los salones de la planta baja.

—¿Qué has hecho con la carta? —preguntó.

—La dejé sobre la mesa de Miss Roseberry, señora.

—Muy bien. Estate atenta a la campanilla por si vuelvo a necesitarte.

Al minuto siguiente la incertidumbre de Lady Janet se resolvió. Oyó el esperado sonido de unos nudillos masculinos llamando a la puerta. Horace entró rápidamente.

—¿Qué es lo que desea, Lady Janet? —preguntó, sin demasiada gentileza.

—Siéntate, Horace, y lo sabrás.

Él no aceptó la invitación.

—Disculpe —dijo—, tengo un poco de prisa.

—¿Prisa? ¿Por qué?

—Tengo razones para hablar cuanto antes con Grace.

—Y yo tengo las mías —replicó Lady Janet— para hablar contigo acerca de Grace antes de que tú hables con ella; razones muy serias. ¡Siéntate!

Horace se intranquilizó.

—Serias razones… —repitió—. Me sorprende usted.

—Pues te sorprenderé más antes de que acabe.

Mientras Lady Janet contestaba en estos términos, sus miradas se encontraron. Por primera vez él observó en ella signos de agitación. El rostro de Horace se nubló con una expresión de sombría desconfianza… entonces cogió una silla en silencio.