CAPÍTULO V

EL MÉDICO ALEMÁN

El más joven de los tres recién llegados, a juzgar por sus facciones, complexión y modales, parecía inglés. Llevaba gorra y botas militares, pero por lo demás vestía de paisano. Junto a él estaba un oficial con uniforme alemán y, al lado de este, el mayor de los tres. Vestía también de uniforme, pero no tenía ni el más remoto aspecto de ser militar. Cojeaba de un pie, era cargado de espaldas y en lugar del sable a un costado llevaba un bastón en la mano. Tras mirar con severidad a través de unas grandes gafas de carey, primero a Mercy, después a la cama, y finalmente al resto de la habitación, se dirigió con un gesto irónico al oficial alemán y rompió el silencio con estas palabras:

—Una mujer enferma en la cama; otra a su cuidado, no hay nadie más en la habitación. ¿Hace falta poner centinelas, comandante?

—No hace falta —respondió el comandante. Giró sobre sus talones y entró en la cocina. El médico avanzó un poco, movido por su instinto profesional, en dirección a la cama. El joven británico, cuyos ojos miraban con fascinación a Mercy, dejó caer la cortina y le dirigió cortésmente la palabra en francés.

—Perdone la pregunta, ¿es usted francesa? —dijo.

—Soy inglesa —contestó Mercy.

El médico oyó la respuesta. Se detuvo a mitad de camino de la cama, señaló el cuerpo yacente, y le dijo a Mercy, en buen inglés, aunque con fuerte acento alemán.

—¿La puedo ayudar en algo?

Su modo de comportarse estaba lleno de ironía, pero sin dejar de ser cortés; su áspera voz estaba armada con un timbre monótonamente sarcástico. Desde el primer momento Mercy sintió aversión hacia este viejo cojo y feo, cuya mirada ruda atravesaba las enormes gafas de carey.

—Ya no puede hacerse nada, señor —contestó ella, con sequedad—. La dama murió cuando sus tropas bombardearon la casa.

El británico dio un respingo y miró con compasión hacia la cama. El alemán se alivió con un poco de rapé y formuló otra pregunta:

—¿Ha examinado algún médico el cadáver? —preguntó. Mercy, tosca en sus modales, no dijo más de lo necesario.

—Sí.

El médico era de esa clase de hombres a los que les dejaba sin cuidado quedar mal ante una mujer. Continuó el interrogatorio.

—¿Quién examinó el cadáver? —fue la siguiente pregunta.

—El médico de la enfermería francesa —contestó Mercy.

Entre dientes, el alemán dirigió un comentario despreciativo hacia los franceses y todas sus instituciones. El británico aprovechó la primera oportunidad que tuvo para dirigirse de nuevo a Mercy.

—¿Era la mujer compatriota nuestra? —preguntó con amabilidad.

Mercy reflexionó antes de contestar. Teniendo en cuenta lo que se proponía, tenía grandes motivos para hablar con extrema cautela cuando se trataba de Grace.

—Creo que sí —dijo—. Nos conocimos aquí por casualidad. No sé nada de ella.

—¿Ni siquiera su nombre? —preguntó el médico alemán. Mercy no estaba del todo segura de otorgarle el suyo a Grace. Buscó refugio en la negación.

—Ni siquiera su nombre —repitió con rebeldía.

El viejo la miró de forma más descarada que nunca; pensativo, tomó la vela de la mesa. Cojeó hasta la cama y examinó el cadáver que reposaba en silencio. El inglés reanudó la conversación, sin ocultar el interés que aquella bella mujer le inspiraba.

—Disculpe la intromisión —dijo—, pero usted es muy joven como para estar en tiempos de guerra en un sitio como este.

La súbita interrupción de un altercado en la cocina libró a Mercy de tener que darle una respuesta. Oyó cómo se alzaban las voces de los heridos en una débil protesta, y las severas órdenes de los oficiales extranjeros exigiéndoles silencio. De inmediato, la generosidad de la mujer se superpuso a sus propios intereses, impuestos por la situación que había asumido. Y con el peligro de delatarse como enfermera de la ambulancia francesa, alzó la cortina para entrar en la cocina. Un centinela alemán le cerró el paso y le comunicó, en alemán, que no estaba permitido el paso a extraños. El inglés, interponiéndose con educación, le preguntó si había algún motivo especial por el que deseara entrar en la sala.

—¡Pobres franceses! —dijo con sinceridad, con el corazón reprendiéndola por haberlos olvidado—. ¡Pobres heridos franceses!

El médico alemán se adelantó y se ocupó del asunto antes de que el británico pudiera decir palabra.

—Los heridos franceses no son asunto suyo —gruñó con aspereza—. Son cosa mía, no suya. Son nuestros prisioneros y van a llevarlos a nuestra enfermería. Soy Ignatius Wetzel, médico en jefe. Y escúcheme bien: ¡Cuidado con lo que dice!

Se volvió al centinela y añadió en alemán:

—Corra la cortina, y si la mujer se empeña en entrar, impídalo.

Mercy quiso protestar. Con respeto, el inglés la tomó del brazo y la alejó del alcance del centinela.

—De nada sirve oponerse —dijo—. La disciplina alemana jamás retrocede. No hace falta que se preocupe por los heridos. La enfermería alemana, bajo el mando de Wetzel, está organizada de forma admirable. Yo lo puedo atestiguar: los hombres recibirán un buen trato.

Al hablar, vio lágrimas en los ojos de Mercy, y creció una vez más su admiración por ella. «Tierna y hermosa», pensó, «¡qué delicia de mujer!».

—Bien —dijo Ignatius Wetzel, mirando con fijeza a Mercy a través de sus gafas—. ¿Está satisfecha? ¿Refrenará su lengua?

Ella se sometió: era inútil ofrecer resistencia. Si no hubiera sido por la insistencia del médico, su devoción por los heridos le habría impedido tomar el camino que había elegido. Si hubiera podido entregarse de nuevo en cuerpo y alma a su trabajo de enfermera, habría encontrado fuerzas suficientes para resistir la tentación. La terrible severidad de la disciplina alemana partió en pedazos el último vínculo que la ligaba a lo mejor de sí misma. Su expresión se endureció al alejarse con orgullo del médico Wetzel; cogió una silla.

El inglés la siguió y regresó al tema de por qué estaba ella en aquella casa.

—No crea que quiero alarmarla —dijo él—. Se lo repito: no hay por qué preocuparse por los heridos, pero sí hay motivos para preocuparse por usted. Cuando amanezca se reanudará el combate; debería estar en un lugar seguro. Soy oficial del ejército inglés, me llamo Horace Holmcroft. Estaría encantado de servirle de ayuda y, de hecho, puedo hacerlo si usted me lo permite. ¿Puedo preguntarle si va a alguna parte?

Mercy se acurrucó en la capa, ocultando aún más su uniforme de enfermera y se entregó en silencio a su primera mentira. Bajó la cabeza en señal de asentimiento.

—¿Está de camino a Inglaterra?

—Sí.

—En tal caso, la puedo ayudar a atravesar las líneas alemanas para que reanude de inmediato su viaje.

Mercy lo miró con franca sorpresa. Su manifiesto interés en ella se movía dentro de los límites más estrictos de la buena educación: era sin duda un caballero. ¿Hablaba en serio?

—¿Usted me puede ayudar a cruzar las líneas alemanas? —repitió—. Debe tener una gran influencia para poder hacerlo.

Mr. Horace Holmcroft sonrió.

—Tengo una influencia irresistible —contestó—, la de la prensa. Soy corresponsal de guerra de uno de los periódicos más importantes de Inglaterra. Si se lo pido, el comandante le proporcionará un salvoconducto. Él está cerca de la casa. ¿Qué me dice?

Se armó de valor, no sin dificultades, y le tomó la palabra.

—Acepto agradecida, señor.

Él dio un paso hacia la cocina y se detuvo.

—Sería oportuno hacer la solicitud con la máxima discreción —dijo—. Si paso por la cocina me harán preguntas. ¿Hay otra salida?

Mercy le indicó la puerta que daba al patio. Él hizo una inclinación y partió.

Ella miró a hurtadillas al médico alemán. Ignatius Wetzel, junto a la cama, inclinado sobre el cadáver, parecía estar absorto examinando la herida hecha por la granada. Su repugnancia por el viejo médico se hizo diez veces mayor al estar sola con él. Se retiró incómoda hacia la ventana y admiró la luna.

¿Se había comprometido con el engaño? Realmente no, todavía. Solamente se había comprometido a volver a Inglaterra; eso era todo. Hasta ahora no se veía obligada a presentarse en Mablethorpe House en lugar de Grace. Aún tenía tiempo para reconsiderar su decisión; aún tenía tiempo para escribir el relato del accidente, tal y como se había propuesto, y enviárselo con la cartera a Lady Janet Roy. Suponiendo que decidiera adoptar este camino, ¿qué sería de ella cuando ya estuviera en Inglaterra? No le quedaba otra alternativa que su amiga la directora. No tendría más remedio que volver al albergue.

¡El albergue! ¡La directora! Los recuerdos asociados a estas dos ideas se le presentaban sin ser invitados, y ocupaban el lugar central de su pensamiento. ¿En quién estaba pensando, en aquel lugar extraño, y en aquel momento de crisis de su vida? En el hombre cuyas palabras le habían llegado una vez al corazón, cuya influencia le había dado fuerza y consuelo en la capilla del refugio. Julian Gray había dedicado uno de los pasajes más hermosos del sermón a prevenir a la congregación de la influencia degradante de la falsedad y el engaño. Los términos en los que se había dirigido a las desdichadas que le rodeaban —palabras de comprensión y ánimo que nadie les había dedicado antes— volvieron a la memoria de Mercy como si los hubiera escuchado solo una hora antes. Palideció por completo al oírlas de nuevo. «¡Ay!», dijo para sí, al pensar en lo que se había propuesto, «¿qué he hecho?, ¿qué he hecho?».

Se apartó de la ventana con la vaga idea de seguir a Mr. Holmcroft y pedirle que volviera. Al girarse hacia la cama se vio frente a frente con Ignatius Wetzel. Este iba a acercársele con un pañuelo en la mano: el que ella le había prestado a Grace.

—He encontrado esto en su bolsillo —dijo él—. Lleva su nombre escrito. Debe ser compatriota suya.

Leyó el nombre bordado en el pañuelo con cierta dificultad.

—Se llama Mercy Merrick.

Él pronunció ese nombre; no ella. Él le había dado su nombre a Grace Roseberry.

—¿Es Mercy Merrick un nombre inglés? —continuó Ignatius Wetzel, con la mirada constantemente fija en ella—, ¿no es así?

La persistencia de Julian Gray en su memoria empezó a mitigarse. En ese momento, aquella urgente pregunta invadía su pensamiento. ¿Debía corregir el error en que había caído el alemán? Había llegado la hora de hablar y asumir su identidad, o de callar y entregarse al engaño.

Horace Holmcroft entró de nuevo en la habitación, justo en el momento en que el doctor Wetzel tenía la mirada clavada en ella esperando su respuesta.

—No he exagerado mis influencias —dijo, mostrando un papelito que llevaba en la mano—. Aquí tiene el salvoconducto. ¿Tiene pluma y tinta? Hay que rellenarlo.

Mercy señaló los utensilios de escribir que estaban sobre la mesa. Horace se sentó y sumergió la pluma en la tinta.

—Le ruego que no piense que quiero entrometerme en sus asuntos —dijo—, pero me veo obligado a hacerle un par de preguntas. ¿Cómo se llama?

Un temblor recorrió su cuerpo. Se apoyó contra la pata de la cama. Todo su futuro dependía de la respuesta. Se sintió incapaz de articular palabra.

Ignatius Wetzel la ayudó una vez más. Sus gruñidos llenaron el silencio en el momento preciso. Le mostró con tozudez el pañuelo y repitió con insistencia:

—Mercy Merrick es un nombre inglés, ¿no es así?

Horace Holmcroft alzó la vista de la mesa.

—¿Mercy Merrick? —preguntó—. ¿Quién es Mercy Merrick?

Wetzel apuntó al cuerpo tendido en la cama.

—Encontré el nombre en el pañuelo —comentó—. Parece que esta dama no sentía curiosidad por conocer el nombre de su compatriota.

Lanzó esta observación burlona en un tono casi de desconfianza, y con una mirada de desdén. El genio vivo de ella se ofendió de inmediato ante la grosería de que acababa de ser objeto. La irritación del momento —a menudo los momentos más insignificantes determinan las acciones humanas más importantes— la ayudó a continuar por el camino emprendido. Le dio la espalda con desprecio al viejo y maleducado médico y lo dejó con la ilusión de haber descubierto la identidad de la muerta.

Horace volvió a ocuparse de rellenar el formulario.

—Perdone que insista, señora —dijo—. En estos momentos ya debe saber lo que significa la disciplina alemana. ¿Cómo se llama?

Ella le contestó con imprudencia, desafiante, sin acabar de darse cuenta de lo que hacía y de que ya era irremediable.

—Grace Roseberry —dijo.

Apenas había pronunciado estas palabras y ya hubiera dado todo lo que poseía por retirarlas.

—¿Señorita? —preguntó Horace, sonriendo.

Solamente pudo asentir con la cabeza. Y él escribió «Miss Grace Roseberry». Reflexionó un momento y preguntó:

—¿De regreso con sus amigos ingleses?

¡Sus amigos ingleses! El corazón de Mercy se inflamó: asintió otra vez en silencio. Horace lo escribió, debajo del nombre, y aplicó sobre la tinta un papel secante.

—Pues bien, con esto basta —dijo levantándose y entregándole el salvoconducto a Mercy—. La ayudaré a cruzar las líneas y me encargaré de que pueda marcharse en tren. ¿Dónde está su equipaje?

Mercy hizo un gesto en dirección a la puerta de la casa.

—Fuera, en el cobertizo —contestó—. No llevo mucho. Puedo cogerlo yo misma si el centinela me deja pasar por la cocina.

Horace le indicó el papel que ella sostenía en su mano.

—Puede ir adonde quiera —dijo—. ¿La espero aquí o afuera?

Mercy lanzó una mirada de desconfianza hacia Ignatius Wetzel. Este había reanudado su eterno examen del cuerpo que yacía en la cama. Si lo dejaba a solas con Mr. Holmcroft, ¿quién sabe lo que el repugnante viejo comentaría de ella? Y contestó:

—Aguárdeme afuera, por favor.

El centinela se apartó con un saludo militar al ver el salvoconducto. Todos los prisioneros franceses habían sido trasladados; no había más de media docena de alemanes en la cocina y la mayor parte de ellos dormían. Mercy recogió la ropa de Grace del rincón donde la había puesto a secar y se dirigió al cobertizo, una basta estructura de madera levantada contra la pared exterior de la casa. En la puerta de delante se encontraba otro centinela, y enseñó por segunda vez el salvoconducto. Se dirigió a él y le preguntó si entendía francés. El soldado respondió que un poquito. Mercy le dio dinero y le dijo:

—Voy a recoger el equipaje que tengo en el cobertizo. Por favor, tenga la bondad de impedir que me molesten.

El centinela le devolvió un saludo en señal de que la había entendido. Y Mercy despareció en la oscuridad del cobertizo.

Horace, que se había quedado a solas con Wetzel, vio cómo el anciano seguía inclinado sobre el cuerpo de la dama inglesa muerta por una granada.

—¿Ocurre algo —preguntó— con esta pobre criatura?

—Nada digno de salir en los periódicos —replicó cínicamente Wetzel, poniendo aún mayor atención en su labor.

—Interesante para un médico, ¿eh? —dijo Horace.

—Sí, interesante para un médico —fue la brusca respuesta.

Horace aceptó de buen grado la insinuación que contenía el tono con que fueron dichas aquellas palabras. Salió de la habitación por la puerta del jardín y aguardó afuera a la encantadora dama inglesa, tal y como ella le había indicado.

Wetzel, después de asegurarse de que estaba solo, desabrochó la parte superior del vestido de Grace y puso la mano sobre su corazón. Sacó con la otra mano un pequeño instrumento de acero del bolsillo de su chaleco, lo puso con cuidado encima de la herida, trató de localizar un hueso fracturado del cráneo y esperó el resultado.

—¡Ajá! —exclamó, dirigiéndose con satisfacción a la criatura que yacía inerte en sus manos—. Conque el francés afirma que estás muerta, querida. ¡El francés es un medicucho! ¡El francés es un zoquete!

Levantó la cabeza y gritó hacia da cocina.

—¡Max!

Un muchacho alemán, medio dormido, cubierto con un delantal de pies a cabeza, alzó la cortina y aguardó órdenes.

—Tráeme el maletín negro —dijo Ignatius Wetzel.

Una vez dada la orden se frotó con regocijo las manos y se sacudió como un perro.

—Estoy más que satisfecho —gruñó el insoportable anciano, cuya mirada impúdica no dejaba la cama—. Mi pobre dama muerta. No me habría perdido este acontecimiento por todo el dinero del mundo. ¡Maldito curandero francés! A esto le llama muerta… Pues a esto yo le llamo catalepsia por presión en el cerebro.

Max apareció con el maletín negro.

Ignatius Wetzel cogió con esmero dos flamantes y horrendos instrumentos y se los llevó al pecho.

—Mis niños —dijo con ternura, como si fueran sus dos hijos—. Benditos hijos, ¡manos a la obra!

Le dirigió la palabra al muchacho.

—¿Te acuerdas de la batalla de Solferino, Max, y del soldado austríaco que operé de una herida en la cabeza?

Los ojos somnolientos del muchacho se abrieron de par en par; sin duda tenía interés en oír la continuación.

—Sí, sí me acuerdo; yo sostenía la vela.

El maestro se dirigió a la cama.

—Pues no me satisfizo el resultado de aquella operación —dijo—; siempre quise tener una segunda oportunidad. Si bien le salvé la vida al soldado, no logré recuperarle la razón. No sé si se debió a algún fallo de la operación o al propio hombre. Fuera lo que fuese, vivirá y morirá loco. Ahora bien, mi pequeño Max, fíjate en la joven que está sobre la cama. He aquí mi segunda oportunidad; aquí se repite el caso de Solferino. Sostendrás otra vez la vela, querido; ponte aquí y presta atención. A ver si esta vez puedo devolverle la vida y también la razón.

Se remangó los puños de la chaqueta y empezó a operar. Cuando los aparatosos instrumentos empezaban a hurgar en la cabeza de Grace se oyó cómo la voz del centinela, situado en el puesto más cercano, daba la orden de dejar paso a Mercy. Su primer paso en el viaje hacia Inglaterra.

—¡Dejad pasar a la dama inglesa!

La operación prosiguió. Esta vez la voz del centinela del puesto siguiente se oyó más amortiguada.

—¡Dejad pasar a la dama inglesa!

La operación concluyó. Ignatius Wetzel alzó la mano pidiendo silencio y acercó su oído a la boca de la paciente. El primer soplo trémulo de vida salió por los labios de Grace Roseberry rozando la mejilla arrugada del viejo.

—¡Bravo muchacha! ¡Respiras! ¡Vives! —mientras decía esto, la voz del centinela colocado en el límite de las líneas alemanas, apenas audible por la distancia, daba la última orden.

—¡Dejad pasar a la dama inglesa!

FIN DEL PRIMER ACTO