CAPÍTULO I

LAS DOS MUJERES

Era noche cerrada. Llovía a cántaros.

Al anochecer, un destacamento de franceses y otro de alemanes se encontraron accidentalmente en las cercanías del pueblecito de Lagrange, limítrofe con la frontera alemana. En la escaramuza los franceses, por una vez, salieron victoriosos. Al menos de momento, cientos de soldados alemanes tuvieron que retroceder y cruzar la frontera. Fue una acción sin importancia, que tuvo lugar poco después de la gran victoria alemana de Weissenbourg; los periódicos apenas dieron noticia de ella.

El capitán Arnault, al mando de las fuerzas francesas, estaba solo en una de las casas del pueblo, en la que vivía el molinero de la zona. El capitán leía, a la luz débil de una vela, unos despachos interceptados a los alemanes. Había dejado que la leña, desparramada en la gran chimenea encendida, se consumiera; los rescoldos rojizos apenas iluminaban con una luz tenue una parte de la habitación. En el suelo, detrás de donde estaba sentado, había varios sacos vacíos de harina. Enfrente, en la esquina, estaba la sólida cama de nogal del molinero. En las paredes colgaban coloridas estampas, en las que se mezclaban con gracia temas religiosos y domésticos. Habían sacado de sus goznes la puerta de la cocina, para poder trasladar en ella a los heridos después de la escaramuza a campo abierto. Ahora estos descansaban cómodamente en la cocina, al cuidado de un cirujano francés y de una enfermera inglesa, adscritos a la ambulancia. Una tosca cortina de lona hacía las veces de puerta entre las dos habitaciones. Una segunda puerta, la del dormitorio, que daba al jardín, estaba cerrada; la contraventana de madera, que protegía la única ventana de la habitación, también. Se había dispuesto el doble de centinelas en todos los puestos de las avanzadillas. El comandante francés no había dejado al azar ninguna precaución que evitara que durante la noche pudiera ponerse en peligro su seguridad y la de sus hombres.

Estaba absorto en la lectura de los despachos, e iba tomando notas de lo que leía con los útiles de escritura que tenía al lado, cuando se vio interrumpido por la entrada en la habitación de un intruso. El cirujano Surville llegó desde la cocina apartando la cortina de lona y se acercó a la pequeña mesa redonda a la que estaba sentado su superior.

—¿Qué hay? —dijo el capitán secamente.

—Solo una pregunta —contestó el médico—. ¿Cree que pasaremos la noche a salvo?

—¿Y para qué quiere saberlo? —preguntó el capitán con desconfianza.

El cirujano hizo un gesto en dirección de la cocina, transformada en albergue de heridos.

—Los pobres están nerviosos por lo que pueda pasar durante las próximas horas —contestó—. Temen que suframos un ataque por sorpresa, y me preguntan si pueden tener la esperanza de pasar una noche tranquila. ¿Usted qué opina?

El capitán se encogió de hombros. El cirujano insistió.

—Algo sabrá usted —dijo.

—Solo sé que de momento el pueblo es nuestro —replicó el capitán Arnault—. Nada más. Aquí tengo unos informes del enemigo.

Alzó los papeles, agitándolos con impaciencia mientras hablaba:

—La información que contienen no me parece fiable. En cambio, puedo decirle que posiblemente el grueso de las fuerzas alemanas, diez veces superior en número a las nuestras, puede encontrarse más cerca de este pueblo que el ejército francés. Saque usted sus propias conclusiones. Yo no tengo nada más que añadir.

Tras tal desesperanzadora respuesta, el capitán Arnault se levantó, se cubrió la cabeza con la capucha de su gabán y encendió un puro con la vela.

—¿Adónde va? —preguntó el cirujano.

—A los puestos de primera línea.

—¿Necesita seguir utilizando esta habitación?

—En las próximas horas, no. ¿Piensa trasladar aquí a alguno de los heridos?

—A la dama inglesa —contestó el cirujano—. La cocina no es el lugar más adecuado para ella. Aquí estaría más cómoda; la enfermera inglesa podría hacerle compañía.

El capitán Arnault esbozó una sonrisa desagradable.

—Son dos mujeres respetables —dijo—, y el doctor Surville un mujeriego. Alójelas aquí, si es que se atreven a quedarse con usted a solas.

Justo antes de salir se detuvo y dirigió una mirada recelosa hacia la vela encendida.

—Procure que las mujeres limiten su curiosidad a lo que hay en esta habitación —dijo.

—¿Qué quiere decir?

El índice del capitán señaló significativamente la contraventana cerrada.

—¿Conoce a alguna mujer que se resista a la tentación de asomarse a una ventana? —preguntó—. A pesar de la oscuridad, tarde o temprano estas mujeres sentirán la tentación de abrir la contraventana. Dígales que no quiero que la luz de la vela delate nuestro cuartel general a las patrullas de reconocimiento alemanas. ¿Qué tiempo hace? ¿Aún llueve?

—A cántaros.

—Mejor. Así los alemanes no nos verán.

Con esta observación consoladora abrió la puerta que daba al patio y salió.

El cirujano apartó la cortina de lona y dirigiéndose a alguien que estaba en la cocina, dijo:

—Miss Merrick, ¿dispone de tiempo para descansar un rato?

—Todo el tiempo del mundo —respondió una voz suave, con un leve tono de melancolía perceptible aunque se limitara a pronunciar solo dos palabras.

—Entre, pues —prosiguió el médico—, y avise a la dama inglesa. Aquí tienen una habitación a su disposición.

Mantuvo abierta la cortina y las dos mujeres aparecieron. Pasó primero la enfermera —alta, fina y grácil—, vestida con su uniforme completamente negro, de cuello y mangas de lino, con la cruz escarlata de la Convención de Ginebra bordada en el hombro izquierdo. Pálida y triste, con una expresión y una compostura que indicaban de forma elocuente el sufrimiento y la pena contenidos, mostraba una nobleza innata al alzar la cabeza, una grandeza innata en la mirada de sus grandes ojos grisáceos y en las facciones de la cara bien proporcionada, que hacían de ella una mujer irresistible y hermosa en cualquier circunstancia y sin que importara cómo fuera vestida. Su compañera, de tez más oscura y menor estatura, poseía encantos que explicaban la cortés ansiedad del médico por alojarla en la habitación del capitán. La mayor parte de los hombres afirmaría que se trataba de una mujer excepcionalmente bella. Vestía una capa larga de color gris que la cubría de pies a cabeza con una elegancia que haría resaltar la prenda más sencilla y gastada. La languidez de sus movimientos y el timbre de inseguridad de su voz al darle las gracias al cirujano parecían revelar su fatiga. Sus ojos negros exploraban con timidez la habitación a través de la tenue luz, y se apoyaba en el brazo de la enfermera: tenía el aspecto de una mujer cuyos nervios acababan de sufrir una profunda conmoción.

—Solo una cosa, señoras —dijo el médico—. No abran la contraventana, pues la luz puede delatarnos. Por lo demás, podemos instalarnos tan bien como podamos. Acomódese, señora, y confíe en la protección de este francés que es su servidor.

El cirujano enfatizó la galantería de estas últimas palabras llevándose a los labios la mano de la dama inglesa. En el momento de hacerlo se descorrió la cortina de lona. Entró una persona perteneciente a la ambulancia, que anunció que a uno de los heridos se le habían salido de lugar las vendas y parecía que iba a morir desangrado. El cirujano, asumiendo su destino de mala gana, dejó caer la delicada mano de la joven y retornó a sus obligaciones en la cocina. Las dos mujeres se quedaron solas en la habitación.

—¿Quiere sentarse, señora? —preguntó la enfermera.

—No me trate de señora —le respondió la joven de forma cordial—. Me llamo Grace Roseberry. ¿Y usted cómo se llama?

La enfermera tardó en responder.

—No tengo un nombre tan bonito como el suyo —dijo, y dudó otra vez—. Llámeme Mercy Merrick —añadió, después de pensarlo durante unos segundos.

¿Se trataba de un nombre falso? ¿Habría algún acontecimiento dramático relacionado con su nombre? Miss Roseberry se hizo inmediatamente tales preguntas.

—¿Cómo puedo corresponder —exclamó con gratitud— a la inmensa bondad que ha demostrado con una desconocida como yo?

—Me he limitado a cumplir con mi deber —dijo Mercy Merrick, un poco cortante—. No hay por qué hablar de ello.

—Sí lo hay. ¡En menuda situación me encontró usted, después de que los soldados franceses hubieran ahuyentado a los alemanes! El carruaje en el que había viajado inmovilizado, porque nos habían incautado los caballos; estaba en un país extraño, de noche; me habían robado el dinero y el equipaje; me encontraba empapada hasta los huesos a causa de la lluvia. Estoy en deuda con usted por darme cobijo en este lugar; incluso llevo su ropa. Si no fuera por usted ya me habría muerto de miedo y frío. Dígame, ¿qué puedo hacer por usted a cambio?

Mercy dispuso una silla para su huésped cerca de la mesa del capitán y se sentó, a poca distancia, encima de una vieja arca situada en un rincón de la habitación.

—¿Puedo hacerle una pregunta personal? —dijo con brusquedad.

En circunstancias normales Grace no hubiera aceptado una confianza como esa por parte de una desconocida. Pero ella y la enfermera se habían conocido en un país ajeno, en unas circunstancias adversas y peligrosas que predisponían a las confidencias, sobre todo tratándose de dos mujeres del mismo país. Contestó de forma cordial, sin dudar un momento.

—Y cien —imploró— si usted quiere.

Detuvo la mirada en el fuego tenue y en la figura vagamente visible de su acompañante, sentada en el rincón más oscuro de la habitación.

—La pobre vela apenas da luz —añadió con impaciencia—. No durará mucho. ¿No podemos alegrar un poco la habitación? Salga de esa esquina. Haga que traigan más leña y velas.

Mercy siguió encogida y negó con la cabeza.

—La leña y las velas escasean —respondió—. Debemos tener paciencia, aunque estemos a oscuras. Dígame —continuó, levantando un poco su voz queda— ¿por qué se arriesgó a cruzar la frontera en plena guerra?

La voz de Grace se hizo casi inaudible al contestar. Su fugaz alegría desapareció de repente.

—Tenía que volver a Inglaterra —dijo— debido a una emergencia.

—¿Sola? —contestó la otra—. Sin nadie que la protegiera.

Grace dejó caer la cabeza hacia adelante.

—He dejado a mi único protector, mi padre, en el cementerio inglés de Roma —contestó con naturalidad—. Mi madre falleció hace unos años en Canadá.

De repente, la silueta indefinida de la enfermera cambió de postura en el arca. Al salir aquella última palabra de los labios de Miss Roseberry se había visto asaltada por un sobresalto.

—¿Conoce Canadá? —preguntó Grace.

—Sí —fue su corta respuesta, dada de mala gana a pesar de su brevedad.

—¿Ha estado por Port Logan?

—Viví hace tiempo a unas millas de Port Logan. —¿Cuándo?

—Hace algún tiempo.

Con estas palabras, Mercy Merrick se acurrucó en su rincón y cambió de tema.

—En Inglaterra su familia debe estar preocupada por usted —dijo.

Grace alzó la vista.

—No tengo familia en Inglaterra. No se imagina lo sola que estoy. Cuando mi padre cayó enfermo, los médicos nos recomendaron abandonar Canadá y probar con el clima de Italia. Su muerte me ha dejado sola y pobre.

Hizo una pausa y sacó una cartera de cuero del bolsillo de la larga capa que le había prestado la enfermera.

—Mi futuro —continuó— está en esta pequeña cartera. Es lo único que logré salvar cuando me quitaron el equipaje.

Mercy apenas pudo distinguir la cartera cuando Grace se la enseñó en la habitación, que poco a poco se volvía más oscura.

—¿Lleva ahí dinero? —preguntó.

—No. Solo papeles familiares y una carta de mi padre presentándome a una dama ya mayor, que está en Inglaterra; una parienta política que no conozco. La señora me ha admitido como señorita de compañía y lectora. Si no regreso pronto a Inglaterra es posible que otra ocupe mi lugar.

—¿Tiene otros medios de vida?

—No. Apenas he recibido educación; llevamos una vida un poco salvaje en el lejano oeste. No estoy cualificada para trabajar como gobernanta. Dependo por completo de esta desconocida, que me recibe por respeto a mi padre.

Guardó la cartera en el bolsillo de su capa y terminó su breve exposición con la misma sinceridad que cuando la empezó:

—¿Verdad que es una historia triste? —dijo.

La voz de la enfermera le llegó, con brusquedad y acritud, con las siguientes palabras:

—Hay historias más tristes que la suya. Para miles de mujeres que viven en la miseria sería una bendición estar en su lugar.

Grace dio un respingo.

—¿Qué hay de envidiable en un destino como el mío?

—Su carácter intachable y sus posibilidades de acomodarse de forma honrada en una casa respetable.

Grace se movió en la silla, y miró sorprendida en dirección al sombrío rincón de la habitación.

—¡Qué forma tan extraña de decirlo! —exclamó.

No obtuvo respuesta; la silueta apenas visible del arca no se movía. Grace se levantó impulsivamente y, arrastrando la silla tras ella, se acercó a la enfermera.

—¿Ha habido algún romance en su vida? —preguntó—. ¿Por qué se ha sacrificado para llevar a cabo una labor tan terrible como la que le he visto llevar a cabo? La encuentro inmensamente interesante. Deme su mano.

Mercy se apartó y rechazó darle la mano.

—¿No somos amigas? —preguntó Grace, asombrada.

—No podemos ser amigas.

—¿Por qué no?

La enfermera permaneció muda. Había mostrado consternación al pronunciar su nombre. Recordando esto, Grace habló con el corazón en la mano y le confió sus cavilaciones.

—¿Tengo razón —preguntó— si pienso que es usted una dama importante que desea pasar inadvertida?

Mercy se rio por lo bajo, para sus adentros, con amargura.

—¿Yo una dama importante? —dijo con desdén—. ¡Por Dios, hablemos de otra cosa!

La curiosidad de Grace aumentó todavía más. De nuevo, insistió.

—Se lo vuelvo a repetir —susurró intentando convencerla—, seamos amigas.

Al hablar, le pasó suavemente a Mercy el brazo por el hombro. La enfermera lo apartó con brusquedad. Había una descortesía en sus ademanes que habría ofendido a la persona más paciente. Grace se apartó indignada.

—¡Qué cruel es usted!

—Soy una buena persona —le respondió la enfermera, más severa que nunca.

—¿Acaso mantener esta distancia es propio de una buena persona? Yo le he contado mi vida.

La voz de la enferma se elevó emocionada.

—No me obligue a hablar —dijo—; podría lamentarlo.

Grace se negó a aceptar aquel aviso.

—He depositado mi confianza en usted —prosiguió—. No es nada loable que primero haga que me sienta en deuda y que, después, me corresponda retirándome su confianza.

—¿Así quiere que sea? —dijo Mercy Merrick—. ¡Pues así será! Siéntese otra vez.

El corazón de Grace empezó a acelerarse de emoción ante la inminente revelación. Acercó aún más su silla al arca en la que estaba sentada la enfermera. Con firmeza, Mercy la alejó.

—No tan cerca —espetó.

—¿Por qué no?

—No tan cerca —repitió con idéntica resolución—. Espere a que oiga lo que le voy a contar.

Grace obedeció. Hubo un momento de silencio. La vela, a punto de consumirse por completo, lanzó un débil destello de luz que permitió ver a Mercy encogiéndose en el arca, con los codos apoyados sobre las rodillas y la cara escondida entre las manos. Al instante, la habitación quedó sumida en la oscuridad. Cuando las sombras envolvieron a ambas mujeres, la enfermera empezó a hablar.