CAPÍTULO VIII

EL HOMBRE HACE SU ENTRADA

Llevaba ya un buen rato dormida cuando la despertó el golpe de la puerta vidriera del fondo del invernadero. La puerta, que daba al jardín, era utilizada tan solo por los más íntimos de la casa, viejos amigos que tenían el privilegio de entrar por ahí a los salones. Suponiendo que Horace o Lady Janet habían regresado, Mercy se incorporó en el sofá y aguzó el oído.

Oyó la voz de uno de los sirvientes. Oyó cómo contestaba otra voz, cuyo timbre le hizo temblar todo el cuerpo. Se levantó y escuchó sin aliento, aterrorizada. No cabía duda alguna. La voz del que hablaba con el sirviente era la voz inolvidable que había escuchado tiempo atrás en el albergue. La persona que había entrado a través de la puerta vidriera era Julian Gray.

Sus pasos rápidos se acercaban al comedor. Ella se precipitó a la puerta de la biblioteca. Tanto le temblaba la mano que no fue capaz de abrirla. Había logrado hacerlo cuando oyó a aquella voz decirle:

—No corra, por favor. No hay por qué asustarse. Soy el sobrino de Lady Janet, Julian Gray.

Se dio la vuelta, hechizada por su voz, y le hizo frente en silencio. Julian estaba de pie, sombrero en mano, en la entrada del invernadero, vestido de negro. Usaba alzacuellos, pero salvo por eso, nada revelaba en su aspecto que se tratara de un clérigo. Joven como era, ya tenía indicios de desazón en el rostro. Su cabellera era fina y escasa. De figura delgada y estatura regular. Tez pálida, sin barba o patillas. La barbilla, poco pronunciada. Un hombre poco observador pasaría por su lado sin advertir en él encanto alguno, salvo los ojos. Estos hacían de él un hombre atractivo. El tamaño inusual de las órbitas era ya motivo suficiente para atraer la atención; le daba un aire sublime que su cabeza —amplia y firme como era— por sí sola no tenía. En cuanto a los ojos, su luz vivaz era provocativa. Era imposible ponerse de acuerdo sobre su color; las opiniones oscilaban entre el gris oscuro y el negro. Hubo pintores que trataron de reproducirlos, mas perdieron la esperanza al ver que lograban todos los colores menos el suyo. Eran ojos que podían pasar en un momento de encantar a aterrorizar; ojos que incitaban a voluntad a la risa y al llanto. En acción y en reposo, siempre tenían la misma expresión. Cuando por vez primera descansaron en Mercy, al dirigirse esta corriendo hacia la puerta se avivaron con la alegría de los de un niño. Al girarse ella situando su rostro frente al de él, cambiaron de repente; se llenaron de dulce claridad al ver el encanto de su cara. Al mismo tiempo cambió de tono y de actitud. Julian, con sumo respeto, le dijo:

—Por favor, tenga la bondad de permanecer sentada. Le pido excusas por no haberme presentado debidamente.

Hizo una pausa, esperando la respuesta, antes de acabar de entrar en la habitación. Ella, que seguía hechizada por su voz, se recompuso, hizo una inclinación y volvió a sentarse en el sofá. Julian no la dejaría sola. Tras observarla un momento, entró en la habitación en silencio. Ella sentía tanta confusión como admiración hacia él. «No es un dolor vulgar», pensó Julian, «el que se refleja en su cara; no palpita un corazón vulgar en su pecho. ¿Quién será esta mujer?».

Mercy recobró el ánimo y se obligó a dirigirle la palabra.

—Lady Janet está en la biblioteca, creo —dijo con timidez—. ¿Le digo que ha llegado?

—No se moleste; ni tampoco moleste a Lady Janet.

Al responder, él se había acercado a la mesa del comedor; de esta sutil manera él le daba tiempo a ella para acomodarse a la situación. Se sirvió de la botella de vino que Horace había dejado inacabada.

—Por ahora el vino tinto de mi tía la representará —comentó sonriendo, avanzando poco a poco hacia ella—. He dado una larga caminata hasta llegar a esta casa, y supongo que se me considera de la familia, así que puedo servirme con confianza un poco de vino. ¿Le apetece algo?

Mercy negó con la cabeza. Empezaba a habituarse —después de aquella extraña presentación— a su comportamiento peculiar y a su aire frívolo. Vació el vaso con el donaire de un hombre que entendía y disfrutaba del buen vino.

—El tinto de mi tía es digno de ella —dijo con cómica gravedad al poner el vaso en la mesa—. Ambos son genuinos productos de la Naturaleza.

Se sentó a la mesa y miró con ojos críticos los distintos platos abandonados sobre ella. Uno le llamó especialmente la atención.

—¿Esto que es? —continuó—. ¡Un pastel! Me parece una injusticia beber vino francés y no probar un pastel que aparenta ser de la misma nacionalidad.

Cogió un cuchillo y un tenedor y disfrutó del pastel del mismo modo en que había disfrutado del vino.

—Digno de una gran nación —exclamó con entusiasmo—. ¡Vive la France!

Mercy lo escuchaba y miraba con gran sorpresa. Era completamente distinto a como lo había descrito su prometido. Si se hiciese abstracción del alzacuellos blanco, nadie diría que este célebre predicador era un pastor anglicano. Julian se sirvió un trozó de otro pastel, y siguió dirigiéndose a Mercy, cada vez con más confianza, comiendo y hablando tranquila y amenamente, como si se conocieran desde hacía años.

—Viniendo he pasado por Kensington Gardens —comentó—. Hasta hace poco tiempo vivía en un feo apartamento, situado en un árido barrio agrícola. No se puede imaginar qué contraste con los jardines de Kensington. Las mujeres con sus abrigos de invierno, las coquetas doncellas, los críos encantadores, la multitud de siempre patinando sobre el hielo de Round Pond; todo era tan estimulante —y sobre todo después de cómo había vivido en aquel apartamento— que me sorprendí silbando mientras paseaba por ese hermoso cuadro. En mis tiempos, los chiquillos teníamos la costumbre de silbar cuando estábamos de buen humor; y todavía no he perdido este hábito. Pues bien, silbando una melodía, ¿a que no sabe a quién me encontré?

En la medida en que se lo permitía el asombro, Mercy llegó a decir que no lo adivinaría nunca. Jamás en su vida había hablado con un sujeto tan desenvuelto y locuaz como Julian Gray.

Él prosiguió como si tal cosa, sin darse cuenta del efecto que producía en ella.

—Entonces silbando, ¿a quién me encontré? —repitió—. Pues a mi obispo. Si hubiese estado silbando algún tema sagrado, el reverendísimo obispo quizá habría perdonado mi falta de seriedad en honor a la música. Por desgracia había elegido un tema popular de Verdi —La Donna e Mobile—, canción que el obispo debía conocer porque la tocan los organillos callejeros. Reconoció la melodía, y cuando le saludé, quitándome el sombrero, él giró la cabeza hacia el otro lado. Es curioso que, en este mundo repleto de vicio y miseria, se pueda condenar algo tan insignificante como una alegre melodía silbada por un pastor anglicano.

Al decir estas últimas palabras apartó el plato y prosiguió, pero esta vez con mayor seriedad.

—Nunca he podido comprender —dijo— por qué nos distinguimos de otros hombres como si perteneciéramos a otra casta y condenamos determinados actos inofensivos. Los primeros discípulos del Señor no procedían así; eran más sabios y justos que nosotros. Me permito agregar que uno de los mayores obstáculos con que tropezamos a diario para obrar el bien con el prójimo reside en los múltiples prejuicios que ha impuesto el clero. Yo no me considero más religioso y más sagrado que cualquier otro cristiano que también viva según el Evangelio.

Lanzó una mirada optimista a Mercy, que lo miraba con indecisa perplejidad. De nuevo la hilaridad se apoderó de él.

—¿Es usted una radical? —preguntó, con un centelleo de picardía en los ojos—. Pues yo sí.

Mercy intentó en vano entenderlo. ¿Este era el predicador cuyas palabras la habían persuadido, purificado y ennoblecido? ¿Este era el hombre cuyo sermón hacía llorar a mujeres endurecidas por la mala vida? ¡Sí! Los ojos traviesos que se posaban en ella eran aquellos bellos ojos que habían sabido penetrar en su alma. La voz que, bromeando, acababa de formularle una pregunta era la voz profunda y suave que supo algún día hacer vibrar su corazón. En el púlpito era un ángel de misericordia; fuera del púlpito, un frívolo.

—No se asuste, por favor —dijo, percatándose enseguida de su confusión—. La sociedad me ha puesto nombres peores que «radical». Estuve algún tiempo en un distrito agrícola. Mi tarea era sustituir al Rector, que estaba de vacaciones. ¿Cómo cree que terminó mi misión? El propietario de la casa parroquial me tachó de comunista, los campesinos me denunciaron como incendiario y mi amigo el Rector tuvo que volver deprisa y corriendo. Ahora tengo el placer de hablarle como un hombre desterrado, obligado a abandonar aquella comunidad en lo más duro de la pelea.

Tras esta sincera confesión, abandonó la mesa del comedor y se sentó en una silla, cerca de Mercy.

—Seguro que quiere saber —siguió— en qué consistió mi crimen. ¿Sabe algo de Economía política y de la Ley de la oferta y la demanda?

Mercy reconoció que no lo sabía.

—Pues yo tampoco sabía lo que es… en un país cristiano. Ese era mi delito. Se lo contaré, y después se lo contaré a mi tía, en un santiamén.

Hizo una pausa. Cambió de postura. Mercy, mirándolo con timidez, detectó una expresión en sus ojos que le evocó el impacto que le había dado en el albergue.

—No tenía ni la menor idea —continuo— de cómo era la vida diaria de un labrador en algunas partes de Inglaterra hasta encargarme de suplir al Rector en sus tareas. Jamás había visto tanta miseria como en aquellas chozas. Nunca había conocido a gente que soportase su paupérrima existencia con tan noble paciencia. Los mártires de antaño, esos sí que sabían aguantar, y morir. No obstante, me preguntaba si supieron aguantar y vivir como aquellos mártires que conocí; vivir semana tras semana, mes tras mes, año tras año, en la antesala de la muerte; vivir, y ver a sus desmedrados hijos crecer, trabajar y padecer hambre; vivir, y depender de la caridad de la parroquia, agotados por el hambre y el trabajo. ¿Dios hizo el mundo para cubrirlo con tanta miseria? Si pienso en aquellas personas, si hablo de ellas, se me humedecen los ojos.

Inclinó la cabeza sobre el pecho. Esperó, tratando de dominar su emoción, antes de seguir hablando. Ahora, por fin, Mercy lo reconocía. Efectivamente, este era el hombre que había esperado ver. Sin darse cuenta, ella lo escuchaba con la mirada fija en su rostro, con el corazón pendiente de sus palabras, como aquel día lejano en que lo escuchó por primera vez.

—Hice todo lo que pude por aquella pobre gente —continuó—. Hablé con los propietarios en su beneficio. «Esta gente sufrida se conforma con muy poquito», les dije, «en nombre de Dios, dadles lo suficiente como para seguir adelante». Pero la Economía política puso el grito en el cielo; la Ley de la oferta y la demanda hizo oídos sordos. Aquellos sueldos de hambre eran los que les correspondían, me decían. ¿Y por qué? Porque el campesino tenía la obligación de aceptar su sino. Yo replicaba, dentro de lo posible, que un hombre tiene derecho a superar sus condiciones de vida. Acudí a mis recursos personales —escribí a algunos amigos— y envié a unos cuantos pobres a otras partes de Inglaterra donde estaba seguro de que les pagarían mejor. Provoqué una pequeña guerra, y por eso me obligaron a marchar. Sea como sea… tengo la intención de continuar mi labor. Tengo relaciones en Londres; puedo hacer colectas. Las viles leyes de la oferta y la demanda ya no inspirarán miedo en esa parte del país, y la inmisericorde Economía política se verá obligada a invertir dinero en los pobres, es una verdad como que yo soy Julian Gray y me llaman radical, comunista e incendiario.

Se levantó —disculpándose por el carácter vehemente de su discurso— y se paseó por la habitación. Contagiada por su ardor, Mercy lo siguió. Tenía preparado su donativo cuando él se volvió y la miró de frente.

—Por favor, quiero ofrecerle lo poco que tengo dijo ella con ilusión.

El rostro pálido de Julian Gray se iluminó al ver aquel rostro hermoso y compasivo suplicándole que aceptara su óbolo.

—¡No, no! —dijo él, sonriendo— aunque sea clérigo no voy pidiendo dinero por doquier.

Pero Mercy quería que él lo aceptara. El singular sentido del humor de él brilló en sus ojos al apartarse vivazmente.

—¡No nos dejes caer en la tentación! —exclamó—. No hay nada tan tentador para un pastor como un óbolo.

Insensible al desánimo, Mercy insistió y lo consiguió; comprobó así lo cierto de las reflexiones acerca de la flaqueza clerical para con las donaciones.

—Los caminos de Dios son incomprensibles para nosotros —observó Julian Gray—. Gracias por el buen ejemplo que da. Gracias por la ayuda. ¿Qué nombre pondré en la lista?

Mercy, confusa, apartó la vista.

—No ponga nombre —dijo ella en voz baja—. Mi contribución será anónima.

Mientras contestaba se abrió la puerta de la biblioteca. Para su alivio —y para decepción de Julian Gray—, Lady Janet Roy y Horace Holmcroft entraron en la habitación.

—¡Julian! —exclamó Lady Janet lanzando sus brazos al aire.

Julian Gray le dio un beso en la mejilla.

—Hoy está usted encantadora.

Le tendió la mano a Horace. Este se la estrechó y se situó junto a Mercy. Ambos salieron de la habitación. Julian vio la oportunidad de hablar en privado con su tía.

—Entré por el invernadero —dijo él—, y me encontré con esa señorita. ¿Quién es?

—¿Te interesa? —preguntó Lady Janet, con su habitual ironía.

Julian contestó con vehemencia.

—¡Mucho!

Lady Janet llamó a Mercy para que les hiciera compañía.

—Hija mía —dijo Lady Janet—, te presento a mi sobrino. Julian, esta es Miss Grace Roseberry.

Al oír su nombre, Julian Gray se sobresaltó, como si se hubiera llevado una sorpresa.

—¿Qué le pasa? —preguntó ella con desconfianza.

—Nada —contestó él, inclinándose ante Mercy. Pero su aspecto denotaba preocupación.

Ella le devolvió el gesto de cortesía un poco incómoda. Había notado cómo él se estremecía al oír el nombre por el cual Lady Janet la conocía. Esto significaba algo. ¿Pero qué? ¿Por qué se apartó, y le dirigió la palabra a Horace con una mirada perturbada, como si sus pensamientos no correspondieran a sus palabras? Julian había sufrido una transformación desde el momento en que oyó aquel nombre que no era su nombre; ¡el nombre robado!

Lady Janet reclamó la atención de su sobrino, y liberó así a Horace para que este volviera al lado de Mercy.

—Tienes la habitación preparada. Te quedarás algún tiempo, ¿verdad?

Julian aceptó la invitación con aire preocupado. En lugar de mirar a su tía, al contestar, buscó con curiosidad los ojos de Mercy. Lady Janet, indignada, le dio una palmadita en el hombro.

—Me gusta que cuando la gente me hable me mire a la cara —dijo ella—. ¿Por qué tienes la vista clavada en mi hija adoptiva?

—¿Su hija adoptiva? —repitió Julian, mirando esta vez a su tía con gravedad.

—Por supuesto. Por ser la hija del coronel Roseberry, ella también pertenece a la familia. ¿O acaso crees que es una expósita?

La cara de Julian se iluminó; parecía otro.

—Había olvidado al coronel —contestó—. Claro que pertenece a nuestra familia.

—Me alegro. Espero haberte convencido de que Grace no es ninguna impostora —dijo Lady Janet con sarcasmo.

Cogió del brazo a su sobrino y lo llevó fuera del alcance del oído de Horace y Mercy.

—En cuanto a tu carta —prosiguió—, hay una frase que me llamó mucho la atención. ¿Quién es la mujer misteriosa que me quieres presentar?

Julian se demudó.

—No se lo puedo decir ahora —susurró.

—¿Por qué no?

Para gran sorpresa de Lady Janet, Julian, en lugar de contestar, miró de soslayo a su hija adoptiva.

—¿Qué tiene ella que ver con esto? —preguntó la anciana, cuya paciencia llegaba a su fin.

—Me es imposible contárselo —contestó él con gravedad—, mientras Miss Roseberry esté en esta habitación.