CAPÍTULO XXIV

LA CARTA DE LADY JANET

El relato deja a Lady Janet y Horace Holmcroft para volver a la biblioteca con Julian y Mercy.

Pasó un rato (un buen rato, si se mide con la impaciencia que provoca la incertidumbre) después de que el coche de Grace partiera de Mablethorpe House. Transcurría un minuto tras otro y seguían sin oírse los pasos de Horace sobre el piso de mármol del vestíbulo. De tácito acuerdo, Julian y Mercy evitaron tratar el tema que más les interesaba a ambos. Con el pensamiento puesto en vanas especulaciones sobre las características de la entrevista que se estaba llevando a cabo en la habitación de Lady Janet, intentaron abordar temas que les eran indiferentes (lo intentaron una vez, sin éxito; luego volvieron a intentarlo). En el último y más prolongado intervalo de silencio, ocurrió que la puerta que daba al vestíbulo se abrió con suavidad.

¿Se trataba de Horace? No. Aún no. La persona que había abierto la puerta era la doncella de Mercy.

—Con el cariño de mi señora, señorita. ¿Tendrá la bondad de leer la nota ahora mismo?

Mientras decía esto la mujer sacó del bolsillo de su delantal la segunda carta de Lady Janet, con un trozo de papel curiosamente sujeto al sobre. Mercy desplegó el papel y al abrirlo vio unas líneas escritas rápidamente a lápiz. La letra era de Lady Janet. Decían así:

No pierdas ni un momento en leer la carta. Recuerda, cuando H. vuelva, sé fuerte: no le digas nada.

Advertida por las palabras de Julian, a Mercy no le costó nada interpretar ese extraño mensaje. En lugar de abrir el sobre y leer la carta, Mercy detuvo a la doncella en la puerta de la biblioteca. El temor de Julian de que lo peor estaba a punto de suceder también se apoderó de ella.

—¡Espera! —dijo—. No entiendo qué está pasando arriba. Quiero hacerte una pregunta.

La doncella volvió sobre sus pasos, algo reticente.

—¿Cómo sabías que yo estaba aquí? —preguntó Mercy.

—Con su permiso, señorita, la señora me mandó hace un rato que le trajera esta carta. Usted no estaba en su habitación y la dejé sobre la mesa…

—Entiendo. Pero ¿cómo es que has acabado trayéndola aquí?

—Mi señora me llamó otra vez, señorita. Antes de que pudiera llamar a la puerta salió al corredor con ese trozo de papel en la mano…

—¿Para evitar que entraras en su habitación…?

—Sí, señorita. La señora escribió el mensaje con prisas y me ordenó que lo sujetara a la carta que había dejado en su habitación. Tenía que llevársela sin que nadie me viera. «Encontrarás a Miss Roseberry en la biblioteca», me dijo, «y corre, corre, no hay tiempo que perder». Esas fueron sus palabras, señorita.

—¿Oíste algo en la habitación antes de que saliera Lady Janet a tu encuentro?

La doncella dudó un momento y miró a Julian.

—No sé si debo contárselo, señorita…

Julian hizo ademán de salir de la biblioteca. Mercy lo detuvo con un gesto.

—Sabes que no te causaré ningún problema —le dijo a la doncella—. Y puedes hablar tranquila delante de Mr. Julian Gray.

Sintiéndose más segura, la doncella se explicó.

—A decir verdad, señorita, oí la voz de Mr. Holmcroft en la habitación de mi señora. Parecía enfadado. Diría que los dos estaban enfadados, Mr. Holmcroft y mi señora —la doncella se dirigió entonces a Julian Gray—. Y justo antes de que la señora saliera de la habitación oí su nombre, como si estuvieran hablando de usted. No puedo decirle con exactitud lo que decían; no pude oírlo. Yo no trataba de escuchar, señorita. La puerta estaba entreabierta y ellos hablaban muy fuerte. Era imposible no oírles.

Era innecesario retener por más tiempo a la doncella. Tras darle permiso para retirarse, Mercy se dirigió a Julian.

—¿Por qué estarían discutiendo sobre usted? —preguntó.

Julian apuntó al sobre cerrado que tenía ella en la mano.

—Quizá tenga ahí la respuesta —dijo—. Lea la carta ahora que aún está a tiempo. Y si necesita mi consejo, no tiene más que pedirlo.

Abrió el sobre con reticencia. Se le encogía el corazón al leer aquellas líneas en las que Lady Janet, como «madre y amiga», le ordenaba que olvidara por completo la confesión que se proponía hacer en honor a la justicia y la verdad. Se le escapó un grito ahogado de desesperación al advertir cuán compleja era su situación en ese momento. «¡Ah, Lady Janet!», pensó, «en mi desgracia aún debo soportar otra prueba, y es usted quien me la inflige».

Le dio la carta a Julian. Él la recogió en silencio; a medida que la iba leyendo su palidez aumentaba. Al devolvérsela, posó en ella su mirada compasiva.

—En mi opinión —dijo—, Lady Janet no deja lugar a dudas. La carta revela para qué hizo llamar a Horace y por qué hablaban de mí.

—¡Explíquese! —exclamó Mercy, ansiosa.

Julian no contestó inmediatamente. Se volvió a sentar a su lado y señaló la carta.

—¿La ha hecho dudar de su decisión Lady Janet?

—La ha reforzado —contestó Mercy—. Ha añadido amargura a mi remordimiento.

No era un reproche, pero así se lo pareció a Julian. Su generosidad, el rasgo más sobresaliente de su carácter, afloró de nuevo. Él, que le había rogado a Mercy que fuera clemente consigo misma, ahora debía rogarle que lo fuera con Lady Janet. Con gentil persuasión, se acercó a ella y puso la mano en su brazo.

—No sea severa con ella —dijo—. Está equivocada, tristemente equivocada. Se ha rebajado tontamente. Con todo, ¿es generoso, o incluso justo, considerarla responsable de este pecado? Está en la etapa final de su vida; es improbable que pueda llegar a sentir de nuevo tanto afecto por alguien; jamás podrá reemplazarla. Mírelo desde este punto de vista y advertirá, como lo hago yo, que no es una nadería lo que la ha hecho tomar la senda equivocada. Piense en su corazón afligido y en su vida desperdiciada, y dígase a sí misma con indulgencia, «¡Ella me quiere!».

A Mercy se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¡Ya me lo digo! —contestó—. Pero no con indulgencia… soy yo la que la necesita. Lo digo con gratitud cuando pienso en ella. Y con vergüenza y dolor cuando pienso en mí misma.

Julian, por primera vez, le tomó la mano. Contempló, inocentemente, su rostro abatido. Y le habló como lo había hecho en la memorable conversación que la había convertido en una mujer nueva.

—Me es imposible imaginar una prueba más cruel que la que ahora se le presenta —dijo Julian—. La bienhechora a la que usted le debe todo no le pide más que su silencio. La persona a la que usted ha perjudicado no está presente para obligarla a hablar. El propio Horace, si no me equivoco, no le exigirá la explicación que le ha prometido. La tentación de mantener su falsa identidad es, no tengo escrúpulos en decirlo, completamente irresistible. Querida hermana y amiga, ¿todavía se ve capaz de justificar la fe que he depositado en usted? ¿Seguirá confesando la verdad, sin que el miedo a ser descubierta la empuje a la mentira?

Ella levantó la cabeza, con el brillo firme de la resolución en sus grandes ojos grises. Le contestó, sin titubear, con voz queda y dulce.

—Lo haré.

—¿Le hará justicia a la mujer a la que ha perjudicado, aunque no lo merezca y no tenga ya la posibilidad de desenmascararla?

—¡Lo haré!

—¿Sacrificará todo lo obtenido gracias a este engaño, en beneficio del sagrado deber de la expiación? ¿Aguantará todo lo que sea, aunque para ello tenga que herir a su segunda madre, que la ha querido y que ha pecado por usted, antes que degradarse a sí misma?

La mano de Mercy apretó con firmeza la de Julian. De nuevo, y por última vez, contestó:

—¡Lo haré!

Hasta ahora, la voz de Julian había permanecido firme. Sin embargo, ahora le falló. Las siguientes palabras las dijo casi en un susurro, mas para sí mismo que para ella.

—¡Te doy gracias Señor por este día! —dijo—. ¡Le he sido útil a una de las más nobles criaturas de Dios!

Al hablar, un sutil magnetismo pasó de la mano de él a la de ella: temblando a través de sus nervios, entrelazándose misteriosamente con la fina sensibilidad de su carácter, abriendo suavemente su corazón a una primera y vaga sospecha de la devoción que ella le inspiraba. Un rubor adorable emergió en el rostro y el cuello de Mercy. Su respiración se hizo más rápida y trémula. Ella liberó su mano y, después, suspiró.

Julian se levantó de repente y se alejó de ella sin dirigirle ni una palabra, ni una mirada, recorriendo de punta a punta la habitación. Al volver a su lado su rostro se había sosegado: volvía a ser dueño de sí mismo.

Mercy fue la primera en hablar. Alejó la conversación sobre ella para referirse a lo que debía estar sucediendo en el dormitorio de Lady Janet.

—Hace un rato me hablaba de Horace de una forma que me llamó la atención. Decía que no me iba a exigir una explicación. ¿Es esa una de las conclusiones que ha sacado después de leer la carta de Lady Janet?

—Es muy probable —contestó Julian—. Comprenderá a lo que me refiero si piensa en la salida furtiva de Grace de esta casa.

Mercy lo interrumpió.

—¿Sabe cómo logró Lady Janet que se fuera?

—Apenas me atrevo a confesarlo —dijo Julian—. Pero esa carta me sugiere que Lady Janet le ha ofrecido dinero y que ella ha aceptado el soborno.

—¡Oh, es imposible creerlo!

—Volvamos a Horace. Miss Roseberry se ha ido. Ahora solo queda un obstáculo en el camino de Lady Janet. Y ese obstáculo se llama Horace Holmcroft.

—¿Por qué es Horace un obstáculo?

—Se ha comprometido a casarse con usted dentro de una semana, y Lady Janet está dispuesta a mantenerle, como a los demás, al margen de la verdad. Lo hará sin escrúpulos. Pero aún no ha perdido del todo su innato sentido del honor. No puede, y no se atreve, dejar que Horace la convierta en su esposa creyendo erróneamente que se va a casar con la hija del difunto coronel Roseberry. ¿Entiende la situación? Por una parte, no va a revelarle nada. Por otra parte, no puede permitir que se case a ciegas. Ante este problema, ¿qué va a hacer? Yo veo tan solo una salida. Debe convencerlo, y si no sacarlo de sus casillas, para que actúe por su cuenta y rompa el compromiso bajo su propia responsabilidad…

Mercy lo interrumpió.

—¡Imposible! —gritó acaloradamente—. ¡Imposible!

—Lea la carta de nuevo —contestó Julian—. Le dice con claridad que no debe temer nada cuando vuelva a ver a Horace. Si algo significan esas palabras, es que él no le exigirá la confesión que usted le había prometido. ¿Y en qué condiciones le sería posible tal sacrificio? Pues solo si usted deja de ser lo que más le interesa en la vida.

Mercy no se dejó abatir.

—Es usted injusto con Lady Janet.

—Intente verlo desde el punto de vista de ella. ¿Usted cree que para ella es inmoral intentar romper el compromiso? Yo le digo que ella cree que le está haciendo un favor. En cierto sentido, sería un favor evitarle la vergüenza de una confesión humillante y ahorrarle la posibilidad de verse rechazada por el hombre que ama. A mi modo de ver, sea lo que sea, ya ha sucedido. Tengo razones para creer que mi tía lo conseguirá con mayor facilidad de lo que ella podía suponer. El temperamento de Horace la ayudará.

Muy a su pesar, la mente de Mercy empezó a darle la razón.

—¿Qué quiere decir con eso del temperamento de Horace? —preguntó.

—¿De verdad quiere saberlo? —contestó, apartándose un poco de ella.

—Debo saberlo.

—Cuando hablo del temperamento de Horace me refiero a la indigna desconfianza que muestra por el interés que siento hacia usted.

Ella lo entendió en el acto. Es más: admiró secretamente la escrupulosa delicadeza con que se había expresado. Otro hombre no habría sido tan considerado con ella. Otro habría dicho sencillamente: «Horace tiene celos».

Julian no esperó su respuesta. Siguió hablando con el mismo respeto.

—Por la razón que acabo de mencionar —dijo—, será muy fácil irritar a Horace y empujarlo a tomar una decisión que en otro momento por nada del mundo adoptaría. Hasta que oí a su doncella yo tenía pensado, por su bien, retirarme antes de que él viniera a reunirse aquí con usted. Ahora que sé que mi nombre está implicado, y que arriba se ha utilizado de forma engañosa, me siento en la obligación, también por su bien, de enfrentarme cara a cara con Horace y su temperamento antes de que hable con usted. Déjeme, si puedo, prepararlo para que la escuche sin que albergue sentimientos hostiles hacia mí. ¿Le importa retirarse unos minutos a la habitación de al lado por si regresa a la biblioteca?

Ante tal emergencia, el valor de Mercy se creció al instante. Se negó a dejar a los dos hombres solos.

—No piense que no aprecio su amabilidad —dijo—, pero si le dejo solo con Horace le expongo a que le insulte. Me niego. ¿Qué le hace dudar que venga?

—Su prolongada ausencia es la que me hace sospecharlo —replicó Julian—. Creo que este matrimonio ya se ha roto. Quizá se vaya como Grace Roseberry. Tal vez no lo vea nunca más.

En el mismo momento en que se pronunciaban estas palabras, Horace abrió la puerta de la biblioteca.