I
DE MR. HORACE HOLMCROFT A
MISS GRACE ROSEBERRY
Me apresuro a darle las gracias, estimada Miss Roseberry, por su amable carta que recibí ayer de Canadá. Créame si le digo que aprecio su generosa disposición a perdonar y olvidar las groseras palabras que le dije en un momento en el que tenía los ojos vendados a la verdad por la astucia de una desalmada. En la Grace que me ha perdonado puedo reconocer el sentido innato de la justicia de una verdadera dama. El linaje y la educación siempre se ponen de manifiesto; gracias a Dios, yo creo en ellos con mayor fe que nunca.
Me pide que la tenga informada sobre cómo evoluciona el encaprichamiento de Julian Gray, y su conducta con respecto a Mercy Merrick.
Si no me hubiera hecho el favor de explicarme sus razones, me habría sorprendido bastante recibir, de una dama de su posición, una petición como esa. Pero los motivos por los que se ve impulsada a obrar de esta manera están más allá de cualquier duda. Como usted muy bien dice, la existencia de nuestra sociedad está amenazada por el lamentable predominio de las ideas liberales que se extienden a lo largo y ancho del país. Solamente podemos protegernos contra estos impostores, cuyo único móvil es conseguir un puesto entre las personas de nuestra clase, si nos familiarizamos, de alguna forma (por desagradable que sea) con los trucos que emplean para alcanzar sus propósitos. Si deseamos saber hasta qué extremos llega su astucia y qué triste grado de ofuscación puede llegar a consentir nuestra credulidad, debemos observar (aunque nos repugne) el proceder de las Mercy Merrick o de los Julian Gray.
Retomando el hilo de mi relato donde lo dejé en mi última carta, debo tomarme la libertad de aclararle una cosa.
Algunas frases salidas de su pluma me sugieren que usted culpa a Julian Gray de la lamentable visita de Lady Janet al albergue, al día siguiente de que Mercy Merrick saliera de su casa. Permítame decirle que no es del todo exacto. Julian, como usted comprenderá enseguida, tiene ya bastante por lo que responder para que le hagan responsable de errores en los que no tiene nada que ver. Lady Janet (como ella misma me dijo) fue al albergue por voluntad propia para pedirle perdón a Mercy Merrick por el lenguaje que había usado el día anterior. «No encuentro palabras para describir la deplorable noche que pasé», le aseguro que fue lo que me dijo literalmente, «pensando en lo que mi vil orgullo, egoísmo y obstinación me hicieron decir. Habría ido de rodillas a pedirle perdón si me lo hubiesen permitido. No volví a sentirme bien hasta que consintió en venir a verme de vez en cuando a Mablethorpe House».
Sin duda, estará usted de acuerdo conmigo en que semejante excentricidad es más digna de compasión que de censura. ¡Qué triste ver cómo el ser humano pierde sus facultades conforme avanza la edad! Resulta angustioso pensar en cuánto tiempo podrá Lady Janet seguir llevando ella misma sus asuntos. La próxima vez que hable con su abogado aprovecharé la oportunidad para tratar esta cuestión con delicadeza.
Me estoy alejando del tema que nos preocupa. Y (¿no le parece extraño?) le escribo con tanta familiaridad como si fuésemos viejos amigos.
Volviendo a Julian Gray: si bien es inocente de instigar la primera visita de su tía al albergue, sí es culpable de haberla hecho volver una segunda vez, un día después de que yo le enviara mi última carta. Esta vez, el objetivo de Lady Janet era, ni más ni menos, hablar en favor de su sobrino en calidad de humilde pretendiente de la mano de Mercy Merrick. ¡Imagínese qué degradación para una de las familias más antiguas de Inglaterra, invitar a una desgraciada de un albergue a que honre a un pastor de la Iglesia de Inglaterra convirtiéndose en su esposa! ¿Pero en qué tiempos vivimos? Mi pobre madre lloró de vergüenza cuando se enteró. ¡Cuánto admiraría y estimaría usted a mi madre!
Estaba invitado a cenar en Mablethorpe House el día en que Lady Janet procedió a su degradante visita.
«¿Y bien?», le dije, después de que saliera el criado de la habitación, claro está.
«Pues», contestó Lady Janet, «Julian tenía razón». «¿Razón en qué?».
«En que no hay en este mundo mujer más noble que Mercy Merrick».
«¿Le ha rechazado de nuevo?».
«Le ha rechazado de nuevo».
«¡Gracias a Dios!». Lo sentía con fervor y con tal fervor lo dije. Lady Janet dejó los cubiertos en la mesa y me clavó una de sus duras miradas.
«Quizás no tengas la culpa, Horace, de no saber apreciar la bondad y generosidad de otras personas más nobles que tú. Pero lo mínimo que podrías hacer es desconfiar de tu capacidad de apreciación. De ahora en adelante me gustaría que te guardaras tus opiniones sobre asuntos que no entiendes para ti mismo. Te tengo cariño, por la memoria de tu padre; e interpreto tu conducta hacia Mercy Merrick de la forma más indulgente de que soy capaz: humanamente considero que te comportas como un idiota. (Esas fueron sus propias palabras, Miss Roseberry, se lo aseguro de nuevo, sus propias palabras). Pero no abuses demasiado de mi indulgencia: no vuelvas a insinuar que una mujer tan buena que, si falleciera esta noche, iría directa al cielo, no es digna de ser la esposa de mi sobrino».
Antes le manifestaba mi convicción de que no era probable que Lady Janet fuera capaz de seguir manejando sus asuntos durante mucho más tiempo. ¿Quizá entonces le parecía una opinión apresurada? ¿Qué le parece ahora?
Obviamente, era inútil responder con seriedad a la terrible reprimenda de que había sido objeto. Además, estaba realmente consternado ante aquella degradación de sus principios, que provenía, sin duda alguna, de la degradación de sus facultades mentales. Le devolví una respuesta tranquilizadora y respetuosa y, a cambio, ella me hizo el favor de relatarme brevemente lo que realmente había ocurrido en el albergue. Mi madre y mis hermanos se escandalizaron cuando oyeron los detalles. A usted también le escandalizarán.
Nuestra interesante arrepentida (esperando la visita de Lady Janet) se las ingenió, ¡cómo no!, para que la encontrara ocupada en una conmovedora labor doméstica. Tenía un bebé abandonado durmiendo en su regazo y le estaba enseñando el alfabeto a una pequeña y fea vagabunda que había recogido de la calle. Es decir, el tipo de escena ideal para ablandarle el corazón a una anciana, ¿no es cierto?
Ya se puede imaginar la escena cuando Lady Janet empezó su labor de casamentera. Después de preparar muy bien su papel, lo cierto es que Mercy Merrick no lo representó nada mal. De sus labios manaban los sentimientos más magnánimos. Le dijo que en el futuro se dedicaría a las obras de caridad, dando el ejemplo del bebé y la niña fea. Por mucho que tuviera que sufrir, por grande que tuviera que ser el sacrificio al que debía someter sus sentimientos (observe con qué habilidad insinuó que ella también estaba enamorada de Julian Gray), a ella le resultaba imposible aceptar de Mr. Julian Gray aquel honor del que era indigna. Su gratitud hacia él y sus sentimientos por él le prohibían comprometer su brillante futuro accediendo a un matrimonio que lo degradaría en la estima de todas sus amistades. Le daba las gracias a Mr. Gray (llorando), le daba las gracias a Lady Janet (llorando todavía más), pero no se atrevía, en beneficio de su honor y su felicidad, a aceptar la mano que le ofrecía. Que Dios lo bendiga y le consuele y que Dios la ayude a soportar su triste destino.
El objetivo de esta despreciable comedia está bastante claro, me parece a mí. Sencillamente, ella está rechazándolo (Julian, como usted sabe, es pobre) hasta que las dotes de persuasión de Lady Janet den paso a su monedero. En una palabra: ¡un arreglo! Si no fuera por el lenguaje irreverente de esa mujer y por la lamentable credulidad de la pobre anciana, todo ello serviría de tema para una comedia.
Pero todavía no le he contado lo más triste de la historia.
En su momento, se le comunicó a Julian Gray la decisión de la joven, e instantáneamente perdió el juicio. ¿Se puede creer que ha renunciado a su labor pastoral? En un momento en que la iglesia se llena los domingos para oírle predicar, ese loco cierra las puertas y se aleja del púlpito. Ni siquiera Lady Janet estaba tan ida como para incitarle a hacerlo. Ella protestó, como el resto de sus amigos. ¡Pero era inútil! No importaba lo que le dijeran, su única respuesta era: «Mi carrera ha terminado». ¡Qué tontería!
Como es natural, se preguntará usted qué es lo que piensa hacer ahora este perturbado. Pues no tengo ningún pudor en afirmar que tiene intención de suicidarse. ¡Por favor, no se alarme! No hay que temer porque acuda a una pistola, a una soga, ni a un río. Julian está buscando la muerte dentro de los límites de la ley.
Ya sé que es un lenguaje muy crudo. Pero ahora le relataré los hechos y podrá juzgar por sí misma.
Cuando dimitió de su cargo de pastor, el siguiente paso fue ofrecerse como voluntario a una Misión de la costa occidental de África. Afortunadamente, las personas que estaban al frente de la Misión demostraron su sentido del deber. Le dijeron de la forma más halagadora posible que estaban convencidos del gran valor de su colaboración, sin embargo, para aceptar su propuesta era necesario que se sometiera a un examen efectuado por un médico competente. Tras dudarlo un poco, acabó por aceptar. Y el informe del doctor era concluyente. En el actual estado de salud de Julian, el clima de África occidental probablemente acabaría con él en menos de tres meses.
Frustrado en su primer intento, se dirigió a una Misión de Londres. Aquí era imposible poner la excusa del clima. Y, esta vez, lamento decirle que ha logrado lo que quería.
Ahora está trabajando (dicho de otro modo, ahora está arriesgando su vida) en la Misión de Green Anchor Fields. El distrito de este nombre se encuentra en una zona recóndita de Londres, cerca del Támesis, y tiene la triste fama de estar infestado de los miserables más desesperados y rastreros de toda la población metropolitana, y está tan atestado que casi nunca se libra del ataque de las epidemias. En ese lugar tan horroroso, y entre gente tan peligrosa, Julian trabaja de sol a sol. Sus amigos ya no lo ven. Desde que se incorporó a la Misión, ni siquiera ha ido a visitar a Lady Janet.
He cumplido con mi palabra, estos son los hechos. ¿Me equivoco al tener una visión pesimista del futuro? No puedo olvidar que este infeliz fue mi amigo, y ahora no veo ninguna esperanza en su futuro. Se expone expresamente a la violencia de los rufianes y a cualquier epidemia, ¿quién puede conseguir que abandone una situación tan espeluznante? La única persona capaz de ello sería aquella por la que, si se uniera a ella, le sobrevendría su ruina: Mercy Merrick. ¡Dios sabe qué desastres tendré el doloroso deber de comunicarle en mi próxima carta!
Quisiera expresarle mi más sincero agradecimiento por su interés en mi persona y en mis proyectos.
Tengo muy poco que contar respecto a ambas cosas. Después de lo que he sufrido (mis sentimientos han sido pisoteados y mi confianza, traicionada), de momento me veo incapaz de decidir qué voy a hacer. Volver a mi antigua profesión, el ejército, ni me lo planteo, ya que en estos tiempos cualquier persona de oscuro origen, capaz de pasar el examen médico, puede alcanzar mi mismo rango e incluso puede llegar a ser mi superior. Si tuviera que elegir una profesión, me inclinaría por la diplomacia. El linaje y la educación todavía se consideran cualidades esenciales en los servidores públicos que cumplen esa función. Pero aún no me he decidido.
Mi madre y mis hermanas desean que le diga que, en caso de que vuelva usted a Inglaterra, para ellas sería un gran placer conocerla. Comprenden todo lo que he sufrido, pero no olvidan que usted también lo ha hecho. Le espera una cordial bienvenida cuando decida hacer su primera visita a nuestra casa.
Le saluda atentamente,
Horace Holmcroft