CAPÍTULO XXV

LA CONFESIÓN

Se detuvo en el umbral de la puerta. Primero miró a Mercy; después a Julian.

—¡Lo sabía! —dijo, asumiendo una actitud sarcástica—. Si hubiera conseguido que Lady Janet las apostara habría ganado cien libras.

Se acercó a Julian Gray, pasando repentinamente de la ironía a la ira.

—¿Quieres saber cuál era la apuesta? —preguntó.

—Preferiría saber que eres capaz de controlarte en presencia de esta dama —contestó Julian con calma.

—Le dije a Lady Janet que me apostaba doscientas libras contra cien —continuó Horace— a que te encontraría aquí cortejando a Miss Roseberry a mis espaldas.

Mercy intervino antes de que Julian pudiera contestar.

—Si eres incapaz de hablar sin insultar a uno de los dos, entonces te ruego que te abstengas de dirigirte a Mr. Julian Gray.

Con burlón respeto, Horace le hizo una reverencia.

—Por favor, no os alteréis. Me han pedido que sea escrupulosamente cortés con los dos. Lady Janet me permitió venir a condición de que le prometiera que me comportaría con perfecta corrección. ¿Qué más puedo hacer? Tengo que tratar con dos personas privilegiadas: un clérigo y una mujer. La profesión del clérigo le protege a él, y el ser mujer la protege a ella. Estoy en desventaja, y los dos sois conscientes de ello. Pido, por tanto, disculpas si he olvidado la profesión del clérigo y el sexo de la dama.

—Has olvidado más que eso —dijo Julian—. Has olvidado que eres un caballero desde la cuna y que te han educado como a un hombre de honor. Por lo que a mí respecta, no hace falta que recuerdes que soy un clérigo, yo no le impongo mi condición a nadie, solamente te pido que no olvides la tuya ni la educación que has recibido. Ya es bastante malo sospechar de forma cruel e injusta de un viejo amigo, que nunca ha olvidado el respeto que te debe y que se debe a sí mismo. Pero es todavía más indigno expresar semejantes sospechas en presencia de la mujer a la que, por tu propia elección, estás doblemente obligado a respetar.

Julian se detuvo. Los dos hombres se miraron en silencio. A Mercy le resultaba imposible verlos, como los veía ahora, sin establecer la inevitable comparación entre la fuerza y la dignidad masculinas de Julian y la malicia e irritabilidad femeninas de Horace. Un último impulso de fidelidad hacia el hombre con el que se había prometido la indujo a separarlos antes de que Horace cayera aún más bajo en su estima.

—Es mejor que esperes a hablar conmigo —le dijo a Horace— a que estemos solos.

—En efecto —respondió Horace con sarcasmo—, si Mr. Julian Gray nos lo permite.

Mercy se volvió hacia Julian, con una mirada que decía: «¡Compadézcanos y déjenos!».

—¿Desea que me vaya? —preguntó él.

—Si puedo abusar otra vez de su bondad —contestó ella—. Le ruego que espere en la habitación contigua.

Señaló la puerta que daba al comedor. Julian dudó un momento.

—¿Me promete que me avisará si necesita ayuda? —dijo él.

—¡Sí, sí! —le iba siguiendo mientras él se retiraba, y añadió en un susurro—. ¡Deje entreabierta la puerta!

Él no contestó. Cuando Mercy regresó hasta Horace, él entró en el comedor. Hizo lo único que podía hacer. Julian cerró la puerta con tanto tiento que el agudo oído de ella ni siquiera se dio cuenta de que la había cerrado.

Mercy se dirigió a Horace sin esperar a que él tomara la palabra.

—Te he prometido una explicación de mi comportamiento —dijo ella, con voz un tanto temblorosa— y estoy dispuesta a cumplir con mi palabra.

—Primero te quiero hacer una pregunta. ¿Me vas a contar la verdad?

—Estoy esperando para hacerlo.

—Te daré una oportunidad. ¿Estás o no enamorada de Julian Gray?

—¡Debería darte vergüenza preguntarme tal cosa!

—¿Esa es tu única respuesta?

—Jamás te he sido infiel, Horace; ni siquiera de pensamiento. Si no te hubiese sido fiel, ¿me comportaría como me comporto ahora?

Él sonrió con amargura.

—Tengo mi propia opinión sobre tu fidelidad y sobre el honor de Julian. Ni siquiera has sido capaz de mandarle a la otra habitación sin susurrarle algo antes. Ahora ya no importa. Por lo menos sabes que Julian Gray está enamorado de ti.

—Mr. Julian Gray jamás me ha dicho palabra sobre eso.

—Un hombre puede demostrar su amor por una mujer sin expresarlo con palabras.

La resistencia de Mercy empezó a fallarle. Ni siquiera Grace Roseberry le había hablado de forma tan insultante de Julian Gray como lo estaba haciendo Horace.

—Quien diga eso de Mr. Julian Gray está mintiendo.

—Pues entonces miente Lady Janet —replicó Horace.

—¡Lady Janet jamás ha dicho tal cosa! ¡Lady Janet no puede haberlo dicho!

—Quizá no lo haya dicho con esas palabras, pero no lo negó cuando yo lo dije. Le recordé el momento en que Julian Gray oyó por primera vez que iba a casarme contigo: estaba tan consternado que casi dejó de ser educado conmigo. Lady Janet estaba presente y no ha podido negarlo. Le pregunté si ella había observado, desde entonces, algunos indicios de simpatía mutua entre vosotros. Y no pudo negar estos indicios. Le pregunté si os había encontrado juntos alguna vez. Y no pudo negar que os había encontrado juntos, hoy mismo, en una situación bastante comprometida. ¡Sí! ¡Sí! ¡Enfádate tanto como quieras! Tú no sabes lo que ha ocurrido arriba. Lady Janet está empeñada en que rompamos nuestro compromiso y Julian Gray está detrás de todo esto.

En cuanto a Julian, Horace estaba completamente equivocado. Pero con respecto a Lady Janet, él había repetido lo que el propio Julian le había predicho a Mercy. Pero ella aún dudaba.

—¡No te creo! —dijo con firmeza.

Horace avanzó un paso y fijó su mirada colérica en ella, interrogativamente.

—¿Sabes por qué me llamó Lady Janet?

—No.

—Te lo diré. Lady Janet es tu amiga del alma, no hay lugar a dudas. Deseaba contarme que estaba angustiada por la explicación que habías prometido dar sobre tu singular comportamiento. Ella dijo: «Tras largas reflexiones he llegado a la conclusión de que no hace falta que nos dé una explicación. Le he ordenado a mi hija adoptiva que no hable». ¿Es verdad esto?

—Sí.

—¡Pues escucha! Esperé a que terminase y entonces dije: «¿Y yo qué?». Lady Janet tiene una virtud. Habla abiertamente. «Tú harás lo mismo que yo», me contestó. «Vas a admitir que no hace falta explicación alguna, y vas a enterrar todo este asunto en el olvido». «¿Habla en serio?», pregunté. «Muy en serio». «Pues, en este caso, debo decirle que usted me exige más de lo que cree: exige que rompa mi compromiso con Miss Roseberry. O bien obtengo la explicación que me ha prometido, o me niego a casarme con ella». ¿Y cómo crees que reaccionó Lady Janet? Cerró la boca, extendió las manos y me miró como diciendo: «¡Tú mismo! Rompe si quieres; ¡a mí no me importa!».

Hizo una pausa. Mercy, por su parte, permaneció callada: preveía lo que iba a pasar. Equivocado al suponer que Horace había abandonado la casa, Julian, sin duda alguna, había errado también en concluir que había caído en la trampa de que rompiera el compromiso.

—¿Me vas entendiendo? —preguntó Horace.

—Te entiendo a la perfección.

—Pues no te robaré más tiempo —continuó él—. Le dije a Lady Janet: «Por favor, tenga la bondad de contestarme sinceramente. ¿Insiste en sellar los labios de Miss Roseberry?». «Sí, insisto», contestó ella. «No hace falta ninguna explicación. Si tú crees tener suficientes motivos para desconfiar de tu futura esposa, yo soy lo suficientemente justa para creer en mi hija adoptiva». Y yo contesté, y te suplico que pongas suma atención a lo que voy a decir ahora: «No es justo que me culpe por sospechar de ella. No entiendo sus confianzas con Julian Gray, como tampoco entiendo su lenguaje y su conducta en presencia del policía. Reclamo mi derecho a que se me satisfaga en estos dos puntos, siendo como soy el hombre que va a casarse con ella». Esa fue mi respuesta. Te ahorraré lo que siguió. Solamente repito lo que le dije a Lady Janet. Ella te ha ordenado permanecer en silencio. Si obedeces sus órdenes, tengo la obligación, con mi familia y conmigo mismo, de liberarte de nuestro compromiso. Elige, pues, entre tus obligaciones con Lady Janet y tus obligaciones conmigo.

Por fin había dominado su temperamento: hablaba con dignidad e iba al grano. Sus argumentos eran irrebatibles, no pedía más que aquello a lo que tenía derecho.

—Ya había elegido —contestó Mercy— cuando te di mi palabra arriba.

Esperó un segundo, luchando por controlarse, ante la terrible revelación a la que estaba a punto de proceder. Bajó la mirada; su corazón palpitaba cada vez más rápido, pero se armó de valor. Se enfrentó a la situación con un coraje desesperado.

—Si estás preparado para escucharme —prosiguió—, estoy lista para contarte por qué insistí en que se fuera el policía.

Horace alzó la mano, a modo de advertencia.

—¡Espera! —dijo—. Eso no es todo.

Los infundados celos hacia Julian, que tergiversaban cualquier reacción de ella, la hicieron desconfiar desde el primer momento. Mercy se había limitado a prometer aclarar por qué se había inmiscuido al pedir que se fuera el policía. La cuestión de su relación con Julian Gray la había pasado por alto deliberadamente. La conclusión que Horace extrajo al instante era demoledora.

—Que no haya malentendidos entre nosotros —dijo—. La explicación de tu conducta es una de las dos explicaciones que me debes. Tienes que aclarar otra cosa. Empecemos por ahí, por favor.

Mercy lo miró sinceramente sorprendida.

—¿De qué más tengo que dar cuenta? —preguntó.

Él repitió lo que ya le había comentado a Lady Janet.

—Ya te lo he dicho —dijo él—. No entiendo tus confianzas con Julian.

Mercy se ruborizó; sus ojos empezaron a brillar.

—¡No empieces otra vez con eso! —gritó en un arranque de ira—. ¡Por amor de Dios, no hagas que te desprecie en un momento como este!

La obstinación de Horace halló nuevos motivos en la actitud de Mercy.

—Insisto en ello.

Ella había decidido soportar cualquier cosa como justo castigo por su engaño. Pero no era propio de una mujer aguantar, en el preciso momento en que su confesión estaba a punto de brotar de sus labios, las injustas sospechas de Horace. Se levantó de su asiento y le miró a los ojos con firmeza.

—Me niego a degradarme y a degradar a Mr. Julian Gray contestándote.

—Piensa bien lo que haces. Es mejor que cambies de opinión antes de que sea demasiado tarde.

—Ya te he dado mi respuesta.

Aquellas resueltas palabras parecieron enfurecerle. La tomó con violencia del brazo.

—¡Eres tan falsa como el diablo! —gritó—. Tú y yo hemos acabado.

La voz estridente y amenazadora con que había hablado traspasó la puerta del comedor. Se abrió en el acto. Y Julian entró en la biblioteca.

No había dado un solo paso cuando llamaron a la otra puerta, la que daba al vestíbulo. Apareció uno de los sirvientes con un telegrama. Mercy fue la primera en verlo. Era la respuesta de la directora del albergue.

—¿Para Mr. Julian Gray? —preguntó ella.

—Sí, señorita.

—Démelo, por favor.

Hizo un ademán de despedida al criado y le dio el telegrama a Julian.

—Pedí que se lo dirigieran a usted —dijo ella—. Reconocerá el nombre del remitente y verá que soy su destinataria.

Horace intervino antes de que Julian pudiera abrir el telegrama.

—¿Otro secretito entre vosotros? Dame ese telegrama.

Julian lo miró con callada indignación.

—¡Va dirigido a mí! —contestó, y abrió el sobre.

El texto rezaba de la siguiente manera:

Ella me interesa tanto como a usted. Dígale que he recibido su carta y que la acogeré en el albergue de todo corazón. Esta noche tendré que atender unos asuntos en ese vecindario. Yo misma pasaré a buscarla por Mablethorpe House.

El mensaje era suficientemente explícito. Por voluntad propia, ¡ella había procedido a expiar su pecado! ¡Por voluntad propia, iba a regresar al martirio de su antigua vida! Aunque estaba obligado a no decir ni hacer nada que pudiera comprometerla en presencia de Horace, la expresión irreprimible de la admiración que Julian sentía refulgió en sus ojos al dirigir la mirada hacia Mercy. Horace advirtió aquella mirada. Dio un salto hacia adelante e intentó arrebatar el telegrama de las manos de Julian.

—¡Dámelo! —dijo—. ¡Lo quiero!

Julian, en silencio, le hizo retroceder con el brazo. Horace, loco de ira, levantó la mano amenazándole.

—¡Dámelo! —repitió entre dientes—, ¡o te arrepentirás!

—Démelo a mí —dijo Mercy de repente, colocándose entre los dos hombres.

Julian se lo dio. Ella se giró y se lo ofreció a Horace, mirándole con la misma firmeza con que lo sostenía.

—Léelo —dijo.

El carácter bondadoso de Julian se apiadó del hombre que lo había insultado. Su corazón solamente recordaba al amigo de otros tiempos.

—¡Impídaselo! —le dijo a Mercy—. ¡Impídaselo, aún no está preparado!

Ella no contestó, ni se movió. Nada alteraría la horrible apatía que le confería el haberse resignado ante su destino. Sabía que había llegado la hora.

Julian miró a Horace.

—¡No lo leas! —le gritó—. ¡Escucha primero lo que quiere decirte!

La mano de Horace contestó con un gesto desdeñoso. Sus ojos devoraban, palabra por palabra, el mensaje de la directora.

Después de haberlo leído alzó la vista. Cuando miró de nuevo a Mercy se había producido un cambio espantoso en su rostro.

Ella permanecía entre los dos hombres inmóvil como una estatua. Parecía que su vida se había extinguido por completo, excepto en sus ojos, que reposaban en Horace con una serenidad firme y resplandeciente.

Lo único que rompió el silencio fue un tenue murmullo que procedía de Julian. Tenía la cara escondida entre las manos: estaba rezando por ellos.

Horace habló, señalando el telegrama. Su voz había cambiado como su semblante. Ahora era queda y temblorosa: nadie la habría reconocido.

—¿Qué significa esto? Este telegrama no puede ser para ti.

—Pues es lo es.

—¿Qué tienes tú que ver con un albergue?

Sin alterar su semblante, sin mover un solo músculo, pronunció las terribles palabras:

—Provengo de un albergue y ahora regresaré a un albergue. Mr. Horace Holmcroft, yo soy Mercy Merrick.